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Dos noches

 





Afuera llueve desde hace dos noches y el agua le da brillo a las baldosas y a los troncos de los árboles. Dentro de alguna de las casas de esta ciudad enorme estarás frente al espejo seco de tu cuarto silencioso, mientras las gotas salpican los vidrios de tu ventana triste.

Mi lápiz raspa el papel como una jeringa ciega, y yo, volando por razones errabundas, me demoro con la cabeza tumbada sobre esta mesa melancólica, mientras apoyo la yema sobre el extremo romo, sobre el extremo mudo del prisma de madera azul, sin entender qué debo escribir ni cómo expresar el deseo de verte. 

Esmerada en inflamar mi memoria, tu figura danza en mis recuerdos huérfanos como una llovizna fría. Tu rostro apenas es un óvalo de perímetro difuso. Aún no nace la humedad de tus labios; no se resuelve con claridad el recuerdo perfecto de tu aroma gris. En mi interior hay un tironeo feroz por apropiarme del dibujo filoso de tus rasgos y por recuperar la cercanía de tus ojos exiliados.

Entretanto el viento sacude las hojas mojadas, yo, acotado en la oscuridad de mi cuarto roto, te imagino tremendamente lejos de mi reclusión en esta cámara ciega. Afuera llueve y no me atrevo a salir de la celda brutal del desarraigo, con toda la ausencia que hoy nos separa.


Este relato pertenece al libro todavía no publicado Lana hueca.

Regreso

 


Por mostrar cierta hombría nos mantuvimos serios durante el temporal. Tomados del pasamanos de la cabina soportábamos los barquinazos. El timón no obedecía, el torrente de agua barría la cubierta y se retiraba por la borda.

El miedo rondaba en la bodega, el viento azotaba el puente, el mástil y las barandas. Las horas resbalaban mojadas encima de nuestros capotes, las ideas se tornaban confusas. Como trapos empapados por el temor y el temblor nos dejábamos llevar por la bestia marina que no cesaba de hamacarse con violencia mientras en nuestros pechos sentíamos el golpe de los ramalazos de que se nutre la muerte.

Todos rogábamos que este no fuese el viaje definitivo luego de tantas prolongadas ausencias, tempestades odiosas, soledades inevitables y otras desgracias marinas. Sin embargo, la vieja embarcación no soportó los embates, la quilla crujió como un hueso fracturado y el casco se quebró por completo.

Despedazado el barco, pudimos alcanzar las sogas del bote de goma que no paraba de zarandearse. Ya encima y sin sacarnos los chalecos remamos con desesperación para alejarnos lo más rápido posible. Apretamos las mandíbulas al ver hundirse completamente el último palo del crucero “La triste soledad”. Esquivamos témpanos. Fue inútil gritar entre tanto ruido de relámpagos.

La angustia de morir ahogados nos hizo callar, fortalecer los músculos, estirar los tendones. La vida y la muerte golpeaban la capota de la balsa con un tironeo como de manotazos. El cielo y el mar continuaron su danza, las nubes endiabladas zapatearon con sus truenos de color violeta. Pero poco a poco se fueron alejando.

Después de cinco, quizá seis horas, el agua dejó de moverse y nosotros, exhaustos, nos asomamos a la claridad de la transparencia náutica. En el seno del líquido azul nos rodeaban bancos de peces, crustáceos, moluscos recubiertos por capas de roca milenaria, y hasta tiburones de aletas veloces, dentellados en las maderas rotas por el frío de las olas.

Una noche y un día después apareció el pesquero chino. A bordo nuevamente sentimos la finitud de la vida, la precariedad de la existencia. Algunos agradecieron a Dios, arrodillados, otros lloraron. Como el mar no es confidente yo preferí guardar mis secretos, atravesado por la vergüenza de quien le tiene miedo a la muerte.

De regreso reflexioné. Un movimiento imprevisto, un sacudón, pudo dar vuelta el bote. Hay cosas incomprensibles. Desvalido por momentos, por momentos cobijado, la fatalidad me daba una segunda chance de seguir vivo quién sabe por qué designio venido desde dónde.

Ahora, después de todo el trayecto hasta llegar al reparo del agua serena de la caleta, recuerdo mejor. Te escribí millones de versos mientras navegaba por los mares del sur, para sentirte cerca, para recitártelos al regreso, y los escribí con tanto ardor que cuando estaba por entrar a nuestra casa sentí que el aire estaba por romperse dentro de mis pulmones.

Sin duda hubiese sido terrible morir en ese preciso instante, en el portal de nuestro hogar, pero peor hubiese sido que la presencia de mi voz se quedase atorada dentro de mis mandíbulas y, de repente, estando yo mudo sin remedio, vos no me pudieses leer en los ojos todo lo que tenía para decirte.


Ya en la cama, por la noche, ambos debajo de la manta y antes de dormir, mientras tu mirada recorre mis papeles, pienso en el naufragio, en mis manos grandes, en mi piel áspera carcomida por la sal y en mi barba de cuatro meses.

