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La gota de rocío

 

Los astros iluminan la noche mientras Youssef, en plena soledad, cava la fosa para el destino final del cuerpo de su esposa Amira. La acomoda de costado en el fondo rugoso de la estrecha abertura. Termina la labor agobiante, se seca el sudor de la frente y alza la mirada al cielo. La luna está más grande que nunca. 

La figura refinada del moro, silente por la pérdida, esbelto por la gracia de su estirpe, demora su amargura en la meticulosa observación de la bóveda celeste. Aunque no lo sepa exactamente, la concreta materia astral es un bálsamo que alivia la pena de su mundo íntimo.

Baja la cabeza y regresa a la carpa vacía por la alfombra rectangular que, tejida por su mujer, se extiende lineal en la arena apuntando hacia la nada como una faja mágica. Es la lengua de una trama de hilos apretados color púrpura que avanza. Que avanza desde la parte frontal del vano inferior de la entrada a la jaima. La jaima amplia de paños de curvatura recia que rodean la forma circular de la vivienda. Youssef aparta la cortina y entra. 

Sorbe lo último que queda del té de menta, deja el jarro y sale. Sale y afuera se sienta con las piernas abiertas y el torso inclinado a contemplar la profundidad del cosmos, afirmado sobre los brazos rectos, con las palmas de las manos apoyadas a ambos lados sobre el hilado compacto del tapiz. 

El cansancio emocional debido a la pérdida de su esposa ha recalado en la oquedad del pecho vaciando su vida. Piensa en eternidades durante un breve reposo y luego se entrega a la tarea insulsa de conjeturar. Desde la entrada de la jaima, mira en dirección a la austera tumba que apenas se destaca como una modesta hinchazón del terreno. 

Imagina que la muerte se ha materializado en la aureola humana, sombría y gris que le parece estar viendo, de pie y vigilando el cadáver, al lado del sepulcro cubierto por una capa de piedras desordenadas. Mientras la fantasía entrelaza sus pensamientos, la mirada de Youssef vacila y vagabundea sin rumbo hacia un punto lejano. 

Casi sin esfuerzo, como si estuviese oyendo música, recuerda la voz de su mujer hablando en lengua bereber. En la clausura de su mente, las escasas palabras que usaban para entenderse alzan vuelo por encima de su propia angustia. En la laguna de su juicio alborotado las ideas bullen en una danza insoportable, pero fracasan: su lengua no recupera el movimiento; sus labios no vencen su rigidez; es imposible perforar el silencio terrible que lo rodea

Los dolores resquebrajan la redonda soledad de Youssef. Quién sabe por qué la generosidad habitual de la existencia le negó los hijos. La tienda al fin resultó demasiado holgada y el porvenir que se avecina no es más que un manotazo cargado de vacío. 

Nunca se había detenido a mirar el cutis ondulado de los médanos rubios con tanta melancolía como en este instante. No hay viento. Ni siquiera un cabello de brisa que mueva alguna molécula en el aire quieto. Por el oeste desciende la penumbra; desde el este se eleva un tenue resplandor; entre ambos el devenir indeciso baila entre la oscuridad y la luz.

Aún debe soportar la locura del paso de las horas en medio de este dilatado silencio sideral; muy pronto el incipiente amanecer se va a ensanchar por arriba del horizonte recortando con nitidez las ondulaciones de las dunas. 

De repente un murmullo lo distrae de sus reflexiones. Son las cabras. Se mueven dentro del corral, golpean las cañas con sus pezuñas y sus cuernos huecos. Y ese vapuleo tenebroso abre tajos delicados en el cerco del redil. Entretanto, el embrión de la mañana crece y comienza el baile de arena y aire que enrosca rizos y enrula vellones sobre el suelo árido. 

A unos veinte metros de la jaima hay un árbol solitario. No más que uno. En esta llanura mineral no hay otra planta hasta donde alcanza la vista. Ni siquiera la hierba rodea a la acacia estoica que, ostentando una copa abigarrada de hojas duras y verdes, se nutre del último aliento con la humedad nocturna impregnada a lo largo de su tronco agrietado. Su memoria vegetal bebe con paciencia el líquido oculto en el suelo, a través de los pelos de sus raíces, que le conceden la ocasión de existir. Cuando llegue la plenitud del día el agobio del sol aumentará la velocidad de la savia.

Youssef, un nómade más entre los nómades del Sahara ha amado a una sola mujer: Amira. Ambos, de espíritu esquivo, no querían boda y se fugaron antes de las celebraciones familiares. Con el deceso de su compañera él ha quedado en completa soledad. Su escaso entorno vital se limita ahora al árbol, a una alondra que con su curva difusa rasga la tersura del cielo y a un búho rapaz que vigila desde las cornisas de los macizos rojos.

Está cansado y, de espaldas, se recuesta en el entramado de la tela confeccionada con el pelo de los animales rumiantes. Abandona los brazos flojos al costado del cuerpo y se deja aplastar por el domo del firmamento. 

Abatido por la tristeza elabora con lentitud el plan a seguir en la partida. Al comienzo del amanecer desarmará la carpa y cargará los bultos en el lomo del dromedario. Después, no bien el sol ascienda, se pondrá en marcha con su eterno trajinar de ave migratoria, quizás al este de Marruecos, tal vez al sur de Erfoud o de Merzouga. Si lo ayuda la suerte sorteará las calimas, se orientará con los pozos de agua y andará con sus sandalias nuevas por la huella morada del sendero del olvido. 

Y así.

Piensa y anhela.

¿Qué anhela? 

Que no lo atrape el sueño. 

Por fin el ciclo nocturno ya termina. La luna agoniza en medio de las constelaciones estelares. La atmósfera fresca del cenit azul oscuro ha aliviado el sofoco de Youssef en esta noche interminable. Se levanta y suspira. Camina hacia la acacia y examina de cerca las hojas carnosas, de pecíolo severo, adaptadas al clima hostil. Debajo de una de ellas pende una gota de rocío, espléndida como un dije de topacio. 

Se acerca más y ve su propia figura en la superficie curva. Su ojo, ahora, está a un centímetro de la piel acuosa. Su rostro se agranda y su cuerpo se reduce. La luna, como un punto gordo vencido en un costado, gana el aspecto de una elipse repleta de polvo blanco. Aunque no se atreve a tocarla la curiosidad lo fascina. 

El grano de cristal arqueado le devuelve su imagen deformada. Acerca más el ojo hasta que queda a un milímetro de ella. En el espejo curvo y al mismo tiempo transparente, su nariz se ha vuelto enorme y su turbante índigo se ha adelgazado como una aureola lejana. En esta posición ve otro universo encerrado en sí mismo. Y allí dentro observa un contorno conocido agitando la mano: es Amira.

Entonces no duda. 

No sabe cómo lo hace ni por qué lo hace, pero lo cierto es que toma impulso, salta y se sumerge de pies a cabeza dentro de la gota, de modo tal que ni sus sandalias quedan a la vista. La parábola de su movimiento se hinca en la bola cóncava mediante una cabriola geométrica impecable.

El minúsculo útero de licor suspendido de la acacia no estalla ni se derrama debido a la desmesura de su cuerpo porque ocurre algo inusitado. Youssef se sorprende al ver que su tamaño se reduce y al penetrar en la superficie cromada se vuelve infinitamente pequeño.

Todavía no está seguro del milagro. La gota de agua debería ceder bajo su peso, caer y estallar contra el suelo de arena. Y sin embargo el volumen no ha cambiado su forma de pera, continúa colgada de la rama, suspendida por un cabo tan delgado como un hilo endeble cosido a la hoja.

Los mundos se invierten. Lo que estaba afuera ahora está aquí. Youssef recupera los intensos recuerdos junto a su mujer y está feliz. Amira está espléndida e ignora que hay otro cuerpo gemelo al suyo sepultado en una grieta del desierto. El rostro amarronado del recién venido va de la tristeza al júbilo. Todavía aturdido no concibe qué otra magia ha devuelto la vida a su esposa sino el regalo del Hacedor en un acto de generosidad inexplicable.

Algo muy extraño ha sucedido. Las aves furtivas, la jaima y las dunas han permanecido afuera. Youssef lo puede ver todo desde aquí dentro. Se ha producido la duplicación de las cosas. Se encuentra en un universo paralelo. Pero pronto advierte que, a través de la transparencia combada del agua, el desierto y el exterior se deforman hasta desaparecer. La burbuja se opaca por fuera. Un telón se cierra.

Por dentro él está en un espacio abierto a la inmensidad con un cielo agudo y plomizo y un suelo plano que se extiende hasta el infinito. Youssef aspira una bocanada de aire. Amira lo espera con las mejillas descubiertas en una instancia por estrenar que se dispara hacia el futuro. 

Quien no haya seguido a Youssef en su aventura puede ver que afuera de la gema de rocío el conjunto de las cosas sigue igual. No hay testigos del milagro, el viento gira en remolinos de arcilla roja y el día asciende sobre el mapa áspero de este paraje singular en medio del Sahara. 

La gota oculta su secreto interior, pierde transparencia, se pone rígida y se pinta de color blanco. Pierde volumen con lentitud, se desinfla como un globo que exhala lo último que le queda de su carga de oxígeno mientras la furia del sol se acrecienta buscando la altura.

No pasan más que algunos minutos y la gota de rocío se desvanece alcanzando su mínimo. Ya no es de agua, cambia de estado, solo es un leve vapor invisible que se disipa, se eleva y se afina sin prisa hasta desaparecer completamente.


Este cuento, publicado en la revista literaria "El callejón de las once esquinas" (España, Zaragoza, trimestral, Nro.  9), pertenece al libro Cielo rojo.


