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Cuando llueve sobre las islas

 

Apoyada en el alféizar de la ventana, con las cortinas abiertas de par en par, Elena mira hacia la profundidad de la noche. Apoya los codos y juega con el anillo de oro. Desde la base del anular desliza la delgada alianza hasta el comienzo de la uña. Lo hace casi sin darse cuenta, con el índice y el pulgar de la otra mano. Lo repite una y otra vez, olvidada de su entorno, entregada a otro mundo, entre el polvo de estrellas de sus pensamientos.

Sobre el escritorio que se encuentra en el extremo del cuarto hay una lámpara encendida. Un pequeño cono de esplendor desciende sobre los papeles desordenados en el rincón íntimo. Hace unos minutos ella dejó de escribir. El verso de la poesía quedó inconcluso y la idea ya se ha disipado.

En el resto de la habitación, a través de la pantalla opaca del candelero, la luz convierte el aire en una bruma mortecina que pinta de amarillo pálido todos los objetos, eliminando los ínfimos detalles, suavizando todo.

La figura de Elena está tenuemente iluminada por detrás, y su contorno se recorta dentro del marco, por el cual entra el perfume nocturno de los jazmines. 

El cuarto se encuentra en la planta alta de la casa. Este es su mirador privilegiado. Afuera y debajo está el jardín, y en él, las luciérnagas merodeando entre los rosales. Un poco más retiradas medran las sombras entre los fresnos y las mimbreras. Detrás de ellos se desliza el espejo apacible del arroyo Las Totoras, cerca del recodo, antes de la boca que se abre al cauce furioso del Paraná de las Palmas. A la salida de las islas, reposa el río, el ancho Río de la Plata, donde ahora se baña la luna. 

Elena regresa desde sus pensamientos dispersos a la noche silenciosa de los arroyos del Delta. Deja la ventana, gira y avanza con cierto impulso, hacia adentro, pero, en el movimiento brusco, sus dedos distraídos sueltan la alianza. El anillo rebota y rueda sobre el piso de pinotea, da tres giros sobre sí mismo y queda quieto al pie de la cama. Ella lo recoge, se lo coloca nuevamente y se tira de espaldas sobre el edredón mirando el techo.

¿En qué piensa?

Extraña a su marido. 

Helmuth Ritter es capitán de los cargueros que suben y bajan por la cuenca caudalosa llevando aceite, granos, cargas de todo tipo. En estos puertos fluviales debe adaptarse a los vaivenes del comercio, o al contrabando en fondeaderos clandestinos, si es necesario. 

Hace dos meses que está navegando y le ha hecho llegar un mensaje a Elena: «El viernes estoy en casa. Besos. Helmuth». El jueves ella fue hasta el puerto de Tigre a comprar provisiones. Trajo una botella de vino para brindar con Helmuth por su llegada.

Hoy es domingo. 

Está demorado. 

Elena está acostumbrada a la incertidumbre de la vida en las islas. El clima a lo largo de la traza del Paraná es impredecible. El río es un animal traicionero, un yacaré al acecho que, cuando cierra las mandíbulas, hasta los barcos de más porte quedan atrapados entre sus fauces. 

Los orilleros conocen raras historias de navegantes. Cuando la vanidad los seduce en la charla alrededor del fogón, la superchería ondula en el aire como un juguete peligroso hasta que el temor cede, porque saben que en una de esas lo que se está contando puede ser cierto.

Elena abandona esos pensamientos, se incorpora, se acerca de nuevo a la ventana. Huele a tormenta. Los relámpagos desnudan el cielo con sus fogonazos. Una hilera de nubes se agrupa encima del arroyo El durazno. Las figuras difusas tocan con sus algodones sucios las copas de los árboles. La brisa sacude con fuerza el follaje, el viento sudeste trae malos presagios, el tiempo empeora. 

Elena cierra los batientes, gira la manija del cerrojo y acomoda las cortinas. Luego se desviste, se mete en la cama y lee hasta que se le cierran los párpados. Aparta el libro hacia un costado y de inmediato se abandona al sueño mientras oye el aguacero que se derrama sobre las islas.


Ha llovido toda la noche.

Hoy el sol ha estrenado una mañana espléndida. Elena escucha el ruido de un motor que se detiene. La embarcación de las provisiones ha estacionado en la orilla, tal vez en ella venga su marido. Se apura, abre la puerta y baja al muelle.

Mario, el patrón de la Surubí, se asoma por la cabina y le entrega una canasta. Ella le pide el diario y le paga. En dos maniobras, Mario acomoda la proa enfrentando la corriente, buscando el próximo destino.

Elena entra y apoya la canasta. Luego despliega el periódico sobre la mesa. 

En la primera plana está la foto del carguero que encontró la Prefectura anclado en un banco de arena en Corrientes. Ella se interesa por el artículo. Lee la bajada: «El buque “fantasma” navegaba sin tripulación desde hace una semana, a la deriva, hasta que encalló». 

La nota comienza así: «En el día de ayer se realizó una exhaustiva búsqueda para revelar las causas del suceso. En la cabina de mando se encontró una alianza en cuyo interior tiene grabadas las iniciales E. R.».

