Luciérnagas

 

Junto a la barranca, al lado del ceibo solitario, un hombre y un animal aguardan que algo ocurra. El perro, tumbado en el pasto, atina a mover una pata hacia atrás. Juana ha muerto hoy y hoy mismo fue enterrada. La cruz de su tumba precaria alarga una sombra como un crespón dormido en el pajonal de la orilla. Antonio habla. Vas a ver, le dice al perro, restregándole las orejas, hay que esperar la puesta de sol. El animal apenas mueve el hocico, quizás de dolor o de hambre. Está flaco y enfermo, probablemente a punto de morir. No te duermas, le ordena Antonio, y luego mira los árboles de la costa y después el río. En cualquier momento oscurece y las estrellas salen disparadas por arriba del follaje de las encinas, teñidas de estaño, o de aluminio. Por alguna razón, el ocaso se retrasa. Pero ambos continúan quietos en la espera hasta que el bosque ralo de la isla por fin se llena de sombras. Más tarde una luciérnaga, tal vez la primera de la noche se asienta sobre el brazo de Antonio, quien sin ganas la atrapa. La toma por el par de alas del lomo con facilidad. Vas a ver que cuando Juana la vea, le dice al perro, le va a encantar. El insecto sigue emitiendo su parpadeo de luz. Antonio la alza, la compara con los astros del cielo y pide un deseo en voz baja, el deseo que anhela dejar aquí al pie de la tumba, un deseo imposible. El perro emite un quejido, la luciérnaga se sacude y logra escapar tan pronto como Antonio abre los dedos. En la oscuridad el perro aún respira, pero su dueño evita mirar el relieve de las costillas, las costras en la piel, el pelaje deslucido, y le hace un gesto para que se mantenga echado. La luciérnaga recién liberada se posa en el extremo de la cruz, camina con torpeza por la punta del palo, no intenta volar. Finalmente se aquieta, levanta cada tanto las alas superiores, no más que eso. Antonio, de repente, advierte que el perro ahora ya no respira, el perro que Juana le dejó a su cuidado antes de morir ya no respira. Se ha muerto, definitivamente. Fracaso tras fracaso, derrota tras derrota, Antonio pierde por completo la fe en su pedido. Se acerca a la cruz y con la palma de la mano aplasta con fastidio a la luciérnaga hasta asegurarse de que su titileo por fin acabe y con ello cese la agonía del insecto. Al mismo tiempo supone que con ese acto carente de sentido, el pobre bicho dejará de importunar el descanso eterno de su esposa. Antes de irse mira hacia el costado y, como si un trepanado repentino hubiese despejado los huecos entre las piedras del promontorio, miles de luciérnagas surgen de la profundidad y giran en derredor. Cargado de culpas, Antonio se pregunta si han llegado con la intención de atacarlo, son tantas y tan vigorosas que piensa que lo van a matar. Y también piensa que con el deseo de la resurrección de Juana que acaba de solicitarle al Todopoderoso ha cometido un sacrilegio pasible de castigo. Todavía asido al palo agita su brazo libre para espantar el atropello de cientos de luciérnagas que continúan brotando de la tumba. Apenas disminuye el tumulto, Antonio se queda mirando el cuerpo sin vida del perro, sobre la hierba de la barranca y, algo desorientado, se toma con más fuerza del mástil de la cruz. Hay un olor extraño que trae la brisa del río y el ronquido del aire en medio de las hojas de los álamos parece un mal augurio. El cielo está completamente estrellado. Las últimas luciérnagas han terminado de cobijarse tras los tallos de las mimbreras y entre las láminas de los juncos. Cuando ya han desaparecido todas, Antonio, aun inmóvil, no se anima a desprenderse del poste, porque teme descubrir, bajo su mano temblorosa, el resplandor extinguido de una nueva y absurda muerte de Juana.



Este relato, publicado en la revista "El Narratorio" (ARGENTINA, Buenos Aires, mensual, Nro 94, pag 8), "La ignorancia" (España, semestral, N°40, pag 50), pertenece al libro todavía no publicado Cruz de palo.