Lumbre


A esta hora es medianoche y estás escribiendo al lado de la lámpara apoyada en tu pupitre desordenado de papeles. El cono truncado de luz que nace desde la pantalla ilumina el teclado y besa el cenicero de plata, el mismo que compartías con ella, en el lecho, después de agotarse ambos hasta la extenuación, desnudos todavía. Eso fue cuando ella todavía estaba contigo. 

Hasta ahí da la luz de tu velador. Más allá la penumbra se agrieta con jirones mudos de resplandor amarillo, en un abanico de delgados hilos de silencio, que van muriendo hacia los rincones. 

La habitación está casi a oscuras. Tienes pocos muebles aquí, pero no te molesta esta escasez. Son siluetas en la sombra que observan quietas tu tarea silenciosa de escritor, tu compañía. A un lado, recostada contra la pared del cuarto, yace la cama de hierro forjado sin dosel. Entre el pesado respaldo y la esquina, duerme su paciencia el ropero provenzal de dos cuerpos, de roble opaco ya sin lustre. Al otro lado, la mesa ratona escandinava y las dos sillas vencidas completan el escaso mobiliario de este ambiente amplio. 

Todo el ámbito rezuma un rumor casi inaudible entrecortado tan solo por el tartamudeo cansino del teclado, mientras concentras tu mirada en lo que escribes y no se interrumpe el hilo de tus pensamientos. No hay recuerdo que te disperse del manojo de ideas que quieres volcar en el texto.

Dos estantes con libros en la pared opuesta y una araña sin caireles con los focos apagados acrecientan la melancolía de este recinto de techo alto con puerta de madera y piso de pinotea gastado. Las paredes están deslucidas. El cuadro se completa con una pequeña cocina y una mesada en la cual se acumulan dispersos cacharros amontonados.

En el centro de la pared más larga se adivina una ventana. Por delante, dos paños de voile blanco enceguecen la mortaja de este cuarto. 

Ella los alisaba, ¿recuerdas?, con el roce de sus nudillos sedosos. La evocas ahora por este leve detalle y levantas la vista de tu escrito. Esto te saca de tu tarea en este momento, y la hueles, la imaginas, se mezcla en lo que piensas, su voz y sus aromas aún anidan en tu herida. Te ha abandonado y ese pensamiento te distrae. 

Alguna vez pensaste en su ansiedad como un defecto, tal vez hubieses querido su fuego ardiendo más lento, pero sus impaciencias nunca pudieron perder tiempo, se apresuraba a desvestirse para que tu tacto le recorriera la piel. Así era: impetuosa. 

Te ofrecía todo su cuerpo, su busto reclamaba el contacto de tus yemas, se estremecía toda cuando las puntas de sus senos eran alcanzadas por tus labios, cuando sentía la presión de tus palmas abarcándolos. 

Hacían el amor en esa cama que ahora miras, ella en cuclillas ofreciéndote su sexo y tú de espaldas insertando tu vaivén en esa grieta cálida. Te agitabas en el ascenso, jadeabas con el esmeril del deseo hasta sentir la quemazón sobre tu abdomen y pasabas tus manos ásperas por la curva suave de su espalda y su pelo desordenado. Y en la cumbre de ese paraíso, ella volcaba hacia atrás la cabeza, con sus ojos dados vuelta, casi en blanco, ocultando las pupilas celestes, cerrando los párpados en la plenitud del éxtasis, sintiendo la delicia de tu savia dentro de ella y el estrépito de tu temblor hasta el final. 

A veces buscaba otras formas y otros territorios. Se desesperaba por sentir tu calor, tu sudor. Se perdía en la voluptuosidad cuando se acercaba para sentir la lectura de tu tacto, se embriagaba en tu aroma a tabaco, la lujuria se le ponía tensa y quería entregarse a tus brazos rugosos. Se adueñaba de tus dedos y los llevaba a su vientre. Se arqueaba hacia el cielo cuando tus manos alcanzaban su pubis encendiendo el fuego. Pasaba su lengua por toda tu piel.

Nunca era de la misma manera porque en ocasiones le agradaba seducirte. Se sentaba con las piernas abiertas para que la miraras, mostrándote su sexo en plenitud, con la mitad de su cabellera sobre su rostro, la ansiedad en la esquina de sus ojos, sintiendo tu mirada lasciva sobre su cuerpo. Luego te poseía. Era una planta voraz, ahogaba tu sexo en su boca, abarcándolo, a fin de extraer el fluir de tu agonía. 

Otras veces necesitaba someterse, sentir tu peso. Extendida de espaldas, boca arriba, sobre las sábanas blancas te llamaba, te exigía que te adueñes, que penetres, que la hagas gemir de placer, al borde del dolor, desatado su erotismo, siempre loca de deseo. 

Pero además su corazón era muy sensible y tan indefenso como la superficie quieta de un estanque. Tú debiste arrojar algún alimento de amor, ella lo necesitaba, aunque solo fuesen unos sencillos pétalos de flores, solamente para que el agua de sus emociones temblase siquiera un poco. 

Hubiese sido suficiente un halago de tu parte, una caricia firme pero suave, un gesto simple pero sincero, algo que le indicara que había una emoción moviéndose en tu interior. Tú eras su hombre, y ella se sentía poseedora de tu espíritu, de tus sentimientos. Hubiese querido que estés pendiente, que la escuches, que la extrañes, que la desees.

Pero no te diste cuenta de que una mujer no se termina en el contorno de su cuerpo, es mucho más vasta, abarca mucho más allá de su figura. Llegó entonces el tiempo en que ella advirtió todas las carencias, las fue percibiendo una a una. 

En tu corazón demasiado tibio apenas quedaban mínimos restos de cariño y ella pensó que era un exceso de su parte la pasión que te regalaba. Tus ojos se lo dijeron, no fueron necesarias tus palabras, se dio cuenta observando el fondo de tu retina.

Entonces llegaron sus días sombríos, por tu descuido, por tu desidia, se le fue secando el amor. Se tornó vulnerable a tus exigencias mínimas, despertó de su sueño, pasó demasiado tiempo sin que le arroparas el alma. Se hicieron presentes el dolor, el hastío, la pena y la tristeza. 

Y llegaron las discusiones estériles. A veces se ponía triste y lloraba, se abrigaba en tu pecho intentando encontrar, una vez más, tu abrigo, tu sostén; te necesitaba firme como una montaña, pero no alcanzó con las migajas que le diste. 

Entonces se le agotó el reclamo, se sintió humillada al caer en la mendicidad para lograr un mínimo de tu ternura, un ruego casi cotidiano que no supiste descifrar. Se secó la fuente que te ofrecía todo, se fue y te dejó sobre la tabla de este escritorio una esquela mínima, sobria y desnuda, esa que ahora miras con el corazón desorientado.

En este lugar vivió contigo. En este sitio sueñas ahora con olvidar todo sin lograrlo, aquí te asesinan los recuerdos de su presencia, su mirada ausente se te vuelve imposible, aquí mueres por ella cada noche.

Por eso ahora se te ha dado por escribir y crees que así podrás exorcizar tu dolor. Te equivocas. Solamente estás pisando los escasos escalones que te conducen al cadalso de un peor martirio. 

A veces piensas como un tonto que el suicidio remediará tu pena. Pero eres demasiado cobarde para eso, solo te sirve como fachada para ocultar la mentira con que te engañas. 

Lo cierto es que quedarás condenado al eterno padecer, ya que hasta aquí te ha conducido, y no te soltará la mano, la soberbia insensatez de tus sentimientos.


Este cuento, publicado en las revistas literarias "El Narratorio" (ARGENTINA, Nro 63, pag 15) y "El callejón de las once esquinas" (ESPAÑA, Zaragoza, trimestral, Nro.  12), pertenece al libro El sonido de la tristeza.

Estacado


El valle descansa sosegado entre las faldas de estas serranías y está por ocurrir un suceso extraño, aquí, en las afueras, en el caserío más retirado de la parte ajetreada de este pueblo, lejos de los ruidos, donde el descampado se va terminando antes de entrar en los dominios de la selva.

Francisco es un hombre grande, pero no es un viejo todavía. Está en esa etapa en que la reflexión de la madurez ya le empieza a borronear los pensamientos. Se pregunta cuántas veces más podrá empezar a lidiar con un nuevo día y de dónde obtendrá la voluntad necesaria para enfrentarlo. Algo parecido al temor a la muerte lo va alcanzando de a poco. Su cuerpo alto y un poco encorvado le recuerda su edad y se lo hace saber con esa arruga horizontal que le cruza la frente adusta.

Cada amanecer le muestra el mismo paisaje, las mismas montañas, los mismos colores castaños de otoño, el mismo cielo recortado sobre los tejados del pueblo. Toda su vida cabe en la memoria de los prados de este valle. Vive en las afueras de La Cumbre, en la Provincia de Córdoba, cerca del Camino del Cuadrado. Su casa está en una calle de tierra. Es la última construcción solitaria, cercada por un alambrado en medio de terrenos baldíos. Entre ella y la espesura solo distan unos metros; más allá, comienza el monte tupido. La vista pasa de la llanura al bosque denso en un abrir y cerrar de ojos. Como marcando una frontera, los troncos y las cabelleras de hojas verdes se elevan como la pared de un desfiladero. Si uno alza la mirada al cielo azul antes de internarse entre los árboles, observando hacia el este, se ven las cumbres blanquecinas del cerro peladas por la nieve. 

Francisco ya no espera nada nuevo, su existencia no ha sido traqueteada ni por viajes ni por mudanzas porque no ha salido nunca de este paraje aislado y, a su edad, ya no hay encanto que lo atraiga. Ha quedado arrinconado en este sitio naturalmente, sin nada que lo haya encadenado. Por eso la nostalgia no lo acosa, no tiene nada importante que haya perdido o deba recuperar. Sin embargo, la cercanía de su propia Muerte lo preocupa un poco, tal vez sea eso lo que ha estado sintiendo este último tiempo.

