Este relato, publicado en la revista "El Narratorio" (ARGENTINA, Buenos Aires, mensual, Nro 94, pag 8), "La ignorancia" (España, semestral, N°40, pag 50), pertenece al libro todavía no publicado Cruz de palo.
La compulsión a leer y escribir es una forma de circuito mental que la especie ha seleccionado a lo largo del tiempo para mantenernos interesados en nosotros mismos. Lorrie Moore.
Luciérnagas
Un sueño para Daisy
El Grencho estaba con la cabeza volada. Apoyó la oreja sobre el riel para escuchar, para discernir de qué punto cardinal soplaba el viento frío de esta mañana de invierno. Miró los vagones alineados entrando a los andenes por la otra vía y pensó en gusanos. Las pastillas que le habían dado los pibes eran pura basura y en vez de ayudarlo a subir le masticaban más las neuronas.
El nudo de la soga atada dentro del pecho le impedía espantar las arañas que le caminaban por el cuello. El cielo ardía, en el crepúsculo de sangre, con su cordón violeta enredado en la placenta. La alegre figura de Daisy no aparecía ni a través de los perfiles roblonados del puente de hierro del ferrocarril, ni bailando encima de los tambores de pintura amarilla, ni reclinada contra los portones de la estación Saldías.
El cielo de Buenos Aires se había puesto duro como el acero templado. Amenazaba lluvia, pero el Grencho intentó estirar la hora y decidió demorarse un poco antes de regresar a la vivienda: un vagón estacionado en la vía muerta, donde se quiebra la calle Mugica, cerca del pequeño santuario con cintas y banderitas rojas del Gauchito Gil.
Las nubes, por otra parte, parecían un escuadrón de demonios, lo cual no ayudaba en nada, al contrario, empeoraba el estado de angustia del Grencho. Él quería estar con Daisy, hurgar en el calor del escote tibio, pedirle que le cante una canción para dormir. Y se distrajo. Pisó justo en el borde de un durmiente y se desbarrancó por el terraplén de balasto. En la zanja había agua estancada y se embarró el pantalón.
De repente un traqueteo metálico en aumento lo atravesó con la melancolía repetitiva del vicio y no quiso ponerse de pie hasta ver pasar a su lado, en el desvío de los rieles, la cola de un tren entrando despacio a la estación Retiro del ramal Mitre. Trató de permanecer quieto, sin moverse, porque si bien todavía estaba bajo el efecto de la pasta base conservaba un resto de sensatez y pudo advertir el peligro de estar tirado entre las vías. Se puso a llorar, emocionalmente impredecible, y al dar la vuelta con cautela consiguió la vertical tambaleando como un borracho.
Advirtió que tenía hambre. Desde una de las ventanas de las casas apretujadas contra el alambrado llegó a su nariz un aroma a verduras cocidas. Su última comida había sido la hamburguesa que le habían regalado al mediodía en la terminal del subte C.
Por una tosca asociación espacial oculta en un hoyo de su cerebro, recordó la tarea pendiente de ir a la Plaza Británica a rescatar el colchón tirado debajo del olmo, cerca de la Torre de los Ingleses. Pero, además, no debía olvidar la frazada; las dos cosas eran importantes. Entonces un razonamiento fugaz lo estremeció con rapidez. La distancia entre el olmo y el vagón era la misma que entre la vida y la muerte.
Diminuta como un gramo de ferocidad, una descarga nerviosa le oscureció la mente. Un remolino interno se impuso con autoridad dispuesto a descubrir el dolor de su pasado. Empezaba a pensar a la velocidad de la luz, estaba bajando y tuvo la sospecha de la aparición repentina del mal humor, por lo cual, con violencia, dio un manotazo al aire espantando los recuerdos.
Levantó del piso un recorte de diario. En Siria los misiles alzaban los chicos al cielo. Sintió lástima porque acá el hambre y el frío los dejaban secos en las ochavas. Al rascarse la cabeza una ráfaga de viento helado le encogió los hombros y se tomó del muro con una mano y con la otra se cerró la campera. Dejó atrás el puente de hierro y, ya sobre Mugica, caminó apurado hacia la salida.