Elena está muda por la noticia que tiene delante. Se le ha incrustado como un acertijo macabro en el pecho. Acodada en la mesa, juega con el anillo hasta que lo suelta sin querer. La sortija cae y rueda sobre el piso, da tres giros sobre sí misma y queda quieta al lado de su zapato. La mira. Le parece que la alianza está tan lejos que no podría alcanzarla.

Se pregunta cómo deberá empezar su vida de acá en adelante, de dónde sacará el valor que necesita, adónde irá a preguntar lo que ignora. 

Se lleva la mano a la boca.

Y llora sin consuelo, en forma tan abundante como el agua que se derrama aquí, sobre estas islas, cuando llueve torrencialmente.


Este cuento, publicado en las revistas literarias "Nagari" (EE.UU. Miami, mensual, junio-2020), "El Narratorio" (ARGENTINA, Buenos Aires, mensual, Nro 50, pag 7) y "Vestigium" (MEDIUM, abr. 2019), pertenece al libro Escarcha.

Una noche fría



No existe la metáfora perfecta para contar la historia triste de Ramón. Tal vez sería adecuado pensar que es un poco pájaro y, dado que las aves no poseen alma, asumir que un hada invisible, mediante el embrujo adecuado, ha puesto lo necesario, de manera que su interior se agite con la magia de los sentimientos y las emociones.

Hace dos meses que lo desalojaron de la pensión junto con varias familias que vivían allí por falta de pago. Y bueno, es que su jubilación no le alcanza para todo lo que tiene que pagar: medicación, alquiler, alimento. Este fue el inicio de su tragedia. Un manotazo feroz llegó desde lo alto a desbarrancarlo, a expulsarlo de su humilde paraíso de cuatro paredes descascaradas. Un nido pobre, pero que le daba cobijo. No pudo defenderse de las leyes despiadadas del poder terrenal, que envió a los peores esbirros con el fin de hacer una tarea tan atroz. No saben estos, ni siquiera imaginan, acaso, qué siente un anciano cuando lo expulsan, lo separan, le infligen la condena de la indigencia.

Debía casi un año de alquiler, fue lo primero que dejó de pagar. Llegaron varias intimaciones del dueño de la vivienda, pero como eran muchos los deudores, un día vino la policía y lo expulsaron, junto con los demás: apenas le dieron tiempo para recoger sus cosas. Sintió el desamparo en el plumaje húmedo de su ropa. La soledad lo abarcó por dentro como una enfermedad terminal, una bofetada lo había arrojado al vacío. La calle se convirtió en un ámbito siniestro que no abrigaba su corazón fatigado. Le habían aplastado la dignidad, la suela del oprobio lo había pisado como si fuese un delincuente. La angustia y la congoja le ensombrecieron la cara y el espíritu. Comenzó así su decadencia. Como una paloma con las alas quebradas, su cuerpito leve, en la tempestad, fue sacudido por los vientos feroces que lo golpearon una y otra vez, con furia, contra las paredes de la ciudad, hasta dejarlo moribundo.

Dejó de comprar los remedios y más tarde empezó a racionar la comida. Le alcanzaba para llegar a mitad de mes y, entonces, inevitablemente, después se quedaba sin comer. La indigencia avanzó sumando penurias, arrasó todo vestigio de cobijo. El hambre comenzó a hacer su trabajo secando sus tripas, devastó su ánimo. El ruiseñor que anidaba en su pecho acalló su canto triste, se fue encorvando por el castigo. De la voracidad del invierno obtuvo solo cenizas que lo congelaron por dentro y le pintaron el rostro con sombras furibundas.
 
Ramón, ahora, camina despacio, está anocheciendo. Hay cosas que ya no le preocupan. Se acerca a un tacho de basura y revuelve. Busca algo para comer, cualquier cosa le vendría bien. Poco es el alimento que necesita su cuerpo leve como el de un jilguero, pero ni tan solo ese mínimo consigue. Escarba con sus uñas negras, entre los vericuetos de la intemperie, y nada.

Tiene una botamanga del pantalón rasgada que arrastra como un trapo sucio pegado al zapato, tal como una mascota que lo sigue, como un retazo que acompaña a su amo no importa adónde vaya.

Al segundo día de quedar en la calle consiguió un pedazo de gomaespuma y algunos trozos de frazadas descoloridas. En un changuito de alambre sin ruedas guarda los cacharros que salvó de la pieza donde vivía. Lo tiene en la vereda del edificio de la esquina. La ochava es su guarida y le provee un techo más clemente, que lo protege del cielo encapotado, por el cual se desplaza un grupo de nubes oscuras amenazando tormenta.
Se detiene, está cansado, apoya el hombro en el tronco de un árbol. Mira hacia arriba observando la claridad naranja que se desvanece detrás de la cúpula brillante de la basílica. Ya está oscureciendo. Las ramas rugosas parecen huesos largos de un esqueleto que araña la piel del aire húmedo del crepúsculo. Baja la cabeza y sigue su camino. Ni siquiera es capaz de hilar un pensamiento a fin de expresar el dolor supremo que le consume su existencia mínima, desgraciada y trágica.

