Una noche fría



No existe la metáfora perfecta para contar la historia triste de Ramón. Tal vez sería adecuado pensar que es un poco pájaro y, dado que las aves no poseen alma, asumir que un hada invisible, mediante el embrujo adecuado, ha puesto lo necesario, de manera que su interior se agite con la magia de los sentimientos y las emociones.

Hace dos meses que lo desalojaron de la pensión junto con varias familias que vivían allí por falta de pago. Y bueno, es que su jubilación no le alcanza para todo lo que tiene que pagar: medicación, alquiler, alimento. Este fue el inicio de su tragedia. Un manotazo feroz llegó desde lo alto a desbarrancarlo, a expulsarlo de su humilde paraíso de cuatro paredes descascaradas. Un nido pobre, pero que le daba cobijo. No pudo defenderse de las leyes despiadadas del poder terrenal, que envió a los peores esbirros con el fin de hacer una tarea tan atroz. No saben estos, ni siquiera imaginan, acaso, qué siente un anciano cuando lo expulsan, lo separan, le infligen la condena de la indigencia.

Debía casi un año de alquiler, fue lo primero que dejó de pagar. Llegaron varias intimaciones del dueño de la vivienda, pero como eran muchos los deudores, un día vino la policía y lo expulsaron, junto con los demás: apenas le dieron tiempo para recoger sus cosas. Sintió el desamparo en el plumaje húmedo de su ropa. La soledad lo abarcó por dentro como una enfermedad terminal, una bofetada lo había arrojado al vacío. La calle se convirtió en un ámbito siniestro que no abrigaba su corazón fatigado. Le habían aplastado la dignidad, la suela del oprobio lo había pisado como si fuese un delincuente. La angustia y la congoja le ensombrecieron la cara y el espíritu. Comenzó así su decadencia. Como una paloma con las alas quebradas, su cuerpito leve, en la tempestad, fue sacudido por los vientos feroces que lo golpearon una y otra vez, con furia, contra las paredes de la ciudad, hasta dejarlo moribundo.

Dejó de comprar los remedios y más tarde empezó a racionar la comida. Le alcanzaba para llegar a mitad de mes y, entonces, inevitablemente, después se quedaba sin comer. La indigencia avanzó sumando penurias, arrasó todo vestigio de cobijo. El hambre comenzó a hacer su trabajo secando sus tripas, devastó su ánimo. El ruiseñor que anidaba en su pecho acalló su canto triste, se fue encorvando por el castigo. De la voracidad del invierno obtuvo solo cenizas que lo congelaron por dentro y le pintaron el rostro con sombras furibundas.
 
Ramón, ahora, camina despacio, está anocheciendo. Hay cosas que ya no le preocupan. Se acerca a un tacho de basura y revuelve. Busca algo para comer, cualquier cosa le vendría bien. Poco es el alimento que necesita su cuerpo leve como el de un jilguero, pero ni tan solo ese mínimo consigue. Escarba con sus uñas negras, entre los vericuetos de la intemperie, y nada.

Tiene una botamanga del pantalón rasgada que arrastra como un trapo sucio pegado al zapato, tal como una mascota que lo sigue, como un retazo que acompaña a su amo no importa adónde vaya.

Al segundo día de quedar en la calle consiguió un pedazo de gomaespuma y algunos trozos de frazadas descoloridas. En un changuito de alambre sin ruedas guarda los cacharros que salvó de la pieza donde vivía. Lo tiene en la vereda del edificio de la esquina. La ochava es su guarida y le provee un techo más clemente, que lo protege del cielo encapotado, por el cual se desplaza un grupo de nubes oscuras amenazando tormenta.
Se detiene, está cansado, apoya el hombro en el tronco de un árbol. Mira hacia arriba observando la claridad naranja que se desvanece detrás de la cúpula brillante de la basílica. Ya está oscureciendo. Las ramas rugosas parecen huesos largos de un esqueleto que araña la piel del aire húmedo del crepúsculo. Baja la cabeza y sigue su camino. Ni siquiera es capaz de hilar un pensamiento a fin de expresar el dolor supremo que le consume su existencia mínima, desgraciada y trágica.

Como hace más de un mes que no se baña tiene un olor nauseabundo que le produce picazón en las fosas nasales. Pero también se acostumbró a esto, como a los dolores del reuma, porque no posee remedios que lo alivien. Falta mucho todavía para el día de cobro de su sueldo magro, y se pregunta si va a sobrevivir hasta ese momento. Piensa que tal vez por su aspecto no lo dejen entrar al banco. Ha pisado el último escalón de la dignidad, le dará vergüenza presentarse así, pero necesita ir de todos modos, aunque lo rechacen. Percibe algo parecido a un ave que lo acecha, de plumas renegridas, que se eleva como un buitre, y en lo alto, gira en círculos sobre él, adivinando la carroña.

Mendiga, pero solo obtiene unas monedas.
 
