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Luciérnagas

 

Junto a la barranca, al lado del ceibo solitario, un hombre y un animal aguardan que algo ocurra. El perro, tumbado en el pasto, atina a mover una pata hacia atrás. Juana ha muerto hoy y hoy mismo fue enterrada. La cruz de su tumba precaria alarga una sombra como un crespón dormido en el pajonal de la orilla. Antonio habla. Vas a ver, le dice al perro, restregándole las orejas, hay que esperar la puesta de sol. El animal apenas mueve el hocico, quizás de dolor o de hambre. Está flaco y enfermo, probablemente a punto de morir. No te duermas, le ordena Antonio, y luego mira los árboles de la costa y después el río. En cualquier momento oscurece y las estrellas salen disparadas por arriba del follaje de las encinas, teñidas de estaño, o de aluminio. Por alguna razón, el ocaso se retrasa. Pero ambos continúan quietos en la espera hasta que el bosque ralo de la isla por fin se llena de sombras. Más tarde una luciérnaga, tal vez la primera de la noche se asienta sobre el brazo de Antonio, quien sin ganas la atrapa. La toma por el par de alas del lomo con facilidad. Vas a ver que cuando Juana la vea, le dice al perro, le va a encantar. El insecto sigue emitiendo su parpadeo de luz. Antonio la alza, la compara con los astros del cielo y pide un deseo en voz baja, el deseo que anhela dejar aquí al pie de la tumba, un deseo imposible. El perro emite un quejido, la luciérnaga se sacude y logra escapar tan pronto como Antonio abre los dedos. En la oscuridad el perro aún respira, pero su dueño evita mirar el relieve de las costillas, las costras en la piel, el pelaje deslucido, y le hace un gesto para que se mantenga echado. La luciérnaga recién liberada se posa en el extremo de la cruz, camina con torpeza por la punta del palo, no intenta volar. Finalmente se aquieta, levanta cada tanto las alas superiores, no más que eso. Antonio, de repente, advierte que el perro ahora ya no respira, el perro que Juana le dejó a su cuidado antes de morir ya no respira. Se ha muerto, definitivamente. Fracaso tras fracaso, derrota tras derrota, Antonio pierde por completo la fe en su pedido. Se acerca a la cruz y con la palma de la mano aplasta con fastidio a la luciérnaga hasta asegurarse de que su titileo por fin acabe y con ello cese la agonía del insecto. Al mismo tiempo supone que con ese acto carente de sentido, el pobre bicho dejará de importunar el descanso eterno de su esposa. Antes de irse mira hacia el costado y, como si un trepanado repentino hubiese despejado los huecos entre las piedras del promontorio, miles de luciérnagas surgen de la profundidad y giran en derredor. Cargado de culpas, Antonio se pregunta si han llegado con la intención de atacarlo, son tantas y tan vigorosas que piensa que lo van a matar. Y también piensa que con el deseo de la resurrección de Juana que acaba de solicitarle al Todopoderoso ha cometido un sacrilegio pasible de castigo. Todavía asido al palo agita su brazo libre para espantar el atropello de cientos de luciérnagas que continúan brotando de la tumba. Apenas disminuye el tumulto, Antonio se queda mirando el cuerpo sin vida del perro, sobre la hierba de la barranca y, algo desorientado, se toma con más fuerza del mástil de la cruz. Hay un olor extraño que trae la brisa del río y el ronquido del aire en medio de las hojas de los álamos parece un mal augurio. El cielo está completamente estrellado. Las últimas luciérnagas han terminado de cobijarse tras los tallos de las mimbreras y entre las láminas de los juncos. Cuando ya han desaparecido todas, Antonio, aun inmóvil, no se anima a desprenderse del poste, porque teme descubrir, bajo su mano temblorosa, el resplandor extinguido de una nueva y absurda muerte de Juana.



Este relato, publicado en la revista "El Narratorio" (ARGENTINA, Buenos Aires, mensual, Nro 94, pag 8), "La ignorancia" (España, semestral, N°40, pag 50), pertenece al libro todavía no publicado Cruz de palo.

