El trabajo del río





Avanzada ya la cuarta parte del año, despejado el clima de los fríos inservibles e ingratos, con los primeros efluvios de polen que traía la primavera, Antonio salió con lentitud, después de recorrer por última vez las habitaciones vacías de la casa donde había vivido con Juana, su mujer, la casa donde ella había muerto, la casa en la cual él había transitado el duelo, a lo largo de todo el invierno. 

Cuando aún compartía la vida con ella, por lo general, cambiaba de atuendo según la ocasión y la actividad, un día vestido de pescador o de carpintero, otro de hortelano, o de leñador o de nutriero. Pero ahora tenía puesto un conjunto de prendas raras, prendas que no usaba hace años, comidas por los ratones, con olor a humedad, incómodas, pero sin duda el mejor atavío para pasar inadvertido. También había cambiado el aspecto del casco blanco de la lancha con varias manos de pintura de color verde oscuro. Todo para no llamar la atención, como si quisiera partir con disimulo al llamado de un viaje inesperado.

Todavía joven, pero así, ceñudo y afligido, parecía mayor. Repasó el interior de la lancha haciendo un inventario rápido, a primera vista, quizás para comprobar que no se había olvidado ningún objeto, quizás para demorar un poco la partida. Pensó en Juana. Miró la vivienda por última vez y puso el motor en marcha.

Se lanzó a navegar por el arroyo Pajarito, hacia el sureste, después por el canal Vinculación hacia el norte y luego hacia el sur, sin atreverse al flujo abierto del río Sarmiento, casi sin rumbo, sin decidirse hacia dónde poner la proa, buscando tal vez el abrigo de un bosque frondoso. Por momentos se detenía en algún embarcadero de pilotes rotos, amarraba la lancha, pasaba días oculto en depósitos remotos y abandonados. 

Al caer la noche, luego de beber copiosamente, dejaba la botella vacía en su escondite, y salía a dar unos pasos, se detenía pensativo, delgado y derecho como un álamo, hasta que la luz de la luna lo envolvía, y entonces, en secreto, empezaba a tocar la flauta, una flauta antigua hecha tal vez con caña tacuara, que le había regalado don Luna. El aire del humedal se impregnaba al instante de esa música pesarosa y melancólica. Antonio, al soplar por el extremo del instrumento, se hamacaba, tomaba ánimo, golpeaba el talón contra la tierra para marcar el compás, cerraba y abría los ojos, la música esparcida a su alrededor alborotaba la melena de las palmeras pindó, y agitaba los troncos de las casuarinas, y poco a poco estremecía el aire con tal fuerza que revoleaba al viento en una tormenta, arrancaba las raíces de las plantas y las desprendía de la tierra con una fuerza huracanada, haciéndolas girar por encima sobre el río. Además, el alma de Antonio se desprendía de su cuerpo, rodeaba al lucero del cielo, peleaba con los diablos, se hacía cenizas, caía de las alturas como polvo de harina vieja, y se colaba entrando por los bronquios para recuperar la vitalidad de los pulmones antes de que la muerte acabara con la fiesta.

Mientras duraba la furia de su melodía, Antonio se olvidaba de la pena, ardía de alcohol y suspendía su sufrimiento en el aire oscuro, luego dejaba de tocar y, con los músculos rendidos tras el esfuerzo, se ponía a correr en el bosque, con los árboles otra vez puestos en su sitio, y al fin se desplomaba sobre el pasto, y soñaba con los ojos azules, la pollera suelta y la voz serena de Juana.

Juana solía hablar con detalle de las emociones del alma.

Una vez le dijo a Antonio que los sentimientos humanos eran elaboraciones únicas, singulares, irrepetibles, y que caían fuera de los límites y las posibilidades de la objetividad. Por eso ella era propensa a desconfiar de las personas que se decían normales, mostraba un celoso desdén por ellas, y en cambio, le encantaban aquellas otras que hablaban con naturalidad de espíritus y aparecidos. 

Durante su paso por la universidad se había entusiasmado mucho al descubrir las investigaciones sobre la interpretación de los sueños, al leer las traducciones de los libros antiguos del Ocultismo, los textos de los filósofos esotéricos del Renacimiento y todo aquel escrito que caía en sus manos en el cual el autor indagase algún tópico que fuese más allá de la razón. Discutía con los profesores acerca de la concepción de la realidad y argumentaba sobre aquellos asuntos dudosos para el pensamiento occidental. Hasta elaboró con todo esto el tema de su tesis doctoral. Y la defendió con honores estampados en su diploma.

