Dorian



La línea del horizonte no dejaba de temblar por el calor y el sol ardía en su cebolla de oro fundido por encima de las ramas de las palmeras. Sin nubes, la atmósfera se volvía intolerante ante la proximidad de la estación de las lluvias. En cambio, adentro del cuarto, una lámina de aire fresco escapó por la espalda de los muebles apretados y declinó un poco acompañando la respiración de la casa. 

María se acomodó el cuello de la blusa y alzando los hombros terminó de atar su larga cabellera con una cinta azul y la enroscó en un rodete macizo por detrás de su cabeza. Lo hizo todo sin hablar, tal vez por moderación, con el erotismo perfecto del momento. Fue su modo de equilibrar la amenaza que presionaba desde arriba a las viviendas bajas del pueblo. Se cruzó de piernas y Juan fantaseó con la desnudez interior de los muslos ocultos debajo de la pollera de colores y, de inmediato, imaginó el calor intenso del pubis, la humedad, el íntimo roce del vello apretado contra la tela. 

Ese complejo de sensaciones lo remitió al fascinante sentido del tacto, casi dormido en el humo del gineceo límbico de la memoria. Al dar a luz, su madre había sido la primera en acariciar su piel, no bien él dejó en silencio el útero penetrando en el canal vaginal, aún unido a ella por la vena que lo alimentaba con la savia de la placenta. Y sintió, no sabría decir por qué, un poco de vergüenza, como si en el contacto carnal con ella hubiese cometido un pecado. 

Eso sintió, pero nunca se lo mencionó a María. 

Entre ellos los elementos de la intimidad eran parte de un misterio de felicidades inesperadas. Para los dos la vida cobraba plenitud, dondequiera que fuese, a partir del encuentro de sus cuerpos. Por ejemplo, se ponían de acuerdo y sugerían una excursión a pie por el contorno plateado de la bahía. Descendían la pendiente con calma, ahorrando energía en el balanceo de los brazos, transpirando menos en el trayecto —tres cuadras o a lo sumo cinco— hasta la ondulada convergencia de la costa, topándose con la desalineada rotonda de los mulatos, cuyo final estaba adornado por el colorido bochinche del Bar Cubano, con balcones de verjas coloniales y el piso superior pintado de color naranja, alquilado ahora por Lobster, el pescador de langostas. 

Se sentaban en el muelle a la orilla del mar a mirar la luna, a escuchar la música de los navegantes insomnes. Subían a los pontones negros a raspar las estrellas con las uñas. Hacían pozos y enterraban sus corazones en la arena de la playa, a medianoche, con la mera inocencia de desafiar la tenacidad de la labor cardiaca, para saber si esos corazones eran capaces de conservar el vínculo de los enamorados en la audaz aventura del juego de la eternidad. Se los arrancaban del pecho y aun palpitando los metían dentro de los agujeros. Al rato, a punto de quebrarse por la angustia del vacío, regresaban tristes a buscarlos. Y los recuperaban vivos, todavía latiendo sin torpeza, al inicio del alba.

Quien sabe María recuerde esa locura. Y la de aquella tarde en la cual ella se ofreció sin rodeos con sus muslos abiertos, en principio con prudencia, estricta en su ansiedad, y enseguida, ya liberada al placer, infundiendo tanta extensión a la entrega que quedó peligrosamente exhausta en la frescura del cuarto, al borde del agotamiento. Precisamente en ese segundo, después de tanto amor adolescente, ambos oyeron el rugido lejano y tuvieron la evidencia sombría de las primeras señales. Acaso Juan se preguntó intrigado acerca del último pensamiento anterior a ese instante, pero solo recordó retazos. Todo sucedió muy rápido. 

***

A primera hora de la mañana de ese mismo día, en el extremo opuesto del caserío, Lobster había pasado siete u ocho horas nadando, sumergiéndose, apresando langostas ocultas entre los corales del fondo marino, expulsando la última molécula de aire al alcanzar la superficie, en una ocupación intensa, casi mortificante, un ejercicio duro aun para los depredadores temerarios, o para los contrabandistas, quienes salían a navegar escondiéndose de la Policía Costera. 

Por cierto, el propio Lobster no logró advertir la desgracia en el lenguaje del mar porque él estaba completamente enfrascado en su actividad y, a decir verdad, las cosas ocurrían en el viento, en la atmósfera, arriba y fuera del alcance de sus capacidades náuticas.

Cuando emergió, nada más tomado de la borda, vio la negrura en el cielo. La temperatura había bajado drásticamente. Las yemas de los dedos se le habían arrugado por la permanencia en el agua salada y, debido a la presión de los hilos de la red, tenía marcas profundas en la espalda, las cuales guardaban cierta semejanza con las del lomo cuadriculado de las tortugas y eso le daba un aspecto increíble de reptil antropomorfo. Decidido a regresar, se subió al bote tan velozmente como pudo. Asustado, encendió el motor acelerando al máximo y, mientras navegaba, se vestía con una dificultad similar a la de quien huye ante un riesgo mayúsculo. 