El trabajo del río





Avanzada ya la cuarta parte del año, despejado el clima de los fríos inservibles e ingratos, con los primeros efluvios de polen que traía la primavera, Antonio salió con lentitud, después de recorrer por última vez las habitaciones vacías de la casa donde había vivido con Juana, su mujer, la casa donde ella había muerto, la casa en la cual él había transitado el duelo, a lo largo de todo el invierno. 

Cuando aún compartía la vida con ella, por lo general, cambiaba de atuendo según la ocasión y la actividad, un día vestido de pescador o de carpintero, otro de hortelano, o de leñador o de nutriero. Pero ahora tenía puesto un conjunto de prendas raras, prendas que no usaba hace años, comidas por los ratones, con olor a humedad, incómodas, pero sin duda el mejor atavío para pasar inadvertido. También había cambiado el aspecto del casco blanco de la lancha con varias manos de pintura de color verde oscuro. Todo para no llamar la atención, como si quisiera partir con disimulo al llamado de un viaje inesperado.

Todavía joven, pero así, ceñudo y afligido, parecía mayor. Repasó el interior de la lancha haciendo un inventario rápido, a primera vista, quizás para comprobar que no se había olvidado ningún objeto, quizás para demorar un poco la partida. Pensó en Juana. Miró la vivienda por última vez y puso el motor en marcha.

Se lanzó a navegar por el arroyo Pajarito, hacia el sureste, después por el canal Vinculación hacia el norte y luego hacia el sur, sin atreverse al flujo abierto del río Sarmiento, casi sin rumbo, sin decidirse hacia dónde poner la proa, buscando tal vez el abrigo de un bosque frondoso. Por momentos se detenía en algún embarcadero de pilotes rotos, amarraba la lancha, pasaba días oculto en depósitos remotos y abandonados. 

Al caer la noche, luego de beber copiosamente, dejaba la botella vacía en su escondite, y salía a dar unos pasos, se detenía pensativo, delgado y derecho como un álamo, hasta que la luz de la luna lo envolvía, y entonces, en secreto, empezaba a tocar la flauta, una flauta antigua hecha tal vez con caña tacuara, que le había regalado don Luna. El aire del humedal se impregnaba al instante de esa música pesarosa y melancólica. Antonio, al soplar por el extremo del instrumento, se hamacaba, tomaba ánimo, golpeaba el talón contra la tierra para marcar el compás, cerraba y abría los ojos, la música esparcida a su alrededor alborotaba la melena de las palmeras pindó, y agitaba los troncos de las casuarinas, y poco a poco estremecía el aire con tal fuerza que revoleaba al viento en una tormenta, arrancaba las raíces de las plantas y las desprendía de la tierra con una fuerza huracanada, haciéndolas girar por encima sobre el río. Además, el alma de Antonio se desprendía de su cuerpo, rodeaba al lucero del cielo, peleaba con los diablos, se hacía cenizas, caía de las alturas como polvo de harina vieja, y se colaba entrando por los bronquios para recuperar la vitalidad de los pulmones antes de que la muerte acabara con la fiesta.

Mientras duraba la furia de su melodía, Antonio se olvidaba de la pena, ardía de alcohol y suspendía su sufrimiento en el aire oscuro, luego dejaba de tocar y, con los músculos rendidos tras el esfuerzo, se ponía a correr en el bosque, con los árboles otra vez puestos en su sitio, y al fin se desplomaba sobre el pasto, y soñaba con los ojos azules, la pollera suelta y la voz serena de Juana.

Juana solía hablar con detalle de las emociones del alma.

Una vez le dijo a Antonio que los sentimientos humanos eran elaboraciones únicas, singulares, irrepetibles, y que caían fuera de los límites y las posibilidades de la objetividad. Por eso ella era propensa a desconfiar de las personas que se decían normales, mostraba un celoso desdén por ellas, y en cambio, le encantaban aquellas otras que hablaban con naturalidad de espíritus y aparecidos. 

Durante su paso por la universidad se había entusiasmado mucho al descubrir las investigaciones sobre la interpretación de los sueños, al leer las traducciones de los libros antiguos del Ocultismo, los textos de los filósofos esotéricos del Renacimiento y todo aquel escrito que caía en sus manos en el cual el autor indagase algún tópico que fuese más allá de la razón. Discutía con los profesores acerca de la concepción de la realidad y argumentaba sobre aquellos asuntos dudosos para el pensamiento occidental. Hasta elaboró con todo esto el tema de su tesis doctoral. Y la defendió con honores estampados en su diploma.

