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Amaru

 


Como una pena…

El hombre viejo se deja llevar por el movimiento del agua. Tiene las cicatrices blancas de los raspones de la tristeza y un susto oscuro le tiembla en el pulso. Los brazos clavan el remo y evitan el bamboleo; el pie contra la damajuana impide el derrame del vino tinto en el fondo de la canoa.

Y así va.

Mueve los ojos amarillos de reptil adormecido bajo el sol del invierno. Las arrugas de su rostro talladas en cobre lucen quietas como el cuero del yacaré. Debajo del sombrero apunta la cabeza hacia adelante en busca de la curva amplia del río, que se pierde entre los árboles, lejos aún de la desembocadura.

El hombre viejo se llama Amaru.

Ayer por la noche, Amambay, su mujer, tumbada en el catre se entregó a la muerte. Soltó un humito de aire y se quedó dormida para siempre.

Él le acarició las manos duras y frías y esperó hasta la aurora. Salió de la cabaña y vio ascender el alma de su esposa entre las hojas verdes de la selva misionera como un ovillo de arco iris. Los hilos de colores atravesaron las ramas más altas. Una parte del espíritu de Amambay se deshizo en lluvia y la otra, ceniza ágil, continuó su ascenso de la mano del viento con tanto ímpetu que él estuvo seguro de que su mujer alcanzaría el sol.

Y ahí quedó su choza de caña, aguas arriba, cerca de las cataratas del Iguazú, donde el estrépito de las caídas es un tigre que brama y el peso de la atmósfera de niebla sobre el cauce moja las paredes rojas de las barrancas.

Amaru partió de madrugada.

Ya no tenía sentido quedarse allí. Montó apurado en la piragua de alas delgadas y se lanzó a la superficie agitada buscando llegar al Paraná. El agua escapaba a borbotones, como un chorro marrón de espaldas arrugadas. Él aprovechó la huida de la corriente para alejarse cuanto antes sosteniendo la respiración, siguiendo el destino del río.

Y ahora…, va a la deriva.

Navega en silencio como un pez que no sabe llorar. Todo es extraño sin el lenguaje de la selva. Sin embargo, algo lo encandila. A lo lejos relumbran mil chapitas sobre la piel del río. Del sol ha bajado el espíritu de Amambay con su vestido de fiesta a mostrarle el horizonte.

Amaru se ajusta el sombrero para disminuir el reflejo, endereza la piragua en busca del rumbo, como aquel navegante cautivado por el llamado del mar, y avanza perdido en la ensoñación, entero de ánimo, hasta donde haga falta.


Este relato, publicado en las revistas literarias "Nagari" (EE.UU., Miami, mensual, agosto-2023), "Vestigium" (MEDIUM, marzo 2020) pertenece al libro La rotación de las cosas. Esta versión fue corregida en el taller literario Ultraversal, coordinado por el escritor Gavrí Akhenazi.

Cuando llueve sobre las islas

 

Apoyada en el alféizar de la ventana, con las cortinas abiertas de par en par, Elena mira hacia la profundidad de la noche. Apoya los codos y juega con el anillo de oro. Desde la base del anular desliza la delgada alianza hasta el comienzo de la uña. Lo hace casi sin darse cuenta, con el índice y el pulgar de la otra mano. Lo repite una y otra vez, olvidada de su entorno, entregada a otro mundo, entre el polvo de estrellas de sus pensamientos.

Sobre el escritorio que se encuentra en el extremo del cuarto hay una lámpara encendida. Un pequeño cono de esplendor desciende sobre los papeles desordenados en el rincón íntimo. Hace unos minutos ella dejó de escribir. El verso de la poesía quedó inconcluso y la idea ya se ha disipado.

En el resto de la habitación, a través de la pantalla opaca del candelero, la luz convierte el aire en una bruma mortecina que pinta de amarillo pálido todos los objetos, eliminando los ínfimos detalles, suavizando todo.

La figura de Elena está tenuemente iluminada por detrás, y su contorno se recorta dentro del marco, por el cual entra el perfume nocturno de los jazmines. 

El cuarto se encuentra en la planta alta de la casa. Este es su mirador privilegiado. Afuera y debajo está el jardín, y en él, las luciérnagas merodeando entre los rosales. Un poco más retiradas medran las sombras entre los fresnos y las mimbreras. Detrás de ellos se desliza el espejo apacible del arroyo Las Totoras, cerca del recodo, antes de la boca que se abre al cauce furioso del Paraná de las Palmas. A la salida de las islas, reposa el río, el ancho Río de la Plata, donde ahora se baña la luna. 

