Hubiese querido dejarte un saludo, María, pero mi estupidez y esto de hacer todo sin meditarlo antes me conduce a estas situaciones imposibles de reparar, hiriendo a quien no lo merece. Debí planear otra cosa, por ejemplo, pedirte que vinieras conmigo, a pasear por los arroyos del Delta o a conversar en los bares del puerto. Te hubiera regalado una caja de lápices y un tanto así de hojas en blanco para escribir algo juntos, en un atardecer lluvioso, con una jarra de café caliente y una taza de cerámica llena de azúcar, en alguno de los bodegones del Bajo.
En esa tarde ficticia pasaría gran tiempo mirándote a los ojos. Conocería por fin tu rostro. Seguramente te pediría que me cuentes o que me leas algunas páginas del libro que más te gusta. En esos instantes imaginarios podría verte por dentro, sentir el tono de tu nervio al cantar la prosa y, quizás, tocar el vapor de tu aliento. Porque hasta aquí me da la posibilidad de entender. Sólo me es posible hilar este pensamiento mínimo a la luz de la lámpara de tulipa color crema apoyada en la esquina de la mesa, en esta noche cálida de diciembre, frente a una página con tus palabras escritas de puño y letra, con esas maravillosas palabras que me arrugan el corazón con su delicada caligrafía.
Este cuento pertenece al libro todavía no publicado Lana hueca.
Algunas veces lo mejor es irse, salirse del cuadro, sin dar tantas explicaciones. Más que nada para evitar repetirse, las redundancias aburren por demás.
ResponderBorrarSaludos,
J.
Quizás tengas razón, José, muchas gracias por comentar.
BorrarTe mando un saludo.
Ariel