Como hace más de un mes que no se baña tiene un olor nauseabundo que le produce picazón en las fosas nasales. Pero también se acostumbró a esto, como a los dolores del reuma, porque no posee remedios que lo alivien. Falta mucho todavía para el día de cobro de su sueldo magro, y se pregunta si va a sobrevivir hasta ese momento. Piensa que tal vez por su aspecto no lo dejen entrar al banco. Ha pisado el último escalón de la dignidad, le dará vergüenza presentarse así, pero necesita ir de todos modos, aunque lo rechacen. Percibe algo parecido a un ave que lo acecha, de plumas renegridas, que se eleva como un buitre, y en lo alto, gira en círculos sobre él, adivinando la carroña.

Mendiga, pero solo obtiene unas monedas.
 
Sus ojos blanqueados de cataratas ya no expresan nada, no habla para conmover al transeúnte. Extiende la mano pidiendo un gesto de atención, su corazón es un trozo de hielo que en cualquier momento se va a quebrar. Tiene, como los gorriones de Buenos Aires, el plumaje marrón sucio. Apenas logra balbucear alguna frase con su voz desfalleciente, en una melodía ronca de su canto deslucido, y a pesar del empeño que pone, no logra que la música llegue a los oídos de los cuerpos apurados que pasan a su lado, esquivando su presencia.

Durante estas últimas tres semanas fue al comedor comunitario, pero no tuvo suerte, le dicen que no alcanza para todos los que vienen. Y hay abuelos y madres que también van a buscar lo mismo, y prefiere ser él quien se quede sin nada en la mano, y regresa, entonces, con el plato vacío y un candado en el abdomen que cada vez le resulta más pesado. Cavila, remueve en su memoria, no comprende su delito, ha trabajado toda la vida, no entiende su calvario, no ve con claridad, aún, la cara del príncipe que ha decido el hambre que padece, que lo debilita, que lo mata.
 
Hoy está más débil que otros días, por eso quiere alcanzar la esquina y tirarse en el colchón, no se siente con fuerzas para caminar. Hoy la tristeza y la desesperación le han bloqueado la voluntad. Ya no puede discernir si es el miedo el que lo acosa. Algo parecido a un bloque de cemento le aplasta la espalda. Tiene el corazón espléndido, como el de un zorzal joven de pecho anaranjado, pero su latido merma, vencido, más lento y, además, presagia que el vuelo de la esperanza se le va apagando, queda olvidado en su memoria el modo de ascender con el pensamiento, por las corrientes de aire, para zambullirse entre el follaje de los árboles.

Se agacha despacio, por el reuma. No sabe si le duelen más las articulaciones de los huesos que las del alma. Advierte que su estómago está cuarteado. Acomoda un poco los trapos y se queda sentado con la espalda apoyada en la pared. No hay gente que pase por la calle. Ya oscureció y medita en silencio. No tiene familia, nadie en quién pensar. A los setenta y ocho años le parece que todo en su vida sucedió hace mucho tiempo y en un lugar muy lejano que aquí no reconoce.
 
Ahora, con el cerebro afiebrado por el hambre, sueña que es un ave. Se siente un benteveo, orgulloso de su cuerpo amarillo brillante, con la cabeza blanca como sus cabellos, que añora la tibieza de su nido. Quizás, de una vez por todas, lo que quiere es terminar con esto, y en realidad, su sustancia simple solo aspira al abrigo de una fosa oscura contra el muro del cementerio.

Y en esta reflexión acerca de su límite vital, se pregunta también cómo ha llegado a este lugar, por qué designio celestial o terrenal. Y esboza mentalmente un resumen, el balance de los recuerdos más importantes, los que más añora, los que más le duelen. Cabecea un poco y, lento, en silencio, se va quedando dormido. Hace mucho frío esta noche, pero ya no le quedan fuerzas ni para tiritar. Y es aquí donde la metáfora estalla, porque las aves no sufren el frío. Lo que sucede, simplemente, es que los pájaros que Ramón encarna no tienen plumas que lo abriguen. Se toca el pecho de mármol, no hay brasas encendidas, todo él parece una catedral sin ventanas en la cima nevada de una montaña.

Siente que se le moja el pantalón con una traza de líquido tibio que emana por debajo de su vientre. Es la incontinencia, pero no le importa sumar un olor más a los que tiene. En lo último que piensa, antes de que lo atrape el sueño que le pesa en los párpados, es en su madre. Cuando está por abandonar sus ojos al descanso, el universo se agrieta, un par enorme de alas negras se hacen presentes ante su figura absurda, se abren gigantes como el mar, han venido hasta aquí para cobijarlo para siempre. 

En esta posición lo encuentran a la mañana siguiente, parece un canario que estuviera dormido, pero no lo pueden despertar. El médico mira, ausculta y, por último, da la orden de subirlo a la ambulancia, en medio de las caras serias de los vecinos. La brisa susurra en las hojas de los árboles una aserción insidiosa: los dioses que transitan los salones de los palacios han decidido, entre firmas, actas y protocolos, la sentencia brutal de esta muerte inocente, un espíritu que se ha ido sin comprender cuáles son los fundamentos de su condena.
Ya es de día cuando pasa el camión recolector. Los brazos robustos de los muchachos recogen los trapos, el jergón mugriento, el changuito descolado. Tiran todo dentro de la caja trasera y uno de ellos aprieta el botón del pistón hidráulico para que queden prensados con el resto de la basura. 