No te hablé de la tragedia. Los marineros callamos por supersticiosos. Prefiero guardar silencio y observar cómo tus dedos se deslizan entre las páginas escritas con la pobreza inevitable de mis versos.


Este relato pertenece al libro todavía no publicado Lana hueca.

En el limo



Tengo ganas de tirar una piedra para romper esa estrella, esa endemoniada estrella que me trae el recuerdo horrendo de una herida vieja que se oxida en mi soledad, la soledad de una culpa antigua, una culpa mayor que arde más que el roce de la vara que antaño yo hendía en el limo pegajoso de tu vagina agria. 

De errar el tiro quisiera agujerear el cielo o provocar alguna catástrofe. Ya sé que ese cielo no soltaría ni una queja. Ya sé que poner patas arriba al mundo no soluciona nada. No sé por qué pienso que con esta irrupción de furia se puede perdonar mi abandono, justo en la escena de tu momento final. Colmado de asco no merezco ni la sal ni el vino y mucho menos la caricia de la aurora. 

En vano esta rabieta infantil se agota en mi pequeña locura por el acontecimiento irreversible de tu muerte. Acaso este ataque de asfixia se deba sólo a no poder responder con la palabra justa a tu mirada ciega, ni a escuchar el grito mudo de tus ojos en medio de mi noche oscura, ni a tocar el desierto mineral en que tu piel se ha convertido.


Este relato pertenece al libro todavía no publicado Lana hueca.

Lluvia



Hacía días que los yaganes buscaban la orilla de un río para beber. Tenían mucha sed. Las mujeres habían trabajado mucho machacando raíces y ramas de plantas carnosas. De esa labor obtenían un jugo verde y después lo volcaban en el cuenco de madera. De ahí tomaban. Pero no era suficiente, la tribu entera se estaba debilitando.

Por el laberinto de cavernas se coló un susurro, un rumor parecido al rasqueteo producido por un animal con garras arañando un tronco, un ronroneo persistente. La memoria colectiva del grupo no reconocía ese ruido lerdo, suave, continuo, terso, no tenía en su recuerdo algo semejante. Sin duda era un sonido nuevo y el hombre, el de mayor altura, quiso averiguar. Dejó el morral de cuero de guanaco colgado de una saliente en la roca y se desplazó con cautela en la penumbra guiado por la bruma del día acumulada en la entrada. Era una luz gris, como si en vez del mediodía estuviera cayendo la tarde en la bahía, al norte de la isla. 

La curiosidad lo hizo avanzar y llegó a la salida junto con el resto: tres ancianos, siete jóvenes y dos chicos. No bien estuvieron afuera se les pudo notar con claridad el asombro en los ojos. Las gotas caían con desgano sobre los árboles del bosque denso y los arbustos gigantes movían el follaje cediendo al empuje de la brisa helada. En la cumbre de la vegetación se abrían manchones de cielo acerado y en la turba del suelo se iban formando hilos de líquido desplazándose por la pendiente del terreno. 

De a uno se fueron animando y se unieron en un claro. Dispuestos a caminar en círculo, comenzaron a cantar en voz alta las vocales conocidas: aquellas utilizadas en los llamados al ataque en medio de una cacería, o para dar órdenes durante la pesca entre los fiordos peligrosos del estrecho. Elevando las cabezas se juntaron más y más hasta el punto en el cual las pieles de zorro con las que estaban ataviados entraron en contacto. 

Todos los pies golpeaban el piso blando y subían y bajaban con un ritmo monótono. Se hundían en el lodo y el lodo se volvía charco. Se mojaban. A la intemperie, la piel desnuda de sus cuerpos tomaba el brillo metálico del lomo de las focas. Algunos levantaron los brazos y los demás se animaron a hacer lo mismo. Cada vuelta la ejecutaron con creciente velocidad, casi con desenfreno. Su entusiasmo aumentó, alcanzaron el éxtasis y a continuación se dispersaron. 

Las mujeres se apresuraron a atar un puñado de hojas enormes arqueadas hacia la hierba, en indudable actitud de reverencia. Luego se metieron en las cuevas, sacaron el cuenco y lo pusieron debajo. 

El chorro de agua de lluvia se deslizó a lo largo de los tallos y ellas quedaron asombradas por la rapidez con que el tosco recipiente se llenaba mientras los otros seguían bailando, alzando las manos y emitiendo gritos con la letra «u», porque se trataba de una letra mágica, y era, además, el signo elegido para agradecer a los dioses cuando se producía un nacimiento, o la aparición de la lluvia, o la señal de dolor compartida en el momento culminante de la ceremonia de la muerte, celebrado con animosidad en el osario sagrado de la Tierra de Manu.


Este cuento pertenece al libro todavía no publicado Lana hueca.


