Fantasmas



Escribir ficción, a veces, libera fantasmas que nos habitan sin saberlo y somos nosotros quienes e
ntonces en una resistencia no del todo firme atinamos a espantarnos, o al menos a tomar distancia, alejándonos del mundo imaginario que hemos creado, como quien sufre una pesadilla. 

Uno quiere hundirse en el lodo y dormir cubierto de barro, en silencio, porque el silencio es más poderoso sin duda que el barullo generado por tanta cosa demoníaca o alucinada que ha venido, sin que la llamen, a despertar los miedos o quizás las culpas que mueven el lápiz, con una precisión de cirujano, ejecutando una operación inesperada que nos muestra la podredumbre oculta en nuestro hueso o algún tumor que necesita ser amputado. 

Es así que los escritos se vuelven indecentes o se pudren en los estantes porque, por temor tal vez, abortamos estas ideas que irrumpen como un impulso tóxico dentro de la mente o como un tajo emocional, sin sustancia ni sangre, ya que no son literatura sino el esperma apresurado de nuestra naturaleza animal. Y uno no es un monstruo. Y además debe protegerse para no caer en la locura.



Este relato, publicado en la revista "Nüzine" (MEDIUM, dic. 2019) pertenece al libro todavía no publicado Lana hueca.

Una noche fría



No existe la metáfora perfecta para contar la historia triste de Ramón. Tal vez sería adecuado pensar que es un poco pájaro y, dado que las aves no poseen alma, asumir que un hada invisible, mediante el embrujo adecuado, ha puesto lo necesario, de manera que su interior se agite con la magia de los sentimientos y las emociones.

Hace dos meses que lo desalojaron de la pensión junto con varias familias que vivían allí por falta de pago. Y bueno, es que su jubilación no le alcanza para todo lo que tiene que pagar: medicación, alquiler, alimento. Este fue el inicio de su tragedia. Un manotazo feroz llegó desde lo alto a desbarrancarlo, a expulsarlo de su humilde paraíso de cuatro paredes descascaradas. Un nido pobre, pero que le daba cobijo. No pudo defenderse de las leyes despiadadas del poder terrenal, que envió a los peores esbirros con el fin de hacer una tarea tan atroz. No saben estos, ni siquiera imaginan, acaso, qué siente un anciano cuando lo expulsan, lo separan, le infligen la condena de la indigencia.

Debía casi un año de alquiler, fue lo primero que dejó de pagar. Llegaron varias intimaciones del dueño de la vivienda, pero como eran muchos los deudores, un día vino la policía y lo expulsaron, junto con los demás: apenas le dieron tiempo para recoger sus cosas. Sintió el desamparo en el plumaje húmedo de su ropa. La soledad lo abarcó por dentro como una enfermedad terminal, una bofetada lo había arrojado al vacío. La calle se convirtió en un ámbito siniestro que no abrigaba su corazón fatigado. Le habían aplastado la dignidad, la suela del oprobio lo había pisado como si fuese un delincuente. La angustia y la congoja le ensombrecieron la cara y el espíritu. Comenzó así su decadencia. Como una paloma con las alas quebradas, su cuerpito leve, en la tempestad, fue sacudido por los vientos feroces que lo golpearon una y otra vez, con furia, contra las paredes de la ciudad, hasta dejarlo moribundo.

Dejó de comprar los remedios y más tarde empezó a racionar la comida. Le alcanzaba para llegar a mitad de mes y, entonces, inevitablemente, después se quedaba sin comer. La indigencia avanzó sumando penurias, arrasó todo vestigio de cobijo. El hambre comenzó a hacer su trabajo secando sus tripas, devastó su ánimo. El ruiseñor que anidaba en su pecho acalló su canto triste, se fue encorvando por el castigo. De la voracidad del invierno obtuvo solo cenizas que lo congelaron por dentro y le pintaron el rostro con sombras furibundas.
 
Ramón, ahora, camina despacio, está anocheciendo. Hay cosas que ya no le preocupan. Se acerca a un tacho de basura y revuelve. Busca algo para comer, cualquier cosa le vendría bien. Poco es el alimento que necesita su cuerpo leve como el de un jilguero, pero ni tan solo ese mínimo consigue. Escarba con sus uñas negras, entre los vericuetos de la intemperie, y nada.

Tiene una botamanga del pantalón rasgada que arrastra como un trapo sucio pegado al zapato, tal como una mascota que lo sigue, como un retazo que acompaña a su amo no importa adónde vaya.

Al segundo día de quedar en la calle consiguió un pedazo de gomaespuma y algunos trozos de frazadas descoloridas. En un changuito de alambre sin ruedas guarda los cacharros que salvó de la pieza donde vivía. Lo tiene en la vereda del edificio de la esquina. La ochava es su guarida y le provee un techo más clemente, que lo protege del cielo encapotado, por el cual se desplaza un grupo de nubes oscuras amenazando tormenta.
Se detiene, está cansado, apoya el hombro en el tronco de un árbol. Mira hacia arriba observando la claridad naranja que se desvanece detrás de la cúpula brillante de la basílica. Ya está oscureciendo. Las ramas rugosas parecen huesos largos de un esqueleto que araña la piel del aire húmedo del crepúsculo. Baja la cabeza y sigue su camino. Ni siquiera es capaz de hilar un pensamiento a fin de expresar el dolor supremo que le consume su existencia mínima, desgraciada y trágica.

