Dos noches

 





Afuera llueve desde hace dos noches y el agua le da brillo a las baldosas y a los troncos de los árboles. Dentro de alguna de las casas de esta ciudad enorme estarás frente al espejo seco de tu cuarto silencioso, mientras las gotas salpican los vidrios de tu ventana triste.

Mi lápiz raspa el papel como una jeringa ciega, y yo, volando por razones errabundas, me demoro con la cabeza tumbada sobre esta mesa melancólica, mientras apoyo la yema sobre el extremo romo, sobre el extremo mudo del prisma de madera azul, sin entender qué debo escribir ni cómo expresar el deseo de verte. 

Esmerada en inflamar mi memoria, tu figura danza en mis recuerdos huérfanos como una llovizna fría. Tu rostro apenas es un óvalo de perímetro difuso. Aún no nace la humedad de tus labios; no se resuelve con claridad el recuerdo perfecto de tu aroma gris. En mi interior hay un tironeo feroz por apropiarme del dibujo filoso de tus rasgos y por recuperar la cercanía de tus ojos exiliados.

Entretanto el viento sacude las hojas mojadas, yo, acotado en la oscuridad de mi cuarto roto, te imagino tremendamente lejos de mi reclusión en esta cámara ciega. Afuera llueve y no me atrevo a salir de la celda brutal del desarraigo, con toda la ausencia que hoy nos separa.


Este relato pertenece al libro todavía no publicado Lana hueca.