Mostrando las entradas con la etiqueta Nagari. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Nagari. Mostrar todas las entradas

Neblina

 


En las islas del Delta no teníamos recuerdo de semejante bruma desde hacía décadas pero esa mañana nos encontramos con que los árboles habían desaparecido detrás de una sábana almidonada. Hasta las flores de las plantas cubre suelos, tapadas por la pesadez de la niebla, simulaban sencillas pecas difusas. Los zapallos no mostraban las venas gordas de sus rizomas y las verduras estaban rígidas de angustia, ocultas por completo en el interior del velo opalino. 

Una vieja curandera, dueña de una de las taperas más antiguas, sin duda atemorizada, puso una mezcla de hierbas contra el maleficio sobre un puñado de brasas, en uno de los laterales del terreno, cerca de la orilla del arroyo, y la humareda blanca en vez de ayudar complicaba todo. 

Temerosos, los patrones de las lanchas destinadas a la pesca del pejerrey no salían a navegar por el río. Estaban asustados. No sería la primera vez que se estarían incendiando los pajonales de los campos. Para colmo a los pescadores se les escapaba la oportunidad de aprovechar el aviso de la creciente: el indicio que anunciaba la hora de salir a cosechar el producto del desove. Un desastre. 

Antonio llamó a Juana, su mujer, y ambos se asomaron al ventanal. Ella se tapó la boca y alzó con desmesura los párpados. Él fue a buscar la escopeta, sin duda pensando en espantar la neblina a tiros, aunque no bien avanzó dos pasos se dio cuenta de las complicaciones aportadas por el fenómeno: de tan densa, la nube rastrera le impedía ver sus propias botas y, por lo tanto, si seguía andando corría el riesgo de pisar alguna trampa de cazar comadrejas. 

Cuando quiso retroceder la cabaña se había ausentado, seguramente oculta por detrás de la blancura, y él quedó encerrado de cuerpo entero en medio de un calabozo de paredes lechosas. 

Pero no siempre las historias son tan sencillas de contar. 

La niebla recién se comenzó a disipar al tercer día con una lentitud exasperante dado el tamaño de nuestra ansiedad. Recuperamos el paisaje de a poco. La hilera de álamos se configuró en el primer bulto visible, fácil de reconocer por el temblor plateado de las hojas; después se hizo presente el grupo denso de ceibos; luego apareció un agujero azul en el cielo y el sol terminó de afilar el diseño de los contornos de todas las cosas, incluso los caranchos y los pájaros menores recuperaron el movimiento. Hasta las cotorras se animaron a volar.  

Mientras la opacidad se evaporaba con desgano y la luz se abrazaba a las ramas superiores de las palmeras, Juana, quien había dormido a medias dentro de la cabaña, se sobresaltó alarmada por el repentino esplendor diurno encaramado en el borde de la claraboya que iluminaba una de las esquinas del cuarto. Y saltó de la cama. Y abrió la puerta de entrada. Y entonces, a unos metros nomás, aparecieron las botas enterradas en el barro, pero sin Antonio adentro ni encima de ellas, abandonadas sin más, o quizás ocupadas por un fantasma invisible. El caso era que ni rastros de su esposo. 

Trató en vano de sostener el grito apretado mordiendo el pañuelo; con odio pateó varias veces, con los talones desnudos, sobre el entarimado de pino; refugió sus puños por debajo de los codos apretándose las costillas; apoyó con rabia la cadera contra el marco del portal y miró hacia el firmamento en busca de una seña sin encontrar nada de nada a pesar de que ya no persistía ni una secuela de la maldita neblina.

En ese preciso instante la naturaleza completa, surgida de la claridad matinal, entró en éxtasis: las hortensias viraron del violeta al rosa, fuera de sí, atontadas por el ascenso brusco del sol; dada la transparencia de sus alas no se sabía en cuál aire se sustentaban los colibríes; las colmenas zumbaban quietas a un costado del huerto; el murmullo del arroyo alimentado por el rocío de tantas noches cantaba la melodía de un nuevo despertar venturoso.