Como hace más de un mes que no se baña tiene un olor nauseabundo que le produce picazón en las fosas nasales. Pero también se acostumbró a esto, como a los dolores del reuma, porque no posee remedios que lo alivien. Falta mucho todavía para el día de cobro de su sueldo magro, y se pregunta si va a sobrevivir hasta ese momento. Piensa que tal vez por su aspecto no lo dejen entrar al banco. Ha pisado el último escalón de la dignidad, le dará vergüenza presentarse así, pero necesita ir de todos modos, aunque lo rechacen. Percibe algo parecido a un ave que lo acecha, de plumas renegridas, que se eleva como un buitre, y en lo alto, gira en círculos sobre él, adivinando la carroña.

Mendiga, pero solo obtiene unas monedas.
 
Sus ojos blanqueados de cataratas ya no expresan nada, no habla para conmover al transeúnte. Extiende la mano pidiendo un gesto de atención, su corazón es un trozo de hielo que en cualquier momento se va a quebrar. Tiene, como los gorriones de Buenos Aires, el plumaje marrón sucio. Apenas logra balbucear alguna frase con su voz desfalleciente, en una melodía ronca de su canto deslucido, y a pesar del empeño que pone, no logra que la música llegue a los oídos de los cuerpos apurados que pasan a su lado, esquivando su presencia.

Durante estas últimas tres semanas fue al comedor comunitario, pero no tuvo suerte, le dicen que no alcanza para todos los que vienen. Y hay abuelos y madres que también van a buscar lo mismo, y prefiere ser él quien se quede sin nada en la mano, y regresa, entonces, con el plato vacío y un candado en el abdomen que cada vez le resulta más pesado. Cavila, remueve en su memoria, no comprende su delito, ha trabajado toda la vida, no entiende su calvario, no ve con claridad, aún, la cara del príncipe que ha decido el hambre que padece, que lo debilita, que lo mata.
 
Hoy está más débil que otros días, por eso quiere alcanzar la esquina y tirarse en el colchón, no se siente con fuerzas para caminar. Hoy la tristeza y la desesperación le han bloqueado la voluntad. Ya no puede discernir si es el miedo el que lo acosa. Algo parecido a un bloque de cemento le aplasta la espalda. Tiene el corazón espléndido, como el de un zorzal joven de pecho anaranjado, pero su latido merma, vencido, más lento y, además, presagia que el vuelo de la esperanza se le va apagando, queda olvidado en su memoria el modo de ascender con el pensamiento, por las corrientes de aire, para zambullirse entre el follaje de los árboles.

Se agacha despacio, por el reuma. No sabe si le duelen más las articulaciones de los huesos que las del alma. Advierte que su estómago está cuarteado. Acomoda un poco los trapos y se queda sentado con la espalda apoyada en la pared. No hay gente que pase por la calle. Ya oscureció y medita en silencio. No tiene familia, nadie en quién pensar. A los setenta y ocho años le parece que todo en su vida sucedió hace mucho tiempo y en un lugar muy lejano que aquí no reconoce.
 
Ahora, con el cerebro afiebrado por el hambre, sueña que es un ave. Se siente un benteveo, orgulloso de su cuerpo amarillo brillante, con la cabeza blanca como sus cabellos, que añora la tibieza de su nido. Quizás, de una vez por todas, lo que quiere es terminar con esto, y en realidad, su sustancia simple solo aspira al abrigo de una fosa oscura contra el muro del cementerio.

Y en esta reflexión acerca de su límite vital, se pregunta también cómo ha llegado a este lugar, por qué designio celestial o terrenal. Y esboza mentalmente un resumen, el balance de los recuerdos más importantes, los que más añora, los que más le duelen. Cabecea un poco y, lento, en silencio, se va quedando dormido. Hace mucho frío esta noche, pero ya no le quedan fuerzas ni para tiritar. Y es aquí donde la metáfora estalla, porque las aves no sufren el frío. Lo que sucede, simplemente, es que los pájaros que Ramón encarna no tienen plumas que lo abriguen. Se toca el pecho de mármol, no hay brasas encendidas, todo él parece una catedral sin ventanas en la cima nevada de una montaña.

Siente que se le moja el pantalón con una traza de líquido tibio que emana por debajo de su vientre. Es la incontinencia, pero no le importa sumar un olor más a los que tiene. En lo último que piensa, antes de que lo atrape el sueño que le pesa en los párpados, es en su madre. Cuando está por abandonar sus ojos al descanso, el universo se agrieta, un par enorme de alas negras se hacen presentes ante su figura absurda, se abren gigantes como el mar, han venido hasta aquí para cobijarlo para siempre. 

En esta posición lo encuentran a la mañana siguiente, parece un canario que estuviera dormido, pero no lo pueden despertar. El médico mira, ausculta y, por último, da la orden de subirlo a la ambulancia, en medio de las caras serias de los vecinos. La brisa susurra en las hojas de los árboles una aserción insidiosa: los dioses que transitan los salones de los palacios han decidido, entre firmas, actas y protocolos, la sentencia brutal de esta muerte inocente, un espíritu que se ha ido sin comprender cuáles son los fundamentos de su condena.
Ya es de día cuando pasa el camión recolector. Los brazos robustos de los muchachos recogen los trapos, el jergón mugriento, el changuito descolado. Tiran todo dentro de la caja trasera y uno de ellos aprieta el botón del pistón hidráulico para que queden prensados con el resto de la basura. 

Luego el camión arranca y sigue su recorrido. 

Al rato caen del cielo pequeños plumones blancos. Y un poco más tarde, sin que nadie lo advierta, la brisa helada forma un remolino y esparce las plumas que se pierden para siempre en el aire gélido de la mañana.



