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Estacado


El valle descansa sosegado entre las faldas de estas serranías y está por ocurrir un suceso extraño, aquí, en las afueras, en el caserío más retirado de la parte ajetreada de este pueblo, lejos de los ruidos, donde el descampado se va terminando antes de entrar en los dominios de la selva.

Francisco es un hombre grande, pero no es un viejo todavía. Está en esa etapa en que la reflexión de la madurez ya le empieza a borronear los pensamientos. Se pregunta cuántas veces más podrá empezar a lidiar con un nuevo día y de dónde obtendrá la voluntad necesaria para enfrentarlo. Algo parecido al temor a la muerte lo va alcanzando de a poco. Su cuerpo alto y un poco encorvado le recuerda su edad y se lo hace saber con esa arruga horizontal que le cruza la frente adusta.

Cada amanecer le muestra el mismo paisaje, las mismas montañas, los mismos colores castaños de otoño, el mismo cielo recortado sobre los tejados del pueblo. Toda su vida cabe en la memoria de los prados de este valle. Vive en las afueras de La Cumbre, en la Provincia de Córdoba, cerca del Camino del Cuadrado. Su casa está en una calle de tierra. Es la última construcción solitaria, cercada por un alambrado en medio de terrenos baldíos. Entre ella y la espesura solo distan unos metros; más allá, comienza el monte tupido. La vista pasa de la llanura al bosque denso en un abrir y cerrar de ojos. Como marcando una frontera, los troncos y las cabelleras de hojas verdes se elevan como la pared de un desfiladero. Si uno alza la mirada al cielo azul antes de internarse entre los árboles, observando hacia el este, se ven las cumbres blanquecinas del cerro peladas por la nieve. 

Francisco ya no espera nada nuevo, su existencia no ha sido traqueteada ni por viajes ni por mudanzas porque no ha salido nunca de este paraje aislado y, a su edad, ya no hay encanto que lo atraiga. Ha quedado arrinconado en este sitio naturalmente, sin nada que lo haya encadenado. Por eso la nostalgia no lo acosa, no tiene nada importante que haya perdido o deba recuperar. Sin embargo, la cercanía de su propia Muerte lo preocupa un poco, tal vez sea eso lo que ha estado sintiendo este último tiempo.

Ha vivido, se conoce; no se rinde todavía, algo lo impulsa. Será la presencia de esta mujer que lo acompaña en las rutinas de su casa, María, tan joven, mucho menor que él. Hace poco que están juntos. Dos soledades que se han unido por una mirada al azar, casi sin palabras de por medio, solo un deseo que sintieron ambos en el cuerpo cuando se vieron en una de esas tardes calurosas de verano. Él demoró su mirada en el modo en que la pollera se ceñía a las nalgas y ella se dio cuenta de que él se fijaba. 

Ahora él advierte que, sin María, se siente un tanto perdido. Lo asalta un leve temor si se ausenta, queda agazapado como un animal que ha escuchado ruidos extraños entre el follaje. Sus ojos la buscan, gira la cabeza, recorre las habitaciones. Se desorienta si no ve los colores de los vestidos que ella luce o si no escucha la risa espléndida que estalla en su rostro moreno. Las sienes le laten un poco cuando no la tiene cerca, le parece que se ha marchado, las manos se le ponen inquietas porque necesita acariciarle los cabellos lacios con sus dedos ásperos para conservar la serenidad de su espíritu. 

Dialogan poco, tal vez porque el silencio de este paisaje verde en el que solo se oyen los trinos de los pájaros se les ha incorporado como una respiración que conversa por ellos. Se sienten más a gusto con el lenguaje del gesto y las miradas: andan callados por la casa, toman mate obviando las palabras, hacen el amor explicándose las sensaciones con jadeos. A veces, rompen la rutina con alguna frase corta, respondiendo con monosílabos, pero los suficientes como para que él oiga sonar la música de la voz dulce en las cuerdas de la garganta de María y ella escuche vibrar los sonidos graves del tambor amplio que se infla en el pecho de Francisco cuando habla. 

Él carga con la condena de su vicio: es adicto a la bebida. Se embriaga con vino o ginebra. No recuerda desde cuándo, le parece que desde siempre. No con frecuencia pero, a veces, pierde el dominio y se desbarranca queriendo llenar el vacío sin fondo que lleva dentro, ese que siempre le pide más cegándolo y le ata la lengua hasta perder la voz. Ella lo sabe desde que lo conoció esa tarde cuando se cruzaron en una calle del pueblo y, desde entonces, lo ha tolerado porque lo quiere. Guarda la esperanza de que tal vez cambie.

Ya ha caído la noche en esta parte del valle y hay un algo de tristeza en el alma de Francisco, tal vez por los pensamientos que ha tenido acerca de la Muerte. Saca dos sillas al fondo, afuera de la casa sobre el patio de cemento al aire libre para que se sienten él y su mujer, y las arrima a una mesa que tienen en este lugar. Aquí está más fresco que adentro, el sol ha castigado el techo de chapas durante todo el día; pero, a esta hora, ya ha oscurecido y corre una brisa leve que trae la humedad de la vegetación del monte. Francisco se sienta y su figura queda iluminada con el foco de luz amarilla que está fijado a la pared trasera, una luciérnaga que no se apaga. Los pájaros se han callado. Tiene el codo izquierdo apoyado en la mesa y el puño de la mano derecha apoyado en la cadera.

—¡María! —grita desde el fondo de la vivienda.

—Sí…, estoy buscando el mate…, ya voy —le contesta ella, que está todavía dentro de la casa.

—Traeme un vaso cuando vengas.

—Sí, ya va.

Él ya ha traído la botella de vino tinto, la ha destapado y la ha puesto frente a sus ojos. 

De pronto, se aturde con esas reflexiones sombrías que le asoman por debajo de la cáscara de la conciencia y la mirada se le pierde hacia la sombra callada de las plantas. La repetición de los años, esa recurrencia ingrata, cada vez más cercana. «¿Será, entonces, que es en vano seguir con esto?», piensa, afirmando la idea con la cual se ha levantado hoy, al mismo tiempo que aprueba con la cabeza y se le dibuja un gesto leve en el rostro, una mueca que le tuerce los labios. 

Ella ya se ha acercado, coloca el vaso sobre la tabla de madera al lado de la botella, mira a Francisco en silencio, luego acomoda la pava y se sienta. Llena el primer mate, remueve la bombilla plateada, lo mira otra vez, se retira un mechón de pelo de la cara, se recuesta sobre el respaldo, se cruza de piernas, se alisa la pollera negra con la palma de la mano y espera.

Él comienza a tomar, no en forma atropellada, pero sí a grandes sorbos porque viene arrastrando una sensación que no puede dominar, como un cosquilleo, una inquietud que le genera ansiedad. Su adicción es un sabueso que siempre termina por alcanzarlo. 

Es un obrero de la construcción y está todo el día trabajando con el cemento y la arena, entre el ruido de claveteos y martillos que golpean los encofrados. Antes de empezar a beber, se ha acordado de ese tiritar de sonidos y con el vino se le va aplacando. No es sed lo que tiene, sino necesidad de aplastar el fastidio de la sentencia que lo perturba, que le retumba en la cabeza, ese final que se acerca y al que todavía no está dispuesto a entregarse. A medida que va tomando, se le enturbia la sensibilidad, va entrando como en un sopor de siesta que le trae descanso, y Francisco percibe que ese apaciguamiento lo tiene a su alcance, en el líquido rojo del vaso.

Ya queda menos de media botella y, entonces, estira una vez más el brazo para alcanzarla. En ese momento, ella pone la mano sobre la suya intentando evitar que continúe bebiendo.

