Neblina

 


En las islas del Delta no teníamos recuerdo de semejante bruma desde hacía décadas pero esa mañana nos encontramos con que los árboles habían desaparecido detrás de una sábana almidonada. Hasta las flores de las plantas cubre suelos, tapadas por la pesadez de la niebla, simulaban sencillas pecas difusas. Los zapallos no mostraban las venas gordas de sus rizomas y las verduras estaban rígidas de angustia, ocultas por completo en el interior del velo opalino. 

Una vieja curandera, dueña de una de las taperas más antiguas, sin duda atemorizada, puso una mezcla de hierbas contra el maleficio sobre un puñado de brasas, en uno de los laterales del terreno, cerca de la orilla del arroyo, y la humareda blanca en vez de ayudar complicaba todo. 

Temerosos, los patrones de las lanchas destinadas a la pesca del pejerrey no salían a navegar por el río. Estaban asustados. No sería la primera vez que se estarían incendiando los pajonales de los campos. Para colmo a los pescadores se les escapaba la oportunidad de aprovechar el aviso de la creciente: el indicio que anunciaba la hora de salir a cosechar el producto del desove. Un desastre. 

Antonio llamó a Juana, su mujer, y ambos se asomaron al ventanal. Ella se tapó la boca y alzó con desmesura los párpados. Él fue a buscar la escopeta, sin duda pensando en espantar la neblina a tiros, aunque no bien avanzó dos pasos se dio cuenta de las complicaciones aportadas por el fenómeno: de tan densa, la nube rastrera le impedía ver sus propias botas y, por lo tanto, si seguía andando corría el riesgo de pisar alguna trampa de cazar comadrejas. 

Cuando quiso retroceder la cabaña se había ausentado, seguramente oculta por detrás de la blancura, y él quedó encerrado de cuerpo entero en medio de un calabozo de paredes lechosas. 

Pero no siempre las historias son tan sencillas de contar. 

La niebla recién se comenzó a disipar al tercer día con una lentitud exasperante dado el tamaño de nuestra ansiedad. Recuperamos el paisaje de a poco. La hilera de álamos se configuró en el primer bulto visible, fácil de reconocer por el temblor plateado de las hojas; después se hizo presente el grupo denso de ceibos; luego apareció un agujero azul en el cielo y el sol terminó de afilar el diseño de los contornos de todas las cosas, incluso los caranchos y los pájaros menores recuperaron el movimiento. Hasta las cotorras se animaron a volar.  

Mientras la opacidad se evaporaba con desgano y la luz se abrazaba a las ramas superiores de las palmeras, Juana, quien había dormido a medias dentro de la cabaña, se sobresaltó alarmada por el repentino esplendor diurno encaramado en el borde de la claraboya que iluminaba una de las esquinas del cuarto. Y saltó de la cama. Y abrió la puerta de entrada. Y entonces, a unos metros nomás, aparecieron las botas enterradas en el barro, pero sin Antonio adentro ni encima de ellas, abandonadas sin más, o quizás ocupadas por un fantasma invisible. El caso era que ni rastros de su esposo. 

Trató en vano de sostener el grito apretado mordiendo el pañuelo; con odio pateó varias veces, con los talones desnudos, sobre el entarimado de pino; refugió sus puños por debajo de los codos apretándose las costillas; apoyó con rabia la cadera contra el marco del portal y miró hacia el firmamento en busca de una seña sin encontrar nada de nada a pesar de que ya no persistía ni una secuela de la maldita neblina.

En ese preciso instante la naturaleza completa, surgida de la claridad matinal, entró en éxtasis: las hortensias viraron del violeta al rosa, fuera de sí, atontadas por el ascenso brusco del sol; dada la transparencia de sus alas no se sabía en cuál aire se sustentaban los colibríes; las colmenas zumbaban quietas a un costado del huerto; el murmullo del arroyo alimentado por el rocío de tantas noches cantaba la melodía de un nuevo despertar venturoso.

Pero Juana, en cambio, no dejaba de retorcerse los dedos, de pie en el umbral, preguntándose adónde habría ido su marido, vencida sin remedio por el agotamiento, permitiendo con resignación que las lágrimas resbalaran a lo largo del cuello, la blusa, el vestido, formando un charco en el cual se podría haber ahogado con toda naturalidad. 

Y a partir de ese momento, cada amanecer, sentada en el banco de lapacho o en la banqueta de algarrobo, en la galería cubierta por el alero de la cabaña, Juana hacía punto en su labor en compañía del recuerdo de Antonio mientras trenzaba una estera de mimbre o tejía un chaleco de lana con sus agujas de alpaca. 