Este cuento, publicado en la revista literaria "En sentido figurado" (Mar-abr- 2020, año 13, número 3, página 79) pertenece al libro Escarcha.



Una hoja sobre el piso




Hacia el frente veo un paisaje azul. Se trata de u
n desorden de olas breves que apenas espuman sus grises en la orilla esmeralda de la laguna. No hay árboles. Giro hacia mis espaldas y todo se reduce a un desierto que finaliza en un horizonte rojo. 

Por encima de las nubes, dentro de una línea gruesa de oscuridad infinita, mi fe percibe otra tierra sin límites. Todavía no sé adónde empieza ese territorio ni dónde termina, no sé si es cielo o infierno. No sé si por aquí habitan ángeles o espíritus ni si son ellos quienes andan desesperados entre las llamas. Por ahora solo atinan a agitar delicadamente el interior de mi silencio y mi soledad, como ese tipo de perspectivas serias que la vida no me permitía eludir cuando estaba vivo.

Antes de atravesar el límite, en ese instante fatal en el cual me sorprendió la muerte, atrapé una foto tuya en mi puño y la traje conmigo, aunque acá de poco sirve. Podría devolverla arrojándola. Quizás la recibas de súbito dentro de tu pupila o se pose encima de las arterias de tu corazón. No sé si vale la pena correr el riesgo de enviarte una señal tan extraña.

El dolor ha cesado y el movimiento de los recuerdos es incesante. Tal vez no lo creas pero es sencillo meditar en el páramo en el cual me encuentro. Nada más mirar aquella estrella solitaria hundida en el azul negro y la rutina se esfuma y se olvidan los sucesos cotidianos. Sin embargo, desde acá aún es fácil la contemplación del mundo de los mortales, incluso en sus detalles menores: el dibujo delicado de tus labios bajo la luz de la lámpara; el contorno ajustado de la blusa negra sobre tu espalda al descubierto.
 
Quizás a vos te pasaría lo mismo si estuvieras acá. No es necesario que traigas los enormes tomos incunables de la preceptiva literaria sino las voces intangibles de la literatura simple e infantil. Nadie asegura que a este sitio lleguen las cosas materiales. De proponértelo podrías recordar la voz de almíbar de tu abuela leyéndote tus libros de cuentos, antes de dormir, cuando eras niña.

Sentada en la silla podrás ver mi cuerpo entero, acostado en esa rústica cama de hospital esperando el desenlace, pero, sin embargo, mi alma ya no está allí con vos. 

No dudes del sonido que escuchaste. Desde aquí arriba te acabo de enviar un susurro, una señal de aviso, algo similar al ruido de una hoja al caer sobre el piso de la sala de paredes blancas, cerca de la silla en la cual estás sentada. No mires así, con temor. He sido yo. Si te acercás un poco más podrás comprobar que ya no respiro. Por favor, no deseo tu tristeza. Por sobre todas las cosas, no le des paso a la lágrima.



Este relato fue publicado en la revista literaria Vestigium (MEDIUM, dic. 2019).


Los tres puntos de la eternidad



Un día me muero.

Lo primero que siento es la extrañeza de haber perdido la solidez y el peso de la materia del cuerpo. No veo féretro ni sepulcro.

María, empiezo a sentir tu ausencia.

No estoy acostumbrado a esta liviandad y albergo solo recuerdos mínimos. El pasado se contrae, vacila y se libera de las ataduras impuestas por la rigidez del tiempo. La memoria se torna amorfa como un fluido sin recipiente de modo tal que se convierte en una pequeña bruma de inmediatez. 

Ya no parece inmutable y eso me da miedo. 

Sumergido en la duda pienso que tal vez mi existencia pueda ser revisada lo cual me lleva a una inestabilidad emocional insoportable. No quiero que ni la ternura de tu compañía ni la tersura de tus hombros desnudos se disipen abandonados en la oscuridad del olvido.
 
María, vos sos parte de mi pasado. 

No quiero perderte.

Además, el presente adelgaza su acontecer hasta anularse. Me expulsa hacia el futuro en esta novedosa manera de ser y siento el vértigo en medio de semejante incertidumbre. Me doy cuenta de que no puedo siquiera manejar con meridiana soltura la velocidad de las emociones. 

Y también me faltan las palabras. 

No puedo decirte aquellas frases insensatas que tanto me gustaba, como, por ejemplo: «anoche soñé angustiado porque te acercabas demasiado al sol sin que yo pudiera evitarlo» o, «cuando estoy con vos el cielo y el río son tan parecidos que no sabría decirte si estoy cabeza abajo».

Un día me muero y me pasa esto, María. 

Y al menos, por ahora, es inevitable.



Este relato fue publicado en la revista literaria Vestigium (MEDIUM, n
ov. 2019).

Vestigium




Uno escribe todo el tiempo. Se empeña en una labor que en algo se parece a una disputa consigo mismo en el afán de dar con la idea, luego con la frase que contenga las palabras adecuadas y después con el párrafo que la perfeccione. Y cuando ha llegado al final de la consecución de lo que considera completo, descansa un poco, y al fin, coloca todo su entusiasmo en devanar la madeja amorfa y, con el poco talento que posee, se apresta a pulir con la ayuda de los elementos de la gramática, lanzándose al abordaje definitivo para que el escrito adquiera cierta belleza y pueda trasmitir cierto sentimiento. 