Elena regresa desde sus pensamientos dispersos a la noche silenciosa de los arroyos del Delta. Deja la ventana, gira y avanza con cierto impulso, hacia adentro, pero, en el movimiento brusco, sus dedos distraídos sueltan la alianza. El anillo rebota y rueda sobre el piso de pinotea, da tres giros sobre sí mismo y queda quieto al pie de la cama. Ella lo recoge, se lo coloca nuevamente y se tira de espaldas sobre el edredón mirando el techo.

¿En qué piensa?

Extraña a su marido. 

Helmuth Ritter es capitán de los cargueros que suben y bajan por la cuenca caudalosa llevando aceite, granos, cargas de todo tipo. En estos puertos fluviales debe adaptarse a los vaivenes del comercio, o al contrabando en fondeaderos clandestinos, si es necesario. 

Hace dos meses que está navegando y le ha hecho llegar un mensaje a Elena: «El viernes estoy en casa. Besos. Helmuth». El jueves ella fue hasta el puerto de Tigre a comprar provisiones. Trajo una botella de vino para brindar con Helmuth por su llegada.

Hoy es domingo. 

Está demorado. 

Elena está acostumbrada a la incertidumbre de la vida en las islas. El clima a lo largo de la traza del Paraná es impredecible. El río es un animal traicionero, un yacaré al acecho que, cuando cierra las mandíbulas, hasta los barcos de más porte quedan atrapados entre sus fauces. 

Los orilleros conocen raras historias de navegantes. Cuando la vanidad los seduce en la charla alrededor del fogón, la superchería ondula en el aire como un juguete peligroso hasta que el temor cede, porque saben que en una de esas lo que se está contando puede ser cierto.

Elena abandona esos pensamientos, se incorpora, se acerca de nuevo a la ventana. Huele a tormenta. Los relámpagos desnudan el cielo con sus fogonazos. Una hilera de nubes se agrupa encima del arroyo El durazno. Las figuras difusas tocan con sus algodones sucios las copas de los árboles. La brisa sacude con fuerza el follaje, el viento sudeste trae malos presagios, el tiempo empeora. 

Elena cierra los batientes, gira la manija del cerrojo y acomoda las cortinas. Luego se desviste, se mete en la cama y lee hasta que se le cierran los párpados. Aparta el libro hacia un costado y de inmediato se abandona al sueño mientras oye el aguacero que se derrama sobre las islas.


Ha llovido toda la noche.

Hoy el sol ha estrenado una mañana espléndida. Elena escucha el ruido de un motor que se detiene. La embarcación de las provisiones ha estacionado en la orilla, tal vez en ella venga su marido. Se apura, abre la puerta y baja al muelle.

Mario, el patrón de la Surubí, se asoma por la cabina y le entrega una canasta. Ella le pide el diario y le paga. En dos maniobras, Mario acomoda la proa enfrentando la corriente, buscando el próximo destino.

Elena entra y apoya la canasta. Luego despliega el periódico sobre la mesa. 

En la primera plana está la foto del carguero que encontró la Prefectura anclado en un banco de arena en Corrientes. Ella se interesa por el artículo. Lee la bajada: «El buque “fantasma” navegaba sin tripulación desde hace una semana, a la deriva, hasta que encalló». 

La nota comienza así: «En el día de ayer se realizó una exhaustiva búsqueda para revelar las causas del suceso. En la cabina de mando se encontró una alianza en cuyo interior tiene grabadas las iniciales E. R.».

Elena está muda por la noticia que tiene delante. Se le ha incrustado como un acertijo macabro en el pecho. Acodada en la mesa, juega con el anillo hasta que lo suelta sin querer. La sortija cae y rueda sobre el piso, da tres giros sobre sí misma y queda quieta al lado de su zapato. La mira. Le parece que la alianza está tan lejos que no podría alcanzarla.

Se pregunta cómo deberá empezar su vida de acá en adelante, de dónde sacará el valor que necesita, adónde irá a preguntar lo que ignora. 

Se lleva la mano a la boca.

Y llora sin consuelo, en forma tan abundante como el agua que se derrama aquí, sobre estas islas, cuando llueve torrencialmente.


