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Neblina

 


En las islas del Delta no teníamos recuerdo de semejante bruma desde hacía décadas pero esa mañana nos encontramos con que los árboles habían desaparecido detrás de una sábana almidonada. Hasta las flores de las plantas cubre suelos, tapadas por la pesadez de la niebla, simulaban sencillas pecas difusas. Los zapallos no mostraban las venas gordas de sus rizomas y las verduras estaban rígidas de angustia, ocultas por completo en el interior del velo opalino. 

Una vieja curandera, dueña de una de las taperas más antiguas, sin duda atemorizada, puso una mezcla de hierbas contra el maleficio sobre un puñado de brasas, en uno de los laterales del terreno, cerca de la orilla del arroyo, y la humareda blanca en vez de ayudar complicaba todo. 

Temerosos, los patrones de las lanchas destinadas a la pesca del pejerrey no salían a navegar por el río. Estaban asustados. No sería la primera vez que se estarían incendiando los pajonales de los campos. Para colmo a los pescadores se les escapaba la oportunidad de aprovechar el aviso de la creciente: el indicio que anunciaba la hora de salir a cosechar el producto del desove. Un desastre. 

Antonio llamó a Juana, su mujer, y ambos se asomaron al ventanal. Ella se tapó la boca y alzó con desmesura los párpados. Él fue a buscar la escopeta, sin duda pensando en espantar la neblina a tiros, aunque no bien avanzó dos pasos se dio cuenta de las complicaciones aportadas por el fenómeno: de tan densa, la nube rastrera le impedía ver sus propias botas y, por lo tanto, si seguía andando corría el riesgo de pisar alguna trampa de cazar comadrejas. 

Cuando quiso retroceder la cabaña se había ausentado, seguramente oculta por detrás de la blancura, y él quedó encerrado de cuerpo entero en medio de un calabozo de paredes lechosas. 

Pero no siempre las historias son tan sencillas de contar. 

La niebla recién se comenzó a disipar al tercer día con una lentitud exasperante dado el tamaño de nuestra ansiedad. Recuperamos el paisaje de a poco. La hilera de álamos se configuró en el primer bulto visible, fácil de reconocer por el temblor plateado de las hojas; después se hizo presente el grupo denso de ceibos; luego apareció un agujero azul en el cielo y el sol terminó de afilar el diseño de los contornos de todas las cosas, incluso los caranchos y los pájaros menores recuperaron el movimiento. Hasta las cotorras se animaron a volar.  

Mientras la opacidad se evaporaba con desgano y la luz se abrazaba a las ramas superiores de las palmeras, Juana, quien había dormido a medias dentro de la cabaña, se sobresaltó alarmada por el repentino esplendor diurno encaramado en el borde de la claraboya que iluminaba una de las esquinas del cuarto. Y saltó de la cama. Y abrió la puerta de entrada. Y entonces, a unos metros nomás, aparecieron las botas enterradas en el barro, pero sin Antonio adentro ni encima de ellas, abandonadas sin más, o quizás ocupadas por un fantasma invisible. El caso era que ni rastros de su esposo. 

Trató en vano de sostener el grito apretado mordiendo el pañuelo; con odio pateó varias veces, con los talones desnudos, sobre el entarimado de pino; refugió sus puños por debajo de los codos apretándose las costillas; apoyó con rabia la cadera contra el marco del portal y miró hacia el firmamento en busca de una seña sin encontrar nada de nada a pesar de que ya no persistía ni una secuela de la maldita neblina.

En ese preciso instante la naturaleza completa, surgida de la claridad matinal, entró en éxtasis: las hortensias viraron del violeta al rosa, fuera de sí, atontadas por el ascenso brusco del sol; dada la transparencia de sus alas no se sabía en cuál aire se sustentaban los colibríes; las colmenas zumbaban quietas a un costado del huerto; el murmullo del arroyo alimentado por el rocío de tantas noches cantaba la melodía de un nuevo despertar venturoso.

Pero Juana, en cambio, no dejaba de retorcerse los dedos, de pie en el umbral, preguntándose adónde habría ido su marido, vencida sin remedio por el agotamiento, permitiendo con resignación que las lágrimas resbalaran a lo largo del cuello, la blusa, el vestido, formando un charco en el cual se podría haber ahogado con toda naturalidad. 

Y a partir de ese momento, cada amanecer, sentada en el banco de lapacho o en la banqueta de algarrobo, en la galería cubierta por el alero de la cabaña, Juana hacía punto en su labor en compañía del recuerdo de Antonio mientras trenzaba una estera de mimbre o tejía un chaleco de lana con sus agujas de alpaca. 