—Francisco, no te conviene que sigas tomando.

—¡Callate, sacá la mano!

—Te lo digo por tu bien.

—¡Salí, te digo!

Y de un tirón se la arrebata y se sirve. Llena el vaso hasta el borde torpemente. El vino se desborda, cae sobre la mesa y le tiñe de morado la mano. 

Ella retira rápido los dedos y se los lleva a los labios para taparse la boca, como queriendo acallar un grito que se le queda ahogado en el cuello.

Poco a poco, el vino hace la tarea. Francisco ya está más que mareado y va entrando lentamente en una nueva borrachera. Un viento de troncos arrugados le atraviesa la garganta y la reseca como una quemazón, lo va enfureciendo de a poco y sin motivo. Bajo los rayos de la luz amarillenta ya no puede ver con claridad y confunde las cosas. Los fantasmas se empiezan a adueñar de su cordura. Se le alborotan los recuerdos como retazos de telas gruesas, trozos de memoria que se ensucian en la ciénaga del tiempo. Le cuesta armar un hilo de pensamiento. Evoca las perlas de la sonrisa que brillan cuando su mujer ríe y de pronto la advierte distante en la soledad del patio. 

María presagia la tragedia, como las aves. Lo observa. Pero ahora toma más distancia, se ha parado detrás de su asiento y se toma del respaldo.

Francisco nota que algo ha pasado que no se explica: el suelo está blando, las cuatro patas sobre las que está sentado se hunden lentamente. Se piensa que está atado, estacado, y que a los dos los va a tragar el piso, a él y a la silla juntos; se sospecha amarrado a la estampida feroz del tiempo y, con los ojos turbios, ve que le nacen llagas en la piel huesuda de la mano, en un envejecimiento acelerado. Las flores y los aromas de ella, de su mujer, se van alejando. Empieza a ver pájaros nocturnos, aves de rapiña que vienen por él, que lo sobrevuelan como una manta negra que le va a caer encima ni bien esté muerto. «¿Esta noche va a ser? ¿Estas son las señales?», se pregunta. Es entonces que vuelve a encenderse el fuego de la bebida y le vuelve a quemar la garganta. La palabra que tiene que decir se estanca entre las ramas del aliento y desiste. 

María, tan joven, añora las noches de amor, la ternura de su hombre. No puede evitar que rueden dos lágrimas pequeñas por sus mejillas al verlo en este estado. Lo observa, muda, percibe el terror en esos ojos abiertos, en ese cuerpo como soldado a la silla, abatido. Aprieta los puños, se muerde con los dientes el labio inferior. Luego gira el cuerpo y comienza a caminar, alejándose de él, buscando la puerta para entrar a la casa, dejando el patio atrás.

Francisco se ahoga en un deseo sin palabras. Quiere decir y no puede. Su mente es un bote a la deriva que trae consigo los recuerdos de toda su vida a la orilla del naufragio. No logra soltar una lágrima de sal que alivie el dolor de su desgracia. «Son los gusanos —murmura en voz baja— que vienen a buscar estos huesos viejos para limpiarlos hasta dejarlos blancos de Muerte». Porque siente que esa homicida lo está rondando, que está cerca con los instrumentos del final. Piensa que puede olerla a unos pasos de esta estaca que lo retiene, de esta silla que lo tiene amarrado y se hunde sin remedio en el cemento pastoso del piso. Le pesan los siglos en el cuerpo devastado. «Ya no es posible —reflexiona—, ya no podré nacer de nuevo a la mañana siguiente. Será necesario el abandono y la resignación». El vino libera su angustia contenida. Le crece el miedo como un ave de alas enormes que lo empuja más abajo. La desgracia se acerca, afuera está la Muerte esperando con los ojos abiertos y una esperanza entre las manos. 

«Porque un día ocurrirá que me levantaré —se dice Francisco casi en un ahogo— y que me daré cuenta. Ya será tarde y no tendré ganas de resistir los golpes asesinos de la arpía que me acecha. A todos le pasa. Un día uno toma conciencia de que el camino termina ahí nomás. Ni siquiera el viento atroz que me tumbará me va a dar lugar para girar la cabeza, ver a mi mujer y notar el aroma dulce que desprenden sus labios rosados. Habría sido lindo soñar junto a María, ver las curvas de sus pechos, antes de que se acerque ese silencio mortal. Sucederá entonces que esa noche y su mortaja me cubrirán los ojos. Ya no podré ver, mi cuerpo extinto alojará un corazón que no late». Ya es un tímido balbuceo que apenas se oye. 

En ese momento se escucha un relámpago atronador; todo el cielo y la tierra se iluminan. Las nubes, cargadas de agua, sombras contra la oscuridad del cielo, se empiezan a desplomar. En unos minutos comienza un diluvio vertical que todo lo moja. Repiquetea sobre las chapas de zinc con un ruido ensordecedor, el aguacero y el viento hacen que todo se empape: el vaso, la botella, la mesa. Francisco está calado hasta los huesos; el cabello gris le cae sobre el rostro como babas del diablo, el vino se va convirtiendo en agua, el piso va tragándolo. La silla, esa estaca cruel, se va hundiendo más y más y no se detendrá en su descenso al mismísimo Infierno. Ahora está seguro de que, irremediablemente, el patio lo devora. Quiere gritar y no puede, el cemento le rodea el cuello, denso como un pantano a punto de engullirlo. En el fondo de su casa se puede ver un círculo viscoso, sin brocal ni marca alguna, que se ha masticado las sillas y la mesa y, en este momento, bajo la lluvia torrencial que azota las afueras de esta ciudad, aquí, al pie del cerro El Cuadrado, se puede ver cómo se oculta lentamente, como una boya con ojos desorbitados que se hunde en el mar, la última parte de la cabeza de Francisco, llevándolo a los brazos de la Muerte sin necesidad de sepultura.

María, que está dentro, guarda en su pecho la congoja. Su hombre ha tocado un límite que ella no le permite más, por eso ha decidido dejarlo. No ha visto esta parte final del espectáculo, por lo tanto a nadie que se lo pregunte lo podrá contar, no ha sido testigo de lo que ha pasado en el fondo de la vivienda. La última imagen que se lleva de él no la olvidará nunca: sentado en la silla y borracho. Ella ha abandonado el patio trasero hace veinte minutos, por lo tanto, no ha podido ver el hundimiento del que todos van a hablar y nadie ha visto. «Habladurías», dirá. Ha estado en la cocina, luego ha ido al dormitorio para colocar su poca ropa en una bolsa y no ha escuchado los últimos susurros incomprensibles de Francisco. 

Ella cierra la puerta delantera del lado de afuera. La tempestad la va empapando de a poco, le cubre las lágrimas; María deja atrás el jardín que da al frente, mira la fachada encalada de la vivienda y sale a la vereda. La noche escucha, entre el rumor de la lluvia, pasos de mujer que, chapoteando en el barro de la calle, se alejan de la casa.


Este cuento, publicado en las revistas literarias "Pelago" (España, Nro 29, dic-2021), "Lenguas de fuego" (España, septiembre 2020) y "El callejón de las once esquinas" (España, Zaragoza, trimestral, Nro.  10), pertenece al libro El sonido de la tristeza.

El sonido de la tristeza




Mañana me tengo que morir

Esta fue la última frase que Andrés dejó escrita, así, sin punto final. Fue en ese momento que oyó una melodía de amplia tesitura, lejana, flotando en la noche. Le costó distinguirla entre los suaves murmullos que llegaban desde la calle, a esta hora, pasados unos minutos de las doce. 

