El Puente de Piedra



Patricia, a pesar de la gravedad de las cosas, no se puso triste.

Se sentó en el hueco que daba a las azoteas. Todo estaba quieto y silencioso, hasta el viento había cerrado la boca.

Las aves daban bofetones con sus alas torpes, las plumas no las sostenían, irremediablemente caían desde cielo a dar contra el empedrado. Los gorriones amanecían secos, duros, como si el óxido hubiese soldado sus patas a las ramas de los nogales.

Ella no hizo caso a los ojos ruines del brujo de las fatalidades.

Tal y como había hecho hasta ahora, se dejó llevar por su inmensa pasión por los libros, abrió el que tenía en sus manos, aspiró el escaso oxígeno que había entre tanta angustia colectiva, y en voz alta leyó el relato mágico a quien lo pudiese oír.

El cuento rodó por el callejón dormido, entró en la plaza desierta, sonó a cascabeles por la despoblada orilla del Ebro y se fue a dormir debajo de los arcos húmedos del Puente de Piedra.

Y ahí se quedó.

Detenido.

Al acecho.

La dulce voz de Patricia y ese cuento, ese cuento manso, inolvidable y certero, es lo que solemos recordar con meridiana alegría, luego del agobio de tantos funerales.



Este relato publicado en la revista literaria "Nüzine" (MEDIUM, mzo. 2020) pertenece al libro Fotos viejas.