La lupa

 


El milagro más importante producido por el ingenio de mi padre había sido el globo aerostático de quemadores a keroseno, con la novedosa incorporación del movimiento de translación, accionado con el artilugio de pedales desmontado de la bicicleta del abuelo. Lo curioso fue haber logrado su propósito en el primer intento. 

Al principio parecía descabellado y los parientes, según me contó uno de mis tíos, estaban no solo desconcertados sino preocupados ya que, si el experimento en el cual estaba empecinado mi padre fracasaba y en esa aventura se le iba la vida, me dejaría huérfano y caería sobre las espaldas de mi hermana Luciana la responsabilidad del cuidado de mi madre y de mí, con un agravante: yo todavía no sabía disparar con la escopeta y Luciana, mayor que yo por apenas tres años, ya se encontraba bajo la influencia imperiosa de la madurez temprana, en claras condiciones de encandilar a cualquier hombre con su indudable hermosura. Y los peligros de esa condición ponían en riesgo la estabilidad de nuestra familia. 

El éxito de mi padre en el vuelo con el globo se manifestó no solamente en la altura y la distancia alcanzada sino en la habilidad y la eficacia mostrada en el aterrizaje. Pero tras la gloria sobrevino la desgracia debido al afán por animarse a aventuras mayores. La elaboración de ideas de avanzada lo condujo a enfrascarse en la confección de dibujos y diseños dignos de un ingeniero. Empeñado hasta la imprudencia, el tiempo reservado a su descanso escaseaba y su sistema nervioso alterado lo hundió en el insomnio, en medio del esfuerzo por ejecutar los planos de aparatos que desafiaban, con deliberada osadía, las leyes de la naturaleza. 

La obsesión lo atrapó, dejó de afeitarse y, de vez en cuando, Luciana y yo, nos vimos en la obligación de llevarlo a la fuerza y dejarlo bajo la ducha para que se bañase como Dios manda y, en algunas ocasiones, fue menester darle de comer en la boca contra su voluntad a fin de evitar la exagerada disminución de peso. Su lamentable estado de salud se comenzaba a notar en la ropa. Por debajo de la camisa se apreciaba el recorrido de los huesos del esqueleto, debía ajustarse con más frecuencia el cinturón, los pantalones arrastraban sus botamangas y los pies se le descalzaban de las botas a pesar de incrementar diariamente el ceñido de los cordones. 

Enmarañado en las cuestiones atinentes a la navegación aérea, no dejaba de interesarse por los fenómenos de la óptica y, fue él quien, una mañana cualquiera, colocó encima del banco de carpintero la lupa terminada de pulir después de un año entero de trabajo. 

Como última tarea había ensamblado la lente en un aro de chapa niquelado y la había puesto sobre dos cuñas de madera de pino a fin de darle estabilidad, de forma tal que yo, con mi metro cuarenta y cinco de altura, parado en puntas de pie, era capaz de ver, a través del disco magnífico, el ceibo plantado al otro lado del arroyo, con tanto aumento, que el ancho de una de las hojas del árbol ocupaba ya todo el diámetro del instrumento. Solo se debía contar con la colaboración de los pliegues del aire del verano, y mantener quieto el espacio, como si la atmósfera fuera parte constituyente de una transparencia gelatinosa. 

La soberbia lente fue el segundo milagro alcanzado por mi padre. Meses más tarde, mi madre, sin ninguna señal anticipada, perdió el juicio por completo: se le apagó la consciencia en una laguna de oscuridad; en silencio, vagaba por las habitaciones; dialogaba con un presumible interlocutor interno por medio de murmullos incomprensibles; de repente dejó de prestarnos atención; la extrañeza desbordaba en los matices de sus gestos y con la mirada extraviada se fue alejando de las cosas del mundo. 

De un día para otro, simplificó su existencia al mínimo, flotando en su propia nube, con el mate abrigado entre las alas de sus manos, declamando en voz baja su discurso suave, desentendiéndose de dar respuestas coherentes. 

A partir de ahí y hasta el cansancio, me empeñé en confidentes indagatorias. Comencé a hacerle preguntas, aun en la penumbra de la casa. Solos los dos, yo sostenía la ingenua esperanza de animarla, en ese ambiente íntimo, a confiar en mí, ya que cualquier historia clara que me contase la guardaría por siempre en mi corazón y no la compartiría con nadie. 

Desde entonces, aunque mi padre no lo daba a entender mediante palabras, pude percibir su tristeza por la enfermedad de mi madre, y con la llegada de ese sentimiento se acabaron los milagros de los cuales yo estaba seguro de que él era capaz. 

Los pájaros abandonaron el nido en la horqueta superior del ceibo, el arroyo se volvió lento en su tránsito, y los veranos se acortaron sensiblemente. 

