Todavía tibia

 



Antonio miraba la realidad de otro modo. Para él no cabía duda de que la alteración vital de los hechos se confabulaba a empujarlo con insidia al ostracismo. La propia lancha —convertida en casa permanente, con la respiración exhausta del motor, con olor a gasoil y con el suficiente desgano a bordo—, lo arrastraba a las cansadas por el río. 

Mirando en detalle la navegación de poca monta, en medio de su falta de entusiasmo, la pena se iba refinando por delante, se volvía filosa hacia la popa, de un salto se sublimaba en la punta de las palmeras, y tardaba solo cinco instantes en provocar la mismísima eliminación del movimiento de la vida, al estancar su pensamiento y detener por completo la agitación de la materia.

Pensaba casi sin pensar en el vestido de colores y la carne blanda, todavía tibia cuando la cargó en sus brazos y la depositó en el recodo de la barranca. El cuerpo de Juana se había convertido en sustancia quieta en el sepulcro pobre, escaso, junto a la costa, bajo una torre cónica de piedras. 

Pero para Antonio esa tumba tenía un significado mayor. La cruz de palo que la coronaba era mucho más que un firulete arquitectónico o un mensaje para que los navegantes creyentes se quitaran la gorra al pasar por allí en señal de respeto. 

Era la intención, el deseo de que su esposa pudiese estirar el brazo al cielo, elevándose de su fosa precaria, figurativamente, en puntas de pie de ser posible, a fin de llegar a la transparencia de las nubes, y ofrecer a ellas la oportunidad de purificar el alma en el desplazamiento del aire, de lograr el anhelo del estado ideal de la existencia, alejarse del sufrimiento, y aun de recuperar la aptitud de reflexionar, de elaborar las ideas puras o de alcanzar la representación mental de la pureza. 

Juana solía encontrar, en la aprehensión de una idea, una felicidad instantánea difícil de evaluar, algo parecido a una miga de amor, aunque este sentimiento, podía superar, en su mente, aun el escollo del horizonte de sucesos de las teorías de la Física. 

Según ella, tal emoción se expresaba con claridad en el incremento del flujo de la sangre, en la disputa por salir de la prisión de la piel, y en la sensación de elevarse entre los árboles del bosque, en soltar los remos de su viejo bote y derivar con cualquier rumbo por la corriente abierta del río.

Por otra parte, el desapego del mundo se mostraba, en Antonio, en la contemplación anodina de las cosas, en la rotación del timón sujetado con la flojedad de su codo, con la dejadez de los haraganes, como si nada, como si no se tratase de una embarcación deslizándose por el agua, ni un arroyo al atardecer pasando por debajo, sino que, por fuera de la cabina de la lancha, a la caída del sol, el mimbre de los humedales estuviese entonando un arrullo para el descanso definitivo de la luz.

En la intimidad de Antonio el desarraigo se agravaba con el griterío ensordecedor de las calandrias, cuya sinfonía tajeaba el silencio imponente del grupo tupido de encinas, ya sea durante la pereza de la bajante o la algarabía de las lluvias, en época de desove o en la languidez de la sequía.

Y la pena por la ausencia de Juana se le introducía por dentro y llegaba a darle cólicos alrededor del estómago o pinchazos en la zona baja de la espalda, o tirones en la pierna, con semejante tormento, que debía recurrir al vino o al ron y todo el sistema nervioso le acomodaba la musculatura en una invisible sedación del ánimo.

Y lagrimeaba, con los primeros indicios del ocaso gris y con los trazos del recorrido del globo lunar en medio de las estrellas, jurando no abandonarse al sueño sin antes revisar los mensajes de la aurora. 

Y también lloraba al recordar las manos de su mujer alisándose el pelo, riéndose y yéndose afuera, quizás esperando un gesto para entrar nuevamente a su corazón vacío.

Y recordaba el gemido de Juana, peleando en aquella batalla que le comía el músculo, célula a célula, en tránsito por la larga noche de la agonía, noche que parecía no tener final.

La almohada torcida de la cama de madera. El rosario de cuentas blancas al lado de la lámpara del cuarto sombrío. La Biblia ajada. La mueca triste de dolor. El extravío. Los ojos demasiado grandes por tanto analgésico acumulado. 

Olor a te de jengibre, a alcohol medicinal.

Agujas. Algodones. 

Toda la muerte encima.


Este relato, publicado en la revista digital "La ignorancia" (España, semestral, N°38) pertenece al libro todavía no publicado Cruz de palo.