Empezó a anochecer y el Grencho recién estaba pisando el borde norte de la plaza, por el costado del quiosco de panchos. Retuvo el bollo de miedo acumulado en la garganta. Daisy decía que sentía algo parecido al escuchar los blues de Snowy White. Pero esto fue diferente, las arañas desaparecieron y llegaron los insectos a girar en círculo en su cerebro.
Cuando estuvo al lado del colchón escuchó el estampido de un trueno y miró al cielo. Si no conseguía más paco, esta noche iría a robar un poco de pegamento al galpón ferroviario de Saldías, donde, con los pibes de la Villa 31, ensayaba los pasos de la murga.
En un brote de ternura recordó a su maestra de primer grado. La señorita Matilde lo había visto entusiasmado en una clase de Historia Argentina y le había regalado la galera de cartón y el uniforme de soldado patricio hecho en papel crepé. Con ese disfraz bailaba en la comparsa y era feliz. Después de tanto tiempo, se entretenía en pavadas como esta o en la contemplación de las catenarias suspendidas de los postes de señales.
A Daisy la había conocido en el Pirovano cuando ella perdió el bebé y a partir de ese momento no se separaron más. A él le dieron de alta cosido y vendado porque le habían abierto la panza de un navajazo. Ahora, con todo cambiado, las constelaciones de su firmamento se encogieron en su memoria. En la turbiedad de su conciencia apareció la fotografía de aquella mañana trágica. Una formación del Belgrano Norte, entrando en Retiro, había sufrido un accidente. El saldo: una mujer muerta. Daisy no regresaría más al reino de los rotos, al universo de las almas grises.
Todo esto lo pensó en el viaje de regreso. Le había costado mucho esfuerzo traer las cosas a la rastra desde la plaza hasta acá. Acercó la colchoneta, la subió al furgón y pensó en la noche que, junto a Daisy, planearon el gran viaje. La idea era salir desde Constitución, en esos trenes nuevos pintados de celeste y blanco, para ver el océano.
El Grencho dio vueltas y vueltas. Metió las manos en los bolsillos buscando la última dosis del día. Aspiró. En medio de la culpa por no haber podido concretar el sueño del viaje en esos trenes nuevos, deseó oír la dulce voz de Daisy o adivinar su silueta radiante detrás de la luna mágica, o de la estrella cenicienta de su mundo inalcanzable, y por primera vez tuvo un gesto de entereza.
Y no lloró.
Este cuento publicado en la revista digital "El Narratorio" (ARGENTINA, Buenos Aires, mensual, Nro 62, pag 146), pertenece al libro La rotación de las cosas.
Lumbre
Hasta ahí da la luz de tu velador. Más allá la penumbra se agrieta con jirones mudos de resplandor amarillo, en un abanico de delgados hilos de silencio, que van muriendo hacia los rincones.
La habitación está casi a oscuras. Tienes pocos muebles aquí, pero no te molesta esta escasez. Son siluetas en la sombra que observan quietas tu tarea silenciosa de escritor, tu compañía. A un lado, recostada contra la pared del cuarto, yace la cama de hierro forjado sin dosel. Entre el pesado respaldo y la esquina, duerme su paciencia el ropero provenzal de dos cuerpos, de roble opaco ya sin lustre. Al otro lado, la mesa ratona escandinava y las dos sillas vencidas completan el escaso mobiliario de este ambiente amplio.
Todo el ámbito rezuma un rumor casi inaudible entrecortado tan solo por el tartamudeo cansino del teclado, mientras concentras tu mirada en lo que escribes y no se interrumpe el hilo de tus pensamientos. No hay recuerdo que te disperse del manojo de ideas que quieres volcar en el texto.
Dos estantes con libros en la pared opuesta y una araña sin caireles con los focos apagados acrecientan la melancolía de este recinto de techo alto con puerta de madera y piso de pinotea gastado. Las paredes están deslucidas. El cuadro se completa con una pequeña cocina y una mesada en la cual se acumulan dispersos cacharros amontonados.
En el centro de la pared más larga se adivina una ventana. Por delante, dos paños de voile blanco enceguecen la mortaja de este cuarto.