Por momentos hablaba sola. Pensaba con los ojos cerrados. Recordaba. Movía la pava de un lado a otro de la mesa. Acomodaba un pliegue de la pollera. Se detenía, adentro, en un detalle de la cocina, o afuera, en cierta circunstancia de la brisa. Simulaba estar atenta a algo. O se abandonaba en una ausencia extraña. Por supuesto, parecía no tener urgencia. ¡Si tenía toda la vida por delante a fin de alivianar la espera! Alzaba la vista hacia el agujero del cielo por el cual se había fugado la niebla. Planeaba el regreso de su marido. Rezaba una plegaria. Se quejaba. Y de inmediato se arrepentía. Y así.

Donde el río transitaba con menos furia los trabajadores del junco, al enfardar, en el desaliento de la tarde, tarareaban la misma canción triste que solía silbar Antonio cuando salía a pescar con el bote. Entretanto, los robles de la costa parecían morir en el olvido, tremendamente sosegados, soportando el peso en sus propios postes, y los carpinchos, siguiendo la tradición repetitiva de los milenios, permanecían con el hocico por encima del agua, pasmados, como idiotas, mirando en silencio el estúpido pasar de la corriente suave del arroyo.


Este cuento, publicado en la revista digital "Nagari" (EE.UU., Miami, mensual, febrero-2024), pertenece al libro Fotos viejas.


Dorian



La línea del horizonte no dejaba de temblar por el calor y el sol ardía en su cebolla de oro fundido por encima de las ramas de las palmeras. Sin nubes, la atmósfera se volvía intolerante ante la proximidad de la estación de las lluvias. En cambio, adentro del cuarto, una lámina de aire fresco escapó por la espalda de los muebles apretados y declinó un poco acompañando la respiración de la casa. 

María se acomodó el cuello de la blusa y alzando los hombros terminó de atar su larga cabellera con una cinta azul y la enroscó en un rodete macizo por detrás de su cabeza. Lo hizo todo sin hablar, tal vez por moderación, con el erotismo perfecto del momento. Fue su modo de equilibrar la amenaza que presionaba desde arriba a las viviendas bajas del pueblo. Se cruzó de piernas y Juan fantaseó con la desnudez interior de los muslos ocultos debajo de la pollera de colores y, de inmediato, imaginó el calor intenso del pubis, la humedad, el íntimo roce del vello apretado contra la tela. 

Ese complejo de sensaciones lo remitió al fascinante sentido del tacto, casi dormido en el humo del gineceo límbico de la memoria. Al dar a luz, su madre había sido la primera en acariciar su piel, no bien él dejó en silencio el útero penetrando en el canal vaginal, aún unido a ella por la vena que lo alimentaba con la savia de la placenta. Y sintió, no sabría decir por qué, un poco de vergüenza, como si en el contacto carnal con ella hubiese cometido un pecado. 

Eso sintió, pero nunca se lo mencionó a María. 

Entre ellos los elementos de la intimidad eran parte de un misterio de felicidades inesperadas. Para los dos la vida cobraba plenitud, dondequiera que fuese, a partir del encuentro de sus cuerpos. Por ejemplo, se ponían de acuerdo y sugerían una excursión a pie por el contorno plateado de la bahía. Descendían la pendiente con calma, ahorrando energía en el balanceo de los brazos, transpirando menos en el trayecto —tres cuadras o a lo sumo cinco— hasta la ondulada convergencia de la costa, topándose con la desalineada rotonda de los mulatos, cuyo final estaba adornado por el colorido bochinche del Bar Cubano, con balcones de verjas coloniales y el piso superior pintado de color naranja, alquilado ahora por Lobster, el pescador de langostas. 

Se sentaban en el muelle a la orilla del mar a mirar la luna, a escuchar la música de los navegantes insomnes. Subían a los pontones negros a raspar las estrellas con las uñas. Hacían pozos y enterraban sus corazones en la arena de la playa, a medianoche, con la mera inocencia de desafiar la tenacidad de la labor cardiaca, para saber si esos corazones eran capaces de conservar el vínculo de los enamorados en la audaz aventura del juego de la eternidad. Se los arrancaban del pecho y aun palpitando los metían dentro de los agujeros. Al rato, a punto de quebrarse por la angustia del vacío, regresaban tristes a buscarlos. Y los recuperaban vivos, todavía latiendo sin torpeza, al inicio del alba.

Quien sabe María recuerde esa locura. Y la de aquella tarde en la cual ella se ofreció sin rodeos con sus muslos abiertos, en principio con prudencia, estricta en su ansiedad, y enseguida, ya liberada al placer, infundiendo tanta extensión a la entrega que quedó peligrosamente exhausta en la frescura del cuarto, al borde del agotamiento. Precisamente en ese segundo, después de tanto amor adolescente, ambos oyeron el rugido lejano y tuvieron la evidencia sombría de las primeras señales. Acaso Juan se preguntó intrigado acerca del último pensamiento anterior a ese instante, pero solo recordó retazos. Todo sucedió muy rápido. 