Ha vivido, se conoce; no se rinde todavía, algo lo impulsa. Será la presencia de esta mujer que lo acompaña en las rutinas de su casa, María, tan joven, mucho menor que él. Hace poco que están juntos. Dos soledades que se han unido por una mirada al azar, casi sin palabras de por medio, solo un deseo que sintieron ambos en el cuerpo cuando se vieron en una de esas tardes calurosas de verano. Él demoró su mirada en el modo en que la pollera se ceñía a las nalgas y ella se dio cuenta de que él se fijaba. 

Ahora él advierte que, sin María, se siente un tanto perdido. Lo asalta un leve temor si se ausenta, queda agazapado como un animal que ha escuchado ruidos extraños entre el follaje. Sus ojos la buscan, gira la cabeza, recorre las habitaciones. Se desorienta si no ve los colores de los vestidos que ella luce o si no escucha la risa espléndida que estalla en su rostro moreno. Las sienes le laten un poco cuando no la tiene cerca, le parece que se ha marchado, las manos se le ponen inquietas porque necesita acariciarle los cabellos lacios con sus dedos ásperos para conservar la serenidad de su espíritu. 

Dialogan poco, tal vez porque el silencio de este paisaje verde en el que solo se oyen los trinos de los pájaros se les ha incorporado como una respiración que conversa por ellos. Se sienten más a gusto con el lenguaje del gesto y las miradas: andan callados por la casa, toman mate obviando las palabras, hacen el amor explicándose las sensaciones con jadeos. A veces, rompen la rutina con alguna frase corta, respondiendo con monosílabos, pero los suficientes como para que él oiga sonar la música de la voz dulce en las cuerdas de la garganta de María y ella escuche vibrar los sonidos graves del tambor amplio que se infla en el pecho de Francisco cuando habla. 

Él carga con la condena de su vicio: es adicto a la bebida. Se embriaga con vino o ginebra. No recuerda desde cuándo, le parece que desde siempre. No con frecuencia pero, a veces, pierde el dominio y se desbarranca queriendo llenar el vacío sin fondo que lleva dentro, ese que siempre le pide más cegándolo y le ata la lengua hasta perder la voz. Ella lo sabe desde que lo conoció esa tarde cuando se cruzaron en una calle del pueblo y, desde entonces, lo ha tolerado porque lo quiere. Guarda la esperanza de que tal vez cambie.

Ya ha caído la noche en esta parte del valle y hay un algo de tristeza en el alma de Francisco, tal vez por los pensamientos que ha tenido acerca de la Muerte. Saca dos sillas al fondo, afuera de la casa sobre el patio de cemento al aire libre para que se sienten él y su mujer, y las arrima a una mesa que tienen en este lugar. Aquí está más fresco que adentro, el sol ha castigado el techo de chapas durante todo el día; pero, a esta hora, ya ha oscurecido y corre una brisa leve que trae la humedad de la vegetación del monte. Francisco se sienta y su figura queda iluminada con el foco de luz amarilla que está fijado a la pared trasera, una luciérnaga que no se apaga. Los pájaros se han callado. Tiene el codo izquierdo apoyado en la mesa y el puño de la mano derecha apoyado en la cadera.

—¡María! —grita desde el fondo de la vivienda.

—Sí…, estoy buscando el mate…, ya voy —le contesta ella, que está todavía dentro de la casa.

—Traeme un vaso cuando vengas.

—Sí, ya va.

Él ya ha traído la botella de vino tinto, la ha destapado y la ha puesto frente a sus ojos. 

De pronto, se aturde con esas reflexiones sombrías que le asoman por debajo de la cáscara de la conciencia y la mirada se le pierde hacia la sombra callada de las plantas. La repetición de los años, esa recurrencia ingrata, cada vez más cercana. «¿Será, entonces, que es en vano seguir con esto?», piensa, afirmando la idea con la cual se ha levantado hoy, al mismo tiempo que aprueba con la cabeza y se le dibuja un gesto leve en el rostro, una mueca que le tuerce los labios. 

Ella ya se ha acercado, coloca el vaso sobre la tabla de madera al lado de la botella, mira a Francisco en silencio, luego acomoda la pava y se sienta. Llena el primer mate, remueve la bombilla plateada, lo mira otra vez, se retira un mechón de pelo de la cara, se recuesta sobre el respaldo, se cruza de piernas, se alisa la pollera negra con la palma de la mano y espera.

Él comienza a tomar, no en forma atropellada, pero sí a grandes sorbos porque viene arrastrando una sensación que no puede dominar, como un cosquilleo, una inquietud que le genera ansiedad. Su adicción es un sabueso que siempre termina por alcanzarlo. 

Es un obrero de la construcción y está todo el día trabajando con el cemento y la arena, entre el ruido de claveteos y martillos que golpean los encofrados. Antes de empezar a beber, se ha acordado de ese tiritar de sonidos y con el vino se le va aplacando. No es sed lo que tiene, sino necesidad de aplastar el fastidio de la sentencia que lo perturba, que le retumba en la cabeza, ese final que se acerca y al que todavía no está dispuesto a entregarse. A medida que va tomando, se le enturbia la sensibilidad, va entrando como en un sopor de siesta que le trae descanso, y Francisco percibe que ese apaciguamiento lo tiene a su alcance, en el líquido rojo del vaso.

Ya queda menos de media botella y, entonces, estira una vez más el brazo para alcanzarla. En ese momento, ella pone la mano sobre la suya intentando evitar que continúe bebiendo.

—Francisco, no te conviene que sigas tomando.

—¡Callate, sacá la mano!

—Te lo digo por tu bien.

—¡Salí, te digo!

Y de un tirón se la arrebata y se sirve. Llena el vaso hasta el borde torpemente. El vino se desborda, cae sobre la mesa y le tiñe de morado la mano. 

Ella retira rápido los dedos y se los lleva a los labios para taparse la boca, como queriendo acallar un grito que se le queda ahogado en el cuello.

Poco a poco, el vino hace la tarea. Francisco ya está más que mareado y va entrando lentamente en una nueva borrachera. Un viento de troncos arrugados le atraviesa la garganta y la reseca como una quemazón, lo va enfureciendo de a poco y sin motivo. Bajo los rayos de la luz amarillenta ya no puede ver con claridad y confunde las cosas. Los fantasmas se empiezan a adueñar de su cordura. Se le alborotan los recuerdos como retazos de telas gruesas, trozos de memoria que se ensucian en la ciénaga del tiempo. Le cuesta armar un hilo de pensamiento. Evoca las perlas de la sonrisa que brillan cuando su mujer ríe y de pronto la advierte distante en la soledad del patio. 

María presagia la tragedia, como las aves. Lo observa. Pero ahora toma más distancia, se ha parado detrás de su asiento y se toma del respaldo.

Francisco nota que algo ha pasado que no se explica: el suelo está blando, las cuatro patas sobre las que está sentado se hunden lentamente. Se piensa que está atado, estacado, y que a los dos los va a tragar el piso, a él y a la silla juntos; se sospecha amarrado a la estampida feroz del tiempo y, con los ojos turbios, ve que le nacen llagas en la piel huesuda de la mano, en un envejecimiento acelerado. Las flores y los aromas de ella, de su mujer, se van alejando. Empieza a ver pájaros nocturnos, aves de rapiña que vienen por él, que lo sobrevuelan como una manta negra que le va a caer encima ni bien esté muerto. «¿Esta noche va a ser? ¿Estas son las señales?», se pregunta. Es entonces que vuelve a encenderse el fuego de la bebida y le vuelve a quemar la garganta. La palabra que tiene que decir se estanca entre las ramas del aliento y desiste. 

María, tan joven, añora las noches de amor, la ternura de su hombre. No puede evitar que rueden dos lágrimas pequeñas por sus mejillas al verlo en este estado. Lo observa, muda, percibe el terror en esos ojos abiertos, en ese cuerpo como soldado a la silla, abatido. Aprieta los puños, se muerde con los dientes el labio inferior. Luego gira el cuerpo y comienza a caminar, alejándose de él, buscando la puerta para entrar a la casa, dejando el patio atrás.

Francisco se ahoga en un deseo sin palabras. Quiere decir y no puede. Su mente es un bote a la deriva que trae consigo los recuerdos de toda su vida a la orilla del naufragio. No logra soltar una lágrima de sal que alivie el dolor de su desgracia. «Son los gusanos —murmura en voz baja— que vienen a buscar estos huesos viejos para limpiarlos hasta dejarlos blancos de Muerte». Porque siente que esa homicida lo está rondando, que está cerca con los instrumentos del final. Piensa que puede olerla a unos pasos de esta estaca que lo retiene, de esta silla que lo tiene amarrado y se hunde sin remedio en el cemento pastoso del piso. Le pesan los siglos en el cuerpo devastado. «Ya no es posible —reflexiona—, ya no podré nacer de nuevo a la mañana siguiente. Será necesario el abandono y la resignación». El vino libera su angustia contenida. Le crece el miedo como un ave de alas enormes que lo empuja más abajo. La desgracia se acerca, afuera está la Muerte esperando con los ojos abiertos y una esperanza entre las manos. 

«Porque un día ocurrirá que me levantaré —se dice Francisco casi en un ahogo— y que me daré cuenta. Ya será tarde y no tendré ganas de resistir los golpes asesinos de la arpía que me acecha. A todos le pasa. Un día uno toma conciencia de que el camino termina ahí nomás. Ni siquiera el viento atroz que me tumbará me va a dar lugar para girar la cabeza, ver a mi mujer y notar el aroma dulce que desprenden sus labios rosados. Habría sido lindo soñar junto a María, ver las curvas de sus pechos, antes de que se acerque ese silencio mortal. Sucederá entonces que esa noche y su mortaja me cubrirán los ojos. Ya no podré ver, mi cuerpo extinto alojará un corazón que no late». Ya es un tímido balbuceo que apenas se oye. 