No fueron pocas las noches que, con Antonio —quien a pesar de haberse graduado en las ciencias duras de la ingeniería se apasionaba por las ramas humanísticas del conocimiento— compartía teorías sobre las estructuras mentales complejas, citaba autores, proponía ejemplos sacados de los tratados de psicología profunda, hasta que el incipiente resplandor de la madrugada los invitaba a ocuparse de la cotidiana tarea del amor, y se apuraban, primero ella y luego él, por calentar rápidamente las sábanas, tapados por las cobijas de lana tejida.

Para Antonio, las neblinas del Delta, los bosques, las cabañas, las brujerías de don Quispe, los contrabandistas de licores, la orfandad de las islas al amanecer, las gallinas tuertas, los murciélagos, los arroyos moribundos, la lluvia plateada, todas esas cosas se le presentaban como pasajeras formas de la manifestación concreta de la materia. Incluso entendía a su propio ser como un vehículo de la energía que conformaba el universo.

A veces, durante la noche, alzaba el brazo y tocaba la panza congelada de la luna y era como si de pronto se hubiese raspado los dedos con las escamas de un pez redondo que quería regalarle a Juana. A veces, durante el día, cerraba las mandíbulas de la trampa para nutrias de un golpe, una contra la otra, y venía a su memoria el choque de los besos de su mujer, la cercanía caliente de los paladares, como un intento de conciliar dos ideas complementarias. 

Con la ausencia de Juana aprendió a comer solo, a devorar una zanahoria como si fuese una fruta o a paladear, a los mordiscones, la dulzura crocante de un durazno sin quitarle la piel.

Todo eso le pasaba.

Además, como apiadándose de lo rústica que sonaba la música en su instrumento tosco y desafinado, al recuperar la lucidez, aumentaba su deseo de recluirse en la abstracción de la geometría o de la física. Recurría a esa utilidad en los momentos de desesperación, para espantar la pena, para tentar al olvido. Exactamente así se afanaba en burlar el acoso de los recuerdos de su hogar, de su mujer y de la tumba. La soledad lo solía apremiar con tonterías: la nostalgia, pensaba, es una carnada tóxica que daña la pesca.

Durante la navegación llevaba la flauta colgada del techo de la timonera. Detenía el motor y tiraba el ancla en los parajes desolados. Tomaba el instrumento y cuando tocaba la melodía, era capaz de hacer bailar a las garzas con los pejerreyes, hacer volar a los sapos, y ascender él mismo a las alturas nocturnas de las estrellas, o incluso alivianar su cuerpo para ganar el esbelto follaje de los alisos y acurrucarse en el nido barbudo de algún benteveo. 

Antes de eso, dejaba el sombrero en la cabina y una carta manuscrita dentro del alhajero de cobre para que el espíritu de Juana, si andaba por ahí, no se desorientara.

La carencia de compañía y el andar sin arraigo por las islas le enseñaron a Antonio a comer verduras salvajes, a calmar la sed con agua de pozo, apalancando el brazo de hierro fundido de la bomba de alguna cabaña abandonada, a engañar al olfato nocturno del puma y a disponer siempre de un ovillo de hilo rojo y un puñado de hojas de olivo para estar a salvo de las brujerías.

Para orientarse en la malla de riachos difusos en las mañanas de neblina, a falta de una buena visión se ayudaba, como los animales, vigilando olores, escuchando sonidos, tocando el aire, apenas más acá de la proa, a fin de focalizar el centro de los canales para no encallar ni abrir un rumbo en el casco de la embarcación.

Había abandonado su casa y no deseaba dar explicaciones, no quería que nadie supiese de él. Se ocultaba de las lanchas carboneras, en especial de la chata oxidada de don Luna, sorteaba los bajos donde crecían los juncos, evitaba el río abierto, se desviaba por los arroyos hostiles, y amarraba por la noche más al norte, en los islotes despoblados, peligrosos, con menos bosque para protegerlo, pero más amplios para la huida. Por las dudas, en el bolsillo interno de la chaqueta andrajosa llevaba el sobre con el acta de defunción de Juana, con firma y sello del médico, por si lo encontraba la patrulla de la Policía de Islas.