Llevaba mucho tiempo tecleando mientras la inquietud se le evaporaba en la habitación. Necesitaba volcar en el papel el estado de ánimo en que se encontraba, la tristeza que le embargaba el alma. La noticia de hoy le había partido el corazón en mil pedazos y no se podía recomponer.

Escribía en una Remington sobre papel. Lo ayudaba un poco escuchar el golpeteo de las letras cuando apretaba las teclas; la secuencia de los pequeños impactos le iba marcando el ritmo del texto, se daba cuenta en ese solfeo si iba por buen camino, y ese trajinar le amortiguaba algo de su pena. Le gustaba el traqueteo monótono del carro al avanzar, lo aliviaba de esta pesadumbre aplastante. Esta noche quería estar solo.

La sencilla melodía lo había distraído de su trabajo. Había quedado con las manos sueltas a ambos costados de la silla, abrumado, y se había recostado sobre el respaldo. Con la cabeza volcada hacia atrás, prestaba atención al silencio interno que lo envolvía, con la mirada hacia arriba, hacia la nada, pero con la mente indagando más allá, para tratar de descubrir si verdaderamente había oído esa armonía distante o era solo una fantasía de su imaginación. Esperó un rato en esa posición, pero la suave tonada no se hizo presente. Aprovechó para levantarse, estirar las piernas y servirse un trago.

Volcó el brandy en una copa de cristal panzona. Era de paredes curvas y muy delgadas; la había fabricado su abuelo, cuando era joven, soplando la masa viscosa y candente recién salida del horno de vidrio que tenía en el fondo de su casa. Andrés la puso sobre la mesa ratona y después tomó el primer sorbo, con el cual se calentó la garganta. 

Estaba levemente reclinado hacia delante, con los ojos cerrados, cuando percibió nuevamente la textura característica de la pieza musical. Alzó el rostro; ahora sí tuvo la certeza, era una armonía de notas graves a la distancia. Se levantó, fue hacia la ventana y la abrió con suavidad. Desde allí la escuchaba más nítida; parecía que venía desde lejos, más alto que los árboles del jardín, pero no estaba seguro. 

Llevó la vista más arriba, por instinto, quizás, pero no vio más que el cielo estrellado y, así, con las dos manos tomadas del marco, sintió que la congoja le oprimía más el corazón. Recordó que esa misma tarde le habían dado la noticia. Mónica, su ex esposa, a la que tanto había querido, a la que hacía tanto tiempo que no veía, a la que nunca había olvidado, había muerto. 

Y ya entrada la noche, el manto sombrío de la tristeza le ceñía el alma y los recuerdos que conservaba de ella se repetían como una convulsión interna, un maltrato intermitente de la memoria. La melodía había cesado, pero había sido tan suave, tan tenue, que ahora hasta dudaba de haberla escuchado, le echaba la culpa a la desgracia que rondaba su cabeza, la de esa muerte imposible.

Andrés volvió al brandy, se sentó en el sillón y dejó la ventana abierta. La oscuridad le traía el aroma dulzón de los jazmines en la brisa tersa del verano. Le gustaba, hoy buscaba cualquier excusa para distraerse. Se sentó con los pensamientos, ocupados en traerle las imágenes guardadas de Mónica, e hizo lo que acostumbraba siempre que tomaba en esa copa cuando todavía estaba con ella. Con la punta del índice, tocó apenas la superficie del líquido añejo color marrón oscuro y mojó el aro circular del borde. Sujetó firme la base con la mano izquierda y comenzó a frotar la circunferencia con el dedo mojado por el alcohol de la bebida. Lo deslizó un poco más rápido hasta que el cristal empezó a vibrar produciendo la nota dulce de la frecuencia natural de la copa, un sonido suave que invadía la habitación y se escapaba por la ventana. Así lo hizo dos veces y aguardó, no sabía qué, tal vez solo deseaba mover un poco la quietud del aire. Estaba en un estado de tristeza tal, que cualquier aleteo hubiera sido suficiente, cualquier pequeño movimiento que lo sacara de su encierro, para seguir escribiendo su dolor. 

En ese pensamiento estaba, cuando percibió la misma melodía que llegaba desde afuera; ahora estaba seguro. Pasó el índice nuevamente sobre el borde de su copa con el fin de lograr una nota más extensa que la anterior, esperó y recibió la respuesta del otro instrumento, que llegó haciendo vibrar el aire nocturno. «Un ángel», pensó. Repitió otra vez el rito para estar seguro y volvió a recibir la contestación. Entonces, apresurado, salió a la calle, sin tener en claro el sentido de su urgencia.

Ya en la vereda, bajo la lumbre que arrojaban las luminarias y que se filtraba a través del follaje de los árboles, miró hacia ambas esquinas con impaciencia. No vio nada, se decepcionó, y advirtió que se había comportado como un tonto. «¿Qué estoy buscando? —se preguntó—, ¿qué quiero ver?». Y, a pesar de esa desilusión, comenzó, sin embargo, a caminar, primero lento y luego más de prisa, hacia Charcas, buscando algo sin saber qué. Cuando llegó, miró hacia Thames. No había nadie a esas horas caminando por ahí. Luego miró hacia el otro lado, hacia Malabia, y permaneció quieto, parado con las manos en la cintura. Le parecía que la cadencia sonora se afilaba, ahora parecía salida de la pequeña caja de un violín. «La noticia de la muerte de Mónica me está quitando la cordura», pensó.

Así estuvo un tiempo, nunca supo cuánto. Bajó la cabeza, pensó que lo mejor sería volver, seguir con el trago que había dejado sobre la mesa ratona y seguir escribiendo, intentar despejar la melancolía para hacer a un lado los recuerdos de ella. Sabía que con la tristeza nunca había podido; siempre lo desmoronaba, y hoy lo había hecho salir a perseguir un fantasma de ese modo tan ridículo. «Tratar de espantar la tristeza es un acto imposible —pensó—, solo por un rato se logra, y a veces ni siquiera eso, es un estado del alma que solo el tiempo lo disipa». 

Giró su cuerpo y enfiló de regreso, y fue entonces que sintió el impacto: se había tropezado con alguien. Primero lo sorprendió el golpe, luego vio que el sujeto vestido de negro se caía al piso, y después escuchó un crujido, un ruido a cristal roto. En la semioscuridad no le vio la cara, era una silueta que se había presentado de improviso y, así como apareció, se levantó. Andrés se quedó quieto, lo vio correr, el pelo largo le caía en cascada sobre los hombros, pero no podía asegurar que fuese hombre o mujer. Cuando llegó a Charcas, la figura se detuvo, se dio vuelta y se quedó mirándolo debajo de la sombra de los plátanos tenuemente iluminados por los focos. Tenía un arco de violonchelo; lo apoyó sobre su brazo como si fuese un violín, comenzó a frotarlo como a un instrumento de cuerda y fue entonces cuando Andrés reconoció la sutil textura sonora que se había filtrado por su ventana. Era un brazo de cristal en un cuerpo de cristal. Así estuvo haciendo música con su propio cuerpo mientras él lo miraba absorto, alucinado. 

La combinación de las alturas y el ritmo era tan triste que enlutaba todo el espacio, no había lágrimas suficientes para tolerarla, hacía temblar los pétalos de las flores en la oscuridad. Y, oyendo esa sinfonía celestial, Andrés se fue vaciando, sintió que la humedad que tenía en el alma se iba esfumando como la niebla, el corazón se le aquietaba, su espíritu entraba en la calma luego de la tempestad, las tinieblas de su interior se aclaraban, la hoguera de su cerebro daba paso a la pena leve y la hacía menos dolorosa; todo cedía. 
Así estaba cuando la figura de cristal dejó de emitir el delicado concierto y fugazmente se perdió en la calle lateral. Desapareció sin hacer ruido; Andrés no escuchó los pasos de su carrera, fue como si se hubiese ido volando. No había testigos. Estaba turbado, no sabía cómo describir lo que había sucedido, no podría contarlo siquiera, le dirían loco. Había quedado estupefacto. 