Este cuento, publicado en las revistas literarias "Nagari" (EE.UU. Miami, mensual, junio-2020), "El Narratorio" (ARGENTINA, Buenos Aires, mensual, Nro 50, pag 7) y "Vestigium" (MEDIUM, abr. 2019), pertenece al libro Escarcha.

Agua de plata




Oí un quejido. Los tirantes del techo se habían arqueado. Parecía que Dios les había puesto un pie encima. No quise despertarte, salí de la casa y subí por la escalera, peldaño a peldaño, María. Y la vi. Sobre el tejado de zinc estaba dormida la luna llena.

Era enorme.

Parado en las ondulaciones del tinglado me sentí poderoso. Me distraje un momento, miré hacia el terreno del fondo y escuché las voces de los grillos entre los juncos. El calor de enero era insoportable.

Me acerqué y toqué la luna. 

La superficie blanca tenía moretones grises y se me enfriaron los dedos en el agua de plata. En el patio vi un juguete roto, una maceta sin flores y una rueda de bicicleta oxidada. Tuve ganas de huir.
 
En ese instante algo misterioso debió haber sucedido porque el disco de ceniza ascendió. 

No quise dejarte, María, y, sin embargo, me aferré y me dejé llevar sin pensar en nada. En un rato, yo y la luna, desaparecimos detrás de las copas de los árboles. Las ramas de las acacias sostenían las hojas desplegadas en el follaje denso. Fue fácil escondernos aprovechando la serena complicidad de las sombras.

Ahora me siento inmortal en la noche interminable. No sé si esto está bien. Estoy confundido.

Debe ser la pobreza, María.



Este relato, publicado en la revista literaria "Vestigium" (MEDIUM, mayo 2020) pertenece al libro Fotos viejas.

Una hoja sobre el piso




Hacia el frente veo un paisaje azul. Se trata de u
n desorden de olas breves que apenas espuman sus grises en la orilla esmeralda de la laguna. No hay árboles. Giro hacia mis espaldas y todo se reduce a un desierto que finaliza en un horizonte rojo. 

Por encima de las nubes, dentro de una línea gruesa de oscuridad infinita, mi fe percibe otra tierra sin límites. Todavía no sé adónde empieza ese territorio ni dónde termina, no sé si es cielo o infierno. No sé si por aquí habitan ángeles o espíritus ni si son ellos quienes andan desesperados entre las llamas. Por ahora solo atinan a agitar delicadamente el interior de mi silencio y mi soledad, como ese tipo de perspectivas serias que la vida no me permitía eludir cuando estaba vivo.

Antes de atravesar el límite, en ese instante fatal en el cual me sorprendió la muerte, atrapé una foto tuya en mi puño y la traje conmigo, aunque acá de poco sirve. Podría devolverla arrojándola. Quizás la recibas de súbito dentro de tu pupila o se pose encima de las arterias de tu corazón. No sé si vale la pena correr el riesgo de enviarte una señal tan extraña.

El dolor ha cesado y el movimiento de los recuerdos es incesante. Tal vez no lo creas pero es sencillo meditar en el páramo en el cual me encuentro. Nada más mirar aquella estrella solitaria hundida en el azul negro y la rutina se esfuma y se olvidan los sucesos cotidianos. Sin embargo, desde acá aún es fácil la contemplación del mundo de los mortales, incluso en sus detalles menores: el dibujo delicado de tus labios bajo la luz de la lámpara; el contorno ajustado de la blusa negra sobre tu espalda al descubierto.
 
Quizás a vos te pasaría lo mismo si estuvieras acá. No es necesario que traigas los enormes tomos incunables de la preceptiva literaria sino las voces intangibles de la literatura simple e infantil. Nadie asegura que a este sitio lleguen las cosas materiales. De proponértelo podrías recordar la voz de almíbar de tu abuela leyéndote tus libros de cuentos, antes de dormir, cuando eras niña.

Sentada en la silla podrás ver mi cuerpo entero, acostado en esa rústica cama de hospital esperando el desenlace, pero, sin embargo, mi alma ya no está allí con vos. 

No dudes del sonido que escuchaste. Desde aquí arriba te acabo de enviar un susurro, una señal de aviso, algo similar al ruido de una hoja al caer sobre el piso de la sala de paredes blancas, cerca de la silla en la cual estás sentada. No mires así, con temor. He sido yo. Si te acercás un poco más podrás comprobar que ya no respiro. Por favor, no deseo tu tristeza. Por sobre todas las cosas, no le des paso a la lágrima.