Pero Juana, en cambio, no dejaba de retorcerse los dedos, de pie en el umbral, preguntándose adónde habría ido su marido, vencida sin remedio por el agotamiento, permitiendo con resignación que las lágrimas resbalaran a lo largo del cuello, la blusa, el vestido, formando un charco en el cual se podría haber ahogado con toda naturalidad. 

Y a partir de ese momento, cada amanecer, sentada en el banco de lapacho o en la banqueta de algarrobo, en la galería cubierta por el alero de la cabaña, Juana hacía punto en su labor en compañía del recuerdo de Antonio mientras trenzaba una estera de mimbre o tejía un chaleco de lana con sus agujas de alpaca. 

Por momentos hablaba sola. Pensaba con los ojos cerrados. Recordaba. Movía la pava de un lado a otro de la mesa. Acomodaba un pliegue de la pollera. Se detenía, adentro, en un detalle de la cocina, o afuera, en cierta circunstancia de la brisa. Simulaba estar atenta a algo. O se abandonaba en una ausencia extraña. Por supuesto, parecía no tener urgencia. ¡Si tenía toda la vida por delante a fin de alivianar la espera! Alzaba la vista hacia el agujero del cielo por el cual se había fugado la niebla. Planeaba el regreso de su marido. Rezaba una plegaria. Se quejaba. Y de inmediato se arrepentía. Y así.

Donde el río transitaba con menos furia los trabajadores del junco, al enfardar, en el desaliento de la tarde, tarareaban la misma canción triste que solía silbar Antonio cuando salía a pescar con el bote. Entretanto, los robles de la costa parecían morir en el olvido, tremendamente sosegados, soportando el peso en sus propios postes, y los carpinchos, siguiendo la tradición repetitiva de los milenios, permanecían con el hocico por encima del agua, pasmados, como idiotas, mirando en silencio el estúpido pasar de la corriente suave del arroyo.


Este cuento, publicado en la revista digital "Nagari" (EE.UU., Miami, mensual, febrero-2024), pertenece al libro Fotos viejas.


Amaru

 


Como una pena…

El hombre viejo se deja llevar por el movimiento del agua. Tiene las cicatrices blancas de los raspones de la tristeza y un susto oscuro le tiembla en el pulso. Los brazos clavan el remo y evitan el bamboleo; el pie contra la damajuana impide el derrame del vino tinto en el fondo de la canoa.

Y así va.

Mueve los ojos amarillos de reptil adormecido bajo el sol del invierno. Las arrugas de su rostro talladas en cobre lucen quietas como el cuero del yacaré. Debajo del sombrero apunta la cabeza hacia adelante en busca de la curva amplia del río, que se pierde entre los árboles, lejos aún de la desembocadura.

El hombre viejo se llama Amaru.

Ayer por la noche, Amambay, su mujer, tumbada en el catre se entregó a la muerte. Soltó un humito de aire y se quedó dormida para siempre.

Él le acarició las manos duras y frías y esperó hasta la aurora. Salió de la cabaña y vio ascender el alma de su esposa entre las hojas verdes de la selva misionera como un ovillo de arco iris. Los hilos de colores atravesaron las ramas más altas. Una parte del espíritu de Amambay se deshizo en lluvia y la otra, ceniza ágil, continuó su ascenso de la mano del viento con tanto ímpetu que él estuvo seguro de que su mujer alcanzaría el sol.

Y ahí quedó su choza de caña, aguas arriba, cerca de las cataratas del Iguazú, donde el estrépito de las caídas es un tigre que brama y el peso de la atmósfera de niebla sobre el cauce moja las paredes rojas de las barrancas.

Amaru partió de madrugada.