Cuando se le terminaban las provisiones salía a poner los cepos para las comadrejas, entre los pajonales, guarecido por la opacidad del espacio y el crepúsculo amarronado. Asaltaba el criadero de alguna isleña solitaria y le robaba un conejo, una damajuana de vino de la barraca o alguna ropa de abrigo colgada de la soga. Las orillas boscosas, deslucidas por la lluvia, gastadas por el río, cautivadas por los eclipses rojos, eran hostiles para cualquier ser humano. Más aún para un fugitivo como él porque todos los sitios son malos para quien elige el Delta como escondite.

Antonio cargaba con su sombra como si también él hubiese construido su propia tumba, una tan pobre como la que le fabricó a Juana, con una montaña de cascotes y una cruz de palo rosa encima, atravesada por un clavo y atada con alambre de fardo. Pasados unos cuantos meses fue perdiendo el temor, nadie lo perseguía, encontró un lugar que consideró seguro y ocultó la lancha con ramas de sauce. 

A partir de ahí se aventuró a los arroyos con un bote de madera para la pesca sin red. Y no dejó que pasara siquiera un sólo día en dedicar un pensamiento a Juana. Ninguno. Parecía un monje preparándose para un retiro religioso. Indefectiblemente, antes de la última mordida del sol al contorno de los humedales, detenía el bote, vacilante primero, un poco sosegado después, sereno por último, sobre la tela quieta del río, terriblemente quieta por debajo de su mirada fija, tonta, anhelante, misteriosa. Ahora, sin la compañía de su mujer, Antonio se había transformado en puro destierro.

Pero una tarde, soltó los remos de la canoa y se acercó a un muelle abandonado y enlazó la soga de amarre al aburrido bolardo oxidado. La proa se desplazó lentamente espiando el firmamento despejado y cuando la soga se tensó hasta llegar a tener la elegancia de una línea recta, el bote se quedó sin movimiento, mirando al oeste. Antonio plantó el puño de la caña en el ariete, esperó a que algún pez tirara de la línea y, con los codos sobre las rodillas y las manos entrelazadas, se puso a pensar en Juana y a observar el lento trabajo del río. 

—¡¿Tanta agua?! —dijo por lo bajo, con asombro.

Se preguntó de dónde venía tanta agua a dejar los sedimentos, estirando la punta de las islas hacia la desembocadura, raspando la quilla de las embarcaciones, decantando los sólidos en suspensión en el fresco profundo del barro. Todo eso debería tener un sentido impuesto por la naturaleza. El agua turbia se movía, pasaba, discurría, una lava fría socavaba el cauce y los bordes y por momentos como un fluido glutinoso se comía la tierra, las ramas y las hojas caídas de los árboles de ambas costas. Día y noche. En su rumiar continuo digería el mundo. Por debajo del bote pasaban retazos del Amazonas, raíces, peces muertos, escamas y desmenuzadas ruinas rojas de los territorios guaraníes.

El Paraná sostenía con firmeza la faena de su trabajo, pero ese atardecer ya no chapoteaba en las orillas, el lomo marrón se había puesto rígido como una lámina de metal. Antonio se irguió tratando de que el bote no cabeceara, no fuera cosa de que se fuera a pique ya que la borda de estribor se había inclinado demasiado. Se miró las botas de goma y avanzó con cautela tomándose del borde, seguro de poner cada pie donde debía, y cuando la quilla se estabilizó, sacó una pierna y luego se animó con la otra hasta quedar afuera del bote por completo. Cuando estuvo parado sobre el agua se acomodó el sombrero y miró hacia el oeste, hacia el nacimiento, hacia el inicio, hacia el lugar por donde aparecían los barcos, como muertos —muertos como Juana—, como ahogados, como cadáveres grises, bajando desde los puertos del interior, en tanto el sol, casi hundido y triste, escondía el cráneo en el horizonte del río. 

Antonio se preguntó si sería largo el tránsito hasta el origen. 

Tenía tanto tiempo por delante.

Toda una noche entera.

Y no tenía sueño.

Entonces se puso a andar, sin tropiezos, sobre la tranquilidad de las cosas.

Con las manos puestas donde empiezan a brotar los chorritos —pensó—, quizás pueda impedir el fatal trabajo del río, y así evitar que el torrente —siguió pensando— se lleve consigo los huesos de Juana y su pollera suelta y la tumba de piedra y la cruz de palo que tiene encima.


Este cuento pertenece al libro Azul profundo y al libro todavía no publicado Cruz de palo.