Lumbre


A esta hora es medianoche y estás escribiendo al lado de la lámpara apoyada en tu pupitre desordenado de papeles. El cono truncado de luz que nace desde la pantalla ilumina el teclado y besa el cenicero de plata, el mismo que compartías con ella, en el lecho, después de agotarse ambos hasta la extenuación, desnudos todavía. Eso fue cuando ella todavía estaba contigo. 

Hasta ahí da la luz de tu velador. Más allá la penumbra se agrieta con jirones mudos de resplandor amarillo, en un abanico de delgados hilos de silencio, que van muriendo hacia los rincones. 

La habitación está casi a oscuras. Tienes pocos muebles aquí, pero no te molesta esta escasez. Son siluetas en la sombra que observan quietas tu tarea silenciosa de escritor, tu compañía. A un lado, recostada contra la pared del cuarto, yace la cama de hierro forjado sin dosel. Entre el pesado respaldo y la esquina, duerme su paciencia el ropero provenzal de dos cuerpos, de roble opaco ya sin lustre. Al otro lado, la mesa ratona escandinava y las dos sillas vencidas completan el escaso mobiliario de este ambiente amplio. 

Todo el ámbito rezuma un rumor casi inaudible entrecortado tan solo por el tartamudeo cansino del teclado, mientras concentras tu mirada en lo que escribes y no se interrumpe el hilo de tus pensamientos. No hay recuerdo que te disperse del manojo de ideas que quieres volcar en el texto.

Dos estantes con libros en la pared opuesta y una araña sin caireles con los focos apagados acrecientan la melancolía de este recinto de techo alto con puerta de madera y piso de pinotea gastado. Las paredes están deslucidas. El cuadro se completa con una pequeña cocina y una mesada en la cual se acumulan dispersos cacharros amontonados.

En el centro de la pared más larga se adivina una ventana. Por delante, dos paños de voile blanco enceguecen la mortaja de este cuarto. 

Ella los alisaba, ¿recuerdas?, con el roce de sus nudillos sedosos. La evocas ahora por este leve detalle y levantas la vista de tu escrito. Esto te saca de tu tarea en este momento, y la hueles, la imaginas, se mezcla en lo que piensas, su voz y sus aromas aún anidan en tu herida. Te ha abandonado y ese pensamiento te distrae. 

Alguna vez pensaste en su ansiedad como un defecto, tal vez hubieses querido su fuego ardiendo más lento, pero sus impaciencias nunca pudieron perder tiempo, se apresuraba a desvestirse para que tu tacto le recorriera la piel. Así era: impetuosa. 

Te ofrecía todo su cuerpo, su busto reclamaba el contacto de tus yemas, se estremecía toda cuando las puntas de sus senos eran alcanzadas por tus labios, cuando sentía la presión de tus palmas abarcándolos. 

Hacían el amor en esa cama que ahora miras, ella en cuclillas ofreciéndote su sexo y tú de espaldas insertando tu vaivén en esa grieta cálida. Te agitabas en el ascenso, jadeabas con el esmeril del deseo hasta sentir la quemazón sobre tu abdomen y pasabas tus manos ásperas por la curva suave de su espalda y su pelo desordenado. Y en la cumbre de ese paraíso, ella volcaba hacia atrás la cabeza, con sus ojos dados vuelta, casi en blanco, ocultando las pupilas celestes, cerrando los párpados en la plenitud del éxtasis, sintiendo la delicia de tu savia dentro de ella y el estrépito de tu temblor hasta el final. 

A veces buscaba otras formas y otros territorios. Se desesperaba por sentir tu calor, tu sudor. Se perdía en la voluptuosidad cuando se acercaba para sentir la lectura de tu tacto, se embriagaba en tu aroma a tabaco, la lujuria se le ponía tensa y quería entregarse a tus brazos rugosos. Se adueñaba de tus dedos y los llevaba a su vientre. Se arqueaba hacia el cielo cuando tus manos alcanzaban su pubis encendiendo el fuego. Pasaba su lengua por toda tu piel.