Este relato fue publicado en la revista literaria Vestigium (MEDIUM, dic. 2019).


Los tres puntos de la eternidad



Un día me muero.

Lo primero que siento es la extrañeza de haber perdido la solidez y el peso de la materia del cuerpo. No veo féretro ni sepulcro.

María, empiezo a sentir tu ausencia.

No estoy acostumbrado a esta liviandad y albergo solo recuerdos mínimos. El pasado se contrae, vacila y se libera de las ataduras impuestas por la rigidez del tiempo. La memoria se torna amorfa como un fluido sin recipiente de modo tal que se convierte en una pequeña bruma de inmediatez. 

Ya no parece inmutable y eso me da miedo. 

Sumergido en la duda pienso que tal vez mi existencia pueda ser revisada lo cual me lleva a una inestabilidad emocional insoportable. No quiero que ni la ternura de tu compañía ni la tersura de tus hombros desnudos se disipen abandonados en la oscuridad del olvido.
 
María, vos sos parte de mi pasado. 

No quiero perderte.

Además, el presente adelgaza su acontecer hasta anularse. Me expulsa hacia el futuro en esta novedosa manera de ser y siento el vértigo en medio de semejante incertidumbre. Me doy cuenta de que no puedo siquiera manejar con meridiana soltura la velocidad de las emociones. 

Y también me faltan las palabras. 

No puedo decirte aquellas frases insensatas que tanto me gustaba, como, por ejemplo: «anoche soñé angustiado porque te acercabas demasiado al sol sin que yo pudiera evitarlo» o, «cuando estoy con vos el cielo y el río son tan parecidos que no sabría decirte si estoy cabeza abajo».

Un día me muero y me pasa esto, María. 

Y al menos, por ahora, es inevitable.



Este relato fue publicado en la revista literaria Vestigium (MEDIUM, n
ov. 2019).

Vestigium




Uno escribe todo el tiempo. Se empeña en una labor que en algo se parece a una disputa consigo mismo en el afán de dar con la idea, luego con la frase que contenga las palabras adecuadas y después con el párrafo que la perfeccione. Y cuando ha llegado al final de la consecución de lo que considera completo, descansa un poco, y al fin, coloca todo su entusiasmo en devanar la madeja amorfa y, con el poco talento que posee, se apresta a pulir con la ayuda de los elementos de la gramática, lanzándose al abordaje definitivo para que el escrito adquiera cierta belleza y pueda trasmitir cierto sentimiento. 

Un día, el equipo editorial de Vestigium, una de las revistas en español de la inmensa plataforma digital de Medium, le dice que desea publicar una sinopsis de su perfil. Y uno, que se ve tocado en la emoción, siente que algo de su trabajo ha trascendido, que todas aquellas horas de cavilaciones en soledad no han sido en vano, y entonces no puede menos que agradecer, y lo hace así, escribiendo esto, que es su forma de retribuir el afecto que ha recibido.



Para ver la sinopsis hacer clic aquí.

El suburbio de los huesos




La totalidad de lo que conservo en mi vida es el pasado, una vorágine, multitud de migajas desprovistas de volumen y espesor. De vez en cuando los recuerdos aparecen como destellos aleatorios, sin la intervención de la voluntad.
 
Todo parece suceder dentro de mi cabeza. 

No estoy seguro, pero imagino una mancha gigante escondida que, aunque no se presenta con claridad dispara mis emociones y me lleva a actos inconcebibles.

En ocasiones temo verla crecer desmesurada, expulsando mi alma al cautiverio de los locos sin yo disponer entonces de una conciencia frágil a fin de percibir la delicia de tu compañía.

Hagamos algo antes que pase esto.

Por acá, donde los sucesos transcurren, dejemos nuestros huesos en soledad para que recorran el camino tan temido hacia la fosa. No escuchemos el llanto y no miremos el luto. No lamentemos los funerales y no entremos a los cementerios. 

Por allá, donde el Tiempo está quieto y la eternidad nos protege, cavemos un hueco en la arena y enterremos juntos nuestros corazones. En aquel suburbio seremos náufragos de estrellas y permaneceremos indefinidamente en nuestro hermoso sueño interminable.



