Epílogo

 




Cerrar un blog es difícil. En este caso no se trata de una decisión apresurada: lo vengo pensando hace al menos un par de años. Resumir este acto a una causa es en vano y enumerarlas a todas al menos sería tedioso. 

Quizás como aproximación valdría decir que me he resistido por largo tiempo a admitir la falta de talento que poseo para escribir. He estudiado, he leído mucho, he escrito otro tanto y, además, he publicado. Y lo publicado, visto con la perspectiva de lo aprendido, es de una pobreza literaria irreparable. 

Lo que rescato es haber pasado por Ultraversal, sin duda el mejor taller virtual y gratuito para la formación de escritores. Allí pude encontrar la ayuda inestimable de Gavrí Akhenazi, allí pude sopesar el bagaje de un verdadero escritor y de su tremenda capacidad docente. Creo que ese aprendizaje sumado a su generosidad hacia mí lo llevaré conmigo hasta la tumba. Y también la de los otros escritores que me tendieron la mano como John Madison, Silvio Carrillo, Eva Lucía Armas, Morgana de Palacios, por supuesto, y, además, todo el abanico de compañeros que aunque no los nombre, me ayudaron y me alentaron. Ultraversal para mí fue una fiesta, sin duda, que llevaré en mi corazón.  

El oficio de escritor (título que no poseo) se ejerce en forma permanente, es un camino maravilloso para alcanzar la expresión de lo que uno quiere transmitir por medio de la letra, pero es cuesta arriba siempre, y nunca se transita solo, se necesita de la guía de un tutor, la crítica de sus pares. Se necesita esa atmósfera particular que se vive dentro de Ultra. Y yo, por esas cosas de la vida llegué muy tarde a ese lugar. 

De ahora en más cierro un ciclo. Es una despedida triste para mí, pero la biología impone sus reglas. No realizaré más publicaciones.  

Cualquiera que lo desee podrá dejar comentarios ya que los leeré, mientras me sea posible, y luego serán publicados, aunque no tendrán su correspondiente respuesta.  

Va mi gratitud para ustedes. 

Neblina

 


En las islas del Delta no teníamos recuerdo de semejante bruma desde hacía décadas pero esa mañana nos encontramos con que los árboles habían desaparecido detrás de una sábana almidonada. Hasta las flores de las plantas cubre suelos, tapadas por la pesadez de la niebla, simulaban sencillas pecas difusas. Los zapallos no mostraban las venas gordas de sus rizomas y las verduras estaban rígidas de angustia, ocultas por completo en el interior del velo opalino. 

Una vieja curandera, dueña de una de las taperas más antiguas, sin duda atemorizada, puso una mezcla de hierbas contra el maleficio sobre un puñado de brasas, en uno de los laterales del terreno, cerca de la orilla del arroyo, y la humareda blanca en vez de ayudar complicaba todo. 

Temerosos, los patrones de las lanchas destinadas a la pesca del pejerrey no salían a navegar por el río. Estaban asustados. No sería la primera vez que se estarían incendiando los pajonales de los campos. Para colmo a los pescadores se les escapaba la oportunidad de aprovechar el aviso de la creciente: el indicio que anunciaba la hora de salir a cosechar el producto del desove. Un desastre. 

Antonio llamó a Juana, su mujer, y ambos se asomaron al ventanal. Ella se tapó la boca y alzó con desmesura los párpados. Él fue a buscar la escopeta, sin duda pensando en espantar la neblina a tiros, aunque no bien avanzó dos pasos se dio cuenta de las complicaciones aportadas por el fenómeno: de tan densa, la nube rastrera le impedía ver sus propias botas y, por lo tanto, si seguía andando corría el riesgo de pisar alguna trampa de cazar comadrejas. 

Cuando quiso retroceder la cabaña se había ausentado, seguramente oculta por detrás de la blancura, y él quedó encerrado de cuerpo entero en medio de un calabozo de paredes lechosas. 

Pero no siempre las historias son tan sencillas de contar. 

