El sonido de la tristeza




Mañana me tengo que morir

Esta fue la última frase que Andrés dejó escrita, así, sin punto final. Fue en ese momento que oyó una melodía de amplia tesitura, lejana, flotando en la noche. Le costó distinguirla entre los suaves murmullos que llegaban desde la calle, a esta hora, pasados unos minutos de las doce. 

Llevaba mucho tiempo tecleando mientras la inquietud se le evaporaba en la habitación. Necesitaba volcar en el papel el estado de ánimo en que se encontraba, la tristeza que le embargaba el alma. La noticia de hoy le había partido el corazón en mil pedazos y no se podía recomponer.

Escribía en una Remington sobre papel. Lo ayudaba un poco escuchar el golpeteo de las letras cuando apretaba las teclas; la secuencia de los pequeños impactos le iba marcando el ritmo del texto, se daba cuenta en ese solfeo si iba por buen camino, y ese trajinar le amortiguaba algo de su pena. Le gustaba el traqueteo monótono del carro al avanzar, lo aliviaba de esta pesadumbre aplastante. Esta noche quería estar solo.

La sencilla melodía lo había distraído de su trabajo. Había quedado con las manos sueltas a ambos costados de la silla, abrumado, y se había recostado sobre el respaldo. Con la cabeza volcada hacia atrás, prestaba atención al silencio interno que lo envolvía, con la mirada hacia arriba, hacia la nada, pero con la mente indagando más allá, para tratar de descubrir si verdaderamente había oído esa armonía distante o era solo una fantasía de su imaginación. Esperó un rato en esa posición, pero la suave tonada no se hizo presente. Aprovechó para levantarse, estirar las piernas y servirse un trago.

Volcó el brandy en una copa de cristal panzona. Era de paredes curvas y muy delgadas; la había fabricado su abuelo, cuando era joven, soplando la masa viscosa y candente recién salida del horno de vidrio que tenía en el fondo de su casa. Andrés la puso sobre la mesa ratona y después tomó el primer sorbo, con el cual se calentó la garganta. 

Estaba levemente reclinado hacia delante, con los ojos cerrados, cuando percibió nuevamente la textura característica de la pieza musical. Alzó el rostro; ahora sí tuvo la certeza, era una armonía de notas graves a la distancia. Se levantó, fue hacia la ventana y la abrió con suavidad. Desde allí la escuchaba más nítida; parecía que venía desde lejos, más alto que los árboles del jardín, pero no estaba seguro. 

Llevó la vista más arriba, por instinto, quizás, pero no vio más que el cielo estrellado y, así, con las dos manos tomadas del marco, sintió que la congoja le oprimía más el corazón. Recordó que esa misma tarde le habían dado la noticia. Mónica, su ex esposa, a la que tanto había querido, a la que hacía tanto tiempo que no veía, a la que nunca había olvidado, había muerto. 

Y ya entrada la noche, el manto sombrío de la tristeza le ceñía el alma y los recuerdos que conservaba de ella se repetían como una convulsión interna, un maltrato intermitente de la memoria. La melodía había cesado, pero había sido tan suave, tan tenue, que ahora hasta dudaba de haberla escuchado, le echaba la culpa a la desgracia que rondaba su cabeza, la de esa muerte imposible.

Andrés volvió al brandy, se sentó en el sillón y dejó la ventana abierta. La oscuridad le traía el aroma dulzón de los jazmines en la brisa tersa del verano. Le gustaba, hoy buscaba cualquier excusa para distraerse. Se sentó con los pensamientos, ocupados en traerle las imágenes guardadas de Mónica, e hizo lo que acostumbraba siempre que tomaba en esa copa cuando todavía estaba con ella. Con la punta del índice, tocó apenas la superficie del líquido añejo color marrón oscuro y mojó el aro circular del borde. Sujetó firme la base con la mano izquierda y comenzó a frotar la circunferencia con el dedo mojado por el alcohol de la bebida. Lo deslizó un poco más rápido hasta que el cristal empezó a vibrar produciendo la nota dulce de la frecuencia natural de la copa, un sonido suave que invadía la habitación y se escapaba por la ventana. Así lo hizo dos veces y aguardó, no sabía qué, tal vez solo deseaba mover un poco la quietud del aire. Estaba en un estado de tristeza tal, que cualquier aleteo hubiera sido suficiente, cualquier pequeño movimiento que lo sacara de su encierro, para seguir escribiendo su dolor. 