Este relato fue publicado en la revista literaria Vestigium (MEDIUM, oct. 2019).

El puente de los signos



Podría decir con la notable liviandad de los pensamientos elaborados por medio de una razón embrionaria —o movilizada apenas por una voluntad perezosa—, que el mero acto de escribir ficción me habilita para la mentira, lo cual es al menos incierto, de inmediato genera dudas, y dicho de este modo casi brutal presentaría la apariencia de una reflexión primitiva y precaria, y, además, daría la impresión de que la historia contada sería falsa.

Y no es así. 

Porque durante la construcción del texto el goce estético me impulsa hacia la libertad con un entusiasmo inusitado por consolidar en palabras lo que no es idea escrita todavía, mientras mi ansiosa intuición se adelanta en busca de esa madeja colorida, aún difusa, con la certeza de que el estímulo imposible de detener concluirá en un indudable descubrimiento.

En este proceso de impredecible trazado en el cual por momentos me extravío transitando por direcciones opuestas, todo lo que mi conciencia imagina procede de la suma de mis realidades interna y externa, ambas tan veraces, tan ricas y tan particulares como las de cualquier persona que abrace otro oficio, aun el más distante o alejado del mío. De ellas obtengo la experiencia humana y la vuelco en expresión escrita con la aspiración de que sea interpretada por cualquiera dispuesto a leerla en esta, nuestra misma lengua. 

Intento volcar al papel, a pesar de mi pobre talento, mis más genuinas emociones, y me esmero en el tratamiento de la belleza de los textos consciente de la escasez de matices acerca del significado de los signos que nos permite el lenguaje. 

Disfruto al suponer que alguien descifrará a su manera las líneas de letras apretadas de las frases. Me maravillo al soñar con nebulosas de ojos recorriendo las páginas en la intimidad del silencio de la lectura para completar con su propio ingenio todos los huecos que yo he dejado.

Una única luna cursa el cielo nocturno, pero cada desvelado la ve distinta. Y si el insomnio persiste, un corazón palpitando hacia lo alto de la noche contemplará una imagen diferente del astro. Un único libro luce distinto ante peculiares miradas y en posteriores lecturas el álgebra literaria lo multiplicará del mismo modo que se replican los rostros lunares en el firmamento.



Este relato fue publicado en la revista literaria Vestigium (MEDIUM, sept. 2019).

La semilla mágica



Ella estaba radiante aquella mañana, con la felicidad bañándole la piel, iluminada de plenitud, esplendente de soles, sobresaltada, ansiosa por compartir la dicha que traía consigo. 

No bien estuvo frente a mí se puso en puntas de pie y me habló al oído como develando un secreto. La noticia no pudo esperar y se le cayó de los labios de un tirón. Me dijo que íbamos a tener un bebé. 

Entonces, en aquel instante preciso, debo haber mostrado una reacción inesperada. La sorpresa me impidió el movimiento muscular y me soldó todas las vértebras de la columna. El aire no entraba ni salía de mis pulmones.

Mi silencio duró un tiempo demasiado prolongado. Una eternidad, se diría.

—¿Qué te pasa? —preguntó.

La miré sin decir nada. Yo todavía era muy joven y no conocía aún el peligro de quedar callado ante una mujer tan impetuosa como ella, ante tamaña pregunta. 

Y se fastidió. 

Apretó la mandíbula y me dio vuelta la cara de una cachetada. Y tuvo razón. Aunque para mí fue algo inesperado, me lo merecía. Aun así, no reaccioné, y la demora fue peor, debería haber intentado siquiera un balbuceo, pero no pude articular ninguna frase, no fui cariñoso cuando ella más lo necesitaba. 
Y se sintió profundamente herida. 

Sus dedos habían marcado mi mejilla y no bien lo advirtió se llevó las manos al rostro, tapándose la boca. 

Quizás ella había alcanzado un límite, o la desmesura distante entre la alegría y la ofensa, o el impulso de la necesidad de un desagravio. La semilla mágica cobijada en el interior de su útero era demasiado nuestra y mi actitud controvertida la alteró. 

No me lo dijo, pero quizás en mi rostro serio habrá visto cobardía en lugar del susto tremendo en medio del cual me encontraba.

En ese momento no comprendí el tamaño emocional de la novedad. Aturdido, no atinaba a desatar el nudo de mi estómago, el aliento no me ayudaba y seguramente estaba pálido. 