***

A primera hora de la mañana de ese mismo día, en el extremo opuesto del caserío, Lobster había pasado siete u ocho horas nadando, sumergiéndose, apresando langostas ocultas entre los corales del fondo marino, expulsando la última molécula de aire al alcanzar la superficie, en una ocupación intensa, casi mortificante, un ejercicio duro aun para los depredadores temerarios, o para los contrabandistas, quienes salían a navegar escondiéndose de la Policía Costera. 

Por cierto, el propio Lobster no logró advertir la desgracia en el lenguaje del mar porque él estaba completamente enfrascado en su actividad y, a decir verdad, las cosas ocurrían en el viento, en la atmósfera, arriba y fuera del alcance de sus capacidades náuticas.

Cuando emergió, nada más tomado de la borda, vio la negrura en el cielo. La temperatura había bajado drásticamente. Las yemas de los dedos se le habían arrugado por la permanencia en el agua salada y, debido a la presión de los hilos de la red, tenía marcas profundas en la espalda, las cuales guardaban cierta semejanza con las del lomo cuadriculado de las tortugas y eso le daba un aspecto increíble de reptil antropomorfo. Decidido a regresar, se subió al bote tan velozmente como pudo. Asustado, encendió el motor acelerando al máximo y, mientras navegaba, se vestía con una dificultad similar a la de quien huye ante un riesgo mayúsculo. 

Al llegar a la costa ató de mal modo la soga de amarre y salió corriendo a buscar refugio en su habitación, en el primer piso del Bar Cubano. El ojo del huracán apenas lo dejó entrar y le permitió esconderse tras la puerta y trabar la cerradura. Una ola imponente alzó en vilo a los barcos y al muelle, en un espiral en ascenso, junto con ramas y arena, velas y palos, y también se tragó los remos y la canasta colmada de langostas frescas.

El viento se coló silbando por debajo de las tejas del vecindario con una serie interminable de golpes de dientes enojados. Un diablo loco desportillaba cada una de las aberturas de las callecitas del golfo. El gigantesco torbellino comenzó a comerse toda la bahía. Las chapas, las maderas, el astillero, las boyas y las embarcaciones volaban sin destino previsible dentro del rulo gris del tornado. El Bar Cubano fue lo único en quedar intacto, a salvo del desquicio, en tanto Lobster miraba por la ventana cómo el remolino se alejaba arrasando a su paso todo lo que se le interponía. 

***

El miedo invadió la tarde de Juan y el amor de María. La casa, en la cual se encontraban atónitos, estaba a un centímetro de convertirse en un bocado sencillo a fin de satisfacer la voracidad de Dorian. Los muros de la vivienda se cargaron de escalofríos eléctricos, las ventanas se sacudieron, los cerrojos saltaron en un estrépito insoportable, los vidrios estallaron. En medio de la vorágine ninguno de los dos atinó a reaccionar. 

La habitación explotó, se partió en mil pedazos. La cama de flejes, el ropero, la cacerola de cobre, la lámpara de caireles y hasta las baldosas abandonaron su sitio con rapidez. Giraban. Flotaban. La velocidad de los objetos no se detuvo. El aire se puso oscuro y fúnebre. Imposible saber cuánto minutos duró el fenómeno. La calma tardó en completarse.

***

Un año más tarde, Lobster aseguró haber sido testigo del regreso de Juan, aquel atardecer melancólico, cuando el mes de junio ya estaba tocando la aldaba del litoral caribeño. Hamacándose en su silla de mimbre, sin afán de ser descubierto, con los talones apoyados sobre la baranda del balcón del Bar Cubano, no le sacó un ojo de encima al forastero. Por supuesto, nadie suele creer una palabra a los charlatanes, pero él insistía en los modos familiares con los cuales el resucitado se movía paseándose por la costa —sin duda una caricatura desvalida— e intentaba reproducir, con rédito, las posturas del desconocido y el rastro de la expresión atenuada por la cicatriz de su cara: un signo, probablemente, de la tragedia devastadora de Dorian.

Juan caminó por los cuatro costados del pueblo destruido, buscando quizás algún recuerdo de María entre los escombros. Rememoró los dedos ágiles de su enamorada elaborando con parsimonia el nudo de su cabello. Recordó el olor del cuarto y la sensación precisa de aquella tarde caliente agazapada fuera de la casa, anticipando el caos. Atravesó las diagonales, la plaza y la rotonda como si estuviera resolviendo un problema, empleando todas las veredas, las de lajas y las de adoquines, con paso corto, camuflando las pisadas en su propia sombra. 