Luego el camión arranca y sigue su recorrido. 

Al rato caen del cielo pequeños plumones blancos. Y un poco más tarde, sin que nadie lo advierta, la brisa helada forma un remolino y esparce las plumas que se pierden para siempre en el aire gélido de la mañana.



Este cuento, publicado en la revista literaria "En sentido figurado" (Mar-abr- 2020, año 13, número 3, página 79) pertenece al libro Escarcha.



Escarcha - Sinopsis



La escarcha es algo que se renueva en la naturaleza a fin de otoño o en el invierno, en la estación más fría. Cuando las sombras lo van invadiendo todo, se empieza a formar lentamente, y si arriba, desplegada sobre el espacio azul, está la moneda redonda de tiza, la labor de la noche es infalible porque convierte al agua en una sustancia sólida con su mejor arma: la tristeza.

La selección de los cuentos de esta nueva antología apunta a lo heterogéneo sin perder de vista el vínculo existente entre cada uno de ellos: la intensa búsqueda expresiva que los atraviesa.
 
El lirismo de la prosa de estos textos se eleva o pule la textura de las figuras retóricas jugando con las formas literarias, explorando diversas maneras de contar, buscando saltar las reglas de los géneros, tratando de proponer a quien los lee un espejo para las emociones del alma.


Sinopsis del libro Escarcha.

Escarcha



Apenas un poco de calor comienza a acariciar los bordes escarpados de un trozo de escarcha, no pasa mucho tiempo hasta que se empiezan a desprender lágrimas de él

Este juicio sin asidero aparente se ha enredado en los vapores de la imaginación fértil de Tilo, el terreno del alma a quien nadie muestra. Está sentado en la barra y oye la voz de Lorena que lo distrae: «Necesito tomar un poco de aire fresco, Iván», le dice. 

Cuando era un mocoso, él vendía ramitos de violetas en el Bajo y luego venía aquí, a la entrada de Trópico. Recuerda que, cuando ella se asomaba a la puerta del local y salía a la vereda, el aire se impregnaba de aroma a flores. Los ojos de la chica eran dos diamantes negros engastados sobre el sol de su semblante. Lo mandaba a comprar cigarrillos, o cualquier otra pavada y esperaba que trajese el recado. Luego lo despedía con su voz cautivante y depositaba unas monedas en la palma de su mano.

Ahora él es un joven que, aunque sigue viviendo en la Villa 31, pudo terminar el secundario y ha empezado a estudiar en la Facultad de Ciencias Económicas. Tiene un puesto importante aquí: es el asistente del dueño al que todos conocen como el polaco. Tilo está de espaldas, pero su atención siempre despierta y la ayuda efímera de los espejos le permiten detectar cualquier movimiento extraño en el salón, aunque esté aparentemente distraído, como ahora.

Lorena es la única persona que lo llama por su nombre —Iván— y no por el apodo: Tilo. Ella es la copera más hermosa de este club nocturno del barrio de Constitución, y luce espléndida con su vestido rojo, ajustado al cuerpo de sus maravillosos 32 años. 

Salen. Ella primero y luego él. 

Un rato más tarde, se encuentran a tres cuadras del local.
 
Él se pregunta para qué lo ha sacado del club. Está intrigado. Lorena está demasiado seria. Caminan callados hasta que ella sugiere: «Doblemos». Toman por la cortada estrecha y se alejan así de la claridad de la avenida.
 
Recorren unos metros. Ella se detiene. Apoya la espalda contra el muro, lejos del único foco de la calle que duerme su palidez entre el follaje de la acacia. Quedan así aislados en la penumbra tenue iluminada por el brillo helado de los astros nocturnos. El aroma del otoño es un moribundo más en las tinieblas. Lorena sacude la cabeza como para sacarse de la mente alguna idea que la fastidia. Sus manos buscan abrigo en los bolsillos del tapado largo, mientras alza la mirada al cielo.

—¿Alguna vez tuviste ganas de desaparecer? —dice, sin ánimo de llegar a una interrogación contundente, sino solo hasta una pregunta leve flotando en el aire.

Iván la mira impasible, erguido en medio de la vereda, con los puños enfundados en la campera de cuero. Trata de adivinar los pensamientos que perturban la vivacidad de los ojos de su amiga, que ahora baja la vista al piso, se observa los pies y vuelve a levantar la cabeza. Ella se muerde el labio inferior, esa fruta codiciada de la cual se enamoran todos los días los clientes del local. Él conoce ese gesto de inquietud. Lo ha notado en el hastío de las palabras, ese susurro filoso desgarrando la tela azul de la noche. Es extraño. No es el tipo de mujer que juega con enigmas. 