No fueron pocas las noches que, con Antonio —quien a pesar de haberse graduado en las ciencias duras de la ingeniería se apasionaba por las ramas humanísticas del conocimiento— compartía teorías sobre las estructuras mentales complejas, citaba autores, proponía ejemplos sacados de los tratados de psicología profunda, hasta que el incipiente resplandor de la madrugada los invitaba a ocuparse de la cotidiana tarea del amor, y se apuraban, primero ella y luego él, por calentar rápidamente las sábanas, tapados por las cobijas de lana tejida.

Para Antonio, las neblinas del Delta, los bosques, las cabañas, las brujerías de don Quispe, los contrabandistas de licores, la orfandad de las islas al amanecer, las gallinas tuertas, los murciélagos, los arroyos moribundos, la lluvia plateada, todas esas cosas se le presentaban como pasajeras formas de la manifestación concreta de la materia. Incluso entendía a su propio ser como un vehículo de la energía que conformaba el universo.

A veces, durante la noche, alzaba el brazo y tocaba la panza congelada de la luna y era como si de pronto se hubiese raspado los dedos con las escamas de un pez redondo que quería regalarle a Juana. A veces, durante el día, cerraba las mandíbulas de la trampa para nutrias de un golpe, una contra la otra, y venía a su memoria el choque de los besos de su mujer, la cercanía caliente de los paladares, como un intento de conciliar dos ideas complementarias. 

Con la ausencia de Juana aprendió a comer solo, a devorar una zanahoria como si fuese una fruta o a paladear, a los mordiscones, la dulzura crocante de un durazno sin quitarle la piel.

Todo eso le pasaba.

Además, como apiadándose de lo rústica que sonaba la música en su instrumento tosco y desafinado, al recuperar la lucidez, aumentaba su deseo de recluirse en la abstracción de la geometría o de la física. Recurría a esa utilidad en los momentos de desesperación, para espantar la pena, para tentar al olvido. Exactamente así se afanaba en burlar el acoso de los recuerdos de su hogar, de su mujer y de la tumba. La soledad lo solía apremiar con tonterías: la nostalgia, pensaba, es una carnada tóxica que daña la pesca.

Durante la navegación llevaba la flauta colgada del techo de la timonera. Detenía el motor y tiraba el ancla en los parajes desolados. Tomaba el instrumento y cuando tocaba la melodía, era capaz de hacer bailar a las garzas con los pejerreyes, hacer volar a los sapos, y ascender él mismo a las alturas nocturnas de las estrellas, o incluso alivianar su cuerpo para ganar el esbelto follaje de los alisos y acurrucarse en el nido barbudo de algún benteveo. 

Antes de eso, dejaba el sombrero en la cabina y una carta manuscrita dentro del alhajero de cobre para que el espíritu de Juana, si andaba por ahí, no se desorientara.

La carencia de compañía y el andar sin arraigo por las islas le enseñaron a Antonio a comer verduras salvajes, a calmar la sed con agua de pozo, apalancando el brazo de hierro fundido de la bomba de alguna cabaña abandonada, a engañar al olfato nocturno del puma y a disponer siempre de un ovillo de hilo rojo y un puñado de hojas de olivo para estar a salvo de las brujerías.

Para orientarse en la malla de riachos difusos en las mañanas de neblina, a falta de una buena visión se ayudaba, como los animales, vigilando olores, escuchando sonidos, tocando el aire, apenas más acá de la proa, a fin de focalizar el centro de los canales para no encallar ni abrir un rumbo en el casco de la embarcación.

Había abandonado su casa y no deseaba dar explicaciones, no quería que nadie supiese de él. Se ocultaba de las lanchas carboneras, en especial de la chata oxidada de don Luna, sorteaba los bajos donde crecían los juncos, evitaba el río abierto, se desviaba por los arroyos hostiles, y amarraba por la noche más al norte, en los islotes despoblados, peligrosos, con menos bosque para protegerlo, pero más amplios para la huida. Por las dudas, en el bolsillo interno de la chaqueta andrajosa llevaba el sobre con el acta de defunción de Juana, con firma y sello del médico, por si lo encontraba la patrulla de la Policía de Islas.

