El sombrero de lata



Ninguno de los dos tuvo la culpa. 

Una espiral de blanca soledad elevó un cúmulo de livianas hojas secas por encima de los desposeídos robles —estampados con matices de desconsolados trazos sepia— en el imponente cuadro pintado al óleo por el tránsito de las estaciones de la propia naturaleza. El invierno procaz ya había desnudado las ramas de los fresnos. El dedo del viento lastimó los cristales de las ventanas de todos los galpones con el aliento desesperado de sus miles de gélidas bocas invisibles. 

Ni siquiera lo hablamos. 

Apenas nos estábamos conociendo y te fuiste sin una despedida. Los cuervos sombríos se posaron en mi hombro. La luna se transformó en una ladrona rapaz navegando por el fondo estelar, dejándome, noche tras noche, monedas de dolor en los huecos de mis bolsillos. 

La melancolía se apoderó de todo. 

Simplemente se terminó el cielo después del abandono. Las fabulosas diosas equivocaron el destino de la fortuna señalando con el índice absurdo. ¿Qué había ocurrido? Ni vos ni yo advertimos la pérfida malicia que vino a quitarnos la corona de estrellas. No nos dimos cuenta de la inclemencia de la intemperie cuando Eris depositó la manzana dorada entre nosotros y le puso un sombrero de lata a tu corazón.

Ningún encargo para pedirle a Némesis. En cambio, sí, mucho para pensar sobre las ínclitas vanidades innecesarias de la posesión.

La molesta canción de la brisa se filtró por la hendija de mi nuca y silbó como un demonio azul debajo de las piedras de mi espíritu. Las gotas de acero empaparon con su rocío infernal las paredes interiores de mi cerebro. 

Extrañé tus pasos, tu compañía.
 
Aunque de poca utilidad fue la coraza, ceñí mi cilicio —un gallardo escudo de plomo contra mi pecho—, porque las balas de la pena eran una esgrima de relámpagos incesantes que no cesaban de atropellarme. Me puse un gorro de cera para no escuchar esos sonidos espantosos. La insoportable rutina me puso una bolsa de cubos de hielo encima de la espalda. Sentí el peso de incontables toneladas de tristeza. 

Pero sin saberlo yo, a pesar de todo, un rescoldo de carbón rojo permanecía encendido ardiendo entre tus brazos. 

Los sentimientos no habían sido meros símbolos apócrifos. 

Por eso alcanzó con el encuentro inesperado, imprevisto, el día en que tu rostro se detuvo delante de mí, observándome perplejo. Lo que no había muerto renació para brotar más vigoroso. El atardecer púrpura descendió desde las nubes sucias hacia el espejo arrugado del agua cuando la ternura de tu mirada se hizo infinita. Otros dioses desconocidos desataron el ovillo de la confusión, enredaron nuevamente el buen designio y nos alejaron de la rigidez de la escarcha y de la humedad del llanto.

Engarzamos en nuestras vidas el novedoso diamante. 

Fuimos a contemplar el ocaso taciturno desplomándose en la orilla y a escuchar las protectoras sirenas de los barcos alejándose del puerto. 

Recién entonces dejé de indagar con el hilo de la razón en las causas de nuestro desencuentro. Me bastó la serenidad de tus ojos celestes y el calor de tu mano en la mía, en aquel momento, junto al río.

Vos ya no tenías el sombrero de lata sobre tu corazón.

Ni yo la pena.



Este relato fue publicado en la revista literaria Nüzine (MEDIUM, sept. 2019).

La frontera móvil


Hay mil deseosos de poner cemento en los zapatos
de los que caminan a diez centímetros del piso

Sebastian se pone de pie y a mí me parece que en esa posición no mira a ningún rostro en particular de quienes estamos aquí. Vinimos a verlo y aguardamos esperando con ansiedad la palabra por decir. 

Su voz potente invade con parsimonia las paredes silenciosas. Explica sus letras como el resultado de una búsqueda expresiva concluida en un descubrimiento.

Abre el libro, lo sostiene con una sola mano y observa el fondo del local mirando abstraído con las pupilas apuntando hacia la nada. O tal vez se trate de otra cosa y sea parte de una ceremonia misteriosa para examinar la trastienda de su pasado.

Gesticula al leer con el brazo extendido como si estuviera soltando pájaros entre sus dedos. 

Dentro de las buriladas oraciones del rico léxico de los versos que declama, a pesar de mi imposibilidad de acertar acerca de los motivos de su origen, me arriesgo a imaginar cuotas de dolor, amor, y un ovillo de sentimientos propios y colectivos, desazones, pero también esperanzas.

Tiene el don de la poesía. 

Condensa, enlaza, eslabona, unos tras otros, los sólidos pensamientos, en largas cadenas de frases envidiables. Las escucho trepidar como anclas de buques gigantescos soltadas sin violencia sobre campos de flores maravillosas. Con ellos teje la trama de su lírica para diseminar su savia literaria en esta maravillosa tierra de desvelados soñadores de papel.

Envidio sanamente el derrotero por el cual nos conduce, en ascenso a la cumbre, desde donde expone con crudeza, tanto la fragancia como el frío de la muerte. Enumera, trabaja los tiempos verbales, los sustantivos, la contemplación y el movimiento. 