Ella los alisaba, ¿recuerdas?, con el roce de sus nudillos sedosos. La evocas ahora por este leve detalle y levantas la vista de tu escrito. Esto te saca de tu tarea en este momento, y la hueles, la imaginas, se mezcla en lo que piensas, su voz y sus aromas aún anidan en tu herida. Te ha abandonado y ese pensamiento te distrae.
Alguna vez pensaste en su ansiedad como un defecto, tal vez hubieses querido su fuego ardiendo más lento, pero sus impaciencias nunca pudieron perder tiempo, se apresuraba a desvestirse para que tu tacto le recorriera la piel. Así era: impetuosa.
Te ofrecía todo su cuerpo, su busto reclamaba el contacto de tus yemas, se estremecía toda cuando las puntas de sus senos eran alcanzadas por tus labios, cuando sentía la presión de tus palmas abarcándolos.
Hacían el amor en esa cama que ahora miras, ella en cuclillas ofreciéndote su sexo y tú de espaldas insertando tu vaivén en esa grieta cálida. Te agitabas en el ascenso, jadeabas con el esmeril del deseo hasta sentir la quemazón sobre tu abdomen y pasabas tus manos ásperas por la curva suave de su espalda y su pelo desordenado. Y en la cumbre de ese paraíso, ella volcaba hacia atrás la cabeza, con sus ojos dados vuelta, casi en blanco, ocultando las pupilas celestes, cerrando los párpados en la plenitud del éxtasis, sintiendo la delicia de tu savia dentro de ella y el estrépito de tu temblor hasta el final.
A veces buscaba otras formas y otros territorios. Se desesperaba por sentir tu calor, tu sudor. Se perdía en la voluptuosidad cuando se acercaba para sentir la lectura de tu tacto, se embriagaba en tu aroma a tabaco, la lujuria se le ponía tensa y quería entregarse a tus brazos rugosos. Se adueñaba de tus dedos y los llevaba a su vientre. Se arqueaba hacia el cielo cuando tus manos alcanzaban su pubis encendiendo el fuego. Pasaba su lengua por toda tu piel.
Nunca era de la misma manera porque en ocasiones le agradaba seducirte. Se sentaba con las piernas abiertas para que la miraras, mostrándote su sexo en plenitud, con la mitad de su cabellera sobre su rostro, la ansiedad en la esquina de sus ojos, sintiendo tu mirada lasciva sobre su cuerpo. Luego te poseía. Era una planta voraz, ahogaba tu sexo en su boca, abarcándolo, a fin de extraer el fluir de tu agonía.
Otras veces necesitaba someterse, sentir tu peso. Extendida de espaldas, boca arriba, sobre las sábanas blancas te llamaba, te exigía que te adueñes, que penetres, que la hagas gemir de placer, al borde del dolor, desatado su erotismo, siempre loca de deseo.
Pero además su corazón era muy sensible y tan indefenso como la superficie quieta de un estanque. Tú debiste arrojar algún alimento de amor, ella lo necesitaba, aunque solo fuesen unos sencillos pétalos de flores, solamente para que el agua de sus emociones temblase siquiera un poco.
Hubiese sido suficiente un halago de tu parte, una caricia firme pero suave, un gesto simple pero sincero, algo que le indicara que había una emoción moviéndose en tu interior. Tú eras su hombre, y ella se sentía poseedora de tu espíritu, de tus sentimientos. Hubiese querido que estés pendiente, que la escuches, que la extrañes, que la desees.
Pero no te diste cuenta de que una mujer no se termina en el contorno de su cuerpo, es mucho más vasta, abarca mucho más allá de su figura. Llegó entonces el tiempo en que ella advirtió todas las carencias, las fue percibiendo una a una.
En tu corazón demasiado tibio apenas quedaban mínimos restos de cariño y ella pensó que era un exceso de su parte la pasión que te regalaba. Tus ojos se lo dijeron, no fueron necesarias tus palabras, se dio cuenta observando el fondo de tu retina.
Entonces llegaron sus días sombríos, por tu descuido, por tu desidia, se le fue secando el amor. Se tornó vulnerable a tus exigencias mínimas, despertó de su sueño, pasó demasiado tiempo sin que le arroparas el alma. Se hicieron presentes el dolor, el hastío, la pena y la tristeza.