Cuando se le terminaban las provisiones salía a poner los cepos para las comadrejas, entre los pajonales, guarecido por la opacidad del espacio y el crepúsculo amarronado. Asaltaba el criadero de alguna isleña solitaria y le robaba un conejo, una damajuana de vino de la barraca o alguna ropa de abrigo colgada de la soga. Las orillas boscosas, deslucidas por la lluvia, gastadas por el río, cautivadas por los eclipses rojos, eran hostiles para cualquier ser humano. Más aún para un fugitivo como él porque todos los sitios son malos para quien elige el Delta como escondite.

Antonio cargaba con su sombra como si también él hubiese construido su propia tumba, una tan pobre como la que le fabricó a Juana, con una montaña de cascotes y una cruz de palo rosa encima, atravesada por un clavo y atada con alambre de fardo. Pasados unos cuantos meses fue perdiendo el temor, nadie lo perseguía, encontró un lugar que consideró seguro y ocultó la lancha con ramas de sauce. 

A partir de ahí se aventuró a los arroyos con un bote de madera para la pesca sin red. Y no dejó que pasara siquiera un sólo día en dedicar un pensamiento a Juana. Ninguno. Parecía un monje preparándose para un retiro religioso. Indefectiblemente, antes de la última mordida del sol al contorno de los humedales, detenía el bote, vacilante primero, un poco sosegado después, sereno por último, sobre la tela quieta del río, terriblemente quieta por debajo de su mirada fija, tonta, anhelante, misteriosa. Ahora, sin la compañía de su mujer, Antonio se había transformado en puro destierro.

Pero una tarde, soltó los remos de la canoa y se acercó a un muelle abandonado y enlazó la soga de amarre al aburrido bolardo oxidado. La proa se desplazó lentamente espiando el firmamento despejado y cuando la soga se tensó hasta llegar a tener la elegancia de una línea recta, el bote se quedó sin movimiento, mirando al oeste. Antonio plantó el puño de la caña en el ariete, esperó a que algún pez tirara de la línea y, con los codos sobre las rodillas y las manos entrelazadas, se puso a pensar en Juana y a observar el lento trabajo del río. 

—¡¿Tanta agua?! —dijo por lo bajo, con asombro.

Se preguntó de dónde venía tanta agua a dejar los sedimentos, estirando la punta de las islas hacia la desembocadura, raspando la quilla de las embarcaciones, decantando los sólidos en suspensión en el fresco profundo del barro. Todo eso debería tener un sentido impuesto por la naturaleza. El agua turbia se movía, pasaba, discurría, una lava fría socavaba el cauce y los bordes y por momentos como un fluido glutinoso se comía la tierra, las ramas y las hojas caídas de los árboles de ambas costas. Día y noche. En su rumiar continuo digería el mundo. Por debajo del bote pasaban retazos del Amazonas, raíces, peces muertos, escamas y desmenuzadas ruinas rojas de los territorios guaraníes.

El Paraná sostenía con firmeza la faena de su trabajo, pero ese atardecer ya no chapoteaba en las orillas, el lomo marrón se había puesto rígido como una lámina de metal. Antonio se irguió tratando de que el bote no cabeceara, no fuera cosa de que se fuera a pique ya que la borda de estribor se había inclinado demasiado. Se miró las botas de goma y avanzó con cautela tomándose del borde, seguro de poner cada pie donde debía, y cuando la quilla se estabilizó, sacó una pierna y luego se animó con la otra hasta quedar afuera del bote por completo. Cuando estuvo parado sobre el agua se acomodó el sombrero y miró hacia el oeste, hacia el nacimiento, hacia el inicio, hacia el lugar por donde aparecían los barcos, como muertos —muertos como Juana—, como ahogados, como cadáveres grises, bajando desde los puertos del interior, en tanto el sol, casi hundido y triste, escondía el cráneo en el horizonte del río. 

Antonio se preguntó si sería largo el tránsito hasta el origen. 

Tenía tanto tiempo por delante.

Toda una noche entera.

Y no tenía sueño.

Entonces se puso a andar, sin tropiezos, sobre la tranquilidad de las cosas.

