El óxido de las hojas

 


Durante los últimos días el cordón de la vereda y parte de la calle estuvieron cubiertos por las hojas marchitas del plátano. Es un árbol viejo, todos los años desprende hojas de cinco puntas, amarillas, ocres, a lo sumo marrón claro, tirando a canela. Todavía siguen cayendo algunas de color rojo, un color insólito. Estamos a fines de mayo y se supone que las ramas ya deberían estar peladas. Sin embargo, este año se está comportando de un modo extraño. 

En esto estaba pensando Ulises cuando en un sobresalto oyó gritos. Llegaban nítidos: un hombre y una mujer discutían. Apenas se elevó el escándalo, en el departamento de al lado, apagó todas las luces del suyo y se dirigió al dormitorio por donde con estridencia se metía esa furia generada en la zona posterior, pues la vivienda de la vecina y la suya están enfrentadas, separadas por el pozo de aire del edificio, a diez metros una de otra.

A oscuras, por lo tanto, se arrimó al costado de la ventana de la pieza. En medio de la noche no lo podrían ver. Escuchó los insultos desaforados de él y los alaridos de ella y por curiosidad quiso entender los motivos de la riña, pero sin asomarse. Prefería no ponerse en evidencia ante esa inquilina tan complicada con la cual había mantenido ciertas rispideces durante las reuniones de consorcio. 

Se arrodilló en el piso y, agachado, se deslizó oculto por las sombras. Con los cortinados descorridos y los paneles vidriados del ventanal de su cuarto abiertos de par en par, pudo ver, afuera y en lo alto, un pedazo de luna recortada en el fondo del cielo, y adentro, en la penumbra, un rectángulo opaco en la pared opuesta, camuflado detrás de la cama. Con seguridad la vecina también tenía las cortinas abiertas y de allí venía ese reflejo pálido.

Por disimulo no se levantó. De hacerlo, dada la proximidad, hubiera visto la escena con nitidez. Sin duda vaciló entre la atracción por lo morboso y el temor a ser descubierto, pero lo ganó la vergüenza de ser sorprendido en la ridícula posición de quien espía. Por eso usó otra estrategia. Fue hacia el baño, trajo un diminuto espejo de colgar y se acomodó en el mismo sitio. Entonces, sentado y con la espalda apoyada en la pared, debajo del alfeizar, lo alzó con cautela por encima del marco inferior de la abertura. De este modo permanecería encubierto. Ninguno de los dos podría advertir que él los observaba. Y menos aún, extraviados, en medio de la discusión: una pelea feroz de una violencia inusitada.

Se mantuvo quieto. De repente, un ruido desconocido lo llevó a contener la respiración. Orientó mejor el espejo. La cabellera de la vecina, larga hasta la cintura, se movió como si una ráfaga de viento la hubiese tomado por sorpresa: el dorso de la mujer impactó de lleno en la amplia reja de la ventana. El sacudón había sido violento. El sonido seco del choque de la cabeza contra las barras de hierro forjado parecía indicar la rotura de algún hueso del cráneo. El torso se volcó de costado, sobre un mueble, dejando expuesto un lamparón de sangre a lo largo del brazo. La mano masculina la arrastró por los cabellos al ambiente contiguo y la arrojó en el balcón en voladizo que daba al mismo pozo de aire del inmueble, cerca de la baranda. El puño del tipo se alzaba y bajaba con la energía de un martillo destrozando un piso de hormigón. Recién dejó de golpear cuando la vecina soltó el último chillido y se convirtió en una muñeca muda, inmóvil, dislocada, inútil, extinta. Al rato se escuchó al hombre salir dando un portazo. 

Sin desearlo, Ulises había sido el testigo de un crimen, pero en ningún momento le pudo ver la cara al asesino. En cuclillas, no por las dudas sino apresado por el pánico, se desplazó hacia la entrada y salió al pasillo. Bajó por las escaleras, en puntas de pie para no hacer ruido, hasta llegar a la planta baja. Agitado, accionó el picaporte de la puerta principal huyendo del edificio sin prever lo que le esperaba afuera.

Fue apenas un soplo. Lucas, el psiquiatra, lo llamaba infarto instantáneo de la mente. 

Ulises había sentido la burbuja de amnesia enloquecida en medio del cerebro, como si fuese el globito bailoteando en la ampolla de la regla de nivelar, puesta sobre una superficie movediza. Por desgracia, le ocurría inevitablemente al salir o entrar del poco iluminado pasillo del departamento. Estaba acostumbrado a ese apagón del pensamiento apenas perceptible. El breve desajuste de sus neuronas, en un destello de la conciencia, le cercenaba la franja nítida del pasado reciente. 

Pero… ¿Quién era Ulises J. Barreña? 