Ella saca un monedero pequeño del bolsillo, lo abre, toma la punta del pañuelo blanco y se frota los labios para quitarse la pintura. Luego, delicadamente, continúa por los ojos, uno por uno, hasta eliminar los últimos vestigios de maquillaje que le cubren la cara. Lo hace sin prisa, y una vez terminada la tarea lo mira. Las pupilas de Tilo ya están adaptadas a la oscuridad y la ve más linda que nunca. 

La noche de Buenos Aires, en este momento, despliega su magia. Algo invisible los aísla del mundo. El haz de la luz de la luna queda confinado en un círculo de plata que solo los ilumina a ellos en esta escena de belleza perfecta. El resto de la ciudad desaparece. Las miserias de la villa, los olores nauseabundos de los tachos de basura, las latas y los trapos tirados en las barrancas del Riachuelo, los pibes drogados, los abortos clandestinos, la mugre de los vagabundos, las ratas entre los escombros, los tablones de las obras abandonadas, los suicidas y los barcos oxidados en el astillero, todo se esconde bajo el manto de la sordidez que abarca más allá del río. 

Y aquí, en este pequeño espacio inmaculado están los dos, aunque solo Tilo lo percibe de este modo. Es algo íntimo, lo oculta, no lo dice. 

—¿Te pasa algo, Lore?

—Nada… ¿por qué?

—Te sacaste el maquillaje.

Y de inmediato, después de pronunciar estas cuatro palabras, penetra sin decirlo en el fugaz remolino de la adolescencia de sus reflexiones. El rostro de una mujer es un lugar sagrado, un templo de clausura con una enorme puerta que solo se abre por dentro, infranqueable, detrás de la cual reposa el laberinto indescifrable de los secretos. Es un mar de misterios. El acto íntimo de eliminar los trazos oscuros de rímel ante una mirada masculina tal vez no significa nada, pero en todo caso es otro enigma más que se suma a la cadena interminable de la intriga. 

Se desprende de esta pausa de razonamientos dispersos y piensa que no es buen momento para preguntas, al contrario, es la oportunidad para la espera. Lorena debe ordenar lo que ronda en su cabeza y por eso se queda callado.

Entonces, habla ella.

—Iván —le dice mientras guarda el pañuelo y lo mira fijo, arrugando levemente las cejas—, no me contestaste lo que te pregunté.

—Sí… disculpame… me distraje. Es que no sé, es una pregunta difícil, jamás me la hice. ¿Desaparecer cómo? ¿A qué te referís? —dice Tilo, un poco inquieto, sin una respuesta clara. 

En la noche parece más alto, más recto, como una tacuara esbelta. Los ojos claros de su rostro pecoso la miran con curiosidad; todavía sigue pensando cuál es el motivo por el que han venido aquí. Esto también lo confunde, tiene dudas acerca del rumbo de los pensamientos de Lorena. 

—¡Desaparecer! —le dice ella, levantando los hombros, como si se tratara de algo evidente, que no necesita más explicaciones—. Vos un día estás y al día siguiente no. Así de simple. Pasás de una cosa a otra cosa.

Y cuando concluye la frase, se arrepiente. Pero es tarde.

Tilo ha sido abandonado por su madre cuando él tenía cinco años. Lo ha dejado. Ha desaparecido como si la hubiese tragado el viento. Y él nunca ha podido saber los motivos de su huida, ni el lugar donde se encuentra ahora. Por eso el cariz de las palabras de Lorena han reavivado ese recuerdo penoso. Aunque el motivo por el cual han venido hasta aquí es ajeno al desconsuelo que él arrastra desde niño, ella acaba de pronunciar algo inconveniente y la antigua herida que lastima el interior de Tilo se abre como una flor maldita.

Ella quisiera volver atrás, pero solo atina a decir:

—¡No!..., no…, ya sé en qué estás pensando, no me refería a eso.

Lorena se da cuenta. Lo ha sensibilizado y quiere reparar el daño. Se arrima y le acaricia la mejilla. Él siente la ternura en la piel delicada. Ella lo percibe y sin saber por qué, como si hubiese tocado un trozo de hierro candente, retira la mano de inmediato, como asustada.

—Perdoname, soy una tonta.

Tilo puede controlar el dolor, en su corta vida aprendió a dominar la mordedura de esa fiera. La indiferencia de la gente, el desprecio de las miradas, los maltratos de la policía, la calle y la noche, le han templado el carácter. Pero solo para mostrarse duro ante los demás. Con ella es diferente. En su abismo interior, insondable como el fondo del firmamento, cualquier ademán, cualquier palabra de su amiga, es capaz de agitarle el corazón.

Y ese algo invisible, imposible de definir, observa desde lo alto de la bóveda celeste a las dos almas desoladas. Ve cómo vacilan en esta instancia crucial, ocultas en la quietud de esta ciudad inmensa, dormida a orillas del río. Se apiada y extiende entonces sus extremidades imperceptibles. Toca las espaldas de las pequeñas figuras y, sin que ellas lo adviertan, las anima, les quita sus blindajes, las protege del fraude y la impostura. Viene a reparar el malentendido porque empuja a Lorena y la acerca de nuevo a Tilo. Ella desliza sus manos por debajo de la campera de Iván, a la altura de la cintura y lo abraza con fuerza. Luego apoya el rostro sobre su hombro, en un gesto de cariño, ofreciéndole el contacto de su cuerpo para compartir la angustia que le ha vaciado el alma. Quiere mitigar la orfandad, aliviarle la pena. 