En ese pensamiento estaba, cuando percibió la misma melodía que llegaba desde afuera; ahora estaba seguro. Pasó el índice nuevamente sobre el borde de su copa con el fin de lograr una nota más extensa que la anterior, esperó y recibió la respuesta del otro instrumento, que llegó haciendo vibrar el aire nocturno. «Un ángel», pensó. Repitió otra vez el rito para estar seguro y volvió a recibir la contestación. Entonces, apresurado, salió a la calle, sin tener en claro el sentido de su urgencia.

Ya en la vereda, bajo la lumbre que arrojaban las luminarias y que se filtraba a través del follaje de los árboles, miró hacia ambas esquinas con impaciencia. No vio nada, se decepcionó, y advirtió que se había comportado como un tonto. «¿Qué estoy buscando? —se preguntó—, ¿qué quiero ver?». Y, a pesar de esa desilusión, comenzó, sin embargo, a caminar, primero lento y luego más de prisa, hacia Charcas, buscando algo sin saber qué. Cuando llegó, miró hacia Thames. No había nadie a esas horas caminando por ahí. Luego miró hacia el otro lado, hacia Malabia, y permaneció quieto, parado con las manos en la cintura. Le parecía que la cadencia sonora se afilaba, ahora parecía salida de la pequeña caja de un violín. «La noticia de la muerte de Mónica me está quitando la cordura», pensó.

Así estuvo un tiempo, nunca supo cuánto. Bajó la cabeza, pensó que lo mejor sería volver, seguir con el trago que había dejado sobre la mesa ratona y seguir escribiendo, intentar despejar la melancolía para hacer a un lado los recuerdos de ella. Sabía que con la tristeza nunca había podido; siempre lo desmoronaba, y hoy lo había hecho salir a perseguir un fantasma de ese modo tan ridículo. «Tratar de espantar la tristeza es un acto imposible —pensó—, solo por un rato se logra, y a veces ni siquiera eso, es un estado del alma que solo el tiempo lo disipa». 

Giró su cuerpo y enfiló de regreso, y fue entonces que sintió el impacto: se había tropezado con alguien. Primero lo sorprendió el golpe, luego vio que el sujeto vestido de negro se caía al piso, y después escuchó un crujido, un ruido a cristal roto. En la semioscuridad no le vio la cara, era una silueta que se había presentado de improviso y, así como apareció, se levantó. Andrés se quedó quieto, lo vio correr, el pelo largo le caía en cascada sobre los hombros, pero no podía asegurar que fuese hombre o mujer. Cuando llegó a Charcas, la figura se detuvo, se dio vuelta y se quedó mirándolo debajo de la sombra de los plátanos tenuemente iluminados por los focos. Tenía un arco de violonchelo; lo apoyó sobre su brazo como si fuese un violín, comenzó a frotarlo como a un instrumento de cuerda y fue entonces cuando Andrés reconoció la sutil textura sonora que se había filtrado por su ventana. Era un brazo de cristal en un cuerpo de cristal. Así estuvo haciendo música con su propio cuerpo mientras él lo miraba absorto, alucinado. 

La combinación de las alturas y el ritmo era tan triste que enlutaba todo el espacio, no había lágrimas suficientes para tolerarla, hacía temblar los pétalos de las flores en la oscuridad. Y, oyendo esa sinfonía celestial, Andrés se fue vaciando, sintió que la humedad que tenía en el alma se iba esfumando como la niebla, el corazón se le aquietaba, su espíritu entraba en la calma luego de la tempestad, las tinieblas de su interior se aclaraban, la hoguera de su cerebro daba paso a la pena leve y la hacía menos dolorosa; todo cedía. 
Así estaba cuando la figura de cristal dejó de emitir el delicado concierto y fugazmente se perdió en la calle lateral. Desapareció sin hacer ruido; Andrés no escuchó los pasos de su carrera, fue como si se hubiese ido volando. No había testigos. Estaba turbado, no sabía cómo describir lo que había sucedido, no podría contarlo siquiera, le dirían loco. Había quedado estupefacto. 