Seguramente un hombre de ninguna importancia, de espíritu paciente, quien soportaba con facilidad —en apariencia— las humillaciones persistentes a las cuales lo sometía su mujer en los detalles cotidianos desde el primer día de casados. Ahora, con cuarenta años cumplidos, el oscurecimiento súbito de la memoria en el pasillo, lejos de ser un trastorno era una defensa: la mitigación del desprecio; el bálsamo contra la burla, el menoscabo, el oprobio. Borraba, al menos un corto tramo de la historia insignificante de sumisión y acatamiento padecidos entre las cuatro paredes de su casa. 

Ya en el exterior, notó cambios: no era noche de luna, sino un atardecer de luces funerarias. Una tela de color miel, envejecida, misteriosa. El tiempo parecía haber retrocedido unas horas; el cielo asustado movía hacia el norte sospechosas formaciones moradas; una garúa fina trazaba líneas veloces; una nube incompleta se había detenido justo encima de él y lo mojaba. Una tarde de perros. 

Un remolino alzó las hojas de los plátanos aglutinadas en el cordón de la vereda hasta los balcones del sexto piso y las dejó ahí, colgadas en los barrotes simulando murciélagos rojizos, dispuestos patas arriba, con las alas exhaustas, satisfechos, recién alimentados. Las gotas delgadas de la llovizna, esforzadamente y con esmero, se enamoraron de la savia sanguinolenta de las hojas y no tardaron en bajar en surcos verticales desde lo alto del muro, en pleno crepúsculo. Todo el edificio aparentaba estar cubierto por la metástasis de un sistema circulatorio en agonía. 

Ulises, quien observaba con curiosidad las distintas tonalidades de la sangre —desplegadas en un abanico del ocre al bermellón, según la incidencia de los escasos rayos de luz—, volteó y se dirigió a la plaza. 

En el trayecto la atmósfera volvió a cambiar. La lluvia se detuvo; las nubes se agotaron; el golpe de una neblina densa opacó la visión de todas las cosas y, poco a poco, se fue atenuando, aunque no completamente. 

El aire, por encima del largo paredón de hipódromo tenía un poderoso olor a gramilla mojada, a cuero húmedo y excremento, a crines sudorosas, a establo y alfalfa. 

Desde ambas aceras, las hileras de plátanos coronaban sus ramajes en un arco ojival; la avenida, casi un túnel, estaba cubierta por la hojarasca del oficio paciente del otoño. Al pie de los troncos de los árboles el pasto todavía no había evaporado las gotas de agua.

Ulises eligió al azar una hoja marchita de color rojo y la levantó. Era una chapa de hierro recortada, rígida, antigua. Al despegarla de la tierra floja, el borde filoso y la aspereza del herrumbre le trajo el recuerdo vago de una noche violenta. 

Al contemplar el reverso, vuelta por completo, pudo palpar mejor lo que en un principio le pareció una baba viscosa y al final resultó ser una capa de sangre caliente, recién salida de una vena rota, como la mancha en el cuerpo de una mujer asesinada miserablemente. 

El miedo lo hizo retroceder, se tropezó y cayó de espaldas perdiendo el sentido.

Cuando volvió en sí estaba tirado en la entrada del edificio. Se incorporó con dificultad y, aturdido, se pasó la mano por detrás de la cabeza buscando el origen de un dolor, palpando por debajo del pelo. Tocó un bulto en la nuca y lo atribuyó a un desmayo seguido de una caída en el piso. Luego, sintió otro dolor, intenso, anterior al primero. Tenía el puño lastimado y manchas de sangre en la zona del cinturón, cerca de la hebilla. Después, andando por la vereda, mientras se sacudía los pantalones, se dio vuelta para observar si alguien había reparado en su desvanecimiento. Por suerte no vio a nadie.

Ya más tranquilo, puesto a pensar, se preguntó si la huida era sólo un acto de cobardía o se le podría acusar de algún delito por ser testigo de un crimen. Luego de una larga caminata se sentó en el banco de la plaza frente al gran cantero de lirios y azucenas tristes ubicado en derredor de la fuente. La luz del farol del alumbrado alcanzaba a los chorros de agua dándoles un aspecto pacífico y encantador; la noche caía sobre las cosas del mundo; el tiempo, con meticulosa dedicación, recobraba sus pasos perdidos. 

Así estuvo largo rato con la mente en blanco, en medio de la serenidad de los detalles de la naturaleza, rodeado de los colores variados de los árboles vencidos por el otoño, contemplando en la lejanía a un hombre solitario tomando un café en el bar, al costado de la estación de tren. En ese momento el asunto más importante del cual se ocupaban sus pensamientos, sentado ahí, era el efecto del paisaje filtrado por la mirada del arrobamiento, depositada sólo por placer, en el techo a dos aguas color verde con cenefa en forma de serrucho, dejándose llevar por el goce de ver el abrazo de la neblina, alrededor de la caseta elevada del guardavía. Pero al mismo tiempo, esta imagen en apariencia desoladora, sin figura humana ante sus ojos, lo sumía en una terrible desesperación.