Ya no tenía sentido quedarse allí. Montó apurado en la piragua de alas delgadas y se lanzó a la superficie agitada buscando llegar al Paraná. El agua escapaba a borbotones, como un chorro marrón de espaldas arrugadas. Él aprovechó la huida de la corriente para alejarse cuanto antes sosteniendo la respiración, siguiendo el destino del río.

Y ahora…, va a la deriva.

Navega en silencio como un pez que no sabe llorar. Todo es extraño sin el lenguaje de la selva. Sin embargo, algo lo encandila. A lo lejos relumbran mil chapitas sobre la piel del río. Del sol ha bajado el espíritu de Amambay con su vestido de fiesta a mostrarle el horizonte.

Amaru se ajusta el sombrero para disminuir el reflejo, endereza la piragua en busca del rumbo, como aquel navegante cautivado por el llamado del mar, y avanza perdido en la ensoñación, entero de ánimo, hasta donde haga falta.


Este relato, publicado en las revistas literarias "Nagari" (EE.UU., Miami, mensual, agosto-2023), "Vestigium" (MEDIUM, marzo 2020) pertenece al libro La rotación de las cosas. Esta versión fue corregida en el taller literario Ultraversal, coordinado por el escritor Gavrí Akhenazi.

Cuando llueve sobre las islas

 

Apoyada en el alféizar de la ventana, con las cortinas abiertas de par en par, Elena mira hacia la profundidad de la noche. Apoya los codos y juega con el anillo de oro. Desde la base del anular desliza la delgada alianza hasta el comienzo de la uña. Lo hace casi sin darse cuenta, con el índice y el pulgar de la otra mano. Lo repite una y otra vez, olvidada de su entorno, entregada a otro mundo, entre el polvo de estrellas de sus pensamientos.

Sobre el escritorio que se encuentra en el extremo del cuarto hay una lámpara encendida. Un pequeño cono de esplendor desciende sobre los papeles desordenados en el rincón íntimo. Hace unos minutos ella dejó de escribir. El verso de la poesía quedó inconcluso y la idea ya se ha disipado.

En el resto de la habitación, a través de la pantalla opaca del candelero, la luz convierte el aire en una bruma mortecina que pinta de amarillo pálido todos los objetos, eliminando los ínfimos detalles, suavizando todo.

La figura de Elena está tenuemente iluminada por detrás, y su contorno se recorta dentro del marco, por el cual entra el perfume nocturno de los jazmines. 

El cuarto se encuentra en la planta alta de la casa. Este es su mirador privilegiado. Afuera y debajo está el jardín, y en él, las luciérnagas merodeando entre los rosales. Un poco más retiradas medran las sombras entre los fresnos y las mimbreras. Detrás de ellos se desliza el espejo apacible del arroyo Las Totoras, cerca del recodo, antes de la boca que se abre al cauce furioso del Paraná de las Palmas. A la salida de las islas, reposa el río, el ancho Río de la Plata, donde ahora se baña la luna. 

Elena regresa desde sus pensamientos dispersos a la noche silenciosa de los arroyos del Delta. Deja la ventana, gira y avanza con cierto impulso, hacia adentro, pero, en el movimiento brusco, sus dedos distraídos sueltan la alianza. El anillo rebota y rueda sobre el piso de pinotea, da tres giros sobre sí mismo y queda quieto al pie de la cama. Ella lo recoge, se lo coloca nuevamente y se tira de espaldas sobre el edredón mirando el techo.

¿En qué piensa?

Extraña a su marido. 

Helmuth Ritter es capitán de los cargueros que suben y bajan por la cuenca caudalosa llevando aceite, granos, cargas de todo tipo. En estos puertos fluviales debe adaptarse a los vaivenes del comercio, o al contrabando en fondeaderos clandestinos, si es necesario. 

Hace dos meses que está navegando y le ha hecho llegar un mensaje a Elena: «El viernes estoy en casa. Besos. Helmuth». El jueves ella fue hasta el puerto de Tigre a comprar provisiones. Trajo una botella de vino para brindar con Helmuth por su llegada.