Y llegaron las discusiones estériles. A veces se ponía triste y lloraba, se abrigaba en tu pecho intentando encontrar, una vez más, tu abrigo, tu sostén; te necesitaba firme como una montaña, pero no alcanzó con las migajas que le diste.
Entonces se le agotó el reclamo, se sintió humillada al caer en la mendicidad para lograr un mínimo de tu ternura, un ruego casi cotidiano que no supiste descifrar. Se secó la fuente que te ofrecía todo, se fue y te dejó sobre la tabla de este escritorio una esquela mínima, sobria y desnuda, esa que ahora miras con el corazón desorientado.
En este lugar vivió contigo. En este sitio sueñas ahora con olvidar todo sin lograrlo, aquí te asesinan los recuerdos de su presencia, su mirada ausente se te vuelve imposible, aquí mueres por ella cada noche.
Por eso ahora se te ha dado por escribir y crees que así podrás exorcizar tu dolor. Te equivocas. Solamente estás pisando los escasos escalones que te conducen al cadalso de un peor martirio.
A veces piensas como un tonto que el suicidio remediará tu pena. Pero eres demasiado cobarde para eso, solo te sirve como fachada para ocultar la mentira con que te engañas.
Lo cierto es que quedarás condenado al eterno padecer, ya que hasta aquí te ha conducido, y no te soltará la mano, la soberbia insensatez de tus sentimientos.
Este cuento, publicado en las revistas literarias "El Narratorio" (ARGENTINA, Nro 63, pag 15) y "El callejón de las once esquinas" (ESPAÑA, Zaragoza, trimestral, Nro. 12), pertenece al libro El sonido de la tristeza.
Cuando llueve sobre las islas
Sobre el escritorio que se encuentra en el extremo del cuarto hay una lámpara encendida. Un pequeño cono de esplendor desciende sobre los papeles desordenados en el rincón íntimo. Hace unos minutos ella dejó de escribir. El verso de la poesía quedó inconcluso y la idea ya se ha disipado.
En el resto de la habitación, a través de la pantalla opaca del candelero, la luz convierte el aire en una bruma mortecina que pinta de amarillo pálido todos los objetos, eliminando los ínfimos detalles, suavizando todo.
La figura de Elena está tenuemente iluminada por detrás, y su contorno se recorta dentro del marco, por el cual entra el perfume nocturno de los jazmines.
El cuarto se encuentra en la planta alta de la casa. Este es su mirador privilegiado. Afuera y debajo está el jardín, y en él, las luciérnagas merodeando entre los rosales. Un poco más retiradas medran las sombras entre los fresnos y las mimbreras. Detrás de ellos se desliza el espejo apacible del arroyo Las Totoras, cerca del recodo, antes de la boca que se abre al cauce furioso del Paraná de las Palmas. A la salida de las islas, reposa el río, el ancho Río de la Plata, donde ahora se baña la luna.
Elena regresa desde sus pensamientos dispersos a la noche silenciosa de los arroyos del Delta. Deja la ventana, gira y avanza con cierto impulso, hacia adentro, pero, en el movimiento brusco, sus dedos distraídos sueltan la alianza. El anillo rebota y rueda sobre el piso de pinotea, da tres giros sobre sí mismo y queda quieto al pie de la cama. Ella lo recoge, se lo coloca nuevamente y se tira de espaldas sobre el edredón mirando el techo.
¿En qué piensa?
Extraña a su marido.
Helmuth Ritter es capitán de los cargueros que suben y bajan por la cuenca caudalosa llevando aceite, granos, cargas de todo tipo. En estos puertos fluviales debe adaptarse a los vaivenes del comercio, o al contrabando en fondeaderos clandestinos, si es necesario.
Hace dos meses que está navegando y le ha hecho llegar un mensaje a Elena: «El viernes estoy en casa. Besos. Helmuth». El jueves ella fue hasta el puerto de Tigre a comprar provisiones. Trajo una botella de vino para brindar con Helmuth por su llegada.
Hoy es domingo.
Está demorado.
Elena está acostumbrada a la incertidumbre de la vida en las islas. El clima a lo largo de la traza del Paraná es impredecible. El río es un animal traicionero, un yacaré al acecho que, cuando cierra las mandíbulas, hasta los barcos de más porte quedan atrapados entre sus fauces.