En ese momento se escucha un relámpago atronador; todo el cielo y la tierra se iluminan. Las nubes, cargadas de agua, sombras contra la oscuridad del cielo, se empiezan a desplomar. En unos minutos comienza un diluvio vertical que todo lo moja. Repiquetea sobre las chapas de zinc con un ruido ensordecedor, el aguacero y el viento hacen que todo se empape: el vaso, la botella, la mesa. Francisco está calado hasta los huesos; el cabello gris le cae sobre el rostro como babas del diablo, el vino se va convirtiendo en agua, el piso va tragándolo. La silla, esa estaca cruel, se va hundiendo más y más y no se detendrá en su descenso al mismísimo Infierno. Ahora está seguro de que, irremediablemente, el patio lo devora. Quiere gritar y no puede, el cemento le rodea el cuello, denso como un pantano a punto de engullirlo. En el fondo de su casa se puede ver un círculo viscoso, sin brocal ni marca alguna, que se ha masticado las sillas y la mesa y, en este momento, bajo la lluvia torrencial que azota las afueras de esta ciudad, aquí, al pie del cerro El Cuadrado, se puede ver cómo se oculta lentamente, como una boya con ojos desorbitados que se hunde en el mar, la última parte de la cabeza de Francisco, llevándolo a los brazos de la Muerte sin necesidad de sepultura.

María, que está dentro, guarda en su pecho la congoja. Su hombre ha tocado un límite que ella no le permite más, por eso ha decidido dejarlo. No ha visto esta parte final del espectáculo, por lo tanto a nadie que se lo pregunte lo podrá contar, no ha sido testigo de lo que ha pasado en el fondo de la vivienda. La última imagen que se lleva de él no la olvidará nunca: sentado en la silla y borracho. Ella ha abandonado el patio trasero hace veinte minutos, por lo tanto, no ha podido ver el hundimiento del que todos van a hablar y nadie ha visto. «Habladurías», dirá. Ha estado en la cocina, luego ha ido al dormitorio para colocar su poca ropa en una bolsa y no ha escuchado los últimos susurros incomprensibles de Francisco. 

Ella cierra la puerta delantera del lado de afuera. La tempestad la va empapando de a poco, le cubre las lágrimas; María deja atrás el jardín que da al frente, mira la fachada encalada de la vivienda y sale a la vereda. La noche escucha, entre el rumor de la lluvia, pasos de mujer que, chapoteando en el barro de la calle, se alejan de la casa.


Este cuento, publicado en las revistas literarias "Pelago" (España, Nro 29, dic-2021), "Lenguas de fuego" (España, septiembre 2020) y "El callejón de las once esquinas" (España, Zaragoza, trimestral, Nro.  10), pertenece al libro El sonido de la tristeza.

Camino de las torres



Raúl Ariel Victoriano
lo ha vuelto a conseguir: una vez más, deslumbra con su nuevo libro de relatos, Escarcha, una recopilación de dieciocho cuentos inolvidables. Se trata de una serie de historias independientes que, gracias a la capacidad narrativa del autor, acaban armando un edificio sólido y hermoso que invita a la exploración de lo que esconde en su interior.

Ariel, como buen arquitecto, no deja que le distraiga el azar. Sabe lo que quiere expresar en cada texto y, fiel al plano trazado, su prosa poética y certera levanta muros, pinta siluetas en la sombra y puebla cada rincón con voces secretas que solo aspiran a ser escuchadas.

Lumbre, primer relato de la antología, supone, tal vez, una declaración de intenciones: el protagonista escribe para exorcizar el dolor, la soledad, el peso de la culpa, sentimientos que recorren las habitaciones de esa casa común de largos pasillos. Por ellos vamos a cruzarnos con los fantasmas que guardan el crujido de la Escarcha, al final de Una noche fría, mientras En la orilla nos hablan los muertos. Tristeza, melancolía, compasión en cada trino que escapa del sueño del gorrión que espera cobijado bajo las tejas Por lo último que queda, el silencio.

Como un marinero en medio de una tempestad, el escritor gobierna el vuelo de los hilos que atan las historias a sus párrafos con una proposición: Vamos a cantar esta noche. Porque no todo está perdido entre los matorrales de un paisaje que se adueña de la vida de sus personajes vagabundos. Escuchándolos descubriremos que sólo hay que aceptar La deuda para resolver el misterio enmarcado entre las siluetas de dos sombras: «Soy un pulso».

Cuentos que exploran almas y que llaman a una reflexión íntima, en la penumbra de unas estancias en las que Ariel, estratégicamente, coloca las lámparas precisas para no perder detalle y encontrar la grieta por la que puede aparecer la esperanza. Cuando llueve sobre las islas y una mujer espera frente a la ventana no es el único final. Sube al tejado, espanta a los pájaros de lata, contempla el paisaje y confía en el poder de la palabra de este autor, capaz de liberar gotas de lluvia en el páramo de la existencia.

Escarcha es un libro que enseña a escribir. Que vengan más, Ariel.

Patricia Richmond


Esta reseña fue publicada en la revista literaria "El callejón de las once esquinas".

Escarcha



Apenas un poco de calor comienza a acariciar los bordes escarpados de un trozo de escarcha, no pasa mucho tiempo hasta que se empiezan a desprender lágrimas de él

Este juicio sin asidero aparente se ha enredado en los vapores de la imaginación fértil de Tilo, el terreno del alma a quien nadie muestra. Está sentado en la barra y oye la voz de Lorena que lo distrae: «Necesito tomar un poco de aire fresco, Iván», le dice. 

Cuando era un mocoso, él vendía ramitos de violetas en el Bajo y luego venía aquí, a la entrada de Trópico. Recuerda que, cuando ella se asomaba a la puerta del local y salía a la vereda, el aire se impregnaba de aroma a flores. Los ojos de la chica eran dos diamantes negros engastados sobre el sol de su semblante. Lo mandaba a comprar cigarrillos, o cualquier otra pavada y esperaba que trajese el recado. Luego lo despedía con su voz cautivante y depositaba unas monedas en la palma de su mano.

Ahora él es un joven que, aunque sigue viviendo en la Villa 31, pudo terminar el secundario y ha empezado a estudiar en la Facultad de Ciencias Económicas. Tiene un puesto importante aquí: es el asistente del dueño al que todos conocen como el polaco. Tilo está de espaldas, pero su atención siempre despierta y la ayuda efímera de los espejos le permiten detectar cualquier movimiento extraño en el salón, aunque esté aparentemente distraído, como ahora.

Lorena es la única persona que lo llama por su nombre —Iván— y no por el apodo: Tilo. Ella es la copera más hermosa de este club nocturno del barrio de Constitución, y luce espléndida con su vestido rojo, ajustado al cuerpo de sus maravillosos 32 años. 

Salen. Ella primero y luego él. 

Un rato más tarde, se encuentran a tres cuadras del local.
 
Él se pregunta para qué lo ha sacado del club. Está intrigado. Lorena está demasiado seria. Caminan callados hasta que ella sugiere: «Doblemos». Toman por la cortada estrecha y se alejan así de la claridad de la avenida.
 
Recorren unos metros. Ella se detiene. Apoya la espalda contra el muro, lejos del único foco de la calle que duerme su palidez entre el follaje de la acacia. Quedan así aislados en la penumbra tenue iluminada por el brillo helado de los astros nocturnos. El aroma del otoño es un moribundo más en las tinieblas. Lorena sacude la cabeza como para sacarse de la mente alguna idea que la fastidia. Sus manos buscan abrigo en los bolsillos del tapado largo, mientras alza la mirada al cielo.

—¿Alguna vez tuviste ganas de desaparecer? —dice, sin ánimo de llegar a una interrogación contundente, sino solo hasta una pregunta leve flotando en el aire.

Iván la mira impasible, erguido en medio de la vereda, con los puños enfundados en la campera de cuero. Trata de adivinar los pensamientos que perturban la vivacidad de los ojos de su amiga, que ahora baja la vista al piso, se observa los pies y vuelve a levantar la cabeza. Ella se muerde el labio inferior, esa fruta codiciada de la cual se enamoran todos los días los clientes del local. Él conoce ese gesto de inquietud. Lo ha notado en el hastío de las palabras, ese susurro filoso desgarrando la tela azul de la noche. Es extraño. No es el tipo de mujer que juega con enigmas. 

Ella saca un monedero pequeño del bolsillo, lo abre, toma la punta del pañuelo blanco y se frota los labios para quitarse la pintura. Luego, delicadamente, continúa por los ojos, uno por uno, hasta eliminar los últimos vestigios de maquillaje que le cubren la cara. Lo hace sin prisa, y una vez terminada la tarea lo mira. Las pupilas de Tilo ya están adaptadas a la oscuridad y la ve más linda que nunca. 

La noche de Buenos Aires, en este momento, despliega su magia. Algo invisible los aísla del mundo. El haz de la luz de la luna queda confinado en un círculo de plata que solo los ilumina a ellos en esta escena de belleza perfecta. El resto de la ciudad desaparece. Las miserias de la villa, los olores nauseabundos de los tachos de basura, las latas y los trapos tirados en las barrancas del Riachuelo, los pibes drogados, los abortos clandestinos, la mugre de los vagabundos, las ratas entre los escombros, los tablones de las obras abandonadas, los suicidas y los barcos oxidados en el astillero, todo se esconde bajo el manto de la sordidez que abarca más allá del río. 

Y aquí, en este pequeño espacio inmaculado están los dos, aunque solo Tilo lo percibe de este modo. Es algo íntimo, lo oculta, no lo dice. 

—¿Te pasa algo, Lore?

—Nada… ¿por qué?

—Te sacaste el maquillaje.