Volvió sobre sus pasos. Había dejado la puerta abierta, sin darse cuenta, por la ansiedad de descubrir de dónde venía el sonido. La cerró y se tiró en el sillón mirando al techo. Seguía triste por la noticia tremenda de la muerte de Mónica, ese amor inolvidable. No podría dejar fácilmente de pensar en ella, pero ya no estaba abrumado, ya no pensaba en la muerte. «¡Qué raro!», se dijo en un susurro. Él, siempre dispuesto a la tristeza, a la seducción de la melancolía, ahora estaba menos agobiado. «¿Por qué?». La música del ángel le había traído el sosiego.

Cuando se acercó a la copa para tomar el sorbo que quedaba de brandy, vio que al lado había un dedo de cristal, un anular completo, delgado, de mujer. Se preguntó cómo había llegado ese objeto hasta aquí, lo observó intrigado. La única explicación que le pasó, fugaz, por su cabeza, fue que el sujeto vestido de negro había aprovechado el momento y entró a su casa cuando él salió a la calle seducido por la melodía, justo cuando estaba en la esquina de Charcas, antes de que se atropellaran. 

«¿Qué vino a hacer esa figura trasparente?», pensó. Y tomó, mientras meditaba, la pequeña pieza de cristal entre sus manos, la giró, y pudo ver la alianza, también transparente, con la letra M, igual a la que usaba Mónica. Se sintió torpe. Se le hizo un nudo en la garganta y tuvo miedo; no sabía qué hacer. Dejó la pieza sobre la mesa y retiró la mano. Estuvo así varios minutos, confundido, mirando con atención la inicial del anillo, obsesionado, en una espiral de reflexiones que no explicaban el enigma. Solo cuando se alcanzaron los extremos del razonamiento, su mente se iluminó y entendió la calidez del amor que nunca se había extinguido entre ellos. Era ella quien le había mandado al ángel. 

Pero quiso confirmar la fascinación de su hallazgo, todavía con la duda, con el temor de que tamaña felicidad fuese demasiado en su vida, esa insensatez de poder recuperar su presencia, aunque sea a través de ese llamado íntimo, en el silencio de alguna soledad.

Lentamente introdujo su dedo índice y palpó con la yema el fondo mojado de brandy que quedaba en la copa. Luego lo sacó y comenzó a deslizarlo sobre el borde, obteniendo una nota más aguda que antes, que invadió toda la habitación. Se detuvo, aguzó el oído y, con una delicia inexplicable, sintió, a través de la ventana, la presencia del conjunto armónico, del tono inconfundible de la respuesta. Lo hizo otra vez para asegurarse, con la ansiedad sobre la piel, y nuevamente llegó la música del ángel. Bajó la frente y por fin se desbarrancó, pudo llorar de tristeza, con lágrimas, como los chicos, sacando toda la pena afuera, liberando la congoja. Había recuperado el recuerdo vívido de Mónica.

Se levantó, fue hacia la silla y se sentó frente a la máquina, todavía conmovido. Miró con estupor, sin dejar de lagrimear, lo último que había escrito en la hoja puesta en la Remington. Cuando leyó, se tuvo que tomar la mandíbula con la mano para que el llanto no se convirtiera en temblor:

Mañana me tengo que morir…pero antes, cuando estés perdido en la tristeza, volvé a llamarme con el sonido de tu copa, que yo voy a estar esperando para contestarte, porque nunca te olvidé. Tu ángel: Mónica

Así, sin punto, terminaba la frase.



Este cuento publicado en la revista literaria "El Narratorio" (ARGENTINA, Buenos Aires, mensual, Nro 25, pag 7) pertenece al libro El sonido de la tristeza.


El valle del sueño



Está parado en medio de la nada, pisando el terreno blando, mientras aletean pequeños pájaros en el cielo. El largo camino de tierra que llega hasta aquí se pierde en el horizonte. El coche que lo ha dejado en esta soledad es un puntito negro que se va perdiendo en el paisaje. La aldea chata descansa en el silencio de la tarde a un costado del río que la esquiva en su trayecto sinuoso por el valle. Mira en derredor: todo le recuerda a un pueblo típico del interior de Buenos Aires, casi igual que este, envuelto en silencio, alejado de todo.
Ha sido un niño adoptado, sus padres se lo han dicho, pero nunca han querido hablarle mucho acerca de su verdadero origen; ha discutido por eso con ellos, ahora están algo distanciados. Desde hace algunos años, ha realizado averiguaciones; está en pie de guerra contra todo lo que se oponga a ocultarle su memoria personal, su origen, una batalla se le ha desatado en el alma. Necesita encontrar su propia historia, por eso está aquí.
 
En el bolsillo guarda una foto en sepia, un trozo de carta escrita con tinta color violeta, una dirección, el nombre de su hermana. Esta es toda su fortuna. 

La misteriosa aldea a la que ha llegado se llama Kalachi. Está casi perdida en el norte de Kazajistán. Él no sabe ruso ni kazajo, pero su hermana Milenka balbucea un castellano modesto; él confía en que sea suficiente para abrir las ventanas de la claridad que su dolor necesita. Con modales suaves, ella lo recibe en la puerta de su casa y lo hace pasar. Su hogar es acogedor. 

Él entra con el ceño fruncido, pero intenta no exteriorizar toda la angustia acumulada por tantos años de búsqueda. Lleva mucho tiempo detrás de la palabra que le cuente cómo eran sus padres, que le diga quién es él. Trae la esperanza casi gastada por el recorrido, pero de todos modos viene en busca de este sendero sanador. Sabe que ellos fallecieron, pero su congoja, su ansiedad, esperan en silencio que salgan, de los labios de su hermana, los sonidos que anhela para poder armar algo, más que nada la semblanza de su madre Sasha, la del pequeño retrato que trae consigo.

Están sentados en la sala principal. Las amplias cortinas de las ventanas filtran la luz del sol generando una amable penumbra. Conversan largamente mientras toman el té. Ella sirve tostadas. Hay dulces para untar, panes que esparcen sus aromas entre el mobiliario rústico. El encuentro se extiende toda la tarde. 

Serguei piensa, luego de escuchar el relato en la voz suave de Milenka, cuánto tiempo le va a costar componer su historia después de todo lo que aquí ha oído con atención, luego de asimilar esas palabras que ha esparcido la dulce sonrisa de su hermana.

La larga charla se ha prolongado hasta el anochecer, es tarde y llega el momento de la despedida. Él sale de la casa agradecido; lleva, en sus oídos, dulces palabras para su corazón, calma para su desasosiego. Por primera vez en años, siente que se aplaca la desazón de su universo. Le llevará tiempo, sin duda, armar nuevamente la verdadera figura de su vida. Su cerebro bulle, pero su corazón rebosa de entusiasmo. 

Una vez que llega al dormitorio que ha alquilado cerca de lo de su hermana, se acuesta y apaga la luz. Sin embargo, tiene los ojos abiertos, no se dormirá sino hasta la madrugada. Comienza, por fin, a pensar en su madre, en el origen de las cosas; no sabría decir si está feliz o no, tiene sentimientos encontrados. Su corazón se ha agitado después de todo lo que le ha contado su hermana, no logra escapar de la emoción que lo embarga; no sabe cuál fue la última vez que, como ahora, tuvo un nudo en la garganta. Se pasa los dedos por las mejillas para quitar la humedad que le baja, sin querer, de los ojos cansados.