Un día, el equipo editorial de Vestigium, una de las revistas en español de la inmensa plataforma digital de Medium, le dice que desea publicar una sinopsis de su perfil. Y uno, que se ve tocado en la emoción, siente que algo de su trabajo ha trascendido, que todas aquellas horas de cavilaciones en soledad no han sido en vano, y entonces no puede menos que agradecer, y lo hace así, escribiendo esto, que es su forma de retribuir el afecto que ha recibido.



Para ver la sinopsis hacer clic aquí.

El suburbio de los huesos




La totalidad de lo que conservo en mi vida es el pasado, una vorágine, multitud de migajas desprovistas de volumen y espesor. De vez en cuando los recuerdos aparecen como destellos aleatorios, sin la intervención de la voluntad.
 
Todo parece suceder dentro de mi cabeza. 

No estoy seguro, pero imagino una mancha gigante escondida que, aunque no se presenta con claridad dispara mis emociones y me lleva a actos inconcebibles.

En ocasiones temo verla crecer desmesurada, expulsando mi alma al cautiverio de los locos sin yo disponer entonces de una conciencia frágil a fin de percibir la delicia de tu compañía.

Hagamos algo antes que pase esto.

Por acá, donde los sucesos transcurren, dejemos nuestros huesos en soledad para que recorran el camino tan temido hacia la fosa. No escuchemos el llanto y no miremos el luto. No lamentemos los funerales y no entremos a los cementerios. 

Por allá, donde el Tiempo está quieto y la eternidad nos protege, cavemos un hueco en la arena y enterremos juntos nuestros corazones. En aquel suburbio seremos náufragos de estrellas y permaneceremos indefinidamente en nuestro hermoso sueño interminable.



Este relato fue publicado en la revista literaria Vestigium (MEDIUM, oct. 2019).

Cielo Rojo


José está preso desde que se le incendió el rancho. Su vida está confinada entre tres muros y la reja inviolable de una celda. El techo y el piso de cemento clausuran su encierro como un féretro de piedra. Al fondo hay una abertura cuadrada que filtra un prisma de luz entre seis barrotes cruzados, negros y torcidos.

Trata de pensar por qué está aquí y rememora. La pobreza lo fue empujando de a poco a vivir al borde del arroyo, donde no llega la mano de los ángeles. 

Aquella noche de invierno no tenía plata para la garrafa, y el frío dolía tanto que encendió el brasero. Tal vez lo puso demasiado cerca de la cama. María se lo pidió. El carbón encendido empezó a morder la punta de las cobijas, siguió con el ropero, hasta que el aire se puso rojo por encima de las chapas del techo. 

Qué difícil es conciliar el sueño cuando recuerda la sirena de los bomberos, el cuerpo calcinado de su mujer, la pelea de esos hombres, gladiadores combatiendo las lenguas de fuego, luego el derrumbe de la vivienda y todo ardiendo a su alrededor como un infierno de trapos, latas y explosiones. 

Esa fue la última escena que vio antes de perder el sentido. Lo que sigue en su memoria es el traslado esposado hacia la comisaría. 

En el medio hay un hueco que tiembla y a veces aparecen imágenes borrosas, en medio de la confusión, con toda la gente del barrio en la calle, observando el drama. A veces brotan los gritos, como los del gallego parado frente al baldío de al lado, donde se juntan algunas vagabundas a dormir sobre colchones mugrientos y él les dice «mujerzuelas» y les echa la culpa de la tragedia.

En la villa, acorralada entre la vía muerta y el arroyo contaminado, las cosas son así, hasta la luna es triste. Por eso José no quiso que María tuviera hijos. «Es mejor», le decía. El cielo que nombra el cura párroco no es el que está aquí arriba, está en otro lugar que no conocemos.



Este cuento pertenece al libro Cielo rojo.

El sombrero de lata



Ninguno de los dos tuvo la culpa. 

Una espiral de blanca soledad elevó un cúmulo de livianas hojas secas por encima de los desposeídos robles —estampados con matices de desconsolados trazos sepia— en el imponente cuadro pintado al óleo por el tránsito de las estaciones de la propia naturaleza. El invierno procaz ya había desnudado las ramas de los fresnos. El dedo del viento lastimó los cristales de las ventanas de todos los galpones con el aliento desesperado de sus miles de gélidas bocas invisibles. 

Ni siquiera lo hablamos. 

Apenas nos estábamos conociendo y te fuiste sin una despedida. Los cuervos sombríos se posaron en mi hombro. La luna se transformó en una ladrona rapaz navegando por el fondo estelar, dejándome, noche tras noche, monedas de dolor en los huecos de mis bolsillos. 

La melancolía se apoderó de todo. 

Simplemente se terminó el cielo después del abandono. Las fabulosas diosas equivocaron el destino de la fortuna señalando con el índice absurdo. ¿Qué había ocurrido? Ni vos ni yo advertimos la pérfida malicia que vino a quitarnos la corona de estrellas. No nos dimos cuenta de la inclemencia de la intemperie cuando Eris depositó la manzana dorada entre nosotros y le puso un sombrero de lata a tu corazón.

Ningún encargo para pedirle a Némesis. En cambio, sí, mucho para pensar sobre las ínclitas vanidades innecesarias de la posesión.

La molesta canción de la brisa se filtró por la hendija de mi nuca y silbó como un demonio azul debajo de las piedras de mi espíritu. Las gotas de acero empaparon con su rocío infernal las paredes interiores de mi cerebro. 

Extrañé tus pasos, tu compañía.
 