La niebla recién se comenzó a disipar al tercer día con una lentitud exasperante dado el tamaño de nuestra ansiedad. Recuperamos el paisaje de a poco. La hilera de álamos se configuró en el primer bulto visible, fácil de reconocer por el temblor plateado de las hojas; después se hizo presente el grupo denso de ceibos; luego apareció un agujero azul en el cielo y el sol terminó de afilar el diseño de los contornos de todas las cosas, incluso los caranchos y los pájaros menores recuperaron el movimiento. Hasta las cotorras se animaron a volar.  

Mientras la opacidad se evaporaba con desgano y la luz se abrazaba a las ramas superiores de las palmeras, Juana, quien había dormido a medias dentro de la cabaña, se sobresaltó alarmada por el repentino esplendor diurno encaramado en el borde de la claraboya que iluminaba una de las esquinas del cuarto. Y saltó de la cama. Y abrió la puerta de entrada. Y entonces, a unos metros nomás, aparecieron las botas enterradas en el barro, pero sin Antonio adentro ni encima de ellas, abandonadas sin más, o quizás ocupadas por un fantasma invisible. El caso era que ni rastros de su esposo. 

Trató en vano de sostener el grito apretado mordiendo el pañuelo; con odio pateó varias veces, con los talones desnudos, sobre el entarimado de pino; refugió sus puños por debajo de los codos apretándose las costillas; apoyó con rabia la cadera contra el marco del portal y miró hacia el firmamento en busca de una seña sin encontrar nada de nada a pesar de que ya no persistía ni una secuela de la maldita neblina.

En ese preciso instante la naturaleza completa, surgida de la claridad matinal, entró en éxtasis: las hortensias viraron del violeta al rosa, fuera de sí, atontadas por el ascenso brusco del sol; dada la transparencia de sus alas no se sabía en cuál aire se sustentaban los colibríes; las colmenas zumbaban quietas a un costado del huerto; el murmullo del arroyo alimentado por el rocío de tantas noches cantaba la melodía de un nuevo despertar venturoso.

Pero Juana, en cambio, no dejaba de retorcerse los dedos, de pie en el umbral, preguntándose adónde habría ido su marido, vencida sin remedio por el agotamiento, permitiendo con resignación que las lágrimas resbalaran a lo largo del cuello, la blusa, el vestido, formando un charco en el cual se podría haber ahogado con toda naturalidad. 

Y a partir de ese momento, cada amanecer, sentada en el banco de lapacho o en la banqueta de algarrobo, en la galería cubierta por el alero de la cabaña, Juana hacía punto en su labor en compañía del recuerdo de Antonio mientras trenzaba una estera de mimbre o tejía un chaleco de lana con sus agujas de alpaca. 

Por momentos hablaba sola. Pensaba con los ojos cerrados. Recordaba. Movía la pava de un lado a otro de la mesa. Acomodaba un pliegue de la pollera. Se detenía, adentro, en un detalle de la cocina, o afuera, en cierta circunstancia de la brisa. Simulaba estar atenta a algo. O se abandonaba en una ausencia extraña. Por supuesto, parecía no tener urgencia. ¡Si tenía toda la vida por delante a fin de alivianar la espera! Alzaba la vista hacia el agujero del cielo por el cual se había fugado la niebla. Planeaba el regreso de su marido. Rezaba una plegaria. Se quejaba. Y de inmediato se arrepentía. Y así.

Donde el río transitaba con menos furia los trabajadores del junco, al enfardar, en el desaliento de la tarde, tarareaban la misma canción triste que solía silbar Antonio cuando salía a pescar con el bote. Entretanto, los robles de la costa parecían morir en el olvido, tremendamente sosegados, soportando el peso en sus propios postes, y los carpinchos, siguiendo la tradición repetitiva de los milenios, permanecían con el hocico por encima del agua, pasmados, como idiotas, mirando en silencio el estúpido pasar de la corriente suave del arroyo.


Este cuento, publicado en la revista digital "Nagari" (EE.UU., Miami, mensual, febrero-2024), pertenece al libro Fotos viejas.