Con las manos puestas donde empiezan a brotar los chorritos —pensó—, quizás pueda impedir el fatal trabajo del río, y así evitar que el torrente —siguió pensando— se lleve consigo los huesos de Juana y su pollera suelta y la tumba de piedra y la cruz de palo que tiene encima.


Este cuento pertenece al libro Azul profundo y al libro todavía no publicado Cruz de palo.

Todavía tibia

 



Antonio miraba la realidad de otro modo. Para él no cabía duda de que la alteración vital de los hechos se confabulaba a empujarlo con insidia al ostracismo. La propia lancha —convertida en casa permanente, con la respiración exhausta del motor, con olor a gasoil y con el suficiente desgano a bordo—, lo arrastraba a las cansadas por el río. 

Mirando en detalle la navegación de poca monta, en medio de su falta de entusiasmo, la pena se iba refinando por delante, se volvía filosa hacia la popa, de un salto se sublimaba en la punta de las palmeras, y tardaba solo cinco instantes en provocar la mismísima eliminación del movimiento de la vida, al estancar su pensamiento y detener por completo la agitación de la materia.

Pensaba casi sin pensar en el vestido de colores y la carne blanda, todavía tibia cuando la cargó en sus brazos y la depositó en el recodo de la barranca. El cuerpo de Juana se había convertido en sustancia quieta en el sepulcro pobre, escaso, junto a la costa, bajo una torre cónica de piedras. 

Pero para Antonio esa tumba tenía un significado mayor. La cruz de palo que la coronaba era mucho más que un firulete arquitectónico o un mensaje para que los navegantes creyentes se quitaran la gorra al pasar por allí en señal de respeto. 

Era la intención, el deseo de que su esposa pudiese estirar el brazo al cielo, elevándose de su fosa precaria, figurativamente, en puntas de pie de ser posible, a fin de llegar a la transparencia de las nubes, y ofrecer a ellas la oportunidad de purificar el alma en el desplazamiento del aire, de lograr el anhelo del estado ideal de la existencia, alejarse del sufrimiento, y aun de recuperar la aptitud de reflexionar, de elaborar las ideas puras o de alcanzar la representación mental de la pureza. 

Juana solía encontrar, en la aprehensión de una idea, una felicidad instantánea difícil de evaluar, algo parecido a una miga de amor, aunque este sentimiento, podía superar, en su mente, aun el escollo del horizonte de sucesos de las teorías de la Física. 

Según ella, tal emoción se expresaba con claridad en el incremento del flujo de la sangre, en la disputa por salir de la prisión de la piel, y en la sensación de elevarse entre los árboles del bosque, en soltar los remos de su viejo bote y derivar con cualquier rumbo por la corriente abierta del río.

Por otra parte, el desapego del mundo se mostraba, en Antonio, en la contemplación anodina de las cosas, en la rotación del timón sujetado con la flojedad de su codo, con la dejadez de los haraganes, como si nada, como si no se tratase de una embarcación deslizándose por el agua, ni un arroyo al atardecer pasando por debajo, sino que, por fuera de la cabina de la lancha, a la caída del sol, el mimbre de los humedales estuviese entonando un arrullo para el descanso definitivo de la luz.

En la intimidad de Antonio el desarraigo se agravaba con el griterío ensordecedor de las calandrias, cuya sinfonía tajeaba el silencio imponente del grupo tupido de encinas, ya sea durante la pereza de la bajante o la algarabía de las lluvias, en época de desove o en la languidez de la sequía.

Y la pena por la ausencia de Juana se le introducía por dentro y llegaba a darle cólicos alrededor del estómago o pinchazos en la zona baja de la espalda, o tirones en la pierna, con semejante tormento, que debía recurrir al vino o al ron y todo el sistema nervioso le acomodaba la musculatura en una invisible sedación del ánimo.

Y lagrimeaba, con los primeros indicios del ocaso gris y con los trazos del recorrido del globo lunar en medio de las estrellas, jurando no abandonarse al sueño sin antes revisar los mensajes de la aurora. 

Y también lloraba al recordar las manos de su mujer alisándose el pelo, riéndose y yéndose afuera, quizás esperando un gesto para entrar nuevamente a su corazón vacío.