Los orilleros conocen raras historias de navegantes. Cuando la vanidad los seduce en la charla alrededor del fogón, la superchería ondula en el aire como un juguete peligroso hasta que el temor cede, porque saben que en una de esas lo que se está contando puede ser cierto.
Elena abandona esos pensamientos, se incorpora, se acerca de nuevo a la ventana. Huele a tormenta. Los relámpagos desnudan el cielo con sus fogonazos. Una hilera de nubes se agrupa encima del arroyo El durazno. Las figuras difusas tocan con sus algodones sucios las copas de los árboles. La brisa sacude con fuerza el follaje, el viento sudeste trae malos presagios, el tiempo empeora.
Elena cierra los batientes, gira la manija del cerrojo y acomoda las cortinas. Luego se desviste, se mete en la cama y lee hasta que se le cierran los párpados. Aparta el libro hacia un costado y de inmediato se abandona al sueño mientras oye el aguacero que se derrama sobre las islas.
Ha llovido toda la noche.
Hoy el sol ha estrenado una mañana espléndida. Elena escucha el ruido de un motor que se detiene. La embarcación de las provisiones ha estacionado en la orilla, tal vez en ella venga su marido. Se apura, abre la puerta y baja al muelle.
Mario, el patrón de la Surubí, se asoma por la cabina y le entrega una canasta. Ella le pide el diario y le paga. En dos maniobras, Mario acomoda la proa enfrentando la corriente, buscando el próximo destino.
Elena entra y apoya la canasta. Luego despliega el periódico sobre la mesa.
En la primera plana está la foto del carguero que encontró la Prefectura anclado en un banco de arena en Corrientes. Ella se interesa por el artículo. Lee la bajada: «El buque “fantasma” navegaba sin tripulación desde hace una semana, a la deriva, hasta que encalló».
La nota comienza así: «En el día de ayer se realizó una exhaustiva búsqueda para revelar las causas del suceso. En la cabina de mando se encontró una alianza en cuyo interior tiene grabadas las iniciales E. R.».
Elena está muda por la noticia que tiene delante. Se le ha incrustado como un acertijo macabro en el pecho. Acodada en la mesa, juega con el anillo hasta que lo suelta sin querer. La sortija cae y rueda sobre el piso, da tres giros sobre sí misma y queda quieta al lado de su zapato. La mira. Le parece que la alianza está tan lejos que no podría alcanzarla.
Se pregunta cómo deberá empezar su vida de acá en adelante, de dónde sacará el valor que necesita, adónde irá a preguntar lo que ignora.
Se lleva la mano a la boca.
Y llora sin consuelo, en forma tan abundante como el agua que se derrama aquí, sobre estas islas, cuando llueve torrencialmente.
Este cuento, publicado en las revistas literarias "Nagari" (EE.UU. Miami, mensual, junio-2020), "El Narratorio" (ARGENTINA, Buenos Aires, mensual, Nro 50, pag 7) y "Vestigium" (MEDIUM, abr. 2019), pertenece al libro Escarcha.
María de agua
Por aquí todo es tan profundo y oscuro que no alcanzo a ver los vestigios de los navíos hundidos. Ni palos, ni arboladuras. Ni cascos, ni anclas oxidadas.
Hace rato que te pienso, acodado en la mesa y con la mirada perdida, en mi invierno, al calor de los leños encendidos en el hogar.
Mientras el licor reposa en el vaso hago un alto en esa tarea, corro la cortina y me asomo por detrás de los vidrios de la ventana cerrada, para observar el jugueteo del agua en la orilla. Titán ha movido la cola con arte expresivo al ver que yo he dejado de estar sentado. Mi perro espera que salga a caminar con él por la playa. Y puede que lo haga. Hay luna llena, como a él le gusta.
Me pongo la campera porque afuera hace frío.
Sopla una brisa helada que viene de lejos, desde el océano hacia el continente, nacida en los témpanos que se han desprendido más al sur.
Bajo con mi perro por la escalera estrecha de cinco peldaños. Mis botas aplastan la grava gruesa y escucho cómo las suelas mastican los granos a cada paso, dejando las huellas marcadas con la precisión de la geometría.