Hoy es domingo. 

Está demorado. 

Elena está acostumbrada a la incertidumbre de la vida en las islas. El clima a lo largo de la traza del Paraná es impredecible. El río es un animal traicionero, un yacaré al acecho que, cuando cierra las mandíbulas, hasta los barcos de más porte quedan atrapados entre sus fauces. 

Los orilleros conocen raras historias de navegantes. Cuando la vanidad los seduce en la charla alrededor del fogón, la superchería ondula en el aire como un juguete peligroso hasta que el temor cede, porque saben que en una de esas lo que se está contando puede ser cierto.

Elena abandona esos pensamientos, se incorpora, se acerca de nuevo a la ventana. Huele a tormenta. Los relámpagos desnudan el cielo con sus fogonazos. Una hilera de nubes se agrupa encima del arroyo El durazno. Las figuras difusas tocan con sus algodones sucios las copas de los árboles. La brisa sacude con fuerza el follaje, el viento sudeste trae malos presagios, el tiempo empeora. 

Elena cierra los batientes, gira la manija del cerrojo y acomoda las cortinas. Luego se desviste, se mete en la cama y lee hasta que se le cierran los párpados. Aparta el libro hacia un costado y de inmediato se abandona al sueño mientras oye el aguacero que se derrama sobre las islas.


Ha llovido toda la noche.

Hoy el sol ha estrenado una mañana espléndida. Elena escucha el ruido de un motor que se detiene. La embarcación de las provisiones ha estacionado en la orilla, tal vez en ella venga su marido. Se apura, abre la puerta y baja al muelle.

Mario, el patrón de la Surubí, se asoma por la cabina y le entrega una canasta. Ella le pide el diario y le paga. En dos maniobras, Mario acomoda la proa enfrentando la corriente, buscando el próximo destino.

Elena entra y apoya la canasta. Luego despliega el periódico sobre la mesa. 

En la primera plana está la foto del carguero que encontró la Prefectura anclado en un banco de arena en Corrientes. Ella se interesa por el artículo. Lee la bajada: «El buque “fantasma” navegaba sin tripulación desde hace una semana, a la deriva, hasta que encalló». 

La nota comienza así: «En el día de ayer se realizó una exhaustiva búsqueda para revelar las causas del suceso. En la cabina de mando se encontró una alianza en cuyo interior tiene grabadas las iniciales E. R.».

Elena está muda por la noticia que tiene delante. Se le ha incrustado como un acertijo macabro en el pecho. Acodada en la mesa, juega con el anillo hasta que lo suelta sin querer. La sortija cae y rueda sobre el piso, da tres giros sobre sí misma y queda quieta al lado de su zapato. La mira. Le parece que la alianza está tan lejos que no podría alcanzarla.

Se pregunta cómo deberá empezar su vida de acá en adelante, de dónde sacará el valor que necesita, adónde irá a preguntar lo que ignora. 

Se lleva la mano a la boca.

Y llora sin consuelo, en forma tan abundante como el agua que se derrama aquí, sobre estas islas, cuando llueve torrencialmente.


Este cuento, publicado en las revistas literarias "Nagari" (EE.UU. Miami, mensual, junio-2020), "El Narratorio" (ARGENTINA, Buenos Aires, mensual, Nro 50, pag 7) y "Vestigium" (MEDIUM, abr. 2019), pertenece al libro Escarcha.

María de agua

 

En medio del cardumen tu historia se presenta como un tiempo que surge desde los confines del pasado. Aunque ni vos ni yo somos peces, formamos parte de la vida. Miro hacia la profundidad sin horizontes rectos, en el silencio líquido que me rodea, y me pregunto si vos también estarás inmersa en tu mar tórrido, tan alejado de estas aguas meridionales, porque te imagino rodeada de corales y moluscos gigantes quietos sobre el fondo marino de arena clara.