Se siente raro aquí, en la oscuridad, en el silencio, en la soledad de la habitación, en esta aldea perdida cerca de la Siberia rusa, lejos de donde ha nacido. Se pregunta si este encuentro es la primera victoria. El enemigo es escurridizo. La palabra “memoria” se le despliega como un cartel delante de la frente, sus labios se mueven tímidos en un intento de pronunciarla, como cuando era niño. Es lo último que recuerda antes de dormirse.



En esta tarde del segundo día de visita, va con su hermana al pueblo vecino, que se llama Krasnogorsk. La temperatura es agradable, estima que hace más o menos veinte grados. Ella va montada en su bicicleta color azul con portaequipaje y le ha ofrecido la verde a él. 

Ella le cuenta que no llegó a ver la época dorada de esta ciudad. La mina de uranio, que tuvo su esplendor en aquel período, cerró a fines de los ochenta, hoy se encuentra abandonada, los edificios son algo más que escombros. Solo hay un grupo que se mantiene en pie, aunque derruido. El resto del pueblo permanece en ruinas. 

Su hermana está alegre, se le nota en la sonrisa, tal vez sea algo natural en ella. Le enseña esta ciudad fantasma. Las edificaciones muestran las huellas de los bombardeos. Las ventanas son ojos rectangulares, cuencas vacías, las paredes están picadas por la viruela de los disparos. Los bloques de hormigón se han derrumbado, los tendones de hierro están cubiertos de óxido, expuestos al aire como cuerpos desarticulados a los golpes, excluidos en los contornos de la ciudad, el sitio en que habitualmente está destinado a los cementerios.

Llegan y miran hacia el interior de uno de los edificios. Se ven los trastos de la gente que vivía aquí, bolsas, ropa vieja y sucia, objetos de plástico, botellas de vodka vacías, una muñeca rubia con un vestido corto sin mangas color celeste, dibujos hechos en papeles coloreados por los niños, ahora desteñidos por el clima, por el paso de los años, pegados en las paredes, rotos.



Regresan con las bicicletas a la aldea y Milenka le comienza a contar sobre la vida en Kalachi. 

—Aquí padecemos de un estado extraño, todos tenemos miedo a quedarnos dormidos en cualquier momento. Algunos han llegado a dormir durante una semana entera: bebés, niños, adultos. Las autoridades conocen las razones, pero no han podido convencer a todos. La mitad todavía habla de fantasmas, la otra mitad le echa la culpa a la mina de Krasnogorsk. Hay un temor general que nos cubre como un cielo de espanto del que es imposible salir. 

»La gente se cae como borracha y se queda dormida en la calle, en cualquier lugar; los niños, también. Por eso, los que pueden se van; los que no, se quedan aquí. Esta es una aldea pobre, no es fácil levantar todo e irse, no todos pueden y hasta hay algunos que prefieren quedarse y morir aquí. 

»En cualquier momento, cualquier chico puede dormirse. En el único colegio municipal donde se dictan clases se han quedado ocho niños dormidos en esta semana al momento de tomar lista antes de entrar a las aulas.

Serguei observa, piensa que la aldea, de todos modos, es bonita. Todas las casas tienen techos de tejas a dos aguas, todas tienen chimeneas, queman leña en los hogares para pasar el crudo invierno. Su hermana dice que hay nieve en la estación fría por estos parajes. Las viviendas son bajas, humildes, las calles son de tierra. Parece un pueblo olvidado de la mano de Dios.

La gente cría aves de corral, gallinas, patos, gansos. Hay charcos por aquí y por allá, desordenados, donde estos animales toman agua. Los caballos, libres como la lluvia, hunden sus hocicos para alimentarse con la gramilla verde que empieza a notarse en el campo que rodea al pueblo. Los terrenos tienen cercas construidas con tablas de madera oscura para demarcar límites.



A Serguei le gusta escuchar a Milenka. Ella es joven todavía, está vestida con una calza negra, calcetines rojos, ojotas de tiras color verde, remera roja de cuello redondo y un pullover abierto color gris. Es rubia y de tez muy clara, tiene los ojos celestes, es delgada, bonita, de sonrisa fácil. Han ido hacia la orilla del río, dejan las bicicletas a un lado y se sientan en el pasto a conversar. 

Es junio y está empezando el verano. La temperatura es agradable, los pastizales estallan de colores pasteles. El río es parcialmente navegable, hay habitantes de la aldea pescando de este lado de la costa, no hay botes, ni muelle, ni puentes. Lo pueden hacer en esta época porque el curso del Ishim, aquí, está helado en invierno, de noviembre a abril. La corriente se desliza por esta llanura con la misma parsimonia de los aldeanos. El transcurrir lento de la vida de los habitantes copia el movimiento tranquilo del agua. 

Él no conoce este sitio alejado del mundo. El movimiento aparece cuando ve a los niños y a los pájaros: algo que corre, vuela, aletea, algo que se anima al calor del sol que entibia la sangre y provoca trinos y risas. Lo asocia con la sonrisa de su hermana. 

Mientras la escucha, sus pensamientos comienzan a sumar nuevos hilos a la trama de su biografía. Es un titubeo de la memoria, todavía. Sasha ha concebido a Milenka aquí. «¿Cómo reconstruir mi historia —piensa Serguei— después de tanto tiempo?». Madre e hija han vivido juntas aquí, pero él, es un extraño que ha venido de lejos. Le hubiese gustado compartir con ellas el paraíso que tiene ante sus ojos.

Todavía hay algo de hierba color cobre, casi marrón y el calor es tolerable. El río se desliza sin hacer ruido, ni siquiera susurra en el silencio que invade toda la aldea y las praderas que la rodean. Solo transitan por este mundo misterioso algunas bicicletas, algunos carros, y eventualmente la única ambulancia del Centro de Salud, donde Milenka trabaja como enfermera.

De repente, en esta tarde espléndida, comienza a soplar una brisa suave y se ven algunas nubes oscuras que van cubriendo el cielo. Milenka no dice nada, pero Serguei nota un cierto estremecimiento cuando ella levanta el rostro hacia el cielo. Se ha puesto seria. Es la primera vez que él lo nota: tiene una línea horizontal y delgada en su frente. La brisa viene de la mina abandonada.

—Serguei, regresemos —dice ella, mientras toma la bicicleta.

—Como tú digas Milenka. ¿Pasa algo malo?

—Nada, pero es mejor si nos vamos.

Ella pedalea presurosa, casi sin hablar; él no se atreve a preguntar más, no sabe qué le pasa, pero la ve un poco preocupada. Se lo dice, pero su hermana solo le cuenta una vez que están dentro de su casa.

—Han quedado ahí abajo, en la mina, dicen los más viejos, muchas estructuras de madera. Luego las lluvias han llevado sus aguas a esas profundidades infernales. Parece que allí esos elementos se fusionan con un amor tan fuerte, que engendran un gas temible. Y lentamente emerge por esos túneles subterráneos, aún no del todo cerrados y, cuando algún viento o alguna brisa leve los trae a la aldea, nos aturde el cerebro y la gente se duerme. 

»Hoy, al Centro de Salud llegaron varios niños. Uno está en la cama de la sala que yo cuido, parece como a punto de dormirse; es una pena verlo: se le cierran los ojos, los vuelve a abrir cuando le hablan, le cuesta estar parado, se tambalea. Yo lo levanto con esfuerzo, pero, pobrecito, es más fuerte que él, se recuesta nuevamente y duerme. Los niños no pueden estar parados, se caen, no aguantan de pie, es como si estuvieran borrachos.