Y de inmediato, después de pronunciar estas cuatro palabras, penetra sin decirlo en el fugaz remolino de la adolescencia de sus reflexiones. El rostro de una mujer es un lugar sagrado, un templo de clausura con una enorme puerta que solo se abre por dentro, infranqueable, detrás de la cual reposa el laberinto indescifrable de los secretos. Es un mar de misterios. El acto íntimo de eliminar los trazos oscuros de rímel ante una mirada masculina tal vez no significa nada, pero en todo caso es otro enigma más que se suma a la cadena interminable de la intriga. 

Se desprende de esta pausa de razonamientos dispersos y piensa que no es buen momento para preguntas, al contrario, es la oportunidad para la espera. Lorena debe ordenar lo que ronda en su cabeza y por eso se queda callado.

Entonces, habla ella.

—Iván —le dice mientras guarda el pañuelo y lo mira fijo, arrugando levemente las cejas—, no me contestaste lo que te pregunté.

—Sí… disculpame… me distraje. Es que no sé, es una pregunta difícil, jamás me la hice. ¿Desaparecer cómo? ¿A qué te referís? —dice Tilo, un poco inquieto, sin una respuesta clara. 

En la noche parece más alto, más recto, como una tacuara esbelta. Los ojos claros de su rostro pecoso la miran con curiosidad; todavía sigue pensando cuál es el motivo por el que han venido aquí. Esto también lo confunde, tiene dudas acerca del rumbo de los pensamientos de Lorena. 

—¡Desaparecer! —le dice ella, levantando los hombros, como si se tratara de algo evidente, que no necesita más explicaciones—. Vos un día estás y al día siguiente no. Así de simple. Pasás de una cosa a otra cosa.

Y cuando concluye la frase, se arrepiente. Pero es tarde.

Tilo ha sido abandonado por su madre cuando él tenía cinco años. Lo ha dejado. Ha desaparecido como si la hubiese tragado el viento. Y él nunca ha podido saber los motivos de su huida, ni el lugar donde se encuentra ahora. Por eso el cariz de las palabras de Lorena han reavivado ese recuerdo penoso. Aunque el motivo por el cual han venido hasta aquí es ajeno al desconsuelo que él arrastra desde niño, ella acaba de pronunciar algo inconveniente y la antigua herida que lastima el interior de Tilo se abre como una flor maldita.

Ella quisiera volver atrás, pero solo atina a decir:

—¡No!..., no…, ya sé en qué estás pensando, no me refería a eso.

Lorena se da cuenta. Lo ha sensibilizado y quiere reparar el daño. Se arrima y le acaricia la mejilla. Él siente la ternura en la piel delicada. Ella lo percibe y sin saber por qué, como si hubiese tocado un trozo de hierro candente, retira la mano de inmediato, como asustada.

—Perdoname, soy una tonta.

Tilo puede controlar el dolor, en su corta vida aprendió a dominar la mordedura de esa fiera. La indiferencia de la gente, el desprecio de las miradas, los maltratos de la policía, la calle y la noche, le han templado el carácter. Pero solo para mostrarse duro ante los demás. Con ella es diferente. En su abismo interior, insondable como el fondo del firmamento, cualquier ademán, cualquier palabra de su amiga, es capaz de agitarle el corazón.

Y ese algo invisible, imposible de definir, observa desde lo alto de la bóveda celeste a las dos almas desoladas. Ve cómo vacilan en esta instancia crucial, ocultas en la quietud de esta ciudad inmensa, dormida a orillas del río. Se apiada y extiende entonces sus extremidades imperceptibles. Toca las espaldas de las pequeñas figuras y, sin que ellas lo adviertan, las anima, les quita sus blindajes, las protege del fraude y la impostura. Viene a reparar el malentendido porque empuja a Lorena y la acerca de nuevo a Tilo. Ella desliza sus manos por debajo de la campera de Iván, a la altura de la cintura y lo abraza con fuerza. Luego apoya el rostro sobre su hombro, en un gesto de cariño, ofreciéndole el contacto de su cuerpo para compartir la angustia que le ha vaciado el alma. Quiere mitigar la orfandad, aliviarle la pena. 

Dura un instante eterno. El tiempo pierde su rigidez.

La escarcha es muy sensible a los cambios. La calidez la afecta, la hace crujir, la resquebraja. Y, a veces, bajo la tímida presión del peso de una mariposa, o cuando un colibrí agita las alas muy cerca, se parte su corteza de pan crocante. Emite una queja casi inaudible, crepita como una hoja seca, se astilla como un cristal, las grietas son como los dedos de un abanico desplegado. Lo que antes, en la gélida madrugada otoñal, fue una amplia lámina única cubriendo toda la superficie del agua del estanque, ahora se quiebra formando pequeños trocitos temblorosos.

Tilo saca las manos de sus bolsillos, aspira el perfume del cabello de Lorena y se siente en medio de un remolino esponjoso de ternura. Es una emoción desconocida, un corazón de mujer se acerca al suyo a ofrecerle un poco de su almíbar, un sentimiento afable asoma por primera vez en su vida, algo que vale la pena. Todo su pasado ha transcurrido entre la brutalidad de la villa y la noche inclemente, peligrosa, clandestina, solitaria y marginal. Esta es la primera vez que está por acceder a su cielo añorado: la delicia del abrazo de una mujer.

Pero teme todavía entregarse entero a semejante paraíso. Intenta escudarse en la soledad porque se siente indefenso. La toma de los hombros y la separa suavemente de él, pero sin dejar de asirla. Tiene dos miedos: no desea malograr el momento de cariño que ella le ha dado y teme entusiasmarse con una hermosa ilusión que ella no le ha ofrecido. Una coraza le reviste el alma y está a punto de fundirse. 

—No quise herirte, Iván, estoy muy mal, la cabeza no me da más. Quiero abandonar toda esta basura. Es un calvario seguir con esta vida.

Una vez que la escarcha cruje por la presencia de la ternura, es inevitable que se comience a derretir y se transforme en líquido. El agua, todavía fría, se libera del hielo cristalino, forma gotas, las gotas resbalan, se separan, ruedan, caen, mojan.

Ella está quebrada, los ojos se le humedecen. Tiene los brazos caídos, el cuerpo flojo, se sincera, se derrumba. Una lágrima empieza a bajar por su mejilla, es una canoa que naufraga vacía, al borde del precipicio. ¿Pide ayuda? ¿Necesita consuelo?

Tilo no comprende, todavía, la compleja sensibilidad de una mujer. Lorena conoce, en cambio, demasiado a los hombres, pero Iván, más allá de su juventud, no es uno más. Y aquí están, pensándose mutuamente, estos furtivos perros de la noche, corazones desiertos, vulnerables, pidiendo una estrella que los ilumine, un lugar en donde la mentira y el engaño hayan sido expulsados, alguien en quién confiar, un edén en el cual puedan olvidar este desierto de hostilidades, el lugar de los sueños perdidos o nunca alcanzados. Y debe ocurrir antes de que la madrugada se haga presente para decir basta a este juego en el cual se han enredado. 

Entonces ella decide, y decide lo mejor. Apoya sus labios en los del muchacho pecoso, porque ve la timidez desplegándose inocente en la confusión de sus emociones, y avanza dándole confianza antes de que dude, porque esta noche ella desea olvidar la amistad para convertirla en algo mucho mejor, y está segura de conocer el camino por el cual se llega. Y él se deja llevar por ese sendero. Siente el calor de la lengua que avanza, áspera, rugosa; es una fantasía extraña que lo acaricia por dentro. Y cierra los párpados, aprieta fuerte el cuerpo frágil, y siente los dos pechos blandos que se aplastan contra el arco sólido de su tórax. 

Y luego, ambos, sosteniendo el abrazo, siguen prodigándose besos que surgen de la ternura, esa palabra desconocida en sus vidas. Y después apuran caricias que no usan desde hace mucho tiempo; se reconocen con las manos de un modo diferente, utilizan un lenguaje gestual que casi desconocen, distinto, inmaculado y de una extrema inocencia. Se aferran, están enfrentados, se miran, no quieren separarse. Ella sonríe liberando todo su esplendor. Él apenas, pero es suficiente. Los ojos le brillan y se le forma un hoyo pequeño en cada mejilla. Lorena le pasa el dedo por la piel canela del rostro, curiosa. Justo por ahí, por esa hendidura que nunca le había visto.

—Iván, no dejes de abrazarme, me hace bien.

—¿Todavía querés desaparecer?

—Ahora no, después no sé. No quiero pensar en después, me importa solo lo que me está pasando ahora.

—Y ahora, ¿qué es lo que te pasa?

—No sé. Pero es lindo, Iván, muy lindo.

—Es la primera vez que me besás.

—Sí…, es raro, ¿no?

—Es extraño, Lore… quisiera que este momento no se termine.

—Tenemos toda la noche.

—Quisiera que fuera para siempre. 

—Vas demasiado rápido, Iván.

—Porque tengo miedo.

—¿Miedo a qué?

—No puedo dejar de pensar qué va a pasar mañana. 

—Shhh… —dice Lorena, y le pone un dedo en la boca. 

Ella lo quiere sentir más cerca, piensa que los sentimientos de Iván se le escapan. Sus manos se obstinan intentando retenerlo. Se siente una adolescente como él. Hace un rato se encontraba desolada y ahora no quiere desprenderse de él. Le coloca la mano sobre los labios, le impide hablar para no romper el encanto del instante. Luego se separa, se acomoda el cabello, lo toma del brazo, y le propone ir al hotel de la cortada, a unos metros de aquí, cruzando la calle. Los dos se sienten alejados de Trópico, están tan felices así, ni piensan en la posibilidad de que el polaco se pueda enterar de dónde están.

Tilo pide la habitación. 