—María, te extraño mucho.
Recuerdo el último verano que estuve con vos en tu cabaña del Caribe, sobre la costa de tu isla volcánica, pequeña como vos, con una ladera curva y frondosa de plantas de perfumes dulces.
Fue en la estación de las lluvias.
La primera noche bailamos descalzos sobre el sencillo muelle flotante, hasta que el mulato de la banda de música se tuvo que ir y nos quedamos sin la alegría de la percusión.
Ante mi asombro me llevaste a compartir tu cama con el mandato de una diosa que dispone de sus libertades. Pero siendo mortales, ni vos ni yo fuimos capaces de vencer a las tres tentaciones del amor: la sensualidad, el erotismo y la embriaguez del agotamiento. El muchacho rubio entonó boleros encantadores hasta el amanecer y vos me los susurrabas al oído —porque oíamos las melodías a través de las ventanas abiertas de la choza—, de modo tal que el placer de la posesión de los cuerpos fue tan inmaculado como el azúcar.
—¿Me creés, María?
Una vez agotado el frenesí del deseo no me cansé de recordar que yo, solo un Hermes terrenal, viajero, ladrón y mentiroso, había poseído a la magnífica Afrodita del Olimpo caribeño.
Aún hoy lo siento así.
Cavilando en la noche salina te escucho, te oigo en el rumor de las aguas agitadas por el aire y ensueño que tu aliento acumula las gotas de escarcha que cuelgan de mi barba. Si la tonada latina de tu voz no me cuenta historias de amores apasionados me siento un niño en orfandad, me falta el salobre contacto de tus labios tanto como el sabor agrio de tu sexo.
Mañana con mi traje de buzo me sumergiré en el mar con el anhelo de acortar las distancias entre ambos hemisferios. Llevaré en mi mente el mensaje que he estado pensando y lo soltaré en medio del cardumen. Los peces lo llevarán a tu playa y vos sabrás entender el significado a través del canto de los tiburones plateados.
Quisiera que me envíes una respuesta.
Sin sobre ni papel.
Solo escribila en el viento para que él la introduzca a través de las hendijas de esta casa solitaria, amparada en las dunas oceánicas, y la deposite en el licor de mi vaso, que yo sabré cómo descifrarla.
Este cuento, publicado en las revistas literarias "Nagari" (EE.UU., Miami, mensual, octubre-2020), "El Narratorio" (ARGENTINA, Buenos Aires, mensual, Nro. 43, pag 27) y "Quiasmo" (MEDIUM, may. 2019) pertenece al libro Cielo rojo.
Sin alas
Aprendí a hacerlo en la copa del fresno, el fresno solitario que está en el fondo del terreno, contra el alambrado, cerca de la orilla del río. Luego de la muerte de mi padre, al inicio de la primavera lo plantamos de retoño, con mi madre. Ella supo afrontar los gastos de la casa a pesar del desconsuelo. Se levantaba muy temprano a trabajar la tierra. Por la tarde vendía los huevos de las gallinas ponedoras y las verduras cosechadas en la huerta. Se los vendía a Mario, el patrón de la Surubí. El muchacho, los miércoles, estacionaba la lancha en el muelle de la isla con las provisiones destinadas a ofertar a los vecinos: alimentos envasados, pan, frutas, quesos, semillas, carbón… Hasta diarios traía.
Un día, a mi madre le sobraron unos pesos y compró el fresno. Mario le alcanzó —apoyando el codo en la borda— un recipiente cilíndrico de cinco litros manchado con brea, que hacía las veces de maceta. Dentro de él, embutido en la tierra negra, sobresalía —esbelto y desprovisto de brotes— el tallo delgado del arbolito. No medía más de un metro, con lata y todo.
Cuatro años después yo ya había cumplido los once y la copa ovalada del fresno era enorme. La sombra abarcaba la mitad del techo del gallinero y el tejado completo del galponcito: aquella construcción precaria, sin puerta, en la cual mi padre conservaba herramientas, artículos de navegación y de pesca. Con algunas sogas de amarre y un par de tablas de cedro construí una especie de asiento y lo anclé contra la horqueta robusta en la parte alta del árbol. Tan alto estaba que desde allí podía ver los penachos de las palmeras pindó arrinconadas en la costa del arroyo Anguilas. Además, durante el otoño, caían las hojas caducas y la fronda se volvía flaca y se llegaba a divisar la curva amplia de la desembocadura, donde el flujo tranquilo desaparecía en la correntada rápida, que bajaba precipitada entre las márgenes del San Antonio.