Por momentos hablaba sola. Pensaba con los ojos cerrados. Recordaba. Movía la pava de un lado a otro de la mesa. Acomodaba un pliegue de la pollera. Se detenía, adentro, en un detalle de la cocina, o afuera, en cierta circunstancia de la brisa. Simulaba estar atenta a algo. O se abandonaba en una ausencia extraña. Por supuesto, parecía no tener urgencia. ¡Si tenía toda la vida por delante a fin de alivianar la espera! Alzaba la vista hacia el agujero del cielo por el cual se había fugado la niebla. Planeaba el regreso de su marido. Rezaba una plegaria. Se quejaba. Y de inmediato se arrepentía. Y así.

Donde el río transitaba con menos furia los trabajadores del junco, al enfardar, en el desaliento de la tarde, tarareaban la misma canción triste que solía silbar Antonio cuando salía a pescar con el bote. Entretanto, los robles de la costa parecían morir en el olvido, tremendamente sosegados, soportando el peso en sus propios postes, y los carpinchos, siguiendo la tradición repetitiva de los milenios, permanecían con el hocico por encima del agua, pasmados, como idiotas, mirando en silencio el estúpido pasar de la corriente suave del arroyo.


Este cuento, publicado en la revista digital "Nagari" (EE.UU., Miami, mensual, febrero-2024), pertenece al libro Fotos viejas.


10 comentarios:

  1. Y yo me quedo sorprendida un poco como los carpinchos, ante el acontecer de ese fenómeno que esfumó a Antonio, quien ni a balazos pudo deshacer.
    Una delicia leer tu cuento.
    Abrazos de anís.

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    1. Muchas gracias, Sara, por tu comentario y también por utilizar esa forma tan cariñosa que tienen en tu tierra para transmitir calidez. Suena muy bonito.
      Saludos desde Buenos Aires.

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  2. Pobre Juana y dónde habrá ido Antonio?
    Un relato que envuelve como la niebla y encanta con tantos detalles del Delta y sus maravillas.
    Leer tus cuentos es internarse en vidas que parecen salidas de la realidad.

    mariarosa

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    1. Buena pregunta, María Rosa. Quizás te pueda contestar con otra entrada para que no quede trunco el relato. Antonio es un tipo escurridizo y soñador.
      Muchas gracias por leer y por tu comentario elogioso.
      Ariel

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    1. ... porque trae a la memoria el día que Antonio elaboró su fuga, sin siquiera balbucear una despedida ante su mujer, sin hacerle saber para qué cosa, con quién y vaya a saber dónde.

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  4. Tienes una forma de escribir muy particular Raul A. muy serena pero a la vez haces que el relato se lea con avidez por la intriga de saber que les ocurre a sus protagonistas. Las descripciones del lugar y de lo que sucede me parecen una maravilla y me ha gustado mucho leerlo.
    Un abrazo!!

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    1. Tu comentario me agrada mucho, Ana, es muy cálido y me hace sentir la cercanía del afecto en tus palabras.
      ¡Un abrazo!

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  5. ¡Hola, Ariel!
    Como de costumbre me dejas una sensación de paz al leerte, con esa manera que tienes de narrar, como si la nostalgi o angustia de lo contado fuera un silbo suave, un alivio álmico en lugar de una honda pena.
    Las descripciones son hermosas y se pueden apreciar, incluso esa niebla me trae muy bellos recuerdos de infancia y otros bien recientes de mis escaladas al Pico Duarte.

    El cuento me ha dejado una intriga, pues recuerdo que en otro de tus cuentos quien murió fue Juana y Antonio no podía sostener el sufrimiento por su ausencia, ahora sucede al revés, quizás sea que usaste los mismos nombres para tus personajes (aunque no lo creo), o que en realidad el que muere no es consciente de su muerte y se queda a la espera del otro creyendo que lo ha abandonado y que en algún momento volverá. Pero por lo que recuerdo Antonio sí tuvo claro que Juana había muerto. Atando cabos, es probable que Antonio solo esté perdido en ese calabozo de lodo a la espera de ser rescatado y no que esté muerto...

    Sea como fuere, la verdad es que me ha encantado tu relato, y el párrafo final es precioso, en él haces alusión a esa tristeza de Antonio cuando salía a pescar al río, que presiento era su lamento por enviudar.

    Que estés bien y felices dias te colmen de dicha. Un abrazo.

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    1. ¡Hola, Harolina!
      Definitivamente quien muere es Juana y Antonio, su marido, es el protagonista central de esta serie de cuentos que quizás se conviertan en novela.
      En este caso se trata de una escena que formaría parte de uno de los primeros capítulos, antes de que Juana contraiga su enfermedad mortal.
      Por ahora solo se trata de un mosaico de relatos, en el futuro habrá que trabajar sobre ellos en conjunto, sobre la trama, para conseguir el propósito de una narración larga al uso.
      Me alegra que te haya gustado y te agradezco tus impresiones ya que me van a ser útiles en el futuro.
      Te mando un abrazo y mis mejores deseos.
      Ariel

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