Nunca era de la misma manera porque en ocasiones le agradaba seducirte. Se sentaba con las piernas abiertas para que la miraras, mostrándote su sexo en plenitud, con la mitad de su cabellera sobre su rostro, la ansiedad en la esquina de sus ojos, sintiendo tu mirada lasciva sobre su cuerpo. Luego te poseía. Era una planta voraz, ahogaba tu sexo en su boca, abarcándolo, a fin de extraer el fluir de tu agonía. 

Otras veces necesitaba someterse, sentir tu peso. Extendida de espaldas, boca arriba, sobre las sábanas blancas te llamaba, te exigía que te adueñes, que penetres, que la hagas gemir de placer, al borde del dolor, desatado su erotismo, siempre loca de deseo. 

Pero además su corazón era muy sensible y tan indefenso como la superficie quieta de un estanque. Tú debiste arrojar algún alimento de amor, ella lo necesitaba, aunque solo fuesen unos sencillos pétalos de flores, solamente para que el agua de sus emociones temblase siquiera un poco. 

Hubiese sido suficiente un halago de tu parte, una caricia firme pero suave, un gesto simple pero sincero, algo que le indicara que había una emoción moviéndose en tu interior. Tú eras su hombre, y ella se sentía poseedora de tu espíritu, de tus sentimientos. Hubiese querido que estés pendiente, que la escuches, que la extrañes, que la desees.

Pero no te diste cuenta de que una mujer no se termina en el contorno de su cuerpo, es mucho más vasta, abarca mucho más allá de su figura. Llegó entonces el tiempo en que ella advirtió todas las carencias, las fue percibiendo una a una. 

En tu corazón demasiado tibio apenas quedaban mínimos restos de cariño y ella pensó que era un exceso de su parte la pasión que te regalaba. Tus ojos se lo dijeron, no fueron necesarias tus palabras, se dio cuenta observando el fondo de tu retina.

Entonces llegaron sus días sombríos, por tu descuido, por tu desidia, se le fue secando el amor. Se tornó vulnerable a tus exigencias mínimas, despertó de su sueño, pasó demasiado tiempo sin que le arroparas el alma. Se hicieron presentes el dolor, el hastío, la pena y la tristeza. 

Y llegaron las discusiones estériles. A veces se ponía triste y lloraba, se abrigaba en tu pecho intentando encontrar, una vez más, tu abrigo, tu sostén; te necesitaba firme como una montaña, pero no alcanzó con las migajas que le diste. 

Entonces se le agotó el reclamo, se sintió humillada al caer en la mendicidad para lograr un mínimo de tu ternura, un ruego casi cotidiano que no supiste descifrar. Se secó la fuente que te ofrecía todo, se fue y te dejó sobre la tabla de este escritorio una esquela mínima, sobria y desnuda, esa que ahora miras con el corazón desorientado.

En este lugar vivió contigo. En este sitio sueñas ahora con olvidar todo sin lograrlo, aquí te asesinan los recuerdos de su presencia, su mirada ausente se te vuelve imposible, aquí mueres por ella cada noche.

Por eso ahora se te ha dado por escribir y crees que así podrás exorcizar tu dolor. Te equivocas. Solamente estás pisando los escasos escalones que te conducen al cadalso de un peor martirio. 

A veces piensas como un tonto que el suicidio remediará tu pena. Pero eres demasiado cobarde para eso, solo te sirve como fachada para ocultar la mentira con que te engañas. 

Lo cierto es que quedarás condenado al eterno padecer, ya que hasta aquí te ha conducido, y no te soltará la mano, la soberbia insensatez de tus sentimientos.


Este cuento, publicado en las revistas literarias "El Narratorio" (ARGENTINA, Nro 63, pag 15) y "El callejón de las once esquinas" (ESPAÑA, Zaragoza, trimestral, Nro.  12), pertenece al libro El sonido de la tristeza.