»Otro niño se ha caído de sueño camino al colegio, los amigos lo ayudaron a levantarse y lo llevaron a su casa porque se tambaleaba, no recuerda nada más. Algunos duermen hasta una semana. Los médicos no encuentran síntomas neurológicos preocupantes y los devuelven a sus casas.

»He atendido más de veinte personas la semana pasada y durante el invierno fueron sesenta. Hubo algunos que se han dormido en la nieve, nadie los ha visto caer y han muerto congelados. 

»Lo peor de todo es que tienen alucinaciones, algunos dicen que tienen caracoles encima, otros dicen que sienten que les va a explotar la cabeza, parece un manicomio. Y yo sé que es cierto porque el año pasado yo también me he quedado dormida.

»Serguei, no aguanto más, estoy abrumada. Tengo miedo de volverme loca.



Olga es una de las vecinas más antiguas de esta aldea conocida como «El valle del sueño». No tiene rasgos eslavos, sino mongoles. Mira parada desde la última esquina de esta aldea hacia el grupo de niños que está en el prado. Tiene las manos en la cintura. Es gorda y de grandes pechos, viste su figura con varios vestidos largos, de faldas amplias y coloridas. Su rostro de tez cenicienta tiene rasgos achinados. Asoman por debajo de sus ropas largas el extremo de unas calzas blancas, casi llegando a sus zapatos cerrados. Tiene cintas de colores con dibujos rebuscados en la cintura y dos cintas del mismo tipo cosidas a su blusa como tiradores. Con su mirada fija vigila desde lejos a los niños. 

Allí, sobre el prado, el bullicio de los pequeños alegra el canto de los pájaros del valle. Están vestidos de colores vivos y bailan una danza milenaria: alzan sus piernas, se desplazan abrazados por las cinturas. Este baile se hace entre todos, ellos por aquí, ellas por allá. Se mueven y zapatean al ritmo de esa música extraña que brilla con los sonidos de los cascabeles y las panderetas. Parece un día de festejos. Llevan puestas sus sonrisas en los labios y la alegría se define en sus mejillas rosadas. 

Delgados filetes de nubes blancas cruzan el cielo celeste de este lugar mágico, marcan una traza de límites infinitos; el pizarrón del firmamento ha sido cruzado por líneas de tiza color blanco. Pero, ¡cuidado!, que por allí se asoman los puños cerrados de este dios que determina sobre quién caerá hoy el rayo de la temible enfermedad del sueño. Los niños no lo han visto aún. Olga sí, su espíritu se ha resignado a verlo una vez más y espera el desenlace de este nuevo trance, de esta nueva prueba que se les impone.

—¿Será la fiesta, la alegría, el baile, lo que molesta a los dioses? Nadie lo sabe ni lo pregunta. ¿Por qué ha pasado la historia por aquí y nos ha dejado en este lugar, en los arrabales de la civilización, con este estigma? ¿Cuál fue el pecado para este castigo? Tal vez sean pocos los libros religiosos que tenemos, o en todo caso será necesario levantar cúpulas y campanarios para que nos protejan de esta feroz epidemia.

Entonces, como ha percibido Olga, la danza se interrumpe, un niño cae como si se le hubiesen aflojado los ligamentos de las piernas. Un muñequito se ha desarmado en lo alto del prado. Los demás dejan de reír y tratan de levantarlo. Olga ve, en esos rostros infantiles, el comienzo de esta tragedia que se repite, que golpea a este pueblo de campesinos. Una fuerza celestial le pesa sobre los párpados al angelito caído. Este niño es el elegido de hoy entre los que forman ese grupo. Olga comienza a caminar para sumarse a la ayuda. Entretanto, se pregunta, cuál habrá sido el error cometido aquí, para que tengan esta condena. Va, entonces, en busca de esta almita que se está durmiendo, para entregarlo a su familia.



Milenka quisiera que Serguei la llevara a la Argentina, pero no se lo dice, le parece algo imposible. Sería casi un sueño que se fueran juntos de aquí. Ella también tiene miedo de quedarse dormida. 

Estos días, para ella, han sido maravillosos. Ha disfrutado de su compañía, de las largas conversaciones con él, de los paseos en bicicleta, de su compañía al lado del río. También algunos de sus gestos, de sus rasgos, le han resultado parecidos a los de su madre. Antes de morir, le ha dicho: «Hija, si algún día viene, dile que me perdone por haberlo abandonado, he estado obligada a dejarlo y me he llevado esa culpa a la tumba». También le ha dejado cartas que él ha devorado, leyendo en su habitación antes de acostarse.

Ella ha observado cómo él enhebra su historia en las profundidades de su mirada, ha comprendido su lucha interna, se ha empapado en la bruma que su nostalgia trae de Buenos Aires. Tiene un duende escondido que extraña el lugar que lo aguarda en su bosque. Esas cosas que solo saben percibir las mujeres.

Tal vez por contagio sentimental, ella está sorprendida, porque ha comenzado a soñar con esa ciudad enorme que nunca ha visto, que su hermano trae en el alma. Está contenta porque sabe que ahora la conoce un poco más, aunque sea a su manera, transformada por sus ilusiones de niña, mezclada con los relatos de su hermano y de su madre. Le gustaría estar allí para escrutarla con sus propios recuerdos en la mano. Sabe, de todos modos, que solo es un sueño; por ahora agradece verla aquí en los ojos de su hermano. Allí también vivió su madre antes de que ella naciera, está en una llanura al otro lado del mundo. Tal vez la curiosidad se le haya empezado a despertar, tal vez ella esté empezando a querer conocerla más.
 
Se pregunta si Serguei ha venido solo a conocer el lugar en que está escondida parte de la vida de su madre, o tal vez a buscar rastros afectivos que ella, su hermana, le pueda proveer, aunque no sabe de qué modo. Su hermano es muy serio y, a veces, se encierra en el cofre de sus sentimientos bajo siete llaves. Todo esto tampoco se lo ha dicho, no lo han conversado, solo ella se da cuenta porque lo ha percibido en su retina, siente que él trae dudas pegadas a la piel.



En la sala de la casa de Milenka, esta mañana están sentados frente a frente los dos. Se han contado mucho y ahora están callados, tomando té. Serguei se está despidiendo; esta noche viaja de regreso a su país.

Él ha estado buscando a tientas todos estos años, peleando por conocer su pasado, apretando las muelas todas las noches. Vino hasta aquí para saber, para quitarse este cangrejo que le atenaza las tripas y ahora no sabe cómo seguir. Se pregunta dónde continúa la próxima batalla de esta guerra en la cual el enemigo está dentro de él, en Kalachi o en Buenos Aires. Pero no se lo dice a su hermana.

Entonces, sin meditarlo, como pensando en voz alta, deja el pocillo sobre la mesita y le dice algo que no tenía pensado, fuera de lugar:

—Milenka, te necesito.

De inmediato él se extraña por lo que acaba de pronunciar, no sabe qué agregar. 

Entonces es cuando ella lo mira como lo hacen las mujeres. Tiene ganas de decirle que ella también lo necesita, pero no lo hace porque no se anima a agregarle una carga más a las que ya tiene. Sin embargo, no puede contener sus sentimientos: se lleva las manos blancas para taparse la cara, se le llenan los ojos de lágrimas. Trata de componerse alisándose un mechón de pelo rubio. Lo mira tratando de armar nuevamente su sonrisa para que la recuerde así, no quiere que su hermano sienta culpa. Lo ve desolado, buscándose a sí mismo todavía. Ve cómo la duda corre por sus ojos, ve de qué modo tiene el alma dividida. 