Se retiró y regresó por la noche. Husmeó sin apuro los detalles del muelle reconstruido, recién pintado, con los pontones de madera, sin uso. Sentado en un bolardo para yates de gran eslora se quitó los zapatos y se arremangó los pantalones hasta las rodillas. Se tomó su tiempo, trabajó con cuidado. Parecía temer al dolor de los huesos rotos o a la sospecha del sangrado de las heridas en proceso de sanación, a menos de cinco meses de su salida del hospital. 

Se levantó rengueando y bajó a la playa, aplomado de todos modos, y se detuvo a escarbar en la arena con la punta del pie, apático, sin propósito aparente. Solo un alma perdida querría dar con el sitio en el cual los amantes vienen a enterrar sus corazones. Quién podría saber si ese hombre carente de luz especulaba con la idea de encontrar, antes de la llegada de la aurora, la huella de los pozos absurdos que solía excavar con María.

Con el cuerpo completo, Juan sintió el cosquilleo de la brisa nocturna. Mantenía la sagrada sensibilidad del tacto. Tal vez si se hubiese dado vuelta podría haber visto la postura impasible de Lobster, en el balcón del Bar Cubano, bajo la tranquila luz de la luna, en este tremendo espacio de silencio clandestino donde ni María ni su bendito corazón, lamentablemente, se dejaban ver por ninguna parte.


Este relato pertenece al libro Fotos viejas.

La lupa

 


El milagro más importante producido por el ingenio de mi padre había sido el globo aerostático de quemadores a keroseno, con la novedosa incorporación del movimiento de translación, accionado con el artilugio de pedales desmontado de la bicicleta del abuelo. Lo curioso fue haber logrado su propósito en el primer intento. 

Al principio parecía descabellado y los parientes, según me contó uno de mis tíos, estaban no solo desconcertados sino preocupados ya que, si el experimento en el cual estaba empecinado mi padre fracasaba y en esa aventura se le iba la vida, me dejaría huérfano y caería sobre las espaldas de mi hermana Luciana la responsabilidad del cuidado de mi madre y de mí, con un agravante: yo todavía no sabía disparar con la escopeta y Luciana, mayor que yo por apenas tres años, ya se encontraba bajo la influencia imperiosa de la madurez temprana, en claras condiciones de encandilar a cualquier hombre con su indudable hermosura. Y los peligros de esa condición ponían en riesgo la estabilidad de nuestra familia. 

El éxito de mi padre en el vuelo con el globo se manifestó no solamente en la altura y la distancia alcanzada sino en la habilidad y la eficacia mostrada en el aterrizaje. Pero tras la gloria sobrevino la desgracia debido al afán por animarse a aventuras mayores. La elaboración de ideas de avanzada lo condujo a enfrascarse en la confección de dibujos y diseños dignos de un ingeniero. Empeñado hasta la imprudencia, el tiempo reservado a su descanso escaseaba y su sistema nervioso alterado lo hundió en el insomnio, en medio del esfuerzo por ejecutar los planos de aparatos que desafiaban, con deliberada osadía, las leyes de la naturaleza. 

La obsesión lo atrapó, dejó de afeitarse y, de vez en cuando, Luciana y yo, nos vimos en la obligación de llevarlo a la fuerza y dejarlo bajo la ducha para que se bañase como Dios manda y, en algunas ocasiones, fue menester darle de comer en la boca contra su voluntad a fin de evitar la exagerada disminución de peso. Su lamentable estado de salud se comenzaba a notar en la ropa. Por debajo de la camisa se apreciaba el recorrido de los huesos del esqueleto, debía ajustarse con más frecuencia el cinturón, los pantalones arrastraban sus botamangas y los pies se le descalzaban de las botas a pesar de incrementar diariamente el ceñido de los cordones. 

Enmarañado en las cuestiones atinentes a la navegación aérea, no dejaba de interesarse por los fenómenos de la óptica y, fue él quien, una mañana cualquiera, colocó encima del banco de carpintero la lupa terminada de pulir después de un año entero de trabajo. 

Como última tarea había ensamblado la lente en un aro de chapa niquelado y la había puesto sobre dos cuñas de madera de pino a fin de darle estabilidad, de forma tal que yo, con mi metro cuarenta y cinco de altura, parado en puntas de pie, era capaz de ver, a través del disco magnífico, el ceibo plantado al otro lado del arroyo, con tanto aumento, que el ancho de una de las hojas del árbol ocupaba ya todo el diámetro del instrumento. Solo se debía contar con la colaboración de los pliegues del aire del verano, y mantener quieto el espacio, como si la atmósfera fuera parte constituyente de una transparencia gelatinosa. 