Volvió sobre sus pasos. Había dejado la puerta abierta, sin darse cuenta, por la ansiedad de descubrir de dónde venía el sonido. La cerró y se tiró en el sillón mirando al techo. Seguía triste por la noticia tremenda de la muerte de Mónica, ese amor inolvidable. No podría dejar fácilmente de pensar en ella, pero ya no estaba abrumado, ya no pensaba en la muerte. «¡Qué raro!», se dijo en un susurro. Él, siempre dispuesto a la tristeza, a la seducción de la melancolía, ahora estaba menos agobiado. «¿Por qué?». La música del ángel le había traído el sosiego.

Cuando se acercó a la copa para tomar el sorbo que quedaba de brandy, vio que al lado había un dedo de cristal, un anular completo, delgado, de mujer. Se preguntó cómo había llegado ese objeto hasta aquí, lo observó intrigado. La única explicación que le pasó, fugaz, por su cabeza, fue que el sujeto vestido de negro había aprovechado el momento y entró a su casa cuando él salió a la calle seducido por la melodía, justo cuando estaba en la esquina de Charcas, antes de que se atropellaran. 

«¿Qué vino a hacer esa figura trasparente?», pensó. Y tomó, mientras meditaba, la pequeña pieza de cristal entre sus manos, la giró, y pudo ver la alianza, también transparente, con la letra M, igual a la que usaba Mónica. Se sintió torpe. Se le hizo un nudo en la garganta y tuvo miedo; no sabía qué hacer. Dejó la pieza sobre la mesa y retiró la mano. Estuvo así varios minutos, confundido, mirando con atención la inicial del anillo, obsesionado, en una espiral de reflexiones que no explicaban el enigma. Solo cuando se alcanzaron los extremos del razonamiento, su mente se iluminó y entendió la calidez del amor que nunca se había extinguido entre ellos. Era ella quien le había mandado al ángel. 

Pero quiso confirmar la fascinación de su hallazgo, todavía con la duda, con el temor de que tamaña felicidad fuese demasiado en su vida, esa insensatez de poder recuperar su presencia, aunque sea a través de ese llamado íntimo, en el silencio de alguna soledad.

Lentamente introdujo su dedo índice y palpó con la yema el fondo mojado de brandy que quedaba en la copa. Luego lo sacó y comenzó a deslizarlo sobre el borde, obteniendo una nota más aguda que antes, que invadió toda la habitación. Se detuvo, aguzó el oído y, con una delicia inexplicable, sintió, a través de la ventana, la presencia del conjunto armónico, del tono inconfundible de la respuesta. Lo hizo otra vez para asegurarse, con la ansiedad sobre la piel, y nuevamente llegó la música del ángel. Bajó la frente y por fin se desbarrancó, pudo llorar de tristeza, con lágrimas, como los chicos, sacando toda la pena afuera, liberando la congoja. Había recuperado el recuerdo vívido de Mónica.

Se levantó, fue hacia la silla y se sentó frente a la máquina, todavía conmovido. Miró con estupor, sin dejar de lagrimear, lo último que había escrito en la hoja puesta en la Remington. Cuando leyó, se tuvo que tomar la mandíbula con la mano para que el llanto no se convirtiera en temblor:

Mañana me tengo que morir…pero antes, cuando estés perdido en la tristeza, volvé a llamarme con el sonido de tu copa, que yo voy a estar esperando para contestarte, porque nunca te olvidé. Tu ángel: Mónica

Así, sin punto, terminaba la frase.



Este cuento publicado en la revista literaria "El Narratorio" (ARGENTINA, Buenos Aires, mensual, Nro 25, pag 7) pertenece al libro El sonido de la tristeza.