Pero, además, percibe en el fondo de sus ojos una posibilidad mínima, otro modo de decir que sí. Entonces se anima:

—Tengo miedo, Serguei; si me quedo, me puedo quedar dormida.

Y él la mira, sigue sin saber qué decir, pero se da cuenta de que su hermana está accediendo a su pedido, se da cuenta de que le está pidiendo que la lleve con él, fuera de esta aldea de somnolientos, que la lleve con él a Buenos Aires. 

Él piensa en todas las cosas de que han hablado, cosas a las que ella ha accedido después de pensarlo, si es que él quisiera, aunque él sigue con dudas, todo es confuso en su cabeza: trámites, ADN, estudios, pasaportes, desarraigo, un trabajo para su hermana en Buenos Aires… Está confundido y también tiene miedo, es un miedo a decidir, él tiene que decidir y el tiempo se acaba; ella ya ha decidido. Es verdad que tiene solamente para él los pasajes de regreso, pero no pasa por ahí el miedo. Piensa en Milenka, se busca excusas.

«Será este el camino correcto para terminar de apagar el fuego de esta guerra que me quema», se interroga. 

De esta pregunta salen sus miedos. Es hombre y le cuesta decidir.

La mira y le dice.

—Vamos, Milenka. Yo te ayudo a preparar la valija.


Este cuento publicado en la revista literaria "El callejón de las once esquinas" (ESPAÑA, Zaragoza, trimestral, Nro. 5) pertenece al libro El sonido de la tristeza.


Ellas bailan



Tilo ha recibido el amor de su madre hasta que empezó a ir al colegio primario; luego, ella se ha ido de la casa. A partir de ese momento, él sufre la condena de la soledad. Para llenar ese vacío enorme que lo ahueca por dentro, busca alguna forma de cariño en las mujeres y el camino que a su corta edad usa, a fin de lograrlo, es soñar. Ahora va detrás de una de esas ilusiones.

Este chico de doce años ya ha vendido todos sus ramitos de violetas a las parejas que van a los bares del bajo, entre San Telmo y Retiro. Entonces baja por las callecitas, desde Plaza de Mayo, va a paso lento hacia el río y se acoda en la balaustrada de la Costanera, más allá del Puerto. Ha tardado en llegar hasta aquí. Viene a ver bailar a las jóvenes sobre las aguas en esta noche de verano, como lo hace siempre que sabe que va a suceder, y está seguro de que va a ser así porque Gabriel lo ha estado diciendo por los bodegones, y el muchacho sabe que, si hay alguien que conoce las cosas mágicas de esta ciudad, es él.

Las damas de Buenos Aires, que ahora están durmiendo en sus alcobas en esta medianoche estival, por un embrujo todavía inexplicable, sueltan sus almas, las dejan libres. Es un acto fantástico que se da en ciertas ocasiones; y estos espíritus se desprenden de sus cuerpos, se elevan por las ventanas y vienen a reunirse acá, bajo este cielo sin luna, a danzar en el medio del río. Se las puede divisar desde la orilla: generalmente llegan vestidas de blanco a rescatar el tenue brillo de las estrellas para que se refleje en sus polleras y logren este esplendor candoroso de vapor mortecino.
 
Solo algunos las pueden ver: los trasnochados doloridos que guardan la astilla de alguna pena de amor clavada en lo hondo, o los que no pueden conciliar el sueño por alguna ausencia de cariño que los sume en la desesperación, o los que están atacados de soledad, perdidos en los confines de esos precipicios, buscando el vértigo, como ese chico flaco que es una sombra que espera la magia al borde del agua, acodado en el balaustre.

Ellas mandan a sus almas aquí, inconscientemente, para liberar los dolores del día, los llantos que no pudieron derramar, pero también los enamoramientos nuevos que festejan enloquecidas. Por eso, en esta fiesta, vuelcan todos sus sentimientos, ríen y lloran la tragedia y la risa de sus existencias cotidianas, es una forma de conjurar sus dolores. Traen sus corazones rojos en las palmas de las manos. Ríen y expanden sus cabelleras cuando giran danzando. Es un espectáculo hermoso.

El ritmo lo ponen las almas mulatas de las uruguayas desveladas, las que moran y medran en la otra costa, que no se ven porque están escondidas un poco más allá, un poco por detrás y por debajo de la línea del horizonte, del otro lado del río. Ellas acompañan la danza golpeando sus manos agitadas en las tinieblas, elevando al aire el sonido de sus tambores desde las sombras de la otra orilla. Ellas, las de acá, ponen la gracia; ellas, la de allá, regalan la música, la sinfonía que gobierna sus desatinos, liberando también las cenizas de sus días, las amarguras y las felicidades. 

Tilo las mira callado, hilando las hebras de sus sueños tristes. No sabe aún si estas imágenes nocturnas que viene a buscar y que está seguro que se presentan ante sus ojos son ciertas o son fantasmas de sus pensamientos, fantasías de su alma huérfana navegando a la deriva en el mar de su imaginación. El pequeño se hace esas preguntas, todavía no tiene las respuestas, pero tan grande es la ilusión que tiene, que se inclina por la certeza. Porque tiene el anhelo, está convencido de que esas mujeres también danzarán para él, que será un acto de amor hacia él, que le van a aliviar la tremenda tragedia que padece: la soledad.

Ellas bailan, las ha visto alguna otra noche. Danzan como locas sobre los espejos líquidos, formando remansos en la corriente que se desvanece tanteando serena la salida al mar. Se levantan las polleras y sacuden sus largos cabellos; están felices, se ríen con todo el rostro, con los ojos, con las bocas.

Las ve como mojan los pies en las olas de la orilla, como corre el agua clara entre sus dedos pequeños. Las ve reírse con las bocas abiertas y los labios pintados de carmines.

Tilo las observa, sonriendo, con su rostro de niño y su mirada oscura. Las mira como si fuesen aves del paraíso. Las desea con el embeleso del amor que le pide el corazón, ese hueco que tiene casi vacío por la ausencia de la madre, ese carozo de desamparo que dentro de su pecho late, que ya está maduro, más que el de una criatura, pero demasiado tierno todavía para ser el de un hombre. A medio camino entre la ternura materna y la pasión de mujer. 

Ellas presienten, perciben la melancolía de todos estos hombres callados y taciturnos, estas pocas figuras espectrales que caminan ahora por la Costanera, desorientados, sin saber dónde recuperar las caricias femeninas que han perdido. Entonces, ellas se dan vuelta, giran, alzan sus brazos blancos y agitan sus pechos, si las miran, por ventura, esos pobres hombres tristes, estas amazonas colocarán algo de alegría en sus pesares.

Quieren seducirlos, pero esquivan las miradas masculinas lascivas, no sea que despierten deseos procaces porque no han venido a eso, son sirenas calladas que les tienden sus manos generosas en gestos a la distancia para despejar las nostalgias. Giran y giran con las polleras sueltas. Sus pies descalzos palpan la piel marrón del río. Miran con sus ojos enormes las luces de los bares, las ventanas iluminadas; pueden ser a veces ninfas, nereidas, ondinas, musas, seres inescrutables que aparecen con el fin de equilibrar los desencantos.