Y recordaba el gemido de Juana, peleando en aquella batalla que le comía el músculo, célula a célula, en tránsito por la larga noche de la agonía, noche que parecía no tener final.

La almohada torcida de la cama de madera. El rosario de cuentas blancas al lado de la lámpara del cuarto sombrío. La Biblia ajada. La mueca triste de dolor. El extravío. Los ojos demasiado grandes por tanto analgésico acumulado. 

Olor a te de jengibre, a alcohol medicinal.

Agujas. Algodones. 

Toda la muerte encima.


Este relato, publicado en la revista digital "La ignorancia" (España, semestral, N°38) pertenece al libro todavía no publicado Cruz de palo.

Vaciamientos


En una tarde atípica para la estación del año marcada en los almanaques, Inés, la tía de Juana, desde la reposera en la cual tomaba baños de sol con desgano, en el amplio jardín de uno de los barrios cerrados de la costa del río Tigre, escuchó el relato de Antonio, quien al terminar quedó esperando alguna respuesta, parado y dando vueltas al sombrero entre sus manos indecisas. A la tía Inés le molestaba, especialmente, la acentuada falta de carácter del marido de su sobrina. Se podría decir que casi lo detestaba. 

—Ahora tendrás que desarmar la casa —le dijo ella, aplastando el cigarrillo en el cenicero, en forma de despedida, y suspirando con fastidio.

Antonio recordó el desinterés contenido en las seis palabras pronunciadas por la anciana a quien había venido a visitar para darle la noticia de la muerte de su sobrina. La insípida respuesta lo dejó más solo de lo que estaba. A pesar de la orden de aquella mujer desalmada, durante la semana siguiente, lo único que Antonio atinó a hacer fue aquel periplo indignante escondiéndose de todo, como una forma de desaparecer, como si el muerto hubiese sido él y no Juana, su mujer.

Antonio recorrió las islas y los arroyos, desordenadamente, bebiendo, tocando la flauta, llorando detrás de los troncos atardecidos de las encinas, fugado de su propio hogar, hasta que cayó en la cuenta de que solamente había sido una artimaña vergonzosa a fin de ocultarse a sí mismo la obligación indeclinable de regresar a su casa y cumplir con el mandato expresado de soslayo por la tía.

No sabría decir de dónde había podido sacar fuerza, hoy, para mover los remos del bote y acercarse al embarcadero con el sigilo adecuado, a fin de no espantar a los pájaros del fresno, por temor a alertar a los vecinos más cercanos con el inevitable chillido de las cotorras.

Al fin, tantas previsiones no fueron necesarias. Antonio no recibió visitas y encontró todo tal cual como lo había dejado, menos el pasto, que había crecido hasta tapar la parte baja de las ventanas. Lo primero que hizo fue llenar con gasolina el tanque de la cortadora y quitó todas las malezas y luego las quemó en el fondo del terreno, cerca del alambrado.

Durante ese periodo, no bien despuntaba el alba saltaba de la cama, tomaba unos mates y se ocupaba de algo carente de importancia solo con la finalidad de gastar el tiempo, y, a pesar de eso, le llevó menos de una semana poner un poco de orden dentro de la casa.

Colgó las frazadas y las mantas de abrigo en la soga, y allí las sacudió, a los golpes, para quitarles el polvo. Al colchón lo sacó afuera, lo apoyó sobre dos caballetes y dejó que el sol hiciese el trabajo de remover la humedad del relleno. A la funda la lavó con energía en la pileta del cuartito del fondo hasta que, de tanto fregar, la piel de las manos empezó a sacar ampollas. Colocó las sábanas en el fuentón lleno con agua y las dejó en remojo un día entero con creolina para exterminar las chinches y los ácaros. Y del mismo modo saneó las habitaciones, incluso el dormitorio. 

Esparció detergente y sacudió los pisos a escobazos hasta sacarle brillo.