El valle del sueño



Está parado en medio de la nada, pisando el terreno blando, mientras aletean pequeños pájaros en el cielo. El largo camino de tierra que llega hasta aquí se pierde en el horizonte. El coche que lo ha dejado en esta soledad es un puntito negro que se va perdiendo en el paisaje. La aldea chata descansa en el silencio de la tarde a un costado del río que la esquiva en su trayecto sinuoso por el valle. Mira en derredor: todo le recuerda a un pueblo típico del interior de Buenos Aires, casi igual que este, envuelto en silencio, alejado de todo.
Ha sido un niño adoptado, sus padres se lo han dicho, pero nunca han querido hablarle mucho acerca de su verdadero origen; ha discutido por eso con ellos, ahora están algo distanciados. Desde hace algunos años, ha realizado averiguaciones; está en pie de guerra contra todo lo que se oponga a ocultarle su memoria personal, su origen, una batalla se le ha desatado en el alma. Necesita encontrar su propia historia, por eso está aquí.
 
En el bolsillo guarda una foto en sepia, un trozo de carta escrita con tinta color violeta, una dirección, el nombre de su hermana. Esta es toda su fortuna. 

La misteriosa aldea a la que ha llegado se llama Kalachi. Está casi perdida en el norte de Kazajistán. Él no sabe ruso ni kazajo, pero su hermana Milenka balbucea un castellano modesto; él confía en que sea suficiente para abrir las ventanas de la claridad que su dolor necesita. Con modales suaves, ella lo recibe en la puerta de su casa y lo hace pasar. Su hogar es acogedor. 

Él entra con el ceño fruncido, pero intenta no exteriorizar toda la angustia acumulada por tantos años de búsqueda. Lleva mucho tiempo detrás de la palabra que le cuente cómo eran sus padres, que le diga quién es él. Trae la esperanza casi gastada por el recorrido, pero de todos modos viene en busca de este sendero sanador. Sabe que ellos fallecieron, pero su congoja, su ansiedad, esperan en silencio que salgan, de los labios de su hermana, los sonidos que anhela para poder armar algo, más que nada la semblanza de su madre Sasha, la del pequeño retrato que trae consigo.

Están sentados en la sala principal. Las amplias cortinas de las ventanas filtran la luz del sol generando una amable penumbra. Conversan largamente mientras toman el té. Ella sirve tostadas. Hay dulces para untar, panes que esparcen sus aromas entre el mobiliario rústico. El encuentro se extiende toda la tarde. 

Serguei piensa, luego de escuchar el relato en la voz suave de Milenka, cuánto tiempo le va a costar componer su historia después de todo lo que aquí ha oído con atención, luego de asimilar esas palabras que ha esparcido la dulce sonrisa de su hermana.

La larga charla se ha prolongado hasta el anochecer, es tarde y llega el momento de la despedida. Él sale de la casa agradecido; lleva, en sus oídos, dulces palabras para su corazón, calma para su desasosiego. Por primera vez en años, siente que se aplaca la desazón de su universo. Le llevará tiempo, sin duda, armar nuevamente la verdadera figura de su vida. Su cerebro bulle, pero su corazón rebosa de entusiasmo. 

Una vez que llega al dormitorio que ha alquilado cerca de lo de su hermana, se acuesta y apaga la luz. Sin embargo, tiene los ojos abiertos, no se dormirá sino hasta la madrugada. Comienza, por fin, a pensar en su madre, en el origen de las cosas; no sabría decir si está feliz o no, tiene sentimientos encontrados. Su corazón se ha agitado después de todo lo que le ha contado su hermana, no logra escapar de la emoción que lo embarga; no sabe cuál fue la última vez que, como ahora, tuvo un nudo en la garganta. Se pasa los dedos por las mejillas para quitar la humedad que le baja, sin querer, de los ojos cansados.

Se siente raro aquí, en la oscuridad, en el silencio, en la soledad de la habitación, en esta aldea perdida cerca de la Siberia rusa, lejos de donde ha nacido. Se pregunta si este encuentro es la primera victoria. El enemigo es escurridizo. La palabra “memoria” se le despliega como un cartel delante de la frente, sus labios se mueven tímidos en un intento de pronunciarla, como cuando era niño. Es lo último que recuerda antes de dormirse.