La soberbia lente fue el segundo milagro alcanzado por mi padre. Meses más tarde, mi madre, sin ninguna señal anticipada, perdió el juicio por completo: se le apagó la consciencia en una laguna de oscuridad; en silencio, vagaba por las habitaciones; dialogaba con un presumible interlocutor interno por medio de murmullos incomprensibles; de repente dejó de prestarnos atención; la extrañeza desbordaba en los matices de sus gestos y con la mirada extraviada se fue alejando de las cosas del mundo. 

De un día para otro, simplificó su existencia al mínimo, flotando en su propia nube, con el mate abrigado entre las alas de sus manos, declamando en voz baja su discurso suave, desentendiéndose de dar respuestas coherentes. 

A partir de ahí y hasta el cansancio, me empeñé en confidentes indagatorias. Comencé a hacerle preguntas, aun en la penumbra de la casa. Solos los dos, yo sostenía la ingenua esperanza de animarla, en ese ambiente íntimo, a confiar en mí, ya que cualquier historia clara que me contase la guardaría por siempre en mi corazón y no la compartiría con nadie. 

Desde entonces, aunque mi padre no lo daba a entender mediante palabras, pude percibir su tristeza por la enfermedad de mi madre, y con la llegada de ese sentimiento se acabaron los milagros de los cuales yo estaba seguro de que él era capaz. 

Los pájaros abandonaron el nido en la horqueta superior del ceibo, el arroyo se volvió lento en su tránsito, y los veranos se acortaron sensiblemente. 

Si fuese por olvidar, yo quisiera olvidar cada instante de cada uno de los minutos transcurridos durante el año siguiente. Mis padres murieron en el invierno, en el mismo día y por causas diferentes. Primero partió mi madre y mi padre la siguió, como si fuera una obligación divina o para simplificarnos las cosas en un solo velorio. Vaya uno a saber.

Pronto perdí las ganas de correr atropelladamente entre los mimbres y de avanzar en las indagaciones acerca del apareamiento de las nutrias. Mermó mi entusiasmo por descifrar la forma de las nubes y desatendí la voluntad de realizar las recorridas noctámbulas en busca de los escuerzos de ojos amarillos. 

Solo se incrementó en mí el interés por descubrir la razón del sobrado desarrollo de esos bultos en el pecho de Luciana, que tan secretamente le oprimían la blusa. Y ascendí en mi determinación por averiguar la causa por la cual aparecía, todos los meses, aquella misteriosa mancha de sangre en su ropa interior, de color granate oscuro, sobre la tela orlada con cinta de puntillas, cuando la prenda colgaba de la soga, recién lavada y sostenida apenas por los broches de plástico bajo el sol despiadado de las tardes de febrero.

La fachada de la cabaña en donde vivíamos y el embarcadero destinado al amarre del bote, daban al arroyo y, por detrás, más allá del gallinero y la pequeña huerta, la maleza se abría a un pulmón de los humedales despojado de árboles. Por allí los pocos habitantes de la isla trazaban, en intermitentes caminatas, senderos angostos entre la hierba escasa. 

Se trataba de un espacio común posible para ser usado por cualquiera y había sido el campo de operaciones de los innumerables experimentos de mi padre. Luego de su muerte pasó a formar parte del territorio de mis travesuras y en ese ámbito mis investigaciones diurnas y nocturnas se vieron potenciadas por mi creatividad.  

Luciana no guardaba ninguna predilección por los artilugios heredados de mi padre. Su principal disposición radicaba en confeccionar vestidos y lucirlos paseándose frente al espejo enmarcado en la puerta central del ropero. Disfrutaba de la seducción de las telas de seda fría, lino estampado, tafetán, organza y muselina. Ideaba modelos originales mirando las revistas de moda y, a partir de retazos comprados en la lancha carbonera de Mario, la espléndida Surubí, se ponía a coser blusas y polleras y las vendía en la feria de los artesanos, los domingos luminosos, en el Puerto de Tigre. Los peones de las islas le solían comprar esas prendas cuando ella las exhibía colocándolas sobre las hermosas ondulaciones de su cuerpo, las cuales se ponían en evidencia por el calibre de los piropos y las propuestas decentes y algo indecentes expresadas a media voz desde las ventanas del Bar de los Tenderos: por los pescadores del pejerrey, en invierno; por los trabajadores de la cosecha del junco, en verano. 

Por ese entonces, yo no llegaba a relacionar las exhibiciones de los coloridos atuendos de Luciana con la cada vez mayor afluencia de frutas, carnes y todo tipo de regalos comestibles y no comestibles acumulados, sin criterio racional aparente, en las alacenas y los armarios de la cabaña. 

Por esa época, en la casa no padecíamos ninguna necesidad material, al contrario, contábamos con una vida desahogada y estábamos lejos de cualquier apuro económico. Nuestro pasar era floreciente. Luciana parecía contenta ya que cantaba sin razones aparentes, aun si debía limpiar los pisos a deshoras, o lavar los platos con agua casi congelada en el fuentón galvanizado, o quitar los pelos de la caja de cartón grueso, donde dormía la gata. 