Por las dudas la abracé. Yo conocía su carácter y ella seguro habrá adivinado el tamaño de mi miedo porque pasó un brazo por mi cintura y recostó su cabeza contra mi hombro. 

Con la mano libre se tocó la panza. 

Aunque en ese momento no pude ver sus ojos, imaginé que en su mirada se formaba un sueño de futuro para quien deberíamos elegir un nombre. 

Y la apreté más fuerte. 

Y ella también.



Este relato, publicado en la revista literaria "Vestigium" (MEDIUM, jul. 2019) pertenece al libro Fotos viejas.

Un tango en la noche de San Telmo



La ternura luminosa de los focos bajaba sobre el escenario. 

Ella era un hueco de soledad muda con una caricia de cabellos oscuros sobre el rostro serio. Y también la temeridad de un dulce presagio mientras entraban los primeros acordes de la orquesta. 

Hasta que su voz, humedecida de tanto tango, comenzó a agitar el aire como imitando al viento. Su magia expresiva de segura soñadora eterna elevó mi corazón a un cielo que no conocía. 

Su canción la abarcó. Era una mujer completa hablando de un amor distinto. 

Y me hizo sentir, en su ademán de despedida, que yo moría en este instante de una vez y para siempre. 

O que bajaba de nuevo a la tierra, que es decir lo mismo, pero de otro modo.



Este relato fue publicado en la revista literaria Vestigium (MEDIUM, jul. 2019).

El embarcadero




Me siento en el muelle con las piernas colgando para observar a las gaviotas mientras el crepúsculo lastima la corriente del río. 

El aire está helado, quieto. 

Pienso en vos. Dijiste: «Vuelvo». 

Y aunque confío en la palabra no olvido el abrazo de hielo que me regalaron tus ojos azules en la despedida. 

No sabría decir cuánto hace que te espero. El calor de tu vientre lo sabe, tu ausencia me hunde en este silencio de muerte y el esplendor del cielo muerde el espejo de cromo. Los trinos fallecen en el follaje, sobre la ribera. 

No puedo más. 

Me inclino hacia adelante buscando abrigo en lo profundo.



Este microrelato fue publicado en la revista digital Vestigium (MEDIUM, abr. 2019).

Agujas de sal




Era noche de luna y la superficie del lago estaba tensa como la piel de las ciruelas, parecía un mar redondo, una pupila recostada al sereno, y más allá por algún lugar secreto de los bordes, los arroyos exhaustos, con el paladar seco, llegaban desde los campos trillados al sumidero triste, casi en voz baja, con la sencillez de su gorgoteo tímido, modesto, introvertido. 

La brisa soplaba hacia alguna parte y el aire vibró abrazado a las ramas de los árboles. Los tallos inquietos cimbraron, y luego, se pusieron firmes en tanto momias obedientes en formación militar paralela a la costa, hasta que las osamentas blancas terminaron de silenciarse en los nudos de los sarmientos.

Entonces, los granos de sal de la playa, helados, filosos, lastimaron las patas súbitas, lineales, entecas, magras, de los flamencos, quienes exudando gotas de sangre debieron meterse rápidamente en la laguna. 

Recuerdo, María, que bajamos juntos a mirar la quietud del agua. Las frases del silencio deambularon por vaya a saber qué laberintos de tu fatiga sin encontrar la palabra justa, precisa y adecuada, sin definirse en sonidos, ni siquiera un balbuceo bordando el escote de tus labios mudos. Seguro no te entendí y por eso te imploré, te rogué, te supliqué, por un resquicio de calor que me tocara el corazón con el dedo de la ternura, pero tu alma permanecía congelada desde los días ajados por anteriores desencuentros. 

Los peces de la laguna estaban dormidos en el limo oscuro del fondo, o escondidos entre los corales, muertos de miedo por el dolor que vinimos a traer a la orilla. 

En la colina suave, al otro lado, donde un grupo de frutales aguardaba la llegada del amanecer, un durazno se estrelló contra el piso partiéndose en mil pedazos y el carozo rodó hasta encontrarse con los cascotes del sendero. Un zorro, al oír el ruido, se escapó a través de los pajonales. Una estrella se moría en el cielo, agonizaba perdiendo el brillo, era una sensación terrible. 