Aunque de poca utilidad fue la coraza, ceñí mi cilicio —un gallardo escudo de plomo contra mi pecho—, porque las balas de la pena eran una esgrima de relámpagos incesantes que no cesaban de atropellarme. Me puse un gorro de cera para no escuchar esos sonidos espantosos. La insoportable rutina me puso una bolsa de cubos de hielo encima de la espalda. Sentí el peso de incontables toneladas de tristeza. 

Pero sin saberlo yo, a pesar de todo, un rescoldo de carbón rojo permanecía encendido ardiendo entre tus brazos. 

Los sentimientos no habían sido meros símbolos apócrifos. 

Por eso alcanzó con el encuentro inesperado, imprevisto, el día en que tu rostro se detuvo delante de mí, observándome perplejo. Lo que no había muerto renació para brotar más vigoroso. El atardecer púrpura descendió desde las nubes sucias hacia el espejo arrugado del agua cuando la ternura de tu mirada se hizo infinita. Otros dioses desconocidos desataron el ovillo de la confusión, enredaron nuevamente el buen designio y nos alejaron de la rigidez de la escarcha y de la humedad del llanto.

Engarzamos en nuestras vidas el novedoso diamante. 

Fuimos a contemplar el ocaso taciturno desplomándose en la orilla y a escuchar las protectoras sirenas de los barcos alejándose del puerto. 

Recién entonces dejé de indagar con el hilo de la razón en las causas de nuestro desencuentro. Me bastó la serenidad de tus ojos celestes y el calor de tu mano en la mía, en aquel momento, junto al río.

Vos ya no tenías el sombrero de lata sobre tu corazón.

Ni yo la pena.



Este relato fue publicado en la revista literaria Nüzine (MEDIUM, sept. 2019).

La frontera móvil


Hay mil deseosos de poner cemento en los zapatos
de los que caminan a diez centímetros del piso

Sebastian se pone de pie y a mí me parece que en esa posición no mira a ningún rostro en particular de quienes estamos aquí. Vinimos a verlo y aguardamos esperando con ansiedad la palabra por decir. 

Su voz potente invade con parsimonia las paredes silenciosas. Explica sus letras como el resultado de una búsqueda expresiva concluida en un descubrimiento.

Abre el libro, lo sostiene con una sola mano y observa el fondo del local mirando abstraído con las pupilas apuntando hacia la nada. O tal vez se trate de otra cosa y sea parte de una ceremonia misteriosa para examinar la trastienda de su pasado.

Gesticula al leer con el brazo extendido como si estuviera soltando pájaros entre sus dedos. 

Dentro de las buriladas oraciones del rico léxico de los versos que declama, a pesar de mi imposibilidad de acertar acerca de los motivos de su origen, me arriesgo a imaginar cuotas de dolor, amor, y un ovillo de sentimientos propios y colectivos, desazones, pero también esperanzas.

Tiene el don de la poesía. 

Condensa, enlaza, eslabona, unos tras otros, los sólidos pensamientos, en largas cadenas de frases envidiables. Las escucho trepidar como anclas de buques gigantescos soltadas sin violencia sobre campos de flores maravillosas. Con ellos teje la trama de su lírica para diseminar su savia literaria en esta maravillosa tierra de desvelados soñadores de papel.

Envidio sanamente el derrotero por el cual nos conduce, en ascenso a la cumbre, desde donde expone con crudeza, tanto la fragancia como el frío de la muerte. Enumera, trabaja los tiempos verbales, los sustantivos, la contemplación y el movimiento. 

Me deja los signos. Me pregunto si sabré interpretar estos mismos versos que él ahora recorre —abriendo los brazos con serena vehemencia—, cuando yo esté solo en mi cuarto, con mi solitario murmullo, a la luz amarillenta de mi lámpara, aportando mi propia intensidad, recorriéndolos con mis íntimas emociones. No sé si seré capaz de modelar a mi manera y con mis propias claves los tesoros del goce estético que él estampó en las páginas escritas.

Cuando termina, le dejamos el aplauso y salimos. 

Los muros de este café acogedor del barrio de Palermo quedan empañados con la voz de mi amigo el poeta Sebastian Elichiry. No solo ha terminado de presentar su poemario “La frontera móvil” sino que hace un rato supo abrir el libro para declamar algunas de sus conmovedoras estrofas y nos dejó a todos sin aliento, con un nudo en la garganta y con los ojos húmedos alumbrados por el resplandor de tanta belleza.


El poemario: La frontera móvil
La editorial: Niña Pez Ediciones
Para comprar el libro contactarse con:

El puente de los signos



Podría decir con la notable liviandad de los pensamientos elaborados por medio de una razón embrionaria —o movilizada apenas por una voluntad perezosa—, que el mero acto de escribir ficción me habilita para la mentira, lo cual es al menos incierto, de inmediato genera dudas, y dicho de este modo casi brutal presentaría la apariencia de una reflexión primitiva y precaria, y, además, daría la impresión de que la historia contada sería falsa.

Y no es así. 

Porque durante la construcción del texto el goce estético me impulsa hacia la libertad con un entusiasmo inusitado por consolidar en palabras lo que no es idea escrita todavía, mientras mi ansiosa intuición se adelanta en busca de esa madeja colorida, aún difusa, con la certeza de que el estímulo imposible de detener concluirá en un indudable descubrimiento.

En este proceso de impredecible trazado en el cual por momentos me extravío transitando por direcciones opuestas, todo lo que mi conciencia imagina procede de la suma de mis realidades interna y externa, ambas tan veraces, tan ricas y tan particulares como las de cualquier persona que abrace otro oficio, aun el más distante o alejado del mío. De ellas obtengo la experiencia humana y la vuelco en expresión escrita con la aspiración de que sea interpretada por cualquiera dispuesto a leerla en esta, nuestra misma lengua. 