Por aquí todo es tan profundo y oscuro que no alcanzo a ver los vestigios de los navíos hundidos. Ni palos, ni arboladuras. Ni cascos, ni anclas oxidadas.

Hace rato que te pienso, acodado en la mesa y con la mirada perdida, en mi invierno, al calor de los leños encendidos en el hogar. 

Mientras el licor reposa en el vaso hago un alto en esa tarea, corro la cortina y me asomo por detrás de los vidrios de la ventana cerrada, para observar el jugueteo del agua en la orilla. Titán ha movido la cola con arte expresivo al ver que yo he dejado de estar sentado. Mi perro espera que salga a caminar con él por la playa. Y puede que lo haga. Hay luna llena, como a él le gusta.

Me pongo la campera porque afuera hace frío. 

Sopla una brisa helada que viene de lejos, desde el océano hacia el continente, nacida en los témpanos que se han desprendido más al sur. 

Bajo con mi perro por la escalera estrecha de cinco peldaños. Mis botas aplastan la grava gruesa y escucho cómo las suelas mastican los granos a cada paso, dejando las huellas marcadas con la precisión de la geometría. 

—María, te extraño mucho.

Recuerdo el último verano que estuve con vos en tu cabaña del Caribe, sobre la costa de tu isla volcánica, pequeña como vos, con una ladera curva y frondosa de plantas de perfumes dulces. 

Fue en la estación de las lluvias. 

La primera noche bailamos descalzos sobre el sencillo muelle flotante, hasta que el mulato de la banda de música se tuvo que ir y nos quedamos sin la alegría de la percusión. 

Ante mi asombro me llevaste a compartir tu cama con el mandato de una diosa que dispone de sus libertades. Pero siendo mortales, ni vos ni yo fuimos capaces de vencer a las tres tentaciones del amor: la sensualidad, el erotismo y la embriaguez del agotamiento. El muchacho rubio entonó boleros encantadores hasta el amanecer y vos me los susurrabas al oído —porque oíamos las melodías a través de las ventanas abiertas de la choza—, de modo tal que el placer de la posesión de los cuerpos fue tan inmaculado como el azúcar. 

—¿Me creés, María?

Una vez agotado el frenesí del deseo no me cansé de recordar que yo, solo un Hermes terrenal, viajero, ladrón y mentiroso, había poseído a la magnífica Afrodita del Olimpo caribeño. 

Aún hoy lo siento así. 

Cavilando en la noche salina te escucho, te oigo en el rumor de las aguas agitadas por el aire y ensueño que tu aliento acumula las gotas de escarcha que cuelgan de mi barba. Si la tonada latina de tu voz no me cuenta historias de amores apasionados me siento un niño en orfandad, me falta el salobre contacto de tus labios tanto como el sabor agrio de tu sexo.

Mañana con mi traje de buzo me sumergiré en el mar con el anhelo de acortar las distancias entre ambos hemisferios. Llevaré en mi mente el mensaje que he estado pensando y lo soltaré en medio del cardumen. Los peces lo llevarán a tu playa y vos sabrás entender el significado a través del canto de los tiburones plateados. 

Quisiera que me envíes una respuesta. 

Sin sobre ni papel. 

Solo escribila en el viento para que él la introduzca a través de las hendijas de esta casa solitaria, amparada en las dunas oceánicas, y la deposite en el licor de mi vaso, que yo sabré cómo descifrarla.


Este cuento, publicado en las revistas literarias "Nagari" (EE.UU., Miami, mensual, octubre-2020), "El Narratorio" (ARGENTINA, Buenos Aires, mensual, Nro. 43, pag 27) y "Quiasmo" (MEDIUM, may. 2019) pertenece al libro Cielo rojo.

Sin alas



De chico me gustaba jugar con el aire.