Sus ojos blanqueados de cataratas ya no expresan nada, no habla para conmover al transeúnte. Extiende la mano pidiendo un gesto de atención, su corazón es un trozo de hielo que en cualquier momento se va a quebrar. Tiene, como los gorriones de Buenos Aires, el plumaje marrón sucio. Apenas logra balbucear alguna frase con su voz desfalleciente, en una melodía ronca de su canto deslucido, y a pesar del empeño que pone, no logra que la música llegue a los oídos de los cuerpos apurados que pasan a su lado, esquivando su presencia.

Durante estas últimas tres semanas fue al comedor comunitario, pero no tuvo suerte, le dicen que no alcanza para todos los que vienen. Y hay abuelos y madres que también van a buscar lo mismo, y prefiere ser él quien se quede sin nada en la mano, y regresa, entonces, con el plato vacío y un candado en el abdomen que cada vez le resulta más pesado. Cavila, remueve en su memoria, no comprende su delito, ha trabajado toda la vida, no entiende su calvario, no ve con claridad, aún, la cara del príncipe que ha decido el hambre que padece, que lo debilita, que lo mata.
 
Hoy está más débil que otros días, por eso quiere alcanzar la esquina y tirarse en el colchón, no se siente con fuerzas para caminar. Hoy la tristeza y la desesperación le han bloqueado la voluntad. Ya no puede discernir si es el miedo el que lo acosa. Algo parecido a un bloque de cemento le aplasta la espalda. Tiene el corazón espléndido, como el de un zorzal joven de pecho anaranjado, pero su latido merma, vencido, más lento y, además, presagia que el vuelo de la esperanza se le va apagando, queda olvidado en su memoria el modo de ascender con el pensamiento, por las corrientes de aire, para zambullirse entre el follaje de los árboles.

Se agacha despacio, por el reuma. No sabe si le duelen más las articulaciones de los huesos que las del alma. Advierte que su estómago está cuarteado. Acomoda un poco los trapos y se queda sentado con la espalda apoyada en la pared. No hay gente que pase por la calle. Ya oscureció y medita en silencio. No tiene familia, nadie en quién pensar. A los setenta y ocho años le parece que todo en su vida sucedió hace mucho tiempo y en un lugar muy lejano que aquí no reconoce.
 
Ahora, con el cerebro afiebrado por el hambre, sueña que es un ave. Se siente un benteveo, orgulloso de su cuerpo amarillo brillante, con la cabeza blanca como sus cabellos, que añora la tibieza de su nido. Quizás, de una vez por todas, lo que quiere es terminar con esto, y en realidad, su sustancia simple solo aspira al abrigo de una fosa oscura contra el muro del cementerio.

Y en esta reflexión acerca de su límite vital, se pregunta también cómo ha llegado a este lugar, por qué designio celestial o terrenal. Y esboza mentalmente un resumen, el balance de los recuerdos más importantes, los que más añora, los que más le duelen. Cabecea un poco y, lento, en silencio, se va quedando dormido. Hace mucho frío esta noche, pero ya no le quedan fuerzas ni para tiritar. Y es aquí donde la metáfora estalla, porque las aves no sufren el frío. Lo que sucede, simplemente, es que los pájaros que Ramón encarna no tienen plumas que lo abriguen. Se toca el pecho de mármol, no hay brasas encendidas, todo él parece una catedral sin ventanas en la cima nevada de una montaña.

Siente que se le moja el pantalón con una traza de líquido tibio que emana por debajo de su vientre. Es la incontinencia, pero no le importa sumar un olor más a los que tiene. En lo último que piensa, antes de que lo atrape el sueño que le pesa en los párpados, es en su madre. Cuando está por abandonar sus ojos al descanso, el universo se agrieta, un par enorme de alas negras se hacen presentes ante su figura absurda, se abren gigantes como el mar, han venido hasta aquí para cobijarlo para siempre. 

En esta posición lo encuentran a la mañana siguiente, parece un canario que estuviera dormido, pero no lo pueden despertar. El médico mira, ausculta y, por último, da la orden de subirlo a la ambulancia, en medio de las caras serias de los vecinos. La brisa susurra en las hojas de los árboles una aserción insidiosa: los dioses que transitan los salones de los palacios han decidido, entre firmas, actas y protocolos, la sentencia brutal de esta muerte inocente, un espíritu que se ha ido sin comprender cuáles son los fundamentos de su condena.
Ya es de día cuando pasa el camión recolector. Los brazos robustos de los muchachos recogen los trapos, el jergón mugriento, el changuito descolado. Tiran todo dentro de la caja trasera y uno de ellos aprieta el botón del pistón hidráulico para que queden prensados con el resto de la basura. 

Luego el camión arranca y sigue su recorrido. 