Cuando mis brazos tomaron un poco más de musculatura construí un pequeño carro de nogal con cuatro ruedas, coloqué la lupa encima y la llevé hasta la zona abierta del humedal. Con la finalidad de descubrir las guaridas de los carpinchos y las comadrejas regulé la posición del instrumento. Se veían enormes. 

Con la misma decisión de mi padre con vistas a encarar cada una de sus aventuras, sin duda debido a la genética heredada, sin sopesar consecuencias, o en tales y cuales peligros, solo con la convicción de que todo saldría de acuerdo a lo dictado por la capacidad de mi imaginación, me puse en cuclillas y, casi gateando, me introduje por dentro del aro reluciente atravesando el vidrio de la lente con una familiar facilidad. 

Ya del otro lado de la lupa, erguido, me consagré a andar entre las hierbas descomunales, esquivando las patas monstruosas de los grillos, atento al ensordecedor siseo de las culebras y con el norte puesto en el tronco gigantesco de una encina. 

Entonces, con mi convencimiento inquebrantable, tuve la seguridad de que, trepando, como una abeja en busca de polen, por las hendijas de la corteza de ese árbol, al fin de la jornada, llegaría a la cima de la copa para poder tocar la barriga de la luna y no bajaría de allí sin haber escuchado de boca de mi madre algunos de los cuentos fantásticos que solía leerme, antes de dormir, cuando yo todavía era un mocoso.


Este cuento pertenece al libro Fotos viejas.

Fotos viejas

 

Atrapados por las circunstancias, los personajes de estos cuentos buscan el escape por alguna hendija de la existencia: un hombre regresa empujado por la bruma a la ciudad de los muertos; un pescador de langostas hurga en las entrañas de un buque abandonado; un niño atraviesa una lupa gigante para tocar la luna; un tullido vuelve a buscar el corazón de su novia enterrado en la playa; una mujer se obsesiona en la recuperación del amor cayendo en el desquicio. Cualquiera de ellos buscará eludir, a su modo, la rotura de un vínculo profundo. Se aferrará a la vida como sea. Un cementerio, el mar, los arroyos del Delta, la soledad de una tarde lluviosa, todos son escenarios propicios a fin de dar marco a la salvación de los protagonistas, quienes harán frente a sus desventuras escudados detrás de la oposición, el cálculo, la inocencia, la fantasía, la locura, y darán batalla al dolor, en la medida de lo posible, hasta que no duela.


Sinopsis del libro Fotos viejas.

Saberes



Aquellos hombres habían sido los elegidos por el monarca a fin de reseñar la cuestión de la vida humana en los libros del monasterio. Incluso el origen del mundo fue plasmado allí como una valiosa flor de oro. Lo expuesto en aquella velada, ante los ojos y oídos de esos sabios y escribientes designados por el rey, fue escrito con la minuciosidad de quienes intuyen algo magnífico. 

Los magos convocados al notable alegato relataron los trucos y dieron las descripciones precisas de los artilugios intelectuales puestos en práctica en sus investigaciones. Y enumeraron, además, las verdades originales develadas y las explicaron una a una: el movimiento de los astros, la germinación de las flores, el sesgado don de la fertilidad otorgado a la mujer, la gestación, la furia de los volcanes, la agitación del mar, el sentido de la moral, el bien y el mal, el poder, la sanación, la muerte, y hasta el prodigio por el cual se sustentan las aves en el cielo sin caerse.

Las respuestas a los interrogantes de la humanidad desplegadas a lo largo de los siglos fueron plasmadas en los papiros. Las escrituras se conservaron ocultas en las criptas. Cuando llegaron los bárbaros, las exhumaron, pudieron descifrar los signos, y la pasión por la lectura atrapó para siempre a todas las razas que poblaban la Tierra.


Este relato pertenece al libro Fotos viejas.

Sol de otoño



Ayer te vi en un sueño. Yo recién te conocía y te regalaba una corona de estrellas.

Tales sueños me deslumbran con semejantes esplendores y luego, al despertar, me quitan el aire y me dejan desnudo en la mentira. El tiempo te vistió de ausencia y nunca regresaste.

Por eso hoy el sol de otoño está tan lejos. 

A través del vidrio observo su ojo ambarino casi oculto por la grisura de las nubes sobre el fondo celeste del cielo. Es un sol melancólico de mueca tibia que se agota, al borde de las gotas de hielo, en los troncos pelados de los plátanos. 

Y eso agrava mi pesar, María.