Lo más duro fue vaciar el ropero, los cajones de la mesa de noche con las pulseras de nácar, el anillo y las cadenitas. Por momentos le resultaba difícil tocar la ropa de Juana, tropezarse con los botones de los vestidos, palpar las puntillas o los elásticos de la ropa interior. Tal vez algo malo podría suceder si no hacía todo esto. Quizás fuese una manera de sostener la presencia vital de los recuerdos de su esposa. Quizás así podría recobrar el sonido de su respiración trabajando en los pulmones agujereados. Quizás así podría darle lugar a la manifestación del sonido de su voz, a reanimar algún aroma íntimo, a revivir un aliento inesperado. Quien sabe. 

Al principio, cuando fue tomando las labores con ímpetu, se encaramó a la escalera para talar, bajo la galería techada, los sarmientos artríticos de la madreselva, y con la tijera de podar le dio forma a la ligustrina y a los macizos de las azaleas. Le puso mantel nuevo a la mesa, pasó barniz a las banquetas, destapó los picos de gas de la cocina, frotó los quemadores con la esponja de virulana, pasó el cepillo de acero por las hornallas forjadas, cambió las lamparitas envejecidas del velador por unas flamantes y removió el óxido de los flejes de la cama. Quitó con la escoba las telarañas adheridas al cielo raso. Refregó con la escobilla de cerda los azulejos pálidos, la pileta de lavar y los anaqueles donde descansaban los platos. Quería poner todo el entorno luminoso. Era un hombre pulcro por naturaleza y el entusiasmo lo empujaba al orden. 

También se ocupó de pintar la casa por dentro y por fuera. Con espátula quitó los cascarones de las puertas y luego les pasó laca sintética brillante. Barnizó las cenefas, el recubrimiento externo de tablas de cedro, las columnas de nogal de la galería, las persianas, los marcos y hasta las barandas de la escalera del embarcadero. Y también, una vez limpias a fuerza de restregarlas con lija gruesa, a las vigas de pino de la cubierta a dos aguas de la cabaña. 

Luego preparó un tacho de seis litros, lo llenó con agua, echó una palada de cal y revolvió hasta lograr el punto justo de la mezcla. Sumergió la brocha gruesa y blanqueó las paredes y los techos de la cocina, la sala de estar y el pasillo interno. En el dormitorio, en cambio, se atrevió a agregar un poco de color y logró un tono celeste innovador que el cuarto jamás había tenido durante los años de su matrimonio. Repasó los bordes difusos y arregló todos los detalles pendientes con el pincel angosto. 

Corrió la cama dejándola en posición, acercó la mesa de noche, puso encima la lámpara y colgó el crucifijo. Y al terminar de desplegar la alfombra, la frenética actividad de Antonio cesó de repente. Se sentó en el taburete a recuperar el aliento. No era que se hubiese cansado de mover los muebles de un lado a otro para hacer espacio. No. Una ínfima metamorfosis comenzaba a teñir de melancolía su entusiasmo. Se entristeció. Pateó la pata del ropero con desgano y dio dos pasos.

De pie en medio de la habitación observó con detenimiento la superficie de las cosas y percibió el deseo de entrar que demandaba el bulto de luz atorado en la ventana. Escuchó a lo lejos la alegría de los pájaros, olfateó el aire íntimo del silencio del cuarto y acaso oyó una queja en el chapoteo del arroyo. 

Con todo eso se puso a pensar en profundidad, casi al llegar a la reflexión en estado puro, y se dio cuenta de que la casa no había quedado vacía, sino que estaba más llena que nunca. Llena de ganas por mantener en secreto los recuerdos, como si fuese una presencia viva y, además, desde los cimientos a las tejas, fuese capaz de contar con la conciencia de una mirada, con la sencilla potestad de contemplar el sendero de tierra, al costado de la barranca suave, y más allá, la franja clara de la playa donde sobresalía la rama pelada de palo santo, sosteniendo la cruz gallarda, sobre la tumba austera de Juana.

Allí comenzó a trabajar la memoria de Antonio. Encima del sillón, entre los almohadones, apareció un recuerdo en el cual no se había detenido: un bolso, negro, de cuerina blanda, con un reborde cromado y dos largas manijas de colgar. Por supuesto, moldeados a la forma de los hombros de Juana, pero sin el cuerpo de Juana. 

Antonio deslizó el cierre con interés, el olor era agradable y se atrevió a observar por dentro. De los tres bolsillos internos emanaban olores vivos, los rayos de luz de la lámpara de techo provocaban destellos en