Vestigium




Uno escribe todo el tiempo. Se empeña en una labor que en algo se parece a una disputa consigo mismo en el afán de dar con la idea, luego con la frase que contenga las palabras adecuadas y después con el párrafo que la perfeccione. Y cuando ha llegado al final de la consecución de lo que considera completo, descansa un poco, y al fin, coloca todo su entusiasmo en devanar la madeja amorfa y, con el poco talento que posee, se apresta a pulir con la ayuda de los elementos de la gramática, lanzándose al abordaje definitivo para que el escrito adquiera cierta belleza y pueda trasmitir cierto sentimiento. 

Un día, el equipo editorial de Vestigium, una de las revistas en español de la inmensa plataforma digital de Medium, le dice que desea publicar una sinopsis de su perfil. Y uno, que se ve tocado en la emoción, siente que algo de su trabajo ha trascendido, que todas aquellas horas de cavilaciones en soledad no han sido en vano, y entonces no puede menos que agradecer, y lo hace así, escribiendo esto, que es su forma de retribuir el afecto que ha recibido.



Para ver la sinopsis hacer clic aquí.

El suburbio de los huesos




La totalidad de lo que conservo en mi vida es el pasado, una vorágine, multitud de migajas desprovistas de volumen y espesor. De vez en cuando los recuerdos aparecen como destellos aleatorios, sin la intervención de la voluntad.
 
Todo parece suceder dentro de mi cabeza. 

No estoy seguro, pero imagino una mancha gigante escondida que, aunque no se presenta con claridad dispara mis emociones y me lleva a actos inconcebibles.

En ocasiones temo verla crecer desmesurada, expulsando mi alma al cautiverio de los locos sin yo disponer entonces de una conciencia frágil a fin de percibir la delicia de tu compañía.

Hagamos algo antes que pase esto.

Por acá, donde los sucesos transcurren, dejemos nuestros huesos en soledad para que recorran el camino tan temido hacia la fosa. No escuchemos el llanto y no miremos el luto. No lamentemos los funerales y no entremos a los cementerios. 

Por allá, donde el Tiempo está quieto y la eternidad nos protege, cavemos un hueco en la arena y enterremos juntos nuestros corazones. En aquel suburbio seremos náufragos de estrellas y permaneceremos indefinidamente en nuestro hermoso sueño interminable.



Este relato fue publicado en la revista literaria Vestigium (MEDIUM, oct. 2019).

Cielo Rojo


José está preso desde que se le incendió el rancho. Su vida está confinada entre tres muros y la reja inviolable de una celda. El techo y el piso de cemento clausuran su encierro como un féretro de piedra. Al fondo hay una abertura cuadrada que filtra un prisma de luz entre seis barrotes cruzados, negros y torcidos.

Trata de pensar por qué está aquí y rememora. La pobreza lo fue empujando de a poco a vivir al borde del arroyo, donde no llega la mano de los ángeles. 

Aquella noche de invierno no tenía plata para la garrafa, y el frío dolía tanto que encendió el brasero. Tal vez lo puso demasiado cerca de la cama. María se lo pidió. El carbón encendido empezó a morder la punta de las cobijas, siguió con el ropero, hasta que el aire se puso rojo por encima de las chapas del techo. 

Qué difícil es conciliar el sueño cuando recuerda la sirena de los bomberos, el cuerpo calcinado de su mujer, la pelea de esos hombres, gladiadores combatiendo las lenguas de fuego, luego el derrumbe de la vivienda y todo ardiendo a su alrededor como un infierno de trapos, latas y explosiones. 

Esa fue la última escena que vio antes de perder el sentido. Lo que sigue en su memoria es el traslado esposado hacia la comisaría. 

En el medio hay un hueco que tiembla y a veces aparecen imágenes borrosas, en medio de la confusión, con toda la gente del barrio en la calle, observando el drama. A veces brotan los gritos, como los del gallego parado frente al baldío de al lado, donde se juntan algunas vagabundas a dormir sobre colchones mugrientos y él les dice «mujerzuelas» y les echa la culpa de la tragedia.

En la villa, acorralada entre la vía muerta y el arroyo contaminado, las cosas son así, hasta la luna es triste. Por eso José no quiso que María tuviera hijos. «Es mejor», le decía. El cielo que nombra el cura párroco no es el que está aquí arriba, está en otro lugar que no conocemos.



Este cuento pertenece al libro Cielo rojo.