Dura un instante eterno. El tiempo pierde su rigidez.

La escarcha es muy sensible a los cambios. La calidez la afecta, la hace crujir, la resquebraja. Y, a veces, bajo la tímida presión del peso de una mariposa, o cuando un colibrí agita las alas muy cerca, se parte su corteza de pan crocante. Emite una queja casi inaudible, crepita como una hoja seca, se astilla como un cristal, las grietas son como los dedos de un abanico desplegado. Lo que antes, en la gélida madrugada otoñal, fue una amplia lámina única cubriendo toda la superficie del agua del estanque, ahora se quiebra formando pequeños trocitos temblorosos.

Tilo saca las manos de sus bolsillos, aspira el perfume del cabello de Lorena y se siente en medio de un remolino esponjoso de ternura. Es una emoción desconocida, un corazón de mujer se acerca al suyo a ofrecerle un poco de su almíbar, un sentimiento afable asoma por primera vez en su vida, algo que vale la pena. Todo su pasado ha transcurrido entre la brutalidad de la villa y la noche inclemente, peligrosa, clandestina, solitaria y marginal. Esta es la primera vez que está por acceder a su cielo añorado: la delicia del abrazo de una mujer.

Pero teme todavía entregarse entero a semejante paraíso. Intenta escudarse en la soledad porque se siente indefenso. La toma de los hombros y la separa suavemente de él, pero sin dejar de asirla. Tiene dos miedos: no desea malograr el momento de cariño que ella le ha dado y teme entusiasmarse con una hermosa ilusión que ella no le ha ofrecido. Una coraza le reviste el alma y está a punto de fundirse. 

—No quise herirte, Iván, estoy muy mal, la cabeza no me da más. Quiero abandonar toda esta basura. Es un calvario seguir con esta vida.

Una vez que la escarcha cruje por la presencia de la ternura, es inevitable que se comience a derretir y se transforme en líquido. El agua, todavía fría, se libera del hielo cristalino, forma gotas, las gotas resbalan, se separan, ruedan, caen, mojan.

Ella está quebrada, los ojos se le humedecen. Tiene los brazos caídos, el cuerpo flojo, se sincera, se derrumba. Una lágrima empieza a bajar por su mejilla, es una canoa que naufraga vacía, al borde del precipicio. ¿Pide ayuda? ¿Necesita consuelo?

Tilo no comprende, todavía, la compleja sensibilidad de una mujer. Lorena conoce, en cambio, demasiado a los hombres, pero Iván, más allá de su juventud, no es uno más. Y aquí están, pensándose mutuamente, estos furtivos perros de la noche, corazones desiertos, vulnerables, pidiendo una estrella que los ilumine, un lugar en donde la mentira y el engaño hayan sido expulsados, alguien en quién confiar, un edén en el cual puedan olvidar este desierto de hostilidades, el lugar de los sueños perdidos o nunca alcanzados. Y debe ocurrir antes de que la madrugada se haga presente para decir basta a este juego en el cual se han enredado. 

Entonces ella decide, y decide lo mejor. Apoya sus labios en los del muchacho pecoso, porque ve la timidez desplegándose inocente en la confusión de sus emociones, y avanza dándole confianza antes de que dude, porque esta noche ella desea olvidar la amistad para convertirla en algo mucho mejor, y está segura de conocer el camino por el cual se llega. Y él se deja llevar por ese sendero. Siente el calor de la lengua que avanza, áspera, rugosa; es una fantasía extraña que lo acaricia por dentro. Y cierra los párpados, aprieta fuerte el cuerpo frágil, y siente los dos pechos blandos que se aplastan contra el arco sólido de su tórax. 

Y luego, ambos, sosteniendo el abrazo, siguen prodigándose besos que surgen de la ternura, esa palabra desconocida en sus vidas. Y después apuran caricias que no usan desde hace mucho tiempo; se reconocen con las manos de un modo diferente, utilizan un lenguaje gestual que casi desconocen, distinto, inmaculado y de una extrema inocencia. Se aferran, están enfrentados, se miran, no quieren separarse. Ella sonríe liberando todo su esplendor. Él apenas, pero es suficiente. Los ojos le brillan y se le forma un hoyo pequeño en cada mejilla. Lorena le pasa el dedo por la piel canela del rostro, curiosa. Justo por ahí, por esa hendidura que nunca le había visto.

—Iván, no dejes de abrazarme, me hace bien.

—¿Todavía querés desaparecer?

—Ahora no, después no sé. No quiero pensar en después, me importa solo lo que me está pasando ahora.

—Y ahora, ¿qué es lo que te pasa?

—No sé. Pero es lindo, Iván, muy lindo.

—Es la primera vez que me besás.

—Sí…, es raro, ¿no?

—Es extraño, Lore… quisiera que este momento no se termine.

—Tenemos toda la noche.

—Quisiera que fuera para siempre. 

—Vas demasiado rápido, Iván.

—Porque tengo miedo.