Una mañana discutí con mi madre por tonterías: no quise escuchar su reprimenda acerca de no recuerdo qué cosa. Sin dejar a que ella terminara, salí enojado de la casa hacia mi refugio, en las ramas altas del fresno. Ahí arriba, en medio del susurro del follaje, se me pasó la rabieta.
Luego de un rato de permanecer en la cima del árbol, mi ánimo cambió. La brisa se levantó de improviso por el cuero chato del torrente del Anguilas y removió la vegetación del bosque. Su arrebato sacudió las hojas contra mi cara y me hizo cerrar los ojos. De repente me sentí dichoso y abrí los brazos para recibir el empujón del viento. Por un momento perdí el equilibrio y, por temor a caerme, extendí los dedos. Me dejé llevar, como si los humedales del Delta me hubiesen puesto alas de calandria. Ascendí apoyado en la ventolina cálida del crepúsculo. Experimenté la ingravidez de la maravillosa sensación de volar. Volar en espiral hacia lo alto, cada vez más arriba. Sobrepasé la altura de todas las nubes y recién ahí me detuve, en el espacio liviano del cielo.
Así permanecí suspendido en una duración que no supe calcular, fascinado en la contemplación del lomo de la luna llena, asomando apenas su palidez, apoyada en el horizonte del agua.
Miré por allí y por allá.
Por encima percibí la calma del abismo azul del universo.
Por debajo contemplé azorado mi mundo redondo flotando en la inmensidad del vacío.
El movimiento cesó. El tiempo se detuvo.
Había alcanzado la posada de la eternidad.
Era un yermo rodeado de silencio. Un silencio infinito.
Sumido en la meditación sobre lo absoluto agité mis extremidades. Con sorpresa advertí cómo su inesperado desplazamiento me quitaba del estado de reposo. Decidí, entonces, regresar a las capas inferiores de la atmósfera pálida de mi planeta.
Antes del anochecer volé en círculos alrededor de las islas buscando los trazos irregulares del abra rectangular de la barranca. Inicié el descenso con mayor precisión y vi la mancha verde del follaje del fresno. En la lenta bajada, los tenues rayos del sol me mostraban los detalles de las siluetas: el techo de canalones galvanizados de la cabaña, los surcos paralelos de la huerta, el gallinero, el pequeño muelle de tablas de lapacho y el bote de pesca cabeceando, amarrado del bolardo amurado al pilote, al costado de la escalera hundida en el cauce.
Cuando estuve cerca de las puntas de los eucaliptus alcancé a divisar la desmelenada guarida de un benteveo. Reparé al fin en el profundo cansancio acumulado en mi peripecia a lo largo del viaje. Poco a poco me acerqué. Mientras agitaba los brazos con cuidado para mantenerme suspendido en el espacio, como los pájaros, observé la entrada con detenimiento.
El nido estaba vacío.
Ya encima de él, me dejé caer.
Al rato, protegido por el tejido de ramitas, al calor del cobijo agradable del hueco, me quité las motas cenicientas del polvo de estrellas adherido a la ropa.
Luego me quedé profundamente dormido.
No sé cuánto tiempo pasó.
Desperté sobresaltado. El graznido de un carau oculto en la misteriosa hojarasca del monte se desvanecía en la semioscuridad de los ecos.
Aún la claridad no se había hundido en el oeste del cielo. Un resto de lumbre daba contorno a la cabellera del bosque de encinas. Por allí todavía flotaba el resabio de colores de la espesura.
Primero saqué la cabeza del nido, después el cuerpo entero y por último miré hacia abajo. Estimé la dimensión de la altura a la cual me encontraba del suelo y no me animé a saltar. Entonces, me colgué de una horqueta cercana y comencé el descenso. Abracé al tronco con fuerza y apreté las piernas para no romperme las zapatillas en el roce con la corteza. No bien estuve en el piso me sacudí los pantalones y me alejé a la carrera orientándome entre las sombras de un sendero conocido. Llegué rápido al fondo del terreno de mi casa. Entré por la puerta trasera y, sin saludar, atravesé el comedor, corrí la cortina de mi pieza y me acosté vestido en el catre.