Aprendí a hacerlo en la copa del fresno, el fresno solitario que está en el fondo del terreno, contra el alambrado, cerca de la orilla del río. Luego de la muerte de mi padre, al inicio de la primavera lo plantamos de retoño, con mi madre. Ella supo afrontar los gastos de la casa a pesar del desconsuelo. Se levantaba muy temprano a trabajar la tierra. Por la tarde vendía los huevos de las gallinas ponedoras y las verduras cosechadas en la huerta. Se los vendía a Mario, el patrón de la Surubí. El muchacho, los miércoles, estacionaba la lancha en el muelle de la isla con las provisiones destinadas a ofertar a los vecinos: alimentos envasados, pan, frutas, quesos, semillas, carbón… Hasta diarios traía.

Un día, a mi madre le sobraron unos pesos y compró el fresno. Mario le alcanzó —apoyando el codo en la borda— un recipiente cilíndrico de cinco litros manchado con brea, que hacía las veces de maceta. Dentro de él, embutido en la tierra negra, sobresalía —esbelto y desprovisto de brotes— el tallo delgado del arbolito. No medía más de un metro, con lata y todo.

Cuatro años después yo ya había cumplido los once y la copa ovalada del fresno era enorme. La sombra abarcaba la mitad del techo del gallinero y el tejado completo del galponcito: aquella construcción precaria, sin puerta, en la cual mi padre conservaba herramientas, artículos de navegación y de pesca. Con algunas sogas de amarre y un par de tablas de cedro construí una especie de asiento y lo anclé contra la horqueta robusta en la parte alta del árbol. Tan alto estaba que desde allí podía ver los penachos de las palmeras pindó arrinconadas en la costa del arroyo Anguilas. Además, durante el otoño, caían las hojas caducas y la fronda se volvía flaca y se llegaba a divisar la curva amplia de la desembocadura, donde el flujo tranquilo desaparecía en la correntada rápida, que bajaba precipitada entre las márgenes del San Antonio. 

Una mañana discutí con mi madre por tonterías: no quise escuchar su reprimenda acerca de no recuerdo qué cosa. Sin dejar a que ella terminara, salí enojado de la casa hacia mi refugio, en las ramas altas del fresno. Ahí arriba, en medio del susurro del follaje, se me pasó la rabieta.

Luego de un rato de permanecer en la cima del árbol, mi ánimo cambió. La brisa se levantó de improviso por el cuero chato del torrente del Anguilas y removió la vegetación del bosque. Su arrebato sacudió las hojas contra mi cara y me hizo cerrar los ojos. De repente me sentí dichoso y abrí los brazos para recibir el empujón del viento. Por un momento perdí el equilibrio y, por temor a caerme, extendí los dedos. Me dejé llevar, como si los humedales del Delta me hubiesen puesto alas de calandria. Ascendí apoyado en la ventolina cálida del crepúsculo. Experimenté la ingravidez de la maravillosa sensación de volar. Volar en espiral hacia lo alto, cada vez más arriba. Sobrepasé la altura de todas las nubes y recién ahí me detuve, en el espacio liviano del cielo. 

Así permanecí suspendido en una duración que no supe calcular, fascinado en la contemplación del lomo de la luna llena, asomando apenas su palidez, apoyada en el horizonte del agua.

Miré por allí y por allá. 

Por encima percibí la calma del abismo azul del universo.

Por debajo contemplé azorado mi mundo redondo flotando en la inmensidad del vacío.

El movimiento cesó. El tiempo se detuvo.

Había alcanzado la posada de la eternidad.

Era un yermo rodeado de silencio. Un silencio infinito.

Sumido en la meditación sobre lo absoluto agité mis extremidades. Con sorpresa advertí cómo su inesperado desplazamiento me quitaba del estado de reposo. Decidí, entonces, regresar a las capas inferiores de la atmósfera pálida de mi planeta.