—¿Miedo a qué?

—No puedo dejar de pensar qué va a pasar mañana. 

—Shhh… —dice Lorena, y le pone un dedo en la boca. 

Ella lo quiere sentir más cerca, piensa que los sentimientos de Iván se le escapan. Sus manos se obstinan intentando retenerlo. Se siente una adolescente como él. Hace un rato se encontraba desolada y ahora no quiere desprenderse de él. Le coloca la mano sobre los labios, le impide hablar para no romper el encanto del instante. Luego se separa, se acomoda el cabello, lo toma del brazo, y le propone ir al hotel de la cortada, a unos metros de aquí, cruzando la calle. Los dos se sienten alejados de Trópico, están tan felices así, ni piensan en la posibilidad de que el polaco se pueda enterar de dónde están.

Tilo pide la habitación. 

Cuando la escarcha se agita en la turbulenta laguna de los pensamientos, se transforma rápidamente; es sensible a los cambios emocionales, su fragilidad vacila. Si algo similar al amor estalla tal cual lo hacen los soles en otras galaxias, los trozos de hielo se convierten en delgados hilos de agua, estos corren ligero, luego mojan, y como un perfume volátil se evaporan. Y más tarde, se transmutan en hebras de nubes extendidas por el cielo límpido de la memoria, para que esta nunca se olvide del instante de su creación. 

Conserva las imágenes de lo que pasó allí. Las más bellas son las de Lorena desnuda, a horcajadas de él, sobre su cuerpo largo tendido de espaldas en el lecho. La ve descendiendo y ascendiendo, mientras su sexo se entibia, en movimientos suaves, emitiendo gemidos, los cuales no pueden ser contados, ni enumerados, acontecimientos aislados que se reúnen en un todo. Entregada al deseo, con la vista perdida, sus brazos rectos, sus pechos blancos balanceándose como frutos maduros, sus palmas cargando el peso sobre él, jadeando, la melena larga cayendo en cascada, y ambos alcanzando el éxtasis. Y ella, por fin rendida, tendida sobre él, abandona su mano pequeña buscándole el cuello sin cuidado, en un movimiento que le parece interminable. 

Lorena que llora, que ríe. La que supo vencer al olvido para siempre. 

Tilo, antes de salir, le dice al conserje a través de la grilla de barrotes de la ventanilla de la entrada: «Tano, vos no nos viste, ni a ella ni a mí. Nunca estuvimos acá. ¿Entendés lo que te quiero decir?». Y el dueño del hotel alojamiento hace una disimulada mueca de disgusto, pero asiente con la cabeza, porque por un lado aprecia al muchacho, aunque por el otro quiere evitar las preguntas insidiosas del polaco.

Salen y cuando llegan a la esquina, la calle se queda a oscuras, los faroles se apagan. 

Los dos se miran bajo la tenue luz de la luna y no dudan. Deben regresar cuanto antes. No están en el club y el polaco no debe enterarse, por eso deben volver rápido. A un par de cuadras se encuentra Trópico. En la primera corren y luego, en la última, tratan de componerse caminando despacio. Lorena se ha maquillado en la habitación. Entran por separado, él lo hace un rato después.

Han puesto candiles en las mesas reemplazando las lámparas. El polaco está en el salón buscándolo a Tilo.

—¿Dónde te metiste, pibe?, que no te encontraba. Nos cortaron la corriente eléctrica.

—Estaba viendo cómo solucionar la iluminación de los baños. Ya les di instrucciones a los muchachos de seguridad.

—Bueno, entonces yo voy a buscar a la gente de mantenimiento, necesitamos que pongan el grupo electrógeno en marcha. —Lo dice rápido y luego se aleja hasta desaparecer por la puerta del fondo.

Tilo se acerca a la barra, se sienta y se da vuelta buscando con la vista a Lorena, mirando de reojo hacia la penumbra que esquiva los espacios entre las mesas. Todavía está sumido en una nube de emociones y estas no le permiten bajar completamente a la realidad. No puede sosegar aún los latidos apresurados de su corazón.

El rocío luce su poderosa seducción frente a la escarcha. Es el paradigma del amor, besa los pétalos de las rosas y libera el aroma de los jazmines en verano. Es un duende alegre, el luminoso prisma óptico que juega con los colores no bien un rayo de sol alcanza su esfera. Se brinda en miles de chispas brillantes como abalorios dispersos de plata líquida.

Tilo ahora ve, reflejada en el espejo, la silueta del vestido rojo tenuemente iluminada en la penumbra. Viene del fondo del salón, pasa por la mesa, toma la cartera y se dirige al centro del local buscando la salida para irse.

Cuando la escarcha hinca su extremo agudo entre las costillas puede herir al corazón. El daño que provoca en él es irreparable si lo alcanzan sus aristas frías y filosas. Las almas inocentes no pueden hacer nada ante su ataque mortal, quedan inmóviles cuando se aproxima la eficacia de su veneno.

Iván sale detrás de ella y grita su nombre. 

Ella se queda quieta. Él se acerca, le pregunta. Hay frases, explicaciones.

—No te podés ir —le dice Tilo.