Cuando la escarcha se agita en la turbulenta laguna de los pensamientos, se transforma rápidamente; es sensible a los cambios emocionales, su fragilidad vacila. Si algo similar al amor estalla tal cual lo hacen los soles en otras galaxias, los trozos de hielo se convierten en delgados hilos de agua, estos corren ligero, luego mojan, y como un perfume volátil se evaporan. Y más tarde, se transmutan en hebras de nubes extendidas por el cielo límpido de la memoria, para que esta nunca se olvide del instante de su creación. 

Conserva las imágenes de lo que pasó allí. Las más bellas son las de Lorena desnuda, a horcajadas de él, sobre su cuerpo largo tendido de espaldas en el lecho. La ve descendiendo y ascendiendo, mientras su sexo se entibia, en movimientos suaves, emitiendo gemidos, los cuales no pueden ser contados, ni enumerados, acontecimientos aislados que se reúnen en un todo. Entregada al deseo, con la vista perdida, sus brazos rectos, sus pechos blancos balanceándose como frutos maduros, sus palmas cargando el peso sobre él, jadeando, la melena larga cayendo en cascada, y ambos alcanzando el éxtasis. Y ella, por fin rendida, tendida sobre él, abandona su mano pequeña buscándole el cuello sin cuidado, en un movimiento que le parece interminable. 

Lorena que llora, que ríe. La que supo vencer al olvido para siempre. 

Tilo, antes de salir, le dice al conserje a través de la grilla de barrotes de la ventanilla de la entrada: «Tano, vos no nos viste, ni a ella ni a mí. Nunca estuvimos acá. ¿Entendés lo que te quiero decir?». Y el dueño del hotel alojamiento hace una disimulada mueca de disgusto, pero asiente con la cabeza, porque por un lado aprecia al muchacho, aunque por el otro quiere evitar las preguntas insidiosas del polaco.

Salen y cuando llegan a la esquina, la calle se queda a oscuras, los faroles se apagan. 

Los dos se miran bajo la tenue luz de la luna y no dudan. Deben regresar cuanto antes. No están en el club y el polaco no debe enterarse, por eso deben volver rápido. A un par de cuadras se encuentra Trópico. En la primera corren y luego, en la última, tratan de componerse caminando despacio. Lorena se ha maquillado en la habitación. Entran por separado, él lo hace un rato después.

Han puesto candiles en las mesas reemplazando las lámparas. El polaco está en el salón buscándolo a Tilo.

—¿Dónde te metiste, pibe?, que no te encontraba. Nos cortaron la corriente eléctrica.

—Estaba viendo cómo solucionar la iluminación de los baños. Ya les di instrucciones a los muchachos de seguridad.

—Bueno, entonces yo voy a buscar a la gente de mantenimiento, necesitamos que pongan el grupo electrógeno en marcha. —Lo dice rápido y luego se aleja hasta desaparecer por la puerta del fondo.

Tilo se acerca a la barra, se sienta y se da vuelta buscando con la vista a Lorena, mirando de reojo hacia la penumbra que esquiva los espacios entre las mesas. Todavía está sumido en una nube de emociones y estas no le permiten bajar completamente a la realidad. No puede sosegar aún los latidos apresurados de su corazón.

El rocío luce su poderosa seducción frente a la escarcha. Es el paradigma del amor, besa los pétalos de las rosas y libera el aroma de los jazmines en verano. Es un duende alegre, el luminoso prisma óptico que juega con los colores no bien un rayo de sol alcanza su esfera. Se brinda en miles de chispas brillantes como abalorios dispersos de plata líquida.

Tilo ahora ve, reflejada en el espejo, la silueta del vestido rojo tenuemente iluminada en la penumbra. Viene del fondo del salón, pasa por la mesa, toma la cartera y se dirige al centro del local buscando la salida para irse.

Cuando la escarcha hinca su extremo agudo entre las costillas puede herir al corazón. El daño que provoca en él es irreparable si lo alcanzan sus aristas frías y filosas. Las almas inocentes no pueden hacer nada ante su ataque mortal, quedan inmóviles cuando se aproxima la eficacia de su veneno.

Iván sale detrás de ella y grita su nombre. 

Ella se queda quieta. Él se acerca, le pregunta. Hay frases, explicaciones.

—No te podés ir —le dice Tilo.

La toma de los hombros. Ella está floja, lo deja hacer. No es Lorena, parece una extraña. Sus pupilas oscuras lo miran fijo, son dos gotas de metal. Su corazón femenino es un hueco ausente que no late, no hay sonrisa en sus mejillas. Tilo se inclina para darle un beso. Ella le coloca la punta de un dedo en el pecho y lo detiene.

La escarcha es algo que se renueva en la naturaleza a fin de otoño o en el invierno, en la estación más fría. Cuando las sombras lo van invadiendo todo se empieza a formar lentamente, y si arriba, desplegada sobre el espacio azul, está la moneda redonda de tiza, la labor de la noche es infalible porque convierte el agua en una sustancia sólida con su mejor arma: la tristeza

—Escuchame. —Su voz es lacónica, dulce y firme—. Hoy no estuve con ningún cliente, solo vine a despedirme de vos. Fue la noche más hermosa de mi vida. Te di lo mejor que tengo sin fingir nada, quiero que lo guardes como el mejor recuerdo de mí. Apenas sé escribir, no pretendas que te deje una carta. Ahora cada uno hace su camino. Vos vas a entrar por esa puerta por donde saliste. Ahí está tu futuro, sos joven e inteligente. —Se lleva un índice a la sien—. Un día vas a conseguir la novia que te merecés, ahora lo mejor es separarnos, es lo menos doloroso para los dos. No te des vuelta, ni se te ocurra mirar cuando me esté yendo. No me busques. Andate, porque las despedidas no deben ser largas. 

La escarcha es una capa delgada que cubre la superficie líquida, agua dura sobre el agua blanda, bajo la luz helada de las estrellas. En ausencia de calor que toque a las dos sustancias, estas quedan separadas inevitablemente.

Tilo la ha escuchado mudo, la entiende, le cuesta mucho, pero comprende. Se pone las manos en los bolsillos. Se da vuelta y empieza a retroceder. Es un metro ochenta y cinco de carne y huesos, un muñeco con la mente de trapo que obedece. No piensa. Siente un dolor muy intenso. Tiene un adoquín en cada pie, una varilla de acero de tres pulgadas de diámetro le envara la espalda, un trozo de uranio le pesa sobre los párpados, la puerta acristalada de Trópico está demasiado lejos. 

El tiempo se detiene.
 
Se siente vacío, por primera vez no sabe dónde podría esconderse.

El tiempo tiene mucha paciencia. La noche espera, vigila y aguarda mientras se engrosa el espesor de la escarcha. Se la debe asir con cuidado, si se quiebra daña la piel del alma, abre una herida, la sangre brota, tiñe, se derrama, e inicia su descenso en una fila de calientes gotas escarlatas.

Lorena se esfuerza en simular su arrogancia, gira hacia el lado opuesto, se sube las solapas del abrigo, acomoda la cartera sobre el hombro y comienza a caminar despacio y segura. Piensa en Tilo. Ha visto a muchos hombres vencidos por la carga de su mismo pesar. Ella también siente pena, pero no olvidará esta noche, la ha guardado en el cofre dorado de su vida miserable. 

Recuerda sin querer los tiempos de su infancia desgraciada, el rancho de chapa, el arroyo pestilente atravesando el barrio como una serpiente muerta, los perros flacos, el olor insoportable del agua estancada, los chicos descalzos, los disparos en la sombra, los gritos de su padre, la huida a escondidas y para siempre.

Está cansada, ha tomado una decisión importante. No va a venir nunca más por aquí, a prostituirse. Va a cambiar de profesión. Solo desea llegar a la pieza que alquila en la pensión, darse un baño y dormir. Mañana va a pensar en un nuevo rumbo. Tal vez lo mejor sería aceptar el ofrecimiento de su hermana para ayudarla en la peluquería. Ahí no es necesario saber escribir. 

Se promete que va a ir a buscar otro trabajo. A cualquier parte. Pero aquí no. Desliza los dedos entre sus cabellos, alza más la cabeza y sigue. Quiere pensar en algo lindo y no recuerda otra cosa que no sea la cara triste de Tilo.

La metamorfosis de la escarcha tiene ciclos infinitos, se congela y se deshiela. Los amores contrariados, endebles e imposibles acompañan el paso rutinario de sus transformaciones. 

Dos sombras se alejan una de la otra. El destino ha jugado el juego perfecto. Buenos Aires está a punto de despertar, ajena a este vínculo que se está haciendo pedazos. Dos almas más que deberán salvarse solas. El incipiente amanecer asoma su claridad por las torres de los edificios del Bajo despejando todas las tragedias nocturnas.

Tilo alcanza la puerta de entrada de Trópico.

La escarcha de la noche ya se está derritiendo, pierde sus contornos. La inminente aparición de los rayos de sol está por culminar la tarea. Las últimas lágrimas de agua fría resbalan hacia el vacío y desaparece por completo todo vestigio de su presencia. La soledad, una vez más, avanza, y avanza, y comienza a devorarlo todo.
 

Este cuento, publicado en la revista literaria "El callejón de las once esquinas" (ESPAÑA, Zaragoza, trimestral, Nro.  6) pertenece al libro Escarcha. 

El valle del sueño



Está parado en medio de la nada, pisando el terreno blando, mientras aletean pequeños pájaros en el cielo. El largo camino de tierra que llega hasta aquí se pierde en el horizonte. El coche que lo ha dejado en esta soledad es un puntito negro que se va perdiendo en el paisaje. La aldea chata descansa en el silencio de la tarde a un costado del río que la esquiva en su trayecto sinuoso por el valle. Mira en derredor: todo le recuerda a un pueblo típico del interior de Buenos Aires, casi igual que este, envuelto en silencio, alejado de todo.
Ha sido un niño adoptado, sus padres se lo han dicho, pero nunca han querido hablarle mucho acerca de su verdadero origen; ha discutido por eso con ellos, ahora están algo distanciados. Desde hace algunos años, ha realizado averiguaciones; está en pie de guerra contra todo lo que se oponga a ocultarle su memoria personal, su origen, una batalla se le ha desatado en el alma. Necesita encontrar su propia historia, por eso está aquí.
 
