Agua de plata




Oí un quejido. Los tirantes del techo se habían arqueado. Parecía que Dios les había puesto un pie encima. No quise despertarte, salí de la casa y subí por la escalera, peldaño a peldaño, María. Y la vi. Sobre el tejado de zinc estaba dormida la luna llena.

Era enorme.

Parado en las ondulaciones del tinglado me sentí poderoso. Me distraje un momento, miré hacia el terreno del fondo y escuché las voces de los grillos entre los juncos. El calor de enero era insoportable.

Me acerqué y toqué la luna. 

La superficie blanca tenía moretones grises y se me enfriaron los dedos en el agua de plata. En el patio vi un juguete roto, una maceta sin flores y una rueda de bicicleta oxidada. Tuve ganas de huir.
 
En ese instante algo misterioso debió haber sucedido porque el disco de ceniza ascendió. 

No quise dejarte, María, y, sin embargo, me aferré y me dejé llevar sin pensar en nada. En un rato, yo y la luna, desaparecimos detrás de las copas de los árboles. Las ramas de las acacias sostenían las hojas desplegadas en el follaje denso. Fue fácil escondernos aprovechando la serena complicidad de las sombras.

Ahora me siento inmortal en la noche interminable. No sé si esto está bien. Estoy confundido.

Debe ser la pobreza, María.



Este relato, publicado en la revista literaria "Vestigium" (MEDIUM, mayo 2020) pertenece al libro Fotos viejas.