La toma de los hombros. Ella está floja, lo deja hacer. No es Lorena, parece una extraña. Sus pupilas oscuras lo miran fijo, son dos gotas de metal. Su corazón femenino es un hueco ausente que no late, no hay sonrisa en sus mejillas. Tilo se inclina para darle un beso. Ella le coloca la punta de un dedo en el pecho y lo detiene.

La escarcha es algo que se renueva en la naturaleza a fin de otoño o en el invierno, en la estación más fría. Cuando las sombras lo van invadiendo todo se empieza a formar lentamente, y si arriba, desplegada sobre el espacio azul, está la moneda redonda de tiza, la labor de la noche es infalible porque convierte el agua en una sustancia sólida con su mejor arma: la tristeza

—Escuchame. —Su voz es lacónica, dulce y firme—. Hoy no estuve con ningún cliente, solo vine a despedirme de vos. Fue la noche más hermosa de mi vida. Te di lo mejor que tengo sin fingir nada, quiero que lo guardes como el mejor recuerdo de mí. Apenas sé escribir, no pretendas que te deje una carta. Ahora cada uno hace su camino. Vos vas a entrar por esa puerta por donde saliste. Ahí está tu futuro, sos joven e inteligente. —Se lleva un índice a la sien—. Un día vas a conseguir la novia que te merecés, ahora lo mejor es separarnos, es lo menos doloroso para los dos. No te des vuelta, ni se te ocurra mirar cuando me esté yendo. No me busques. Andate, porque las despedidas no deben ser largas. 

La escarcha es una capa delgada que cubre la superficie líquida, agua dura sobre el agua blanda, bajo la luz helada de las estrellas. En ausencia de calor que toque a las dos sustancias, estas quedan separadas inevitablemente.

Tilo la ha escuchado mudo, la entiende, le cuesta mucho, pero comprende. Se pone las manos en los bolsillos. Se da vuelta y empieza a retroceder. Es un metro ochenta y cinco de carne y huesos, un muñeco con la mente de trapo que obedece. No piensa. Siente un dolor muy intenso. Tiene un adoquín en cada pie, una varilla de acero de tres pulgadas de diámetro le envara la espalda, un trozo de uranio le pesa sobre los párpados, la puerta acristalada de Trópico está demasiado lejos. 

El tiempo se detiene.
 
Se siente vacío, por primera vez no sabe dónde podría esconderse.

El tiempo tiene mucha paciencia. La noche espera, vigila y aguarda mientras se engrosa el espesor de la escarcha. Se la debe asir con cuidado, si se quiebra daña la piel del alma, abre una herida, la sangre brota, tiñe, se derrama, e inicia su descenso en una fila de calientes gotas escarlatas.

Lorena se esfuerza en simular su arrogancia, gira hacia el lado opuesto, se sube las solapas del abrigo, acomoda la cartera sobre el hombro y comienza a caminar despacio y segura. Piensa en Tilo. Ha visto a muchos hombres vencidos por la carga de su mismo pesar. Ella también siente pena, pero no olvidará esta noche, la ha guardado en el cofre dorado de su vida miserable. 

Recuerda sin querer los tiempos de su infancia desgraciada, el rancho de chapa, el arroyo pestilente atravesando el barrio como una serpiente muerta, los perros flacos, el olor insoportable del agua estancada, los chicos descalzos, los disparos en la sombra, los gritos de su padre, la huida a escondidas y para siempre.

Está cansada, ha tomado una decisión importante. No va a venir nunca más por aquí, a prostituirse. Va a cambiar de profesión. Solo desea llegar a la pieza que alquila en la pensión, darse un baño y dormir. Mañana va a pensar en un nuevo rumbo. Tal vez lo mejor sería aceptar el ofrecimiento de su hermana para ayudarla en la peluquería. Ahí no es necesario saber escribir. 

Se promete que va a ir a buscar otro trabajo. A cualquier parte. Pero aquí no. Desliza los dedos entre sus cabellos, alza más la cabeza y sigue. Quiere pensar en algo lindo y no recuerda otra cosa que no sea la cara triste de Tilo.

La metamorfosis de la escarcha tiene ciclos infinitos, se congela y se deshiela. Los amores contrariados, endebles e imposibles acompañan el paso rutinario de sus transformaciones. 

Dos sombras se alejan una de la otra. El destino ha jugado el juego perfecto. Buenos Aires está a punto de despertar, ajena a este vínculo que se está haciendo pedazos. Dos almas más que deberán salvarse solas. El incipiente amanecer asoma su claridad por las torres de los edificios del Bajo despejando todas las tragedias nocturnas.

Tilo alcanza la puerta de entrada de Trópico.

La escarcha de la noche ya se está derritiendo, pierde sus contornos. La inminente aparición de los rayos de sol está por culminar la tarea. Las últimas lágrimas de agua fría resbalan hacia el vacío y desaparece por completo todo vestigio de su presencia. La soledad, una vez más, avanza, y avanza, y comienza a devorarlo todo.
 

Este cuento, publicado en la revista literaria "El callejón de las once esquinas" (ESPAÑA, Zaragoza, trimestral, Nro.  6) pertenece al libro Escarcha.