Intento volcar al papel, a pesar de mi pobre talento, mis más genuinas emociones, y me esmero en el tratamiento de la belleza de los textos consciente de la escasez de matices acerca del significado de los signos que nos permite el lenguaje. 

Disfruto al suponer que alguien descifrará a su manera las líneas de letras apretadas de las frases. Me maravillo al soñar con nebulosas de ojos recorriendo las páginas en la intimidad del silencio de la lectura para completar con su propio ingenio todos los huecos que yo he dejado.

Una única luna cursa el cielo nocturno, pero cada desvelado la ve distinta. Y si el insomnio persiste, un corazón palpitando hacia lo alto de la noche contemplará una imagen diferente del astro. Un único libro luce distinto ante peculiares miradas y en posteriores lecturas el álgebra literaria lo multiplicará del mismo modo que se replican los rostros lunares en el firmamento.



Este relato fue publicado en la revista literaria Vestigium (MEDIUM, sept. 2019).

Camino de las torres



Raúl Ariel Victoriano
lo ha vuelto a conseguir: una vez más, deslumbra con su nuevo libro de relatos, Escarcha, una recopilación de dieciocho cuentos inolvidables. Se trata de una serie de historias independientes que, gracias a la capacidad narrativa del autor, acaban armando un edificio sólido y hermoso que invita a la exploración de lo que esconde en su interior.

Ariel, como buen arquitecto, no deja que le distraiga el azar. Sabe lo que quiere expresar en cada texto y, fiel al plano trazado, su prosa poética y certera levanta muros, pinta siluetas en la sombra y puebla cada rincón con voces secretas que solo aspiran a ser escuchadas.

Lumbre, primer relato de la antología, supone, tal vez, una declaración de intenciones: el protagonista escribe para exorcizar el dolor, la soledad, el peso de la culpa, sentimientos que recorren las habitaciones de esa casa común de largos pasillos. Por ellos vamos a cruzarnos con los fantasmas que guardan el crujido de la Escarcha, al final de Una noche fría, mientras En la orilla nos hablan los muertos. Tristeza, melancolía, compasión en cada trino que escapa del sueño del gorrión que espera cobijado bajo las tejas Por lo último que queda, el silencio.

Como un marinero en medio de una tempestad, el escritor gobierna el vuelo de los hilos que atan las historias a sus párrafos con una proposición: Vamos a cantar esta noche. Porque no todo está perdido entre los matorrales de un paisaje que se adueña de la vida de sus personajes vagabundos. Escuchándolos descubriremos que sólo hay que aceptar La deuda para resolver el misterio enmarcado entre las siluetas de dos sombras: «Soy un pulso».

Cuentos que exploran almas y que llaman a una reflexión íntima, en la penumbra de unas estancias en las que Ariel, estratégicamente, coloca las lámparas precisas para no perder detalle y encontrar la grieta por la que puede aparecer la esperanza. Cuando llueve sobre las islas y una mujer espera frente a la ventana no es el único final. Sube al tejado, espanta a los pájaros de lata, contempla el paisaje y confía en el poder de la palabra de este autor, capaz de liberar gotas de lluvia en el páramo de la existencia.

Escarcha es un libro que enseña a escribir. Que vengan más, Ariel.

Patricia Richmond


Esta reseña fue publicada en la revista literaria "El callejón de las once esquinas".

La curva de rímel



Te miras al espejo y el lápiz rojo se detiene antes de llegar a tus labios.

Recuerdas, en el silencio de tu casa, mientras te maquillas, los días en los cuales el amor aún no había estallado en mil pedazos.

Hoy es tu cumpleaños y ves con claridad la emoción que te angustia. Te has refugiado en la soledad luego del fracaso, pero sabes que estás espléndida en la madurez de tu vida, aunque necesitas tiempo para reponerte.

Extiendes la yema del dedo para acariciar tu mejilla corrigiendo una pequeña arruga.

Aparece una luz tibia en el círculo de tu pupila que se parece a una gota y te inquieta que se convierta en una línea de sal sobre tu piel.

Cierras la caja de cosméticos, tomas la cartera y las llaves.

Quieres salir pronto, antes de que la lágrima arruine la curva perfecta del rímel de tus pestañas.

Y vas a buscar el esplendor del día.



Este relato fue publicado en la revista literaria Nüzine (MEDIUM, ago. 2019).

Blanca como la espuma


Genoveva, la protagonista principal, sensible y delicada, educada en un colegio religioso de París, es la que ilumina toda la novela. El contexto socio cultural de la época, los mandatos naturalizados de la sociedad masculina, la moral y la educación de la mujer la exponen a intensas emociones.

En un tono intimista se nos cuenta la sinuosidad de los avatares de su historia que transita por momentos de dicha y otros de extremo desconsuelo. El mosaico se despliega a lo largo de tres generaciones, hacia el futuro con la maduración de su hija y hacia atrás con los inciertos recuerdos de su madre. En todo el espectro la actitud de su padre cobra un protagonismo esencial.

Una situación de terrible rechazo y desprecio parte en dos su existencia y decide encarar por sí misma una nueva vida. Con tesón y valentía la logra llevar adelante a pesar de que arrastra consigo una culpa que la sume en sus más hondas preocupaciones. 