A mano alzada

 


Por qué estoy siempre yéndome, cerrando puertas detrás de mí, o huyendo de improviso de ámbitos serios, escondiéndome bajo un sombrero de bandido, de manera hosca, como un imbécil. Hace poco me escapé de uno de esos lugares valiosos con mi libreta de apuntes disimulada en el bolsillo interior del saco, dejando unos papeles encima de un escritorio y una absurda nota de despedida. Hasta la silla que ocupaba se debe haber asombrado de mi actitud. Dejé escritos a mano alzada un par de textos casi escolares, de lo más idiotas, mal redactados, desprovistos de un propósito firme, lo cual impedía cualquier lectura sensata. Así de simple, triste y apresurado. Un papelón.

Hubiese querido dejarte un saludo, María, pero mi estupidez y esto de hacer todo sin meditarlo antes me conduce a estas situaciones imposibles de reparar, hiriendo a quien no lo merece. Debí planear otra cosa, por ejemplo, pedirte que vinieras conmigo, a pasear por los arroyos del Delta o a conversar en los bares del puerto. Te hubiera regalado una caja de lápices y un tanto así de hojas en blanco para escribir algo juntos, en un atardecer lluvioso, con una jarra de café caliente y una taza de cerámica llena de azúcar, en alguno de los bodegones del Bajo.

En esa tarde ficticia pasaría gran tiempo mirándote a los ojos. Conocería por fin tu rostro. Seguramente te pediría que me cuentes o que me leas algunas páginas del libro que más te gusta. En esos instantes imaginarios podría verte por dentro, sentir el tono de tu nervio al cantar la prosa y, quizás, tocar el vapor de tu aliento. Porque hasta aquí me da la posibilidad de entender. Sólo me es posible hilar este pensamiento mínimo a la luz de la lámpara de tulipa color crema apoyada en la esquina de la mesa, en esta noche cálida de diciembre, frente a una página con tus palabras escritas de puño y letra, con esas maravillosas palabras que me arrugan el corazón con su delicada caligrafía.


Este cuento pertenece al libro todavía no publicado Lana hueca.

Fantasmas



Escribir ficción, a veces, libera fantasmas que nos habitan sin saberlo y somos nosotros quienes e
ntonces en una resistencia no del todo firme atinamos a espantarnos, o al menos a tomar distancia, alejándonos del mundo imaginario que hemos creado, como quien sufre una pesadilla. 

Uno quiere hundirse en el lodo y dormir cubierto de barro, en silencio, porque el silencio es más poderoso sin duda que el barullo generado por tanta cosa demoníaca o alucinada que ha venido, sin que la llamen, a despertar los miedos o quizás las culpas que mueven el lápiz, con una precisión de cirujano, ejecutando una operación inesperada que nos muestra la podredumbre oculta en nuestro hueso o algún tumor que necesita ser amputado. 

Es así que los escritos se vuelven indecentes o se pudren en los estantes porque, por temor tal vez, abortamos estas ideas que irrumpen como un impulso tóxico dentro de la mente o como un tajo emocional, sin sustancia ni sangre, ya que no son literatura sino el esperma apresurado de nuestra naturaleza animal. Y uno no es un monstruo. Y además debe protegerse para no caer en la locura.



Este relato, publicado en la revista "Nüzine" (MEDIUM, dic. 2019) pertenece al libro todavía no publicado Lana hueca.

Voy a buscarte



Es apenas un estorbo de temor, ya que no existe lo imposible. Esta vez intentaré una estrategia diferente. Acaso me vista con las ropas descoloridas de los olvidados y salga a buscarte por las calles empedradas, como un extraviado nocturno, eludiendo las aureolas de los faroles encendidos, paso a paso, protegido por las sombras a donde suelen acudir los rotos de la plaza.

En la recorrida a deshoras voy a indagar a través de los escaparates de las vidrieras opacas con el afán de encontrarte recostada en los recovecos de las estanterías color sepia o apoyada en los rincones de las cajas o subida a los estantes elevados. Me han dicho que te han visto pero en mi cabeza se acumula la duda. Una voz incrédula oculta en la maraña de mis pensamientos me advierte de una nueva desazón con un carácter similar al crujir de la escarcha. Un soplo de labios escépticos se adelanta a la burla.

Y me quedo pensando en tantas quimeras esquivas que me han hollado arrugas en la frente al ser excluido de esos ámbitos exclusivos, con la escolta de las lámparas amables, vedado mi acceso a esos círculos íntimos, casi elitistas, en los cuales son admitidos solamente quienes cuentan con algún diploma que los acredite, como quienes pertenecen a la estirpe o tienen apellido patricio.

Pero me repongo incubando el deseo de no perderte en medio del entorno e imagino tu perfume novedoso, por lo cual me parece oír música en mis oídos atentos, mientras te descubro, con un pequeño arreglo en la espalda y envuelta en tu vestido recto de colores elegantes. Cedo a la tentación y acerco mi mano para tomarte en forma delicada y, al contacto, luego de observar el brillo con el que te han acicalado, me apuro a recorrer con un estupor difícil de explicar, todo lo que estás apunto de contarme, página por página.


Este relato pertenece al libro todavía no publicado Lana hueca.