Al llegar a la costa ató de mal modo la soga de amarre y salió corriendo a buscar refugio en su habitación, en el primer piso del Bar Cubano. El ojo del huracán apenas lo dejó entrar y le permitió esconderse tras la puerta y trabar la cerradura. Una ola imponente alzó en vilo a los barcos y al muelle, en un espiral en ascenso, junto con ramas y arena, velas y palos, y también se tragó los remos y la canasta colmada de langostas frescas.

El viento se coló silbando por debajo de las tejas del vecindario con una serie interminable de golpes de dientes enojados. Un diablo loco desportillaba cada una de las aberturas de las callecitas del golfo. El gigantesco torbellino comenzó a comerse toda la bahía. Las chapas, las maderas, el astillero, las boyas y las embarcaciones volaban sin destino previsible dentro del rulo gris del tornado. El Bar Cubano fue lo único en quedar intacto, a salvo del desquicio, en tanto Lobster miraba por la ventana cómo el remolino se alejaba arrasando a su paso todo lo que se le interponía. 

***

El miedo invadió la tarde de Juan y el amor de María. La casa, en la cual se encontraban atónitos, estaba a un centímetro de convertirse en un bocado sencillo a fin de satisfacer la voracidad de Dorian. Los muros de la vivienda se cargaron de escalofríos eléctricos, las ventanas se sacudieron, los cerrojos saltaron en un estrépito insoportable, los vidrios estallaron. En medio de la vorágine ninguno de los dos atinó a reaccionar. 

La habitación explotó, se partió en mil pedazos. La cama de flejes, el ropero, la cacerola de cobre, la lámpara de caireles y hasta las baldosas abandonaron su sitio con rapidez. Giraban. Flotaban. La velocidad de los objetos no se detuvo. El aire se puso oscuro y fúnebre. Imposible saber cuánto minutos duró el fenómeno. La calma tardó en completarse.

***

Un año más tarde, Lobster aseguró haber sido testigo del regreso de Juan, aquel atardecer melancólico, cuando el mes de junio ya estaba tocando la aldaba del litoral caribeño. Hamacándose en su silla de mimbre, sin afán de ser descubierto, con los talones apoyados sobre la baranda del balcón del Bar Cubano, no le sacó un ojo de encima al forastero. Por supuesto, nadie suele creer una palabra a los charlatanes, pero él insistía en los modos familiares con los cuales el resucitado se movía paseándose por la costa —sin duda una caricatura desvalida— e intentaba reproducir, con rédito, las posturas del desconocido y el rastro de la expresión atenuada por la cicatriz de su cara: un signo, probablemente, de la tragedia devastadora de Dorian.

Juan caminó por los cuatro costados del pueblo destruido, buscando quizás algún recuerdo de María entre los escombros. Rememoró los dedos ágiles de su enamorada elaborando con parsimonia el nudo de su cabello. Recordó el olor del cuarto y la sensación precisa de aquella tarde caliente agazapada fuera de la casa, anticipando el caos. Atravesó las diagonales, la plaza y la rotonda como si estuviera resolviendo un problema, empleando todas las veredas, las de lajas y las de adoquines, con paso corto, camuflando las pisadas en su propia sombra. 

Se retiró y regresó por la noche. Husmeó sin apuro los detalles del muelle reconstruido, recién pintado, con los pontones de madera, sin uso. Sentado en un bolardo para yates de gran eslora se quitó los zapatos y se arremangó los pantalones hasta las rodillas. Se tomó su tiempo, trabajó con cuidado. Parecía temer al dolor de los huesos rotos o a la sospecha del sangrado de las heridas en proceso de sanación, a menos de cinco meses de su salida del hospital. 

Se levantó rengueando y bajó a la playa, aplomado de todos modos, y se detuvo a escarbar en la arena con la punta del pie, apático, sin propósito aparente. Solo un alma perdida querría dar con el sitio en el cual los amantes vienen a enterrar sus corazones. Quién podría saber si ese hombre carente de luz especulaba con la idea de encontrar, antes de la llegada de la aurora, la huella de los pozos absurdos que solía excavar con María.

Con el cuerpo completo, Juan sintió el cosquilleo de la brisa nocturna. Mantenía la sagrada sensibilidad del tacto. Tal vez si se hubiese dado vuelta podría haber visto la postura impasible de Lobster, en el balcón del Bar Cubano, bajo la tranquila luz de la luna, en este tremendo espacio de silencio clandestino donde ni María ni su bendito corazón, lamentablemente, se dejaban ver por ninguna parte.


Este relato pertenece al libro Fotos viejas.