Antes del anochecer volé en círculos alrededor de las islas buscando los trazos irregulares del abra rectangular de la barranca. Inicié el descenso con mayor precisión y vi la mancha verde del follaje del fresno. En la lenta bajada, los tenues rayos del sol me mostraban los detalles de las siluetas: el techo de canalones galvanizados de la cabaña, los surcos paralelos de la huerta, el gallinero, el pequeño muelle de tablas de lapacho y el bote de pesca cabeceando, amarrado del bolardo amurado al pilote, al costado de la escalera hundida en el cauce.

Cuando estuve cerca de las puntas de los eucaliptus alcancé a divisar la desmelenada guarida de un benteveo. Reparé al fin en el profundo cansancio acumulado en mi peripecia a lo largo del viaje. Poco a poco me acerqué. Mientras agitaba los brazos con cuidado para mantenerme suspendido en el espacio, como los pájaros, observé la entrada con detenimiento. 

El nido estaba vacío. 

Ya encima de él, me dejé caer. 

Al rato, protegido por el tejido de ramitas, al calor del cobijo agradable del hueco, me quité las motas cenicientas del polvo de estrellas adherido a la ropa. 

Luego me quedé profundamente dormido.

No sé cuánto tiempo pasó. 

Desperté sobresaltado. El graznido de un carau oculto en la misteriosa hojarasca del monte se desvanecía en la semioscuridad de los ecos.

Aún la claridad no se había hundido en el oeste del cielo. Un resto de lumbre daba contorno a la cabellera del bosque de encinas. Por allí todavía flotaba el resabio de colores de la espesura. 

Primero saqué la cabeza del nido, después el cuerpo entero y por último miré hacia abajo. Estimé la dimensión de la altura a la cual me encontraba del suelo y no me animé a saltar. Entonces, me colgué de una horqueta cercana y comencé el descenso. Abracé al tronco con fuerza y apreté las piernas para no romperme las zapatillas en el roce con la corteza. No bien estuve en el piso me sacudí los pantalones y me alejé a la carrera orientándome entre las sombras de un sendero conocido. Llegué rápido al fondo del terreno de mi casa. Entré por la puerta trasera y, sin saludar, atravesé el comedor, corrí la cortina de mi pieza y me acosté vestido en el catre. 

Al día siguiente, durante el desayuno, mi madre no me regañó por no haber compartido la cena con ella. Recuerdo su mirada inquieta y callada, esa mirada colmada de sospecha, sugerente, amenazante y tierna. Ella, supongo, se habría preguntado qué había estado haciendo yo, en todas esas horas de ausencia, subido a mi albergue en la cima del fresno.

Con los años advertí que no solo conmigo jugaba el aire. Lo supe de tanto navegar por los riachuelos del Delta. 

En los inviernos crudos el viento rasante desprendía collares de vidrio de las crestas de las olas. Fabricaba rápidas coreografías con las gotas de agua, en especial en los choques de las corrientes fluviales, donde llegaban los arroyos a engrosar el furioso avance del Paraná de las Palmas. 

En las auroras de los veranos los empujoncitos de la brisa tornasolaban brumas en la manta desnuda del río; hacían vibrar espejos de estaño en las hojas de los álamos; armaban remolinos —menos prodigiosos— para desorientar el rumbo de las aletas traslúcidas de los pejerreyes.

Que yo recuerde, nunca abandoné las ganas de jugar con el aire, ni aun en los momentos de dolor de la semana pasada. La peste esperada llegó por fin a estas islas, tan alejadas de la ciudad. Y esta peste se metió en nuestro hogar y se apoderó brutalmente de mi madre. Un mediodía, la embarcación sanitaria, con un grupo de enfermeros, vino por ella. Se la llevaron con fiebre, casi sin respiración, hasta el hospital de Tigre, y por la tarde, el médico me dio la terrible noticia. Esa misma y maldita peste puso en el cielo al ser más entrañable que vivió conmigo y no me dejaron ver por última vez su cuerpo. 

Ahora estoy sentado, solitario, contemplando distraído el discurrir de la corriente, pensando en la actitud severa —pero tierna— con la cual ella me miró en aquel desayuno de mi niñez, cuando yo apenas tenía once años. 