En esta tarde del segundo día de visita, va con su hermana al pueblo vecino, que se llama Krasnogorsk. La temperatura es agradable, estima que hace más o menos veinte grados. Ella va montada en su bicicleta color azul con portaequipaje y le ha ofrecido la verde a él. 

Ella le cuenta que no llegó a ver la época dorada de esta ciudad. La mina de uranio, que tuvo su esplendor en aquel período, cerró a fines de los ochenta, hoy se encuentra abandonada, los edificios son algo más que escombros. Solo hay un grupo que se mantiene en pie, aunque derruido. El resto del pueblo permanece en ruinas. 

Su hermana está alegre, se le nota en la sonrisa, tal vez sea algo natural en ella. Le enseña esta ciudad fantasma. Las edificaciones muestran las huellas de los bombardeos. Las ventanas son ojos rectangulares, cuencas vacías, las paredes están picadas por la viruela de los disparos. Los bloques de hormigón se han derrumbado, los tendones de hierro están cubiertos de óxido, expuestos al aire como cuerpos desarticulados a los golpes, excluidos en los contornos de la ciudad, el sitio en que habitualmente está destinado a los cementerios.

Llegan y miran hacia el interior de uno de los edificios. Se ven los trastos de la gente que vivía aquí, bolsas, ropa vieja y sucia, objetos de plástico, botellas de vodka vacías, una muñeca rubia con un vestido corto sin mangas color celeste, dibujos hechos en papeles coloreados por los niños, ahora desteñidos por el clima, por el paso de los años, pegados en las paredes, rotos.



Regresan con las bicicletas a la aldea y Milenka le comienza a contar sobre la vida en Kalachi. 

—Aquí padecemos de un estado extraño, todos tenemos miedo a quedarnos dormidos en cualquier momento. Algunos han llegado a dormir durante una semana entera: bebés, niños, adultos. Las autoridades conocen las razones, pero no han podido convencer a todos. La mitad todavía habla de fantasmas, la otra mitad le echa la culpa a la mina de Krasnogorsk. Hay un temor general que nos cubre como un cielo de espanto del que es imposible salir. 

»La gente se cae como borracha y se queda dormida en la calle, en cualquier lugar; los niños, también. Por eso, los que pueden se van; los que no, se quedan aquí. Esta es una aldea pobre, no es fácil levantar todo e irse, no todos pueden y hasta hay algunos que prefieren quedarse y morir aquí. 

»En cualquier momento, cualquier chico puede dormirse. En el único colegio municipal donde se dictan clases se han quedado ocho niños dormidos en esta semana al momento de tomar lista antes de entrar a las aulas.

Serguei observa, piensa que la aldea, de todos modos, es bonita. Todas las casas tienen techos de tejas a dos aguas, todas tienen chimeneas, queman leña en los hogares para pasar el crudo invierno. Su hermana dice que hay nieve en la estación fría por estos parajes. Las viviendas son bajas, humildes, las calles son de tierra. Parece un pueblo olvidado de la mano de Dios.

La gente cría aves de corral, gallinas, patos, gansos. Hay charcos por aquí y por allá, desordenados, donde estos animales toman agua. Los caballos, libres como la lluvia, hunden sus hocicos para alimentarse con la gramilla verde que empieza a notarse en el campo que rodea al pueblo. Los terrenos tienen cercas construidas con tablas de madera oscura para demarcar límites.



A Serguei le gusta escuchar a Milenka. Ella es joven todavía, está vestida con una calza negra, calcetines rojos, ojotas de tiras color verde, remera roja de cuello redondo y un pullover abierto color gris. Es rubia y de tez muy clara, tiene los ojos celestes, es delgada, bonita, de sonrisa fácil. Han ido hacia la orilla del río, dejan las bicicletas a un lado y se sientan en el pasto a conversar. 

Es junio y está empezando el verano. La temperatura es agradable, los pastizales estallan de colores pasteles. El río es parcialmente navegable, hay habitantes de la aldea pescando de este lado de la costa, no hay botes, ni muelle, ni puentes. Lo pueden hacer en esta época porque el curso del Ishim, aquí, está helado en invierno, de noviembre a abril. La corriente se desliza por esta llanura con la misma parsimonia de los aldeanos. El transcurrir lento de la vida de los habitantes copia el movimiento tranquilo del agua. 