Si fuese por olvidar, yo quisiera olvidar cada instante de cada uno de los minutos transcurridos durante el año siguiente. Mis padres murieron en el invierno, en el mismo día y por causas diferentes. Primero partió mi madre y mi padre la siguió, como si fuera una obligación divina o para simplificarnos las cosas en un solo velorio. Vaya uno a saber.

Pronto perdí las ganas de correr atropelladamente entre los mimbres y de avanzar en las indagaciones acerca del apareamiento de las nutrias. Mermó mi entusiasmo por descifrar la forma de las nubes y desatendí la voluntad de realizar las recorridas noctámbulas en busca de los escuerzos de ojos amarillos. 

Solo se incrementó en mí el interés por descubrir la razón del sobrado desarrollo de esos bultos en el pecho de Luciana, que tan secretamente le oprimían la blusa. Y ascendí en mi determinación por averiguar la causa por la cual aparecía, todos los meses, aquella misteriosa mancha de sangre en su ropa interior, de color granate oscuro, sobre la tela orlada con cinta de puntillas, cuando la prenda colgaba de la soga, recién lavada y sostenida apenas por los broches de plástico bajo el sol despiadado de las tardes de febrero.

La fachada de la cabaña en donde vivíamos y el embarcadero destinado al amarre del bote, daban al arroyo y, por detrás, más allá del gallinero y la pequeña huerta, la maleza se abría a un pulmón de los humedales despojado de árboles. Por allí los pocos habitantes de la isla trazaban, en intermitentes caminatas, senderos angostos entre la hierba escasa. 

Se trataba de un espacio común posible para ser usado por cualquiera y había sido el campo de operaciones de los innumerables experimentos de mi padre. Luego de su muerte pasó a formar parte del territorio de mis travesuras y en ese ámbito mis investigaciones diurnas y nocturnas se vieron potenciadas por mi creatividad.  

Luciana no guardaba ninguna predilección por los artilugios heredados de mi padre. Su principal disposición radicaba en confeccionar vestidos y lucirlos paseándose frente al espejo enmarcado en la puerta central del ropero. Disfrutaba de la seducción de las telas de seda fría, lino estampado, tafetán, organza y muselina. Ideaba modelos originales mirando las revistas de moda y, a partir de retazos comprados en la lancha carbonera de Mario, la espléndida Surubí, se ponía a coser blusas y polleras y las vendía en la feria de los artesanos, los domingos luminosos, en el Puerto de Tigre. Los peones de las islas le solían comprar esas prendas cuando ella las exhibía colocándolas sobre las hermosas ondulaciones de su cuerpo, las cuales se ponían en evidencia por el calibre de los piropos y las propuestas decentes y algo indecentes expresadas a media voz desde las ventanas del Bar de los Tenderos: por los pescadores del pejerrey, en invierno; por los trabajadores de la cosecha del junco, en verano. 

Por ese entonces, yo no llegaba a relacionar las exhibiciones de los coloridos atuendos de Luciana con la cada vez mayor afluencia de frutas, carnes y todo tipo de regalos comestibles y no comestibles acumulados, sin criterio racional aparente, en las alacenas y los armarios de la cabaña. 

Por esa época, en la casa no padecíamos ninguna necesidad material, al contrario, contábamos con una vida desahogada y estábamos lejos de cualquier apuro económico. Nuestro pasar era floreciente. Luciana parecía contenta ya que cantaba sin razones aparentes, aun si debía limpiar los pisos a deshoras, o lavar los platos con agua casi congelada en el fuentón galvanizado, o quitar los pelos de la caja de cartón grueso, donde dormía la gata. 

Cuando mis brazos tomaron un poco más de musculatura construí un pequeño carro de nogal con cuatro ruedas, coloqué la lupa encima y la llevé hasta la zona abierta del humedal. Con la finalidad de descubrir las guaridas de los carpinchos y las comadrejas regulé la posición del instrumento. Se veían enormes. 

Con la misma decisión de mi padre con vistas a encarar cada una de sus aventuras, sin duda debido a la genética heredada, sin sopesar consecuencias, o en tales y cuales peligros, solo con la convicción de que todo saldría de acuerdo a lo dictado por la capacidad de mi imaginación, me puse en cuclillas y, casi gateando, me introduje por dentro del aro reluciente atravesando el vidrio de la lente con una familiar facilidad. 

Ya del otro lado de la lupa, erguido, me consagré a andar entre las hierbas descomunales, esquivando las patas monstruosas de los grillos, atento al ensordecedor siseo de las culebras y con el norte puesto en el tronco gigantesco de una encina. 

Entonces, con mi convencimiento inquebrantable, tuve la seguridad de que, trepando, como una abeja en busca de polen, por las hendijas de la corteza de ese árbol, al fin de la jornada, llegaría a la cima de la copa para poder tocar la barriga de la luna y no bajaría de allí sin haber escuchado de boca de mi madre algunos de los cuentos fantásticos que solía leerme, antes de dormir, cuando yo todavía era un mocoso.


Este cuento pertenece al libro Fotos viejas.