Pero aparece una carta inesperada que se convierte en el disparador de las tribulaciones que se ciernen sobre ella. Una tras otra se suceden las circunstancias aciagas que debe recorrer en el camino de regreso al punto de quiebre. Se nos revela la verdadera identidad. El verdadero origen de su sangre y la tensión de los acontecimientos llega al límite y se mantiene hasta el final. 

Ana Madrigal reafirma en esta, su segunda novela, que este es el indudable territorio literario en el cual se encuentra más cómoda para contar. Su prosa segura y cuidada desmenuza los sentimientos de los personajes como si se tratase de separar los delgados hilos de una tela de trama muy apretada, y con tanta certeza, que con el correr de las frases, la personalidad de los mismos va cobrando vida, sustancia y relieve como si fuesen de carne, hueso y emociones.

La disputa entre lo íntimo y lo externo a Genoveva se percibe en la columna vertebral del argumento y esta tirantez es la que dibuja los trazos gruesos y finos de la sensibilidad del corazón y la conducta ética de la protagonista.

La ambientación y la atmósfera que genera la calidad y la claridad de la narrativa invita a participar del texto, desde la comodidad de la interpretación de la letra, como suele ocurrir con las obras de las grandes escritoras. Se advierte esto no bien comienza la novela. De inmediato se produce la invitación al goce estético de la belleza de la escritura y el lector queda atrapado por el arte de la seducción de la pluma en la historia que se cuenta. El léxico se enriquece hacia el infinito, no con el fin de hacer sobresalir la erudición, sino como una herramienta literaria más puesta al servicio del relato.

Casi de improviso nos encontramos en otro siglo, dentro de las páginas adornadas de exquisitas descripciones de época y sin más, nos apropiamos de la veracidad de los sucesos y nos sumergimos conducidos por la mano de la autora en la magia de su literatura. La prosa enamora, discurre a modo de la corriente tranquila de un río de llanura, sin disonancias, con la serenidad y la calidez de una lejana música de cámara, tanto en las escenas en las cuales nos aproximamos hacia la ternura o en las que el drama nos hunde en los tintes más oscuros.

Ana Madrigal describe escenarios como si tuviese un pincel entre sus dedos y emociona cuando sus personajes dialogan porque en la verbalización nos permite oír voces de distintos tonos, según la personalidad de cada uno o las circunstancias, optimistas o desdichadas, que les tocan vivir.

El interés de querer saber cómo continúa la historia nunca decae, sino que se incrementa capítulo a capítulo. El lector no puede dejar de posar con avidez los ojos sobre la hoja. A medida que se aproxima el final desea que esto no ocurra y que la voz que narra no deje de desplegar la melodía deliciosa de las palabras.

Ana Madrigal logra una novela fascinante y magnífica acerca de las vicisitudes del complejo mundo femenino en un viaje de un siglo hacia el pasado, contado en un lenguaje que se ajusta a la época. Sin duda este libro que lleva el sello inconfundible de su estilo la coloca como una escritora al nivel de las mejores que transitan los circuitos de las editoriales reconocidas.



Este libro se encuentra disponible en Amazon.

La semilla mágica



Ella estaba radiante aquella mañana, con la felicidad bañándole la piel, iluminada de plenitud, esplendente de soles, sobresaltada, ansiosa por compartir la dicha que traía consigo. 

No bien estuvo frente a mí se puso en puntas de pie y me habló al oído como develando un secreto. La noticia no pudo esperar y se le cayó de los labios de un tirón. Me dijo que íbamos a tener un bebé. 

Entonces, en aquel instante preciso, debo haber mostrado una reacción inesperada. La sorpresa me impidió el movimiento muscular y me soldó todas las vértebras de la columna. El aire no entraba ni salía de mis pulmones.

Mi silencio duró un tiempo demasiado prolongado. Una eternidad, se diría.

—¿Qué te pasa? —preguntó.

La miré sin decir nada. Yo todavía era muy joven y no conocía aún el peligro de quedar callado ante una mujer tan impetuosa como ella, ante tamaña pregunta. 

Y se fastidió. 

Apretó la mandíbula y me dio vuelta la cara de una cachetada. Y tuvo razón. Aunque para mí fue algo inesperado, me lo merecía. Aun así, no reaccioné, y la demora fue peor, debería haber intentado siquiera un balbuceo, pero no pude articular ninguna frase, no fui cariñoso cuando ella más lo necesitaba. 
Y se sintió profundamente herida. 

Sus dedos habían marcado mi mejilla y no bien lo advirtió se llevó las manos al rostro, tapándose la boca. 

Quizás ella había alcanzado un límite, o la desmesura distante entre la alegría y la ofensa, o el impulso de la necesidad de un desagravio. La semilla mágica cobijada en el interior de su útero era demasiado nuestra y mi actitud controvertida la alteró. 

No me lo dijo, pero quizás en mi rostro serio habrá visto cobardía en lugar del susto tremendo en medio del cual me encontraba.

En ese momento no comprendí el tamaño emocional de la novedad. Aturdido, no atinaba a desatar el nudo de mi estómago, el aliento no me ayudaba y seguramente estaba pálido. 

Por las dudas la abracé. Yo conocía su carácter y ella seguro habrá adivinado el tamaño de mi miedo porque pasó un brazo por mi cintura y recostó su cabeza contra mi hombro. 

Con la mano libre se tocó la panza. 

Aunque en ese momento no pude ver sus ojos, imaginé que en su mirada se formaba un sueño de futuro para quien deberíamos elegir un nombre. 

Y la apreté más fuerte. 

Y ella también.



