El embarcadero




Me siento en el muelle con las piernas colgando para observar a las gaviotas mientras el crepúsculo lastima la corriente del río. 

El aire está helado, quieto. 

Pienso en vos. Dijiste: «Vuelvo». 

Y aunque confío en la palabra no olvido el abrazo de hielo que me regalaron tus ojos azules en la despedida. 

No sabría decir cuánto hace que te espero. El calor de tu vientre lo sabe, tu ausencia me hunde en este silencio de muerte y el esplendor del cielo muerde el espejo de cromo. Los trinos fallecen en el follaje, sobre la ribera. 

No puedo más. 

Me inclino hacia adelante buscando abrigo en lo profundo.



Este microrelato fue publicado en la revista digital Vestigium (MEDIUM, abr. 2019).

Agujas de sal




Era noche de luna y la superficie del lago estaba tensa como la piel de las ciruelas, parecía un mar redondo, una pupila recostada al sereno, y más allá por algún lugar secreto de los bordes, los arroyos exhaustos, con el paladar seco, llegaban desde los campos trillados al sumidero triste, casi en voz baja, con la sencillez de su gorgoteo tímido, modesto, introvertido. 

La brisa soplaba hacia alguna parte y el aire vibró abrazado a las ramas de los árboles. Los tallos inquietos cimbraron, y luego, se pusieron firmes en tanto momias obedientes en formación militar paralela a la costa, hasta que las osamentas blancas terminaron de silenciarse en los nudos de los sarmientos.

Entonces, los granos de sal de la playa, helados, filosos, lastimaron las patas súbitas, lineales, entecas, magras, de los flamencos, quienes exudando gotas de sangre debieron meterse rápidamente en la laguna. 

Recuerdo, María, que bajamos juntos a mirar la quietud del agua. Las frases del silencio deambularon por vaya a saber qué laberintos de tu fatiga sin encontrar la palabra justa, precisa y adecuada, sin definirse en sonidos, ni siquiera un balbuceo bordando el escote de tus labios mudos. Seguro no te entendí y por eso te imploré, te rogué, te supliqué, por un resquicio de calor que me tocara el corazón con el dedo de la ternura, pero tu alma permanecía congelada desde los días ajados por anteriores desencuentros. 

Los peces de la laguna estaban dormidos en el limo oscuro del fondo, o escondidos entre los corales, muertos de miedo por el dolor que vinimos a traer a la orilla. 

En la colina suave, al otro lado, donde un grupo de frutales aguardaba la llegada del amanecer, un durazno se estrelló contra el piso partiéndose en mil pedazos y el carozo rodó hasta encontrarse con los cascotes del sendero. Un zorro, al oír el ruido, se escapó a través de los pajonales. Una estrella se moría en el cielo, agonizaba perdiendo el brillo, era una sensación terrible. 

Yo, a pesar de todo, podía ser un idiota capaz de enamorarme y todavía soñaba la vida en los versos de un poema. En cambio, tu alma se secaba, irremediablemente, como la savia de esos troncos petrificados, corroídos por la sal. La astilla de la desconfianza aún te lastimaba mucho y deseabas mantenerte lejos de los engaños de la soberana tontería de la seducción. Para vos el amor había sido una maldita confusión solo eficaz a fin de cancelarte las lágrimas. 

En silencio observamos el trabajo del agua: la baba de espuma iba y venía, la caricia húmeda raspaba la grava salina de la playa. Oímos el zarandeo de los juncos y el salto apresurado de las ranas temerosas y, recién nacido, el canto escandaloso de los grillos sobre la pelusa verde de la loma. 

Un mundo se atrevía a cantar en la respiración del aire y no alcanzaba. Éramos dos dolores diferentes esperando no sé qué señales bajo el cielo estrellado. 

Y no llegaba ninguna, María.

Una pena.



Este relato, publicado en la revista literaria "Vestigium" (MEDIUM, jun. 2019) pertenece al libro Fotos viejas.