Ni qué decir del desamparo de las hojas amarillas suspendidas de los tallos, como murciélagos pajizos, cabeza abajo, que terminan desgajadas por el tironeo de la gravedad.

Caen silenciosamente, cargadas por el peso del agua de la bendita llovizna de toda esta semana. 

Si tuviese lágrimas debajo de los párpados las dejaría deslizar del mismo modo por los surcos secos de mis arrugas. 

Pero a esas lágrimas ya no las tengo, María. 

En cambio, el blando resbalar de la caída de esas hojas caducas lo suplanto con silencio, el silencio de quien apenas soporta la lejanía de tu momento ausente, de quien por eso hunde el alma en el dolor de los desprendimientos otoñales. 

Si donde estás se pueden recoger flores no te olvides de arrojarlas en mis sueños.

Aunque estén marchitas. No te preocupes, es lo de menos. 

Si hay una sola, tampoco importa.

Igual la espero.


Este relato pertenece al libro Fotos viejas.

Agua de plata




Oí un quejido. Los tirantes del techo se habían arqueado. Parecía que Dios les había puesto un pie encima. No quise despertarte, salí de la casa y subí por la escalera, peldaño a peldaño, María. Y la vi. Sobre el tejado de zinc estaba dormida la luna llena.

Era enorme.

Parado en las ondulaciones del tinglado me sentí poderoso. Me distraje un momento, miré hacia el terreno del fondo y escuché las voces de los grillos entre los juncos. El calor de enero era insoportable.

Me acerqué y toqué la luna. 

La superficie blanca tenía moretones grises y se me enfriaron los dedos en el agua de plata. En el patio vi un juguete roto, una maceta sin flores y una rueda de bicicleta oxidada. Tuve ganas de huir.
 
En ese instante algo misterioso debió haber sucedido porque el disco de ceniza ascendió. 

No quise dejarte, María, y, sin embargo, me aferré y me dejé llevar sin pensar en nada. En un rato, yo y la luna, desaparecimos detrás de las copas de los árboles. Las ramas de las acacias sostenían las hojas desplegadas en el follaje denso. Fue fácil escondernos aprovechando la serena complicidad de las sombras.

Ahora me siento inmortal en la noche interminable. No sé si esto está bien. Estoy confundido.

Debe ser la pobreza, María.



Este relato, publicado en la revista literaria "Vestigium" (MEDIUM, mayo 2020) pertenece al libro Fotos viejas.

El Puente de Piedra



Patricia, a pesar de la gravedad de las cosas, no se puso triste.

Se sentó en el hueco que daba a las azoteas. Todo estaba quieto y silencioso, hasta el viento había cerrado la boca.

Las aves daban bofetones con sus alas torpes, las plumas no las sostenían, irremediablemente caían desde cielo a dar contra el empedrado. Los gorriones amanecían secos, duros, como si el óxido hubiese soldado sus patas a las ramas de los nogales.

Ella no hizo caso a los ojos ruines del brujo de las fatalidades.

Tal y como había hecho hasta ahora, se dejó llevar por su inmensa pasión por los libros, abrió el que tenía en sus manos, aspiró el escaso oxígeno que había entre tanta angustia colectiva, y en voz alta leyó el relato mágico a quien lo pudiese oír.

El cuento rodó por el callejón dormido, entró en la plaza desierta, sonó a cascabeles por la despoblada orilla del Ebro y se fue a dormir debajo de los arcos húmedos del Puente de Piedra.

Y ahí se quedó.

Detenido.

Al acecho.

La dulce voz de Patricia y ese cuento, ese cuento manso, inolvidable y certero, es lo que solemos recordar con meridiana alegría, luego del agobio de tantos funerales.



Este relato publicado en la revista literaria "Nüzine" (MEDIUM, mzo. 2020) pertenece al libro Fotos viejas.

La semilla mágica



Ella estaba radiante aquella mañana, con la felicidad bañándole la piel, iluminada de plenitud, esplendente de soles, sobresaltada, ansiosa por compartir la dicha que traía consigo. 

No bien estuvo frente a mí se puso en puntas de pie y me habló al oído como develando un secreto. La noticia no pudo esperar y se le cayó de los labios de un tirón. Me dijo que íbamos a tener un bebé. 

Entonces, en aquel instante preciso, debo haber mostrado una reacción inesperada. La sorpresa me impidió el movimiento muscular y me soldó todas las vértebras de la columna. El aire no entraba ni salía de mis pulmones.

Mi silencio duró un tiempo demasiado prolongado. Una eternidad, se diría.

—¿Qué te pasa? —preguntó.

La miré sin decir nada. Yo todavía era muy joven y no conocía aún el peligro de quedar callado ante una mujer tan impetuosa como ella, ante tamaña pregunta. 

Y se fastidió. 