Este relato, publicado en la revista literaria "Vestigium" (MEDIUM, jul. 2019) pertenece al libro Fotos viejas.

Un tango en la noche de San Telmo



La ternura luminosa de los focos bajaba sobre el escenario. 

Ella era un hueco de soledad muda con una caricia de cabellos oscuros sobre el rostro serio. Y también la temeridad de un dulce presagio mientras entraban los primeros acordes de la orquesta. 

Hasta que su voz, humedecida de tanto tango, comenzó a agitar el aire como imitando al viento. Su magia expresiva de segura soñadora eterna elevó mi corazón a un cielo que no conocía. 

Su canción la abarcó. Era una mujer completa hablando de un amor distinto. 

Y me hizo sentir, en su ademán de despedida, que yo moría en este instante de una vez y para siempre. 

O que bajaba de nuevo a la tierra, que es decir lo mismo, pero de otro modo.



Este relato fue publicado en la revista literaria Vestigium (MEDIUM, jul. 2019).

El embarcadero




Me siento en el muelle con las piernas colgando para observar a las gaviotas mientras el crepúsculo lastima la corriente del río. 

El aire está helado, quieto. 

Pienso en vos. Dijiste: «Vuelvo». 

Y aunque confío en la palabra no olvido el abrazo de hielo que me regalaron tus ojos azules en la despedida. 

No sabría decir cuánto hace que te espero. El calor de tu vientre lo sabe, tu ausencia me hunde en este silencio de muerte y el esplendor del cielo muerde el espejo de cromo. Los trinos fallecen en el follaje, sobre la ribera. 

No puedo más. 

Me inclino hacia adelante buscando abrigo en lo profundo.



Este microrelato fue publicado en la revista digital Vestigium (MEDIUM, abr. 2019).

Agujas de sal




Era noche de luna y la superficie del lago estaba tensa como la piel de las ciruelas, parecía un mar redondo, una pupila recostada al sereno, y más allá por algún lugar secreto de los bordes, los arroyos exhaustos, con el paladar seco, llegaban desde los campos trillados al sumidero triste, casi en voz baja, con la sencillez de su gorgoteo tímido, modesto, introvertido. 

La brisa soplaba hacia alguna parte y el aire vibró abrazado a las ramas de los árboles. Los tallos inquietos cimbraron, y luego, se pusieron firmes en tanto momias obedientes en formación militar paralela a la costa, hasta que las osamentas blancas terminaron de silenciarse en los nudos de los sarmientos.

Entonces, los granos de sal de la playa, helados, filosos, lastimaron las patas súbitas, lineales, entecas, magras, de los flamencos, quienes exudando gotas de sangre debieron meterse rápidamente en la laguna. 

Recuerdo, María, que bajamos juntos a mirar la quietud del agua. Las frases del silencio deambularon por vaya a saber qué laberintos de tu fatiga sin encontrar la palabra justa, precisa y adecuada, sin definirse en sonidos, ni siquiera un balbuceo bordando el escote de tus labios mudos. Seguro no te entendí y por eso te imploré, te rogué, te supliqué, por un resquicio de calor que me tocara el corazón con el dedo de la ternura, pero tu alma permanecía congelada desde los días ajados por anteriores desencuentros. 

Los peces de la laguna estaban dormidos en el limo oscuro del fondo, o escondidos entre los corales, muertos de miedo por el dolor que vinimos a traer a la orilla. 

En la colina suave, al otro lado, donde un grupo de frutales aguardaba la llegada del amanecer, un durazno se estrelló contra el piso partiéndose en mil pedazos y el carozo rodó hasta encontrarse con los cascotes del sendero. Un zorro, al oír el ruido, se escapó a través de los pajonales. Una estrella se moría en el cielo, agonizaba perdiendo el brillo, era una sensación terrible. 

Yo, a pesar de todo, podía ser un idiota capaz de enamorarme y todavía soñaba la vida en los versos de un poema. En cambio, tu alma se secaba, irremediablemente, como la savia de esos troncos petrificados, corroídos por la sal. La astilla de la desconfianza aún te lastimaba mucho y deseabas mantenerte lejos de los engaños de la soberana tontería de la seducción. Para vos el amor había sido una maldita confusión solo eficaz a fin de cancelarte las lágrimas. 

En silencio observamos el trabajo del agua: la baba de espuma iba y venía, la caricia húmeda raspaba la grava salina de la playa. Oímos el zarandeo de los juncos y el salto apresurado de las ranas temerosas y, recién nacido, el canto escandaloso de los grillos sobre la pelusa verde de la loma. 

Un mundo se atrevía a cantar en la respiración del aire y no alcanzaba. Éramos dos dolores diferentes esperando no sé qué señales bajo el cielo estrellado. 

Y no llegaba ninguna, María.

Una pena.



Este relato, publicado en la revista literaria "Vestigium" (MEDIUM, jun. 2019) pertenece al libro Fotos viejas.

El cariño y el afecto



En el stand 97 de la Feria del Libro de Buenos Aires se realizó l
a firma de ejemplares de Escarcha.  Todo mi agradecimiento a quienes vinieron a comprar un ejemplar del libro, a quienes vinieron por una dedicatoria, a quienes vinieron a acompañarme y también a quienes me han acercado sus buenos deseos desde España, México, Uruguay y Chile. El evento, programado para terminar a las 21 hs se prolongó (gracias a la cortesía de la Editorial Autores de Argentina) hasta el cierre, una hora y media más tarde de lo esperado para poder estar con todos los presentes. Y eso estuvo muy bueno.