Me deja los signos. Me pregunto si sabré interpretar estos mismos versos que él ahora recorre —abriendo los brazos con serena vehemencia—, cuando yo esté solo en mi cuarto, con mi solitario murmullo, a la luz amarillenta de mi lámpara, aportando mi propia intensidad, recorriéndolos con mis íntimas emociones. No sé si seré capaz de modelar a mi manera y con mis propias claves los tesoros del goce estético que él estampó en las páginas escritas.

Cuando termina, le dejamos el aplauso y salimos. 

Los muros de este café acogedor del barrio de Palermo quedan empañados con la voz de mi amigo el poeta Sebastian Elichiry. No solo ha terminado de presentar su poemario “La frontera móvil” sino que hace un rato supo abrir el libro para declamar algunas de sus conmovedoras estrofas y nos dejó a todos sin aliento, con un nudo en la garganta y con los ojos húmedos alumbrados por el resplandor de tanta belleza.


El poemario: La frontera móvil
La editorial: Niña Pez Ediciones
Para comprar el libro contactarse con:

El puente de los signos



Podría decir con la notable liviandad de los pensamientos elaborados por medio de una razón embrionaria —o movilizada apenas por una voluntad perezosa—, que el mero acto de escribir ficción me habilita para la mentira, lo cual es al menos incierto, de inmediato genera dudas, y dicho de este modo casi brutal presentaría la apariencia de una reflexión primitiva y precaria, y, además, daría la impresión de que la historia contada sería falsa.

Y no es así. 

Porque durante la construcción del texto el goce estético me impulsa hacia la libertad con un entusiasmo inusitado por consolidar en palabras lo que no es idea escrita todavía, mientras mi ansiosa intuición se adelanta en busca de esa madeja colorida, aún difusa, con la certeza de que el estímulo imposible de detener concluirá en un indudable descubrimiento.

En este proceso de impredecible trazado en el cual por momentos me extravío transitando por direcciones opuestas, todo lo que mi conciencia imagina procede de la suma de mis realidades interna y externa, ambas tan veraces, tan ricas y tan particulares como las de cualquier persona que abrace otro oficio, aun el más distante o alejado del mío. De ellas obtengo la experiencia humana y la vuelco en expresión escrita con la aspiración de que sea interpretada por cualquiera dispuesto a leerla en esta, nuestra misma lengua. 

Intento volcar al papel, a pesar de mi pobre talento, mis más genuinas emociones, y me esmero en el tratamiento de la belleza de los textos consciente de la escasez de matices acerca del significado de los signos que nos permite el lenguaje. 

Disfruto al suponer que alguien descifrará a su manera las líneas de letras apretadas de las frases. Me maravillo al soñar con nebulosas de ojos recorriendo las páginas en la intimidad del silencio de la lectura para completar con su propio ingenio todos los huecos que yo he dejado.

Una única luna cursa el cielo nocturno, pero cada desvelado la ve distinta. Y si el insomnio persiste, un corazón palpitando hacia lo alto de la noche contemplará una imagen diferente del astro. Un único libro luce distinto ante peculiares miradas y en posteriores lecturas el álgebra literaria lo multiplicará del mismo modo que se replican los rostros lunares en el firmamento.



Este relato fue publicado en la revista literaria Vestigium (MEDIUM, sept. 2019).

Camino de las torres



Raúl Ariel Victoriano
lo ha vuelto a conseguir: una vez más, deslumbra con su nuevo libro de relatos, Escarcha, una recopilación de dieciocho cuentos inolvidables. Se trata de una serie de historias independientes que, gracias a la capacidad narrativa del autor, acaban armando un edificio sólido y hermoso que invita a la exploración de lo que esconde en su interior.

Ariel, como buen arquitecto, no deja que le distraiga el azar. Sabe lo que quiere expresar en cada texto y, fiel al plano trazado, su prosa poética y certera levanta muros, pinta siluetas en la sombra y puebla cada rincón con voces secretas que solo aspiran a ser escuchadas.

Lumbre, primer relato de la antología, supone, tal vez, una declaración de intenciones: el protagonista escribe para exorcizar el dolor, la soledad, el peso de la culpa, sentimientos que recorren las habitaciones de esa casa común de largos pasillos. Por ellos vamos a cruzarnos con los fantasmas que guardan el crujido de la Escarcha, al final de Una noche fría, mientras En la orilla nos hablan los muertos. Tristeza, melancolía, compasión en cada trino que escapa del sueño del gorrión que espera cobijado bajo las tejas Por lo último que queda, el silencio.

Como un marinero en medio de una tempestad, el escritor gobierna el vuelo de los hilos que atan las historias a sus párrafos con una proposición: Vamos a cantar esta noche. Porque no todo está perdido entre los matorrales de un paisaje que se adueña de la vida de sus personajes vagabundos. Escuchándolos descubriremos que sólo hay que aceptar La deuda para resolver el misterio enmarcado entre las siluetas de dos sombras: «Soy un pulso».

Cuentos que exploran almas y que llaman a una reflexión íntima, en la penumbra de unas estancias en las que Ariel, estratégicamente, coloca las lámparas precisas para no perder detalle y encontrar la grieta por la que puede aparecer la esperanza. Cuando llueve sobre las islas y una mujer espera frente a la ventana no es el único final. Sube al tejado, espanta a los pájaros de lata, contempla el paisaje y confía en el poder de la palabra de este autor, capaz de liberar gotas de lluvia en el páramo de la existencia.

Escarcha es un libro que enseña a escribir. Que vengan más, Ariel.

Patricia Richmond


Esta reseña fue publicada en la revista literaria "El callejón de las once esquinas".