En el bolsillo guarda una foto en sepia, un trozo de carta escrita con tinta color violeta, una dirección, el nombre de su hermana. Esta es toda su fortuna. 

La misteriosa aldea a la que ha llegado se llama Kalachi. Está casi perdida en el norte de Kazajistán. Él no sabe ruso ni kazajo, pero su hermana Milenka balbucea un castellano modesto; él confía en que sea suficiente para abrir las ventanas de la claridad que su dolor necesita. Con modales suaves, ella lo recibe en la puerta de su casa y lo hace pasar. Su hogar es acogedor. 

Él entra con el ceño fruncido, pero intenta no exteriorizar toda la angustia acumulada por tantos años de búsqueda. Lleva mucho tiempo detrás de la palabra que le cuente cómo eran sus padres, que le diga quién es él. Trae la esperanza casi gastada por el recorrido, pero de todos modos viene en busca de este sendero sanador. Sabe que ellos fallecieron, pero su congoja, su ansiedad, esperan en silencio que salgan, de los labios de su hermana, los sonidos que anhela para poder armar algo, más que nada la semblanza de su madre Sasha, la del pequeño retrato que trae consigo.

Están sentados en la sala principal. Las amplias cortinas de las ventanas filtran la luz del sol generando una amable penumbra. Conversan largamente mientras toman el té. Ella sirve tostadas. Hay dulces para untar, panes que esparcen sus aromas entre el mobiliario rústico. El encuentro se extiende toda la tarde. 

Serguei piensa, luego de escuchar el relato en la voz suave de Milenka, cuánto tiempo le va a costar componer su historia después de todo lo que aquí ha oído con atención, luego de asimilar esas palabras que ha esparcido la dulce sonrisa de su hermana.

La larga charla se ha prolongado hasta el anochecer, es tarde y llega el momento de la despedida. Él sale de la casa agradecido; lleva, en sus oídos, dulces palabras para su corazón, calma para su desasosiego. Por primera vez en años, siente que se aplaca la desazón de su universo. Le llevará tiempo, sin duda, armar nuevamente la verdadera figura de su vida. Su cerebro bulle, pero su corazón rebosa de entusiasmo. 

Una vez que llega al dormitorio que ha alquilado cerca de lo de su hermana, se acuesta y apaga la luz. Sin embargo, tiene los ojos abiertos, no se dormirá sino hasta la madrugada. Comienza, por fin, a pensar en su madre, en el origen de las cosas; no sabría decir si está feliz o no, tiene sentimientos encontrados. Su corazón se ha agitado después de todo lo que le ha contado su hermana, no logra escapar de la emoción que lo embarga; no sabe cuál fue la última vez que, como ahora, tuvo un nudo en la garganta. Se pasa los dedos por las mejillas para quitar la humedad que le baja, sin querer, de los ojos cansados.

Se siente raro aquí, en la oscuridad, en el silencio, en la soledad de la habitación, en esta aldea perdida cerca de la Siberia rusa, lejos de donde ha nacido. Se pregunta si este encuentro es la primera victoria. El enemigo es escurridizo. La palabra “memoria” se le despliega como un cartel delante de la frente, sus labios se mueven tímidos en un intento de pronunciarla, como cuando era niño. Es lo último que recuerda antes de dormirse.



En esta tarde del segundo día de visita, va con su hermana al pueblo vecino, que se llama Krasnogorsk. La temperatura es agradable, estima que hace más o menos veinte grados. Ella va montada en su bicicleta color azul con portaequipaje y le ha ofrecido la verde a él. 

Ella le cuenta que no llegó a ver la época dorada de esta ciudad. La mina de uranio, que tuvo su esplendor en aquel período, cerró a fines de los ochenta, hoy se encuentra abandonada, los edificios son algo más que escombros. Solo hay un grupo que se mantiene en pie, aunque derruido. El resto del pueblo permanece en ruinas. 

Su hermana está alegre, se le nota en la sonrisa, tal vez sea algo natural en ella. Le enseña esta ciudad fantasma. Las edificaciones muestran las huellas de los bombardeos. Las ventanas son ojos rectangulares, cuencas vacías, las paredes están picadas por la viruela de los disparos. Los bloques de hormigón se han derrumbado, los tendones de hierro están cubiertos de óxido, expuestos al aire como cuerpos desarticulados a los golpes, excluidos en los contornos de la ciudad, el sitio en que habitualmente está destinado a los cementerios.

Llegan y miran hacia el interior de uno de los edificios. Se ven los trastos de la gente que vivía aquí, bolsas, ropa vieja y sucia, objetos de plástico, botellas de vodka vacías, una muñeca rubia con un vestido corto sin mangas color celeste, dibujos hechos en papeles coloreados por los niños, ahora desteñidos por el clima, por el paso de los años, pegados en las paredes, rotos.



Regresan con las bicicletas a la aldea y Milenka le comienza a contar sobre la vida en Kalachi. 

—Aquí padecemos de un estado extraño, todos tenemos miedo a quedarnos dormidos en cualquier momento. Algunos han llegado a dormir durante una semana entera: bebés, niños, adultos. Las autoridades conocen las razones, pero no han podido convencer a todos. La mitad todavía habla de fantasmas, la otra mitad le echa la culpa a la mina de Krasnogorsk. Hay un temor general que nos cubre como un cielo de espanto del que es imposible salir. 

»La gente se cae como borracha y se queda dormida en la calle, en cualquier lugar; los niños, también. Por eso, los que pueden se van; los que no, se quedan aquí. Esta es una aldea pobre, no es fácil levantar todo e irse, no todos pueden y hasta hay algunos que prefieren quedarse y morir aquí. 

»En cualquier momento, cualquier chico puede dormirse. En el único colegio municipal donde se dictan clases se han quedado ocho niños dormidos en esta semana al momento de tomar lista antes de entrar a las aulas.

Serguei observa, piensa que la aldea, de todos modos, es bonita. Todas las casas tienen techos de tejas a dos aguas, todas tienen chimeneas, queman leña en los hogares para pasar el crudo invierno. Su hermana dice que hay nieve en la estación fría por estos parajes. Las viviendas son bajas, humildes, las calles son de tierra. Parece un pueblo olvidado de la mano de Dios.

La gente cría aves de corral, gallinas, patos, gansos. Hay charcos por aquí y por allá, desordenados, donde estos animales toman agua. Los caballos, libres como la lluvia, hunden sus hocicos para alimentarse con la gramilla verde que empieza a notarse en el campo que rodea al pueblo. Los terrenos tienen cercas construidas con tablas de madera oscura para demarcar límites.



A Serguei le gusta escuchar a Milenka. Ella es joven todavía, está vestida con una calza negra, calcetines rojos, ojotas de tiras color verde, remera roja de cuello redondo y un pullover abierto color gris. Es rubia y de tez muy clara, tiene los ojos celestes, es delgada, bonita, de sonrisa fácil. Han ido hacia la orilla del río, dejan las bicicletas a un lado y se sientan en el pasto a conversar. 

Es junio y está empezando el verano. La temperatura es agradable, los pastizales estallan de colores pasteles. El río es parcialmente navegable, hay habitantes de la aldea pescando de este lado de la costa, no hay botes, ni muelle, ni puentes. Lo pueden hacer en esta época porque el curso del Ishim, aquí, está helado en invierno, de noviembre a abril. La corriente se desliza por esta llanura con la misma parsimonia de los aldeanos. El transcurrir lento de la vida de los habitantes copia el movimiento tranquilo del agua. 

Él no conoce este sitio alejado del mundo. El movimiento aparece cuando ve a los niños y a los pájaros: algo que corre, vuela, aletea, algo que se anima al calor del sol que entibia la sangre y provoca trinos y risas. Lo asocia con la sonrisa de su hermana. 

Mientras la escucha, sus pensamientos comienzan a sumar nuevos hilos a la trama de su biografía. Es un titubeo de la memoria, todavía. Sasha ha concebido a Milenka aquí. «¿Cómo reconstruir mi historia —piensa Serguei— después de tanto tiempo?». Madre e hija han vivido juntas aquí, pero él, es un extraño que ha venido de lejos. Le hubiese gustado compartir con ellas el paraíso que tiene ante sus ojos.

Todavía hay algo de hierba color cobre, casi marrón y el calor es tolerable. El río se desliza sin hacer ruido, ni siquiera susurra en el silencio que invade toda la aldea y las praderas que la rodean. Solo transitan por este mundo misterioso algunas bicicletas, algunos carros, y eventualmente la única ambulancia del Centro de Salud, donde Milenka trabaja como enfermera.

De repente, en esta tarde espléndida, comienza a soplar una brisa suave y se ven algunas nubes oscuras que van cubriendo el cielo. Milenka no dice nada, pero Serguei nota un cierto estremecimiento cuando ella levanta el rostro hacia el cielo. Se ha puesto seria. Es la primera vez que él lo nota: tiene una línea horizontal y delgada en su frente. La brisa viene de la mina abandonada.

—Serguei, regresemos —dice ella, mientras toma la bicicleta.

—Como tú digas Milenka. ¿Pasa algo malo?

—Nada, pero es mejor si nos vamos.

Ella pedalea presurosa, casi sin hablar; él no se atreve a preguntar más, no sabe qué le pasa, pero la ve un poco preocupada. Se lo dice, pero su hermana solo le cuenta una vez que están dentro de su casa.