¿Y quién es el Gran Hacedor, el Gran Hechicero que ha preparado este encantamiento para algunas y determinadas ocasiones? ¿Y quién decide en qué momento ponerlo en marcha? ¿Y a quién le comunica en qué momento se producirá la magia? ¿Y qué recompensa busca por aliviar la soledad de los corazones tristes? La misteriosa Buenos Aires tiene las respuestas a todas estas preguntas, pero, como es mujer, su secreto nunca será develado a los mortales que la habitan.

Ellas bailan toda la noche, pero escapan a la madrugada, nunca se dejan tocar por los dedos de la claridad del amanecer; le temen a la luz del día. Tienen que volver a sus dormitorios, a ocupar los cuerpos de las mujeres de Buenos Aires antes que los sueños se les terminen, pues ellas deben despertar completas, porque si las almas no llegan a tiempo se romperá el sortilegio que las acompaña todos los veranos. 

Ya han transcurrido las horas; las bailarinas han estado girando toda la noche brindando este espectáculo deslumbrante en la calidez nocturna, desplegando su danza conmovedora. Están rendidas porque lo han dado todo para disminuir la pesadumbre de los solitarios, una línea de rímel color crema pálido se dibuja a lo lejos anunciando la pronta aparición del día.

Tilo sabe que la danza ha llegado a su fin, ya las figuras de los espíritus, recortadas contra el cielo, se esfuman y, como un viento, como una brisa suave, emprenden el regreso. Él ha estado aquí todo el tiempo observándolas y ha recibido una dosis de amor, a eso ha venido y se va a ir con la ilusión en el pecho de que está menos solo que antes.

Ahora gira la cabeza para ver como las últimas danzarinas evanescentes se pierden, se diluyen entre los edificios y ha visto a lo lejos, cruzando la avenida, una sombra de cabellos desgreñados, con impermeable, que, con paso rápido, se aleja de este lugar. Conoce de sobra ese modo de huir, ese comportamiento esquivo, esa conducta furtiva: es el loco Gabriel. Tilo se queda un rato mirándolo hasta que se hace una sombra chiquita, hasta que lo pierde de vista. Todavía tiene húmedos de la emoción los ojos negros incrustados en esa cara flaca que, ahora, en el silencio de la noche, con los últimos pasos que logra ver de la silueta que se pierde, arruga la comisura de sus labios intentando una sonrisa.

Entonces yergue su cuerpo delgado, se coloca al hombro su mochila y, pensativo, abandona la balaustrada para desandar la Costanera, atravesar el Puerto y perderse por las callecitas caminando rumbo a la villa con las manos en sus bolsillos y la cabeza gacha. La fiesta ha terminado; ya es menos pesada su condena, se va con la ilusión de que lo que ha sucedido es cierto, siente más cerca el amor que le falta, ha disminuido el lastre y es menos doloroso el yugo pertinaz de su soledad.



Este cuento, publicado en las revistas literarias "El Narratorio" (ARGENTINA, Buenos Aires, mensual, Nro. 24, pag 11), "Íkaro" (COSTA RICA, agosto 2020)  y "El callejón de las once esquinas" (ESPAÑA, Zaragoza, trimestral, Nro. 11) pertenece al libro El sonido de la tristeza.

El sonido de la tristeza - Sinopsis



“La combinación de las alturas y el ritmo era tan triste que enlutaba todo el espacio, no había lágrimas suficientes para tolerarla, hacía temblar los pétalos de las flores en la oscuridad. Y, oyendo esa sinfonía celestial, Andrés se fue vaciando, sintió que la humedad que tenía en el alma se iba esfumando como la niebla, el corazón se le aquietaba, su espíritu entraba en la calma luego de la tempestad, las tinieblas de su interior se aclaraban, la hoguera de su cerebro daba paso a la pena leve y la hacía menos dolorosa; todo cedía.”

Con una narrativa interesada en sentimientos universales como la soledad, el amor, la tristeza, el autor teje con hebras de poesía la textura de su prosa. Los cuentos aquí reunidos poseen el encanto de los sucesos que funden la realidad con la fantasía en la medida que lo permite el ejercicio literario y buscan despertar en el lector las emociones más cercanas al corazón.



Sinopsis del libro El sonido de la tristeza.

La mafia de los estorninos



Gabriel no es ciego, pero todos lo conocen por su apodo Tiresias porque habla con los pájaros. Vive en una casona de San Telmo y logró, una mañana, convencer a todo el clan mafioso con pruebas contundentes de su habilidad.

Los estorninos levantaron vuelo desde los suburbios de La Plata elevándose sobre el río, y el grupo reunido en la azotea de la construcción pudo ver la bandada enorme de aves negras formar el dibujo de un corazón en el cielo, volando hacia el oeste. 

Con esa demostración comenzó la operación mafiosa más recordada por las mujeres de la ciudad. Esta desmesurada metrópolis agregó, entonces, otra mágica historia a las muchas que ya tiene. 

Los miembros del clan efectuaron un relevamiento de las muchachas enamoradas que residían en la zona del Bajo, haciendo posible el plan magnífico que llevaron a cabo los pájaros.

Tiresias fue el encargado de hablarle a las aves cuando regresaban a sus nidos en el atardecer del viernes. Fue preciso en la indicación de los domicilios donde debían extraer y donde debían inyectar, fue exacto para lograr que a cada dormitorio llegara solo uno de esos animalitos. Los picos de miles de estorninos participaron del operativo, guiados por sus palabras.

Y, a la madrugada, colmaron el aire, en penumbras todavía, con sus espectaculares vuelos sincronizados. Las personas que estaban despiertas debido a sus oficios nocturnos pudieron ver la danza poética con la que ascendieron formando una mancha gigante que ondulaba como una bandera. Y los vieron cubrir el cielo de la ciudad, luego descender de las alturas y después desaparecer entre los techados para penetrar a través de las ventanas abiertas de las alcobas. 

Los pájaros lo hicieron bajo la consigna de no hacer ruido, de ser cuidadosos al apoyar las uñas rapaces de sus patas, de hincar en modo suave sus aguijones amarillos en los cuellos de las mujeres dormidas, de succionar la hormona de las zonas más profundas del cerebro con la misma delicadeza que lo hacen las abejas, teniendo cuidado de no despertarlas con sus rústicos picos.

Realizaron esa mañana, entonces, una extracción de oxitocina de las que estaban locamente enamoradas y la inyectaron a las que padecían de tristeza, de falta de sensualidad, de ausencia de placer, aun con el hombre más encantador. El procedimiento fue un éxito.

La tibieza de la luz que se coló por la ventana acarició los ojos de la primera mujer. Ella separó los brazos debajo de las sábanas y llevó sus manos hacia sus párpados. Unos segundos después recién advirtió el leve dolor en el cuello.

Había tenido un sueño extraño, se había despertado con el corazón rebosante de un júbilo que no podía explicar. Se podría decir que el amor le había tomado toda el alma. Una amplia sonrisa le iluminó el rostro. 

Miró al muchacho que dormía plácidamente a su lado, le tomó la cara entre sus dedos para despertarlo y, cuando él la miró, sintió una atracción dulce y la voraz intención de preguntar a qué se debía este momento de gloria.

Y si todo fue alegría para ellas en ese día, entonces, ¿dónde estuvo el crimen de esa mafia?
 
Fue en el odio que se desató en las mujeres que perdieron novios y amantes y en algo peor aún, que fue haber sentenciado a Buenos Aires a sufrir la eterna melancolía que padecerá para siempre.

Es el día de hoy que todos los años se realiza un conjuro multitudinario con aguardiente y granos de café para que los estorninos regresen a devolver la felicidad.



Este cuento, publicado en el sitio web "El círculo de escritores" (sept. 2016)  y ganador del "relato de oro" pertenece al libro El sonido de la tristeza.