Al día siguiente, durante el desayuno, mi madre no me regañó por no haber compartido la cena con ella. Recuerdo su mirada inquieta y callada, esa mirada colmada de sospecha, sugerente, amenazante y tierna. Ella, supongo, se habría preguntado qué había estado haciendo yo, en todas esas horas de ausencia, subido a mi albergue en la cima del fresno.
Con los años advertí que no solo conmigo jugaba el aire. Lo supe de tanto navegar por los riachuelos del Delta.
En los inviernos crudos el viento rasante desprendía collares de vidrio de las crestas de las olas. Fabricaba rápidas coreografías con las gotas de agua, en especial en los choques de las corrientes fluviales, donde llegaban los arroyos a engrosar el furioso avance del Paraná de las Palmas.
En las auroras de los veranos los empujoncitos de la brisa tornasolaban brumas en la manta desnuda del río; hacían vibrar espejos de estaño en las hojas de los álamos; armaban remolinos —menos prodigiosos— para desorientar el rumbo de las aletas traslúcidas de los pejerreyes.
Que yo recuerde, nunca abandoné las ganas de jugar con el aire, ni aun en los momentos de dolor de la semana pasada. La peste esperada llegó por fin a estas islas, tan alejadas de la ciudad. Y esta peste se metió en nuestro hogar y se apoderó brutalmente de mi madre. Un mediodía, la embarcación sanitaria, con un grupo de enfermeros, vino por ella. Se la llevaron con fiebre, casi sin respiración, hasta el hospital de Tigre, y por la tarde, el médico me dio la terrible noticia. Esa misma y maldita peste puso en el cielo al ser más entrañable que vivió conmigo y no me dejaron ver por última vez su cuerpo.
Ahora estoy sentado, solitario, contemplando distraído el discurrir de la corriente, pensando en la actitud severa —pero tierna— con la cual ella me miró en aquel desayuno de mi niñez, cuando yo apenas tenía once años.
No sé por qué revivo este episodio. Ya estoy grande. Mi edad no me permite subir a lo alto del fresno del fondo de la casa: mi refugio de avivar sueños y aliviar dolores. Mi sangre no fluye con la adecuada eficacia por las arterias de mi anatomía y la tonicidad de mis músculos ha disminuido. Me costaría agitar con vigor los brazos y volar hacia el lugar de la eternidad, allí arriba, donde el movimiento de los astros aparentemente cesa. ¿Tiene sentido, entonces, permanecer fondeado aquí como un velero carcomido por el salitre? ¿No será mejor dejar a la deriva del río estos restos inservibles —casco, aparejos y arboladuras— en los que me he convertido?
Mañana, miércoles, me arrimaré a la lancha de Mario: voy a comprar un mechero y algo de combustible. Mi padre conservó en el galponcito la antigua vela del bote. Con ella fabricaré un globo aerostático de suficiente tamaño para sustentar mi peso. Con él no necesitaré la ayuda del fresno ni de la brisa. Ascenderé al cielo a encontrarme con mi madre.
Es hora de irme a acostar, debo levantarme temprano. Si comienzo el trabajo al rayar el alba, todo estará listo antes del atardecer, e iniciaré el viaje por las transparentes pertenencias del viento.
Mi padre era soñador y buen navegante: excelente marino y arriesgado aeronauta. Quizás haya enamorado a mi madre debido a la contagiosa necesidad de realizar sus fantasías descabelladas. Tal vez yo lleve en mis genes las dos cosas: los sueños magníficos y la felicidad de jugar con el aire.
Qué tontería.
Se me debe notar demasiado esa herencia… ahora… cuando tan hondo me cala la pena.
Este cuento, publicado en las revistas literarias "Nagari" (EE.UU., Miami, mensual, junio-2022), "Babab" (ESPAÑA, semestral, febr. 2021) y "El Narratorio" (ARGENTINA, Buenos Aires, mensual, Nro. 59, pag 14) pertenece al libro La rotación de las cosas.