Regreso

 


Por mostrar cierta hombría nos mantuvimos serios durante el temporal. Tomados del pasamanos de la cabina soportábamos los barquinazos. El timón no obedecía, el torrente de agua barría la cubierta y se retiraba por la borda.

El miedo rondaba en la bodega, el viento azotaba el puente, el mástil y las barandas. Las horas resbalaban mojadas encima de nuestros capotes, las ideas se tornaban confusas. Como trapos empapados por el temor y el temblor nos dejábamos llevar por la bestia marina que no cesaba de hamacarse con violencia mientras en nuestros pechos sentíamos el golpe de los ramalazos de que se nutre la muerte.

Todos rogábamos que este no fuese el viaje definitivo luego de tantas prolongadas ausencias, tempestades odiosas, soledades inevitables y otras desgracias marinas. Sin embargo, la vieja embarcación no soportó los embates, la quilla crujió como un hueso fracturado y el casco se quebró por completo.

Despedazado el barco, pudimos alcanzar las sogas del bote de goma que no paraba de zarandearse. Ya encima y sin sacarnos los chalecos remamos con desesperación para alejarnos lo más rápido posible. Apretamos las mandíbulas al ver hundirse completamente el último palo del crucero “La triste soledad”. Esquivamos témpanos. Fue inútil gritar entre tanto ruido de relámpagos.

La angustia de morir ahogados nos hizo callar, fortalecer los músculos, estirar los tendones. La vida y la muerte golpeaban la capota de la balsa con un tironeo como de manotazos. El cielo y el mar continuaron su danza, las nubes endiabladas zapatearon con sus truenos de color violeta. Pero poco a poco se fueron alejando.

Después de cinco, quizá seis horas, el agua dejó de moverse y nosotros, exhaustos, nos asomamos a la claridad de la transparencia náutica. En el seno del líquido azul nos rodeaban bancos de peces, crustáceos, moluscos recubiertos por capas de roca milenaria, y hasta tiburones de aletas veloces, dentellados en las maderas rotas por el frío de las olas.

Una noche y un día después apareció el pesquero chino. A bordo nuevamente sentimos la finitud de la vida, la precariedad de la existencia. Algunos agradecieron a Dios, arrodillados, otros lloraron. Como el mar no es confidente yo preferí guardar mis secretos, atravesado por la vergüenza de quien le tiene miedo a la muerte.

De regreso reflexioné. Un movimiento imprevisto, un sacudón, pudo dar vuelta el bote. Hay cosas incomprensibles. Desvalido por momentos, por momentos cobijado, la fatalidad me daba una segunda chance de seguir vivo quién sabe por qué designio venido desde dónde.

Ahora, después de todo el trayecto hasta llegar al reparo del agua serena de la caleta, recuerdo mejor. Te escribí millones de versos mientras navegaba por los mares del sur, para sentirte cerca, para recitártelos al regreso, y los escribí con tanto ardor que cuando estaba por entrar a nuestra casa sentí que el aire estaba por romperse dentro de mis pulmones.

Sin duda hubiese sido terrible morir en ese preciso instante, en el portal de nuestro hogar, pero peor hubiese sido que la presencia de mi voz se quedase atorada dentro de mis mandíbulas y, de repente, estando yo mudo sin remedio, vos no me pudieses leer en los ojos todo lo que tenía para decirte.


Ya en la cama, por la noche, ambos debajo de la manta y antes de dormir, mientras tu mirada recorre mis papeles, pienso en el naufragio, en mis manos grandes, en mi piel áspera carcomida por la sal y en mi barba de cuatro meses.

No te hablé de la tragedia. Los marineros callamos por supersticiosos. Prefiero guardar silencio y observar cómo tus dedos se deslizan entre las páginas escritas con la pobreza inevitable de mis versos.


Este relato pertenece al libro todavía no publicado Lana hueca.