No sé por qué revivo este episodio. Ya estoy grande. Mi edad no me permite subir a lo alto del fresno del fondo de la casa: mi refugio de avivar sueños y aliviar dolores. Mi sangre no fluye con la adecuada eficacia por las arterias de mi anatomía y la tonicidad de mis músculos ha disminuido. Me costaría agitar con vigor los brazos y volar hacia el lugar de la eternidad, allí arriba, donde el movimiento de los astros aparentemente cesa. ¿Tiene sentido, entonces, permanecer fondeado aquí como un velero carcomido por el salitre? ¿No será mejor dejar a la deriva del río estos restos inservibles —casco, aparejos y arboladuras— en los que me he convertido?

Mañana, miércoles, me arrimaré a la lancha de Mario: voy a comprar un mechero y algo de combustible. Mi padre conservó en el galponcito la antigua vela del bote. Con ella fabricaré un globo aerostático de suficiente tamaño para sustentar mi peso. Con él no necesitaré la ayuda del fresno ni de la brisa. Ascenderé al cielo a encontrarme con mi madre. 

Es hora de irme a acostar, debo levantarme temprano. Si comienzo el trabajo al rayar el alba, todo estará listo antes del atardecer, e iniciaré el viaje por las transparentes pertenencias del viento.

Mi padre era soñador y buen navegante: excelente marino y arriesgado aeronauta. Quizás haya enamorado a mi madre debido a la contagiosa necesidad de realizar sus fantasías descabelladas. Tal vez yo lleve en mis genes las dos cosas: los sueños magníficos y la felicidad de jugar con el aire. 

Qué tontería.

Se me debe notar demasiado esa herencia… ahora… cuando tan hondo me cala la pena.


Este cuento, publicado en las revistas literarias "Nagari" (EE.UU., Miami, mensual, junio-2022), "Babab" (ESPAÑA, semestral, febr. 2021)  y "El Narratorio" (ARGENTINA, Buenos Aires, mensual, Nro. 59, pag 14) pertenece al libro La rotación de las cosas.

Nagari



Dentro de la inmensidad de Internet se encuentran emplazamientos confinados elegidos por quienes decidimos publicar nuestros escritos. Estos rincones suelen ser: páginas web; plataformas de uso gratuito, como por ejemplo Issuu, Yumpu; tiendas online, como Amazon; blogs; magazines; entre otros formatos.
 
Cada una de esas zonas tiene virtudes diferentes y cada uno de nosotros elije cuál es la más conveniente, ya sea para lograr sus objetivos de venta, ya por sentirse más cómodo o por ser la forma más adecuada para llegar a sus lectores. Esto ocurre para cualquier escrito sin importar el género o la extensión. Y, habitualmente, se pueden interconectar de diversos modos entre sí.
 
A lo largo de estos años, en mi caso, lo central ha sido y sigue siendo la publicación del libro físico en papel a modo tradicional, lo cual seguiré haciendo mientras pueda. En cuanto al universo virtual he centrado mis preferencias en los sitios descritos más arriba exceptuando las redes sociales como Facebook, Tumblr, Twitter, Instagram, etc.
 
La difusión por medio de las revistas virtuales es óptima para los que somos propensos a escribir textos literarios, ya sean microrrelatos o cuentos cortos. Esto se debe a que estos tipos de presentaciones tienen la propiedad de la brevedad, la cual les permite ser admitidos fácilmente en la mayoría de estas publicaciones, las cuales son inaccesibles o están casi vedadas a la prosa extensa de la narrativa.

Para quienes adhieren a este tipo de lecturas dejo el enlace a Nagari Magazine, revista de literatura y arte de Miami en donde, algunos de mis relatos, están disponibles buscando un lector que ponga su atención en ellos.



Los relatos "Cuando llueve sobre las islas", "María de agua" y "Sin alas" fueron publicados en la revista literaria Nagari.