Él no conoce este sitio alejado del mundo. El movimiento aparece cuando ve a los niños y a los pájaros: algo que corre, vuela, aletea, algo que se anima al calor del sol que entibia la sangre y provoca trinos y risas. Lo asocia con la sonrisa de su hermana. 

Mientras la escucha, sus pensamientos comienzan a sumar nuevos hilos a la trama de su biografía. Es un titubeo de la memoria, todavía. Sasha ha concebido a Milenka aquí. «¿Cómo reconstruir mi historia —piensa Serguei— después de tanto tiempo?». Madre e hija han vivido juntas aquí, pero él, es un extraño que ha venido de lejos. Le hubiese gustado compartir con ellas el paraíso que tiene ante sus ojos.

Todavía hay algo de hierba color cobre, casi marrón y el calor es tolerable. El río se desliza sin hacer ruido, ni siquiera susurra en el silencio que invade toda la aldea y las praderas que la rodean. Solo transitan por este mundo misterioso algunas bicicletas, algunos carros, y eventualmente la única ambulancia del Centro de Salud, donde Milenka trabaja como enfermera.

De repente, en esta tarde espléndida, comienza a soplar una brisa suave y se ven algunas nubes oscuras que van cubriendo el cielo. Milenka no dice nada, pero Serguei nota un cierto estremecimiento cuando ella levanta el rostro hacia el cielo. Se ha puesto seria. Es la primera vez que él lo nota: tiene una línea horizontal y delgada en su frente. La brisa viene de la mina abandonada.

—Serguei, regresemos —dice ella, mientras toma la bicicleta.

—Como tú digas Milenka. ¿Pasa algo malo?

—Nada, pero es mejor si nos vamos.

Ella pedalea presurosa, casi sin hablar; él no se atreve a preguntar más, no sabe qué le pasa, pero la ve un poco preocupada. Se lo dice, pero su hermana solo le cuenta una vez que están dentro de su casa.

—Han quedado ahí abajo, en la mina, dicen los más viejos, muchas estructuras de madera. Luego las lluvias han llevado sus aguas a esas profundidades infernales. Parece que allí esos elementos se fusionan con un amor tan fuerte, que engendran un gas temible. Y lentamente emerge por esos túneles subterráneos, aún no del todo cerrados y, cuando algún viento o alguna brisa leve los trae a la aldea, nos aturde el cerebro y la gente se duerme. 

»Hoy, al Centro de Salud llegaron varios niños. Uno está en la cama de la sala que yo cuido, parece como a punto de dormirse; es una pena verlo: se le cierran los ojos, los vuelve a abrir cuando le hablan, le cuesta estar parado, se tambalea. Yo lo levanto con esfuerzo, pero, pobrecito, es más fuerte que él, se recuesta nuevamente y duerme. Los niños no pueden estar parados, se caen, no aguantan de pie, es como si estuvieran borrachos.

»Otro niño se ha caído de sueño camino al colegio, los amigos lo ayudaron a levantarse y lo llevaron a su casa porque se tambaleaba, no recuerda nada más. Algunos duermen hasta una semana. Los médicos no encuentran síntomas neurológicos preocupantes y los devuelven a sus casas.

»He atendido más de veinte personas la semana pasada y durante el invierno fueron sesenta. Hubo algunos que se han dormido en la nieve, nadie los ha visto caer y han muerto congelados. 

»Lo peor de todo es que tienen alucinaciones, algunos dicen que tienen caracoles encima, otros dicen que sienten que les va a explotar la cabeza, parece un manicomio. Y yo sé que es cierto porque el año pasado yo también me he quedado dormida.

»Serguei, no aguanto más, estoy abrumada. Tengo miedo de volverme loca.