Yo, a pesar de todo, podía ser un idiota capaz de enamorarme y todavía soñaba la vida en los versos de un poema. En cambio, tu alma se secaba, irremediablemente, como la savia de esos troncos petrificados, corroídos por la sal. La astilla de la desconfianza aún te lastimaba mucho y deseabas mantenerte lejos de los engaños de la soberana tontería de la seducción. Para vos el amor había sido una maldita confusión solo eficaz a fin de cancelarte las lágrimas. 

En silencio observamos el trabajo del agua: la baba de espuma iba y venía, la caricia húmeda raspaba la grava salina de la playa. Oímos el zarandeo de los juncos y el salto apresurado de las ranas temerosas y, recién nacido, el canto escandaloso de los grillos sobre la pelusa verde de la loma. 

Un mundo se atrevía a cantar en la respiración del aire y no alcanzaba. Éramos dos dolores diferentes esperando no sé qué señales bajo el cielo estrellado. 

Y no llegaba ninguna, María.

Una pena.



Este relato, publicado en la revista literaria "Vestigium" (MEDIUM, jun. 2019) pertenece al libro Fotos viejas.

El escape



Era un miserable peón leñador y la soledad del monte le había embrutecido el alma. La codicia de ser libre —y embriagarse en la contemplación de la vastedad del mundo— lo decidió a escapar de este obraje vegetal, la selva de quebrachos del Chaco interminable. 

En su huida, había robado una bicicleta y un pequeño alambique de cobre que amarró detrás del asiento, con una atadura de alambre. 

No bien la claridad pintó su pasta ceniza en el cielo sobre la línea del horizonte, ya tenía desarmadas las lonas de la carpa. 
Ahora pedaleaba con desesperación por la huella de polvo de la llanura, más allá del bosque. El capataz y sus hombres, seguramente, lo estaban persiguiendo, pero tenía fe en sus fuerzas; en un día a más tardar llegaría al otro lado del río y estaría a salvo. 

Luego de vadearlo entraría al pueblo. Alguien le contó que era un puñado de casas apretadas a lo largo de la costa y le dijo que tenían las paredes pintadas de colores refulgentes. Él imaginó, entonces, el bullicio de voces en las calles estrechas y los ajetreos de los carros. El puño desconocido de la dicha le apretó el alma, le latieron las sienes. La fascinación de la libertad le infló las entrañas.

Cargaba una rústica mochila con sus cosas: la manta, un trozo de pan, un cuchillo. Nada más. Su cuello rojo era un cuero curtido por la brisa caliente. 

Le habían contado que el mar era como un cielo azul, pero acostado, que empezaba donde la tierra se hundía. Esta imagen le iluminaba los ojos, le alimentaba la imaginación, le tensaba la ansiedad. Si bien no iba hacia allí, sabía que las chatas ancladas en el pequeño puerto fluvial zarpaban llevando troncos hacia el océano. Y, tal vez, podría buscar trabajo en alguna compañía naviera y embarcarse para ver ese confín azul del que le habían hablado.

Cuando se hizo de noche, antes de hacer el último acampe, vio la curva de la orilla y la superficie acerada del agua. Estaba agotado. Resolvió completar el trecho final a la mañana siguiente; faltaba poco para estar fuera de peligro. Sacó la botella, tomó un trago de aguardiente y se quedó dormido sin armar el toldo. Bajo el frío resplandor de las estrellas se abandonó a su primer sueño inmaculado.

Las voces lo despertaron al amanecer. 

A lo lejos, entre la polvareda, divisó un apretado retén de guardias armados de la empresa forestal. Se levantó. Aunque el miedo lo hizo tropezar, montó la bicicleta y encaró hacia la parte más estrecha de la barranca. Cuando empezó a pedalear sintió el estampido, después la quemazón y luego la caída. 

Una tenue desazón se instaló entre los pómulos de su rostro cetrino al ver el color granate de su propio charco. Luego, por fin, una sonrisa incompleta quedó colgada de la comisura de sus labios. 

Estaba muerto, pero la mueca, el pecho soberbio y los ojos abiertos mirando en dirección del río, daban la sensación de que ese hombre se había ido de este mundo arrastrando consigo la felicidad completa.



Este cuento fue publicado en las revistas literarias "Íkaro" (COSTA RICA, febr. 2019), "El Narratorio" (ARGENTINA, Buenos Aires, mensual, Nro. 53, pag 38) y "Vestigium" (MEDIUM, ago. 2020).