Al rato caen del cielo pequeños plumones blancos. Y un poco más tarde, sin que nadie lo advierta, la brisa helada forma un remolino y esparce las plumas que se pierden para siempre en el aire gélido de la mañana.



Este cuento, publicado en la revista literaria "En sentido figurado" (Mar-abr- 2020, año 13, número 3, página 79) pertenece al libro Escarcha.



Una hoja sobre el piso




Hacia el frente veo un paisaje azul. Se trata de u
n desorden de olas breves que apenas espuman sus grises en la orilla esmeralda de la laguna. No hay árboles. Giro hacia mis espaldas y todo se reduce a un desierto que finaliza en un horizonte rojo. 

Por encima de las nubes, dentro de una línea gruesa de oscuridad infinita, mi fe percibe otra tierra sin límites. Todavía no sé adónde empieza ese territorio ni dónde termina, no sé si es cielo o infierno. No sé si por aquí habitan ángeles o espíritus ni si son ellos quienes andan desesperados entre las llamas. Por ahora solo atinan a agitar delicadamente el interior de mi silencio y mi soledad, como ese tipo de perspectivas serias que la vida no me permitía eludir cuando estaba vivo.

Antes de atravesar el límite, en ese instante fatal en el cual me sorprendió la muerte, atrapé una foto tuya en mi puño y la traje conmigo, aunque acá de poco sirve. Podría devolverla arrojándola. Quizás la recibas de súbito dentro de tu pupila o se pose encima de las arterias de tu corazón. No sé si vale la pena correr el riesgo de enviarte una señal tan extraña.

El dolor ha cesado y el movimiento de los recuerdos es incesante. Tal vez no lo creas pero es sencillo meditar en el páramo en el cual me encuentro. Nada más mirar aquella estrella solitaria hundida en el azul negro y la rutina se esfuma y se olvidan los sucesos cotidianos. Sin embargo, desde acá aún es fácil la contemplación del mundo de los mortales, incluso en sus detalles menores: el dibujo delicado de tus labios bajo la luz de la lámpara; el contorno ajustado de la blusa negra sobre tu espalda al descubierto.
 
Quizás a vos te pasaría lo mismo si estuvieras acá. No es necesario que traigas los enormes tomos incunables de la preceptiva literaria sino las voces intangibles de la literatura simple e infantil. Nadie asegura que a este sitio lleguen las cosas materiales. De proponértelo podrías recordar la voz de almíbar de tu abuela leyéndote tus libros de cuentos, antes de dormir, cuando eras niña.

Sentada en la silla podrás ver mi cuerpo entero, acostado en esa rústica cama de hospital esperando el desenlace, pero, sin embargo, mi alma ya no está allí con vos. 

No dudes del sonido que escuchaste. Desde aquí arriba te acabo de enviar un susurro, una señal de aviso, algo similar al ruido de una hoja al caer sobre el piso de la sala de paredes blancas, cerca de la silla en la cual estás sentada. No mires así, con temor. He sido yo. Si te acercás un poco más podrás comprobar que ya no respiro. Por favor, no deseo tu tristeza. Por sobre todas las cosas, no le des paso a la lágrima.



Este relato fue publicado en la revista literaria Vestigium (MEDIUM, dic. 2019).


Los tres puntos de la eternidad



Un día me muero.

Lo primero que siento es la extrañeza de haber perdido la solidez y el peso de la materia del cuerpo. No veo féretro ni sepulcro.

María, empiezo a sentir tu ausencia.

No estoy acostumbrado a esta liviandad y albergo solo recuerdos mínimos. El pasado se contrae, vacila y se libera de las ataduras impuestas por la rigidez del tiempo. La memoria se torna amorfa como un fluido sin recipiente de modo tal que se convierte en una pequeña bruma de inmediatez. 

Ya no parece inmutable y eso me da miedo. 

Sumergido en la duda pienso que tal vez mi existencia pueda ser revisada lo cual me lleva a una inestabilidad emocional insoportable. No quiero que ni la ternura de tu compañía ni la tersura de tus hombros desnudos se disipen abandonados en la oscuridad del olvido.
 
María, vos sos parte de mi pasado. 

No quiero perderte.

Además, el presente adelgaza su acontecer hasta anularse. Me expulsa hacia el futuro en esta novedosa manera de ser y siento el vértigo en medio de semejante incertidumbre. Me doy cuenta de que no puedo siquiera manejar con meridiana soltura la velocidad de las emociones. 

Y también me faltan las palabras. 

No puedo decirte aquellas frases insensatas que tanto me gustaba, como, por ejemplo: «anoche soñé angustiado porque te acercabas demasiado al sol sin que yo pudiera evitarlo» o, «cuando estoy con vos el cielo y el río son tan parecidos que no sabría decirte si estoy cabeza abajo».

Un día me muero y me pasa esto, María. 

Y al menos, por ahora, es inevitable.



Este relato fue publicado en la revista literaria Vestigium (MEDIUM, n
ov. 2019).