Olga es una de las vecinas más antiguas de esta aldea conocida como «El valle del sueño». No tiene rasgos eslavos, sino mongoles. Mira parada desde la última esquina de esta aldea hacia el grupo de niños que está en el prado. Tiene las manos en la cintura. Es gorda y de grandes pechos, viste su figura con varios vestidos largos, de faldas amplias y coloridas. Su rostro de tez cenicienta tiene rasgos achinados. Asoman por debajo de sus ropas largas el extremo de unas calzas blancas, casi llegando a sus zapatos cerrados. Tiene cintas de colores con dibujos rebuscados en la cintura y dos cintas del mismo tipo cosidas a su blusa como tiradores. Con su mirada fija vigila desde lejos a los niños. 

Allí, sobre el prado, el bullicio de los pequeños alegra el canto de los pájaros del valle. Están vestidos de colores vivos y bailan una danza milenaria: alzan sus piernas, se desplazan abrazados por las cinturas. Este baile se hace entre todos, ellos por aquí, ellas por allá. Se mueven y zapatean al ritmo de esa música extraña que brilla con los sonidos de los cascabeles y las panderetas. Parece un día de festejos. Llevan puestas sus sonrisas en los labios y la alegría se define en sus mejillas rosadas. 

Delgados filetes de nubes blancas cruzan el cielo celeste de este lugar mágico, marcan una traza de límites infinitos; el pizarrón del firmamento ha sido cruzado por líneas de tiza color blanco. Pero, ¡cuidado!, que por allí se asoman los puños cerrados de este dios que determina sobre quién caerá hoy el rayo de la temible enfermedad del sueño. Los niños no lo han visto aún. Olga sí, su espíritu se ha resignado a verlo una vez más y espera el desenlace de este nuevo trance, de esta nueva prueba que se les impone.

—¿Será la fiesta, la alegría, el baile, lo que molesta a los dioses? Nadie lo sabe ni lo pregunta. ¿Por qué ha pasado la historia por aquí y nos ha dejado en este lugar, en los arrabales de la civilización, con este estigma? ¿Cuál fue el pecado para este castigo? Tal vez sean pocos los libros religiosos que tenemos, o en todo caso será necesario levantar cúpulas y campanarios para que nos protejan de esta feroz epidemia.

Entonces, como ha percibido Olga, la danza se interrumpe, un niño cae como si se le hubiesen aflojado los ligamentos de las piernas. Un muñequito se ha desarmado en lo alto del prado. Los demás dejan de reír y tratan de levantarlo. Olga ve, en esos rostros infantiles, el comienzo de esta tragedia que se repite, que golpea a este pueblo de campesinos. Una fuerza celestial le pesa sobre los párpados al angelito caído. Este niño es el elegido de hoy entre los que forman ese grupo. Olga comienza a caminar para sumarse a la ayuda. Entretanto, se pregunta, cuál habrá sido el error cometido aquí, para que tengan esta condena. Va, entonces, en busca de esta almita que se está durmiendo, para entregarlo a su familia.



Milenka quisiera que Serguei la llevara a la Argentina, pero no se lo dice, le parece algo imposible. Sería casi un sueño que se fueran juntos de aquí. Ella también tiene miedo de quedarse dormida. 

Estos días, para ella, han sido maravillosos. Ha disfrutado de su compañía, de las largas conversaciones con él, de los paseos en bicicleta, de su compañía al lado del río. También algunos de sus gestos, de sus rasgos, le han resultado parecidos a los de su madre. Antes de morir, le ha dicho: «Hija, si algún día viene, dile que me perdone por haberlo abandonado, he estado obligada a dejarlo y me he llevado esa culpa a la tumba». También le ha dejado cartas que él ha devorado, leyendo en su habitación antes de acostarse.

Ella ha observado cómo él enhebra su historia en las profundidades de su mirada, ha comprendido su lucha interna, se ha empapado en la bruma que su nostalgia trae de Buenos Aires. Tiene un duende escondido que extraña el lugar que lo aguarda en su bosque. Esas cosas que solo saben percibir las mujeres.