—Han quedado ahí abajo, en la mina, dicen los más viejos, muchas estructuras de madera. Luego las lluvias han llevado sus aguas a esas profundidades infernales. Parece que allí esos elementos se fusionan con un amor tan fuerte, que engendran un gas temible. Y lentamente emerge por esos túneles subterráneos, aún no del todo cerrados y, cuando algún viento o alguna brisa leve los trae a la aldea, nos aturde el cerebro y la gente se duerme. 

»Hoy, al Centro de Salud llegaron varios niños. Uno está en la cama de la sala que yo cuido, parece como a punto de dormirse; es una pena verlo: se le cierran los ojos, los vuelve a abrir cuando le hablan, le cuesta estar parado, se tambalea. Yo lo levanto con esfuerzo, pero, pobrecito, es más fuerte que él, se recuesta nuevamente y duerme. Los niños no pueden estar parados, se caen, no aguantan de pie, es como si estuvieran borrachos.

»Otro niño se ha caído de sueño camino al colegio, los amigos lo ayudaron a levantarse y lo llevaron a su casa porque se tambaleaba, no recuerda nada más. Algunos duermen hasta una semana. Los médicos no encuentran síntomas neurológicos preocupantes y los devuelven a sus casas.

»He atendido más de veinte personas la semana pasada y durante el invierno fueron sesenta. Hubo algunos que se han dormido en la nieve, nadie los ha visto caer y han muerto congelados. 

»Lo peor de todo es que tienen alucinaciones, algunos dicen que tienen caracoles encima, otros dicen que sienten que les va a explotar la cabeza, parece un manicomio. Y yo sé que es cierto porque el año pasado yo también me he quedado dormida.

»Serguei, no aguanto más, estoy abrumada. Tengo miedo de volverme loca.



Olga es una de las vecinas más antiguas de esta aldea conocida como «El valle del sueño». No tiene rasgos eslavos, sino mongoles. Mira parada desde la última esquina de esta aldea hacia el grupo de niños que está en el prado. Tiene las manos en la cintura. Es gorda y de grandes pechos, viste su figura con varios vestidos largos, de faldas amplias y coloridas. Su rostro de tez cenicienta tiene rasgos achinados. Asoman por debajo de sus ropas largas el extremo de unas calzas blancas, casi llegando a sus zapatos cerrados. Tiene cintas de colores con dibujos rebuscados en la cintura y dos cintas del mismo tipo cosidas a su blusa como tiradores. Con su mirada fija vigila desde lejos a los niños. 

Allí, sobre el prado, el bullicio de los pequeños alegra el canto de los pájaros del valle. Están vestidos de colores vivos y bailan una danza milenaria: alzan sus piernas, se desplazan abrazados por las cinturas. Este baile se hace entre todos, ellos por aquí, ellas por allá. Se mueven y zapatean al ritmo de esa música extraña que brilla con los sonidos de los cascabeles y las panderetas. Parece un día de festejos. Llevan puestas sus sonrisas en los labios y la alegría se define en sus mejillas rosadas. 

Delgados filetes de nubes blancas cruzan el cielo celeste de este lugar mágico, marcan una traza de límites infinitos; el pizarrón del firmamento ha sido cruzado por líneas de tiza color blanco. Pero, ¡cuidado!, que por allí se asoman los puños cerrados de este dios que determina sobre quién caerá hoy el rayo de la temible enfermedad del sueño. Los niños no lo han visto aún. Olga sí, su espíritu se ha resignado a verlo una vez más y espera el desenlace de este nuevo trance, de esta nueva prueba que se les impone.

—¿Será la fiesta, la alegría, el baile, lo que molesta a los dioses? Nadie lo sabe ni lo pregunta. ¿Por qué ha pasado la historia por aquí y nos ha dejado en este lugar, en los arrabales de la civilización, con este estigma? ¿Cuál fue el pecado para este castigo? Tal vez sean pocos los libros religiosos que tenemos, o en todo caso será necesario levantar cúpulas y campanarios para que nos protejan de esta feroz epidemia.

Entonces, como ha percibido Olga, la danza se interrumpe, un niño cae como si se le hubiesen aflojado los ligamentos de las piernas. Un muñequito se ha desarmado en lo alto del prado. Los demás dejan de reír y tratan de levantarlo. Olga ve, en esos rostros infantiles, el comienzo de esta tragedia que se repite, que golpea a este pueblo de campesinos. Una fuerza celestial le pesa sobre los párpados al angelito caído. Este niño es el elegido de hoy entre los que forman ese grupo. Olga comienza a caminar para sumarse a la ayuda. Entretanto, se pregunta, cuál habrá sido el error cometido aquí, para que tengan esta condena. Va, entonces, en busca de esta almita que se está durmiendo, para entregarlo a su familia.



Milenka quisiera que Serguei la llevara a la Argentina, pero no se lo dice, le parece algo imposible. Sería casi un sueño que se fueran juntos de aquí. Ella también tiene miedo de quedarse dormida. 

Estos días, para ella, han sido maravillosos. Ha disfrutado de su compañía, de las largas conversaciones con él, de los paseos en bicicleta, de su compañía al lado del río. También algunos de sus gestos, de sus rasgos, le han resultado parecidos a los de su madre. Antes de morir, le ha dicho: «Hija, si algún día viene, dile que me perdone por haberlo abandonado, he estado obligada a dejarlo y me he llevado esa culpa a la tumba». También le ha dejado cartas que él ha devorado, leyendo en su habitación antes de acostarse.

Ella ha observado cómo él enhebra su historia en las profundidades de su mirada, ha comprendido su lucha interna, se ha empapado en la bruma que su nostalgia trae de Buenos Aires. Tiene un duende escondido que extraña el lugar que lo aguarda en su bosque. Esas cosas que solo saben percibir las mujeres.

Tal vez por contagio sentimental, ella está sorprendida, porque ha comenzado a soñar con esa ciudad enorme que nunca ha visto, que su hermano trae en el alma. Está contenta porque sabe que ahora la conoce un poco más, aunque sea a su manera, transformada por sus ilusiones de niña, mezclada con los relatos de su hermano y de su madre. Le gustaría estar allí para escrutarla con sus propios recuerdos en la mano. Sabe, de todos modos, que solo es un sueño; por ahora agradece verla aquí en los ojos de su hermano. Allí también vivió su madre antes de que ella naciera, está en una llanura al otro lado del mundo. Tal vez la curiosidad se le haya empezado a despertar, tal vez ella esté empezando a querer conocerla más.
 
Se pregunta si Serguei ha venido solo a conocer el lugar en que está escondida parte de la vida de su madre, o tal vez a buscar rastros afectivos que ella, su hermana, le pueda proveer, aunque no sabe de qué modo. Su hermano es muy serio y, a veces, se encierra en el cofre de sus sentimientos bajo siete llaves. Todo esto tampoco se lo ha dicho, no lo han conversado, solo ella se da cuenta porque lo ha percibido en su retina, siente que él trae dudas pegadas a la piel.



En la sala de la casa de Milenka, esta mañana están sentados frente a frente los dos. Se han contado mucho y ahora están callados, tomando té. Serguei se está despidiendo; esta noche viaja de regreso a su país.

Él ha estado buscando a tientas todos estos años, peleando por conocer su pasado, apretando las muelas todas las noches. Vino hasta aquí para saber, para quitarse este cangrejo que le atenaza las tripas y ahora no sabe cómo seguir. Se pregunta dónde continúa la próxima batalla de esta guerra en la cual el enemigo está dentro de él, en Kalachi o en Buenos Aires. Pero no se lo dice a su hermana.

Entonces, sin meditarlo, como pensando en voz alta, deja el pocillo sobre la mesita y le dice algo que no tenía pensado, fuera de lugar:

—Milenka, te necesito.

De inmediato él se extraña por lo que acaba de pronunciar, no sabe qué agregar. 

Entonces es cuando ella lo mira como lo hacen las mujeres. Tiene ganas de decirle que ella también lo necesita, pero no lo hace porque no se anima a agregarle una carga más a las que ya tiene. Sin embargo, no puede contener sus sentimientos: se lleva las manos blancas para taparse la cara, se le llenan los ojos de lágrimas. Trata de componerse alisándose un mechón de pelo rubio. Lo mira tratando de armar nuevamente su sonrisa para que la recuerde así, no quiere que su hermano sienta culpa. Lo ve desolado, buscándose a sí mismo todavía. Ve cómo la duda corre por sus ojos, ve de qué modo tiene el alma dividida. 

Pero, además, percibe en el fondo de sus ojos una posibilidad mínima, otro modo de decir que sí. Entonces se anima:

—Tengo miedo, Serguei; si me quedo, me puedo quedar dormida.

Y él la mira, sigue sin saber qué decir, pero se da cuenta de que su hermana está accediendo a su pedido, se da cuenta de que le está pidiendo que la lleve con él, fuera de esta aldea de somnolientos, que la lleve con él a Buenos Aires. 

Él piensa en todas las cosas de que han hablado, cosas a las que ella ha accedido después de pensarlo, si es que él quisiera, aunque él sigue con dudas, todo es confuso en su cabeza: trámites, ADN, estudios, pasaportes, desarraigo, un trabajo para su hermana en Buenos Aires… Está confundido y también tiene miedo, es un miedo a decidir, él tiene que decidir y el tiempo se acaba; ella ya ha decidido. Es verdad que tiene solamente para él los pasajes de regreso, pero no pasa por ahí el miedo. Piensa en Milenka, se busca excusas.

«Será este el camino correcto para terminar de apagar el fuego de esta guerra que me quema», se interroga. 

De esta pregunta salen sus miedos. Es hombre y le cuesta decidir.

La mira y le dice.

—Vamos, Milenka. Yo te ayudo a preparar la valija.


Este cuento publicado en la revista literaria "El callejón de las once esquinas" (ESPAÑA, Zaragoza, trimestral, Nro. 5) pertenece al libro El sonido de la tristeza.