Tras los vidrios oscuros de la garita, tan poco iluminada, Ulises imaginó la presencia de alguien vigilando con una pena inmensa el tránsito de los trenes. De Retiro a vaya uno a saber dónde. Trenes que aquí no paraban nunca, siempre de paso, trenes que llevaban en su interior unos pocos pasajeros con la congoja en sus corazones, agobiados por el tedio de la rutina del viaje, con las pupilas duras y fijas detrás de los cristales empañados, viendo caer, con resignación, las gotas de llovizna fría atravesando el aburrimiento, mojando las superficies de las cosas, ilustrando con ribetes brillantes las hojas oxidadas de los plátanos para luego terminar aplastadas o muriendo de hastío en los rincones de la hora melancólica.

Pero no bien retiró la vista de la estación de tren y se volvió hacia el parque sintió algo similar a la delicia de los aromas de los hogares constituidos con orgullo, aspirando la brisa fresca y oyendo a lo lejos, en sordina, las voces de los chicos jugando en algún lugar, entre las plantas, las fuentes y las estatuas, chicos felices cuyos gritos de alegría podía oír con nitidez. Y olió a heno seco y a pájaros acurrucados en los nidos escondidos del follaje.

Al rato se levantó y regresó, por las calles sin transeúntes, envuelto en un espíritu parsimonioso, parecido a la dicha, hasta encontrar las puertas del edificio, el cual presentaba un aire familiar y acogedor como nunca lo había percibido. 

Y entró. 

Ya en el sexto piso, al salir del ascensor, sacó el llavero. Anduvo un trecho por el corredor y abrió la puerta. La burbuja de los olvidos le sacudió el cerebro de un lado a otro, le zamarreó la memoria, casi desestabilizándolo, al detener la estela de su caótica y reconocida oscilación en un punto preciso de la realidad. El departamento permanecía a oscuras. Encendió la luz y la visión lo paralizó. Su mujer estaba tirada en el suelo del balcón, cerca de la reja. Una amplia mancha de sangre bajaba del cuello a lo largo del brazo; el cuerpo yacía en medio de un charco rojo. Más tarde, cuando llegó la ambulancia, Ulises preguntó y el médico respondió con precisión: «Está muerta». 

Fueron muchos quienes aseguraron haber visto a Ulises tirado en la vereda aquella jornada de fines de otoño. Eso lo asombró. En esa oportunidad, al levantarse y mirar atrás, él no había observado a nadie. 

Unos insistieron en destacar su actitud temerosa, la forma excesiva de disculparse, casi ridícula, intentando disimular con torpeza el refinado sarcasmo con el cual lo hacía. Sin duda era una postura, dijeron, la típica expresión de quien se empeña en la farsa. Y recordaron, en él, el exagerado afán de quien no desea ser descubierto e identificado, haciendo sonar ansioso las articulaciones de sus dedos, listo para estrechar la mano de un desconocido ante un ademán de amistad, o de soltar una risita a cualquier mirada a punto de insinuar la voluntad de socorrerlo. 

Otros, por el contrario, lo vieron impasible y antipático, al incorporarse, apoyando el hombro en la pared, todavía tembloroso, confundido aún, y luego andando con pasos indecisos, mirando hacia todos lados, husmeando en busca de ojeadas furtivas. Quizás estuviese borracho, dijeron, o tal vez iba perdido en el luto sentimental de algún desplante inesperado, condensando esto y aquello en una sencilla sonrisa, con la mueca involuntaria en los extremos de los labios. 

Él, en cambio, no recordaba haber visto a ninguno de estos testigos que lo incriminaban de modo tan injusto. Más adelante, no pudo evitar las noches de insomnio debidas a los agravios y a la tragedia del luctuoso acontecimiento, y mucho menos imaginar la inusitada acusación de la familia de su mujer, al postular que él mismo, Ulises J. Barreña, era el asesino.


Este cuento pertenece al libro Azul profundo.

Cuentos vagabundos - Escarcha



"Una vez que la escarcha cruje por la presencia de la ternura, es inevitable que se comience a derretir".

Diecinueve cuentos integran esta Antología (la tercera tras "El sonido de la tristeza" y "Páginas Barrocas") del escritor argentino Raúl Ariel Victoriano. Diecinueve historias aparentemente heterogéneas conectadas sin embargo todas ellas por el relato de pequeños y casi siempre inadvertidos dramas cotidianos, a medio camino sus protagonistas entre la fatalidad y la esperanza, atravesadas sus vidas por una tristeza serena sin rastro de amargura.

Desamparo, soledad, pérdida, dolor, resignación pero también inocencia, compasión, ingenuidad, emoción y sentimiento es lo que encontramos en estos relatos. La belleza que ocultan las rutinas, la indefensión y la ternura que late en la vejez, la inmortalidad del amor, la escritura como redención...

Con una prosa bellísima y una sensibilidad muy especial, nos enreda el autor en melancolías y nostalgias y nos introduce poco a poco en un mundo emocional muy potente, a un tiempo dulce y desgarrado, que encoge el alma.

Marta Navarro


Esta reseña fue publicada por Marta Navarro en su blog Cuentos vagabundos en diciembre de 2018. También la podés leer aquí.