Tal vez por contagio sentimental, ella está sorprendida, porque ha comenzado a soñar con esa ciudad enorme que nunca ha visto, que su hermano trae en el alma. Está contenta porque sabe que ahora la conoce un poco más, aunque sea a su manera, transformada por sus ilusiones de niña, mezclada con los relatos de su hermano y de su madre. Le gustaría estar allí para escrutarla con sus propios recuerdos en la mano. Sabe, de todos modos, que solo es un sueño; por ahora agradece verla aquí en los ojos de su hermano. Allí también vivió su madre antes de que ella naciera, está en una llanura al otro lado del mundo. Tal vez la curiosidad se le haya empezado a despertar, tal vez ella esté empezando a querer conocerla más.
 
Se pregunta si Serguei ha venido solo a conocer el lugar en que está escondida parte de la vida de su madre, o tal vez a buscar rastros afectivos que ella, su hermana, le pueda proveer, aunque no sabe de qué modo. Su hermano es muy serio y, a veces, se encierra en el cofre de sus sentimientos bajo siete llaves. Todo esto tampoco se lo ha dicho, no lo han conversado, solo ella se da cuenta porque lo ha percibido en su retina, siente que él trae dudas pegadas a la piel.



En la sala de la casa de Milenka, esta mañana están sentados frente a frente los dos. Se han contado mucho y ahora están callados, tomando té. Serguei se está despidiendo; esta noche viaja de regreso a su país.

Él ha estado buscando a tientas todos estos años, peleando por conocer su pasado, apretando las muelas todas las noches. Vino hasta aquí para saber, para quitarse este cangrejo que le atenaza las tripas y ahora no sabe cómo seguir. Se pregunta dónde continúa la próxima batalla de esta guerra en la cual el enemigo está dentro de él, en Kalachi o en Buenos Aires. Pero no se lo dice a su hermana.

Entonces, sin meditarlo, como pensando en voz alta, deja el pocillo sobre la mesita y le dice algo que no tenía pensado, fuera de lugar:

—Milenka, te necesito.

De inmediato él se extraña por lo que acaba de pronunciar, no sabe qué agregar. 

Entonces es cuando ella lo mira como lo hacen las mujeres. Tiene ganas de decirle que ella también lo necesita, pero no lo hace porque no se anima a agregarle una carga más a las que ya tiene. Sin embargo, no puede contener sus sentimientos: se lleva las manos blancas para taparse la cara, se le llenan los ojos de lágrimas. Trata de componerse alisándose un mechón de pelo rubio. Lo mira tratando de armar nuevamente su sonrisa para que la recuerde así, no quiere que su hermano sienta culpa. Lo ve desolado, buscándose a sí mismo todavía. Ve cómo la duda corre por sus ojos, ve de qué modo tiene el alma dividida. 

Pero, además, percibe en el fondo de sus ojos una posibilidad mínima, otro modo de decir que sí. Entonces se anima:

—Tengo miedo, Serguei; si me quedo, me puedo quedar dormida.

Y él la mira, sigue sin saber qué decir, pero se da cuenta de que su hermana está accediendo a su pedido, se da cuenta de que le está pidiendo que la lleve con él, fuera de esta aldea de somnolientos, que la lleve con él a Buenos Aires. 

Él piensa en todas las cosas de que han hablado, cosas a las que ella ha accedido después de pensarlo, si es que él quisiera, aunque él sigue con dudas, todo es confuso en su cabeza: trámites, ADN, estudios, pasaportes, desarraigo, un trabajo para su hermana en Buenos Aires… Está confundido y también tiene miedo, es un miedo a decidir, él tiene que decidir y el tiempo se acaba; ella ya ha decidido. Es verdad que tiene solamente para él los pasajes de regreso, pero no pasa por ahí el miedo. Piensa en Milenka, se busca excusas.

«Será este el camino correcto para terminar de apagar el fuego de esta guerra que me quema», se interroga. 

De esta pregunta salen sus miedos. Es hombre y le cuesta decidir.

La mira y le dice.

—Vamos, Milenka. Yo te ayudo a preparar la valija.


Este cuento publicado en la revista literaria "El callejón de las once esquinas" (ESPAÑA, Zaragoza, trimestral, Nro. 5) pertenece al libro El sonido de la tristeza.