Apretó la mandíbula y me dio vuelta la cara de una cachetada. Y tuvo razón. Aunque para mí fue algo inesperado, me lo merecía. Aun así, no reaccioné, y la demora fue peor, debería haber intentado siquiera un balbuceo, pero no pude articular ninguna frase, no fui cariñoso cuando ella más lo necesitaba. 
Y se sintió profundamente herida. 

Sus dedos habían marcado mi mejilla y no bien lo advirtió se llevó las manos al rostro, tapándose la boca. 

Quizás ella había alcanzado un límite, o la desmesura distante entre la alegría y la ofensa, o el impulso de la necesidad de un desagravio. La semilla mágica cobijada en el interior de su útero era demasiado nuestra y mi actitud controvertida la alteró. 

No me lo dijo, pero quizás en mi rostro serio habrá visto cobardía en lugar del susto tremendo en medio del cual me encontraba.

En ese momento no comprendí el tamaño emocional de la novedad. Aturdido, no atinaba a desatar el nudo de mi estómago, el aliento no me ayudaba y seguramente estaba pálido. 

Por las dudas la abracé. Yo conocía su carácter y ella seguro habrá adivinado el tamaño de mi miedo porque pasó un brazo por mi cintura y recostó su cabeza contra mi hombro. 

Con la mano libre se tocó la panza. 

Aunque en ese momento no pude ver sus ojos, imaginé que en su mirada se formaba un sueño de futuro para quien deberíamos elegir un nombre. 

Y la apreté más fuerte. 

Y ella también.



Este relato, publicado en la revista literaria "Vestigium" (MEDIUM, jul. 2019) pertenece al libro Fotos viejas.

Agujas de sal




Era noche de luna y la superficie del lago estaba tensa como la piel de las ciruelas, parecía un mar redondo, una pupila recostada al sereno, y más allá por algún lugar secreto de los bordes, los arroyos exhaustos, con el paladar seco, llegaban desde los campos trillados al sumidero triste, casi en voz baja, con la sencillez de su gorgoteo tímido, modesto, introvertido. 

La brisa soplaba hacia alguna parte y el aire vibró abrazado a las ramas de los árboles. Los tallos inquietos cimbraron, y luego, se pusieron firmes en tanto momias obedientes en formación militar paralela a la costa, hasta que las osamentas blancas terminaron de silenciarse en los nudos de los sarmientos.

Entonces, los granos de sal de la playa, helados, filosos, lastimaron las patas súbitas, lineales, entecas, magras, de los flamencos, quienes exudando gotas de sangre debieron meterse rápidamente en la laguna. 

Recuerdo, María, que bajamos juntos a mirar la quietud del agua. Las frases del silencio deambularon por vaya a saber qué laberintos de tu fatiga sin encontrar la palabra justa, precisa y adecuada, sin definirse en sonidos, ni siquiera un balbuceo bordando el escote de tus labios mudos. Seguro no te entendí y por eso te imploré, te rogué, te supliqué, por un resquicio de calor que me tocara el corazón con el dedo de la ternura, pero tu alma permanecía congelada desde los días ajados por anteriores desencuentros. 

Los peces de la laguna estaban dormidos en el limo oscuro del fondo, o escondidos entre los corales, muertos de miedo por el dolor que vinimos a traer a la orilla. 

En la colina suave, al otro lado, donde un grupo de frutales aguardaba la llegada del amanecer, un durazno se estrelló contra el piso partiéndose en mil pedazos y el carozo rodó hasta encontrarse con los cascotes del sendero. Un zorro, al oír el ruido, se escapó a través de los pajonales. Una estrella se moría en el cielo, agonizaba perdiendo el brillo, era una sensación terrible. 

Yo, a pesar de todo, podía ser un idiota capaz de enamorarme y todavía soñaba la vida en los versos de un poema. En cambio, tu alma se secaba, irremediablemente, como la savia de esos troncos petrificados, corroídos por la sal. La astilla de la desconfianza aún te lastimaba mucho y deseabas mantenerte lejos de los engaños de la soberana tontería de la seducción. Para vos el amor había sido una maldita confusión solo eficaz a fin de cancelarte las lágrimas. 

En silencio observamos el trabajo del agua: la baba de espuma iba y venía, la caricia húmeda raspaba la grava salina de la playa. Oímos el zarandeo de los juncos y el salto apresurado de las ranas temerosas y, recién nacido, el canto escandaloso de los grillos sobre la pelusa verde de la loma. 

Un mundo se atrevía a cantar en la respiración del aire y no alcanzaba. Éramos dos dolores diferentes esperando no sé qué señales bajo el cielo estrellado. 

Y no llegaba ninguna, María.

Una pena.



Este relato, publicado en la revista literaria "Vestigium" (MEDIUM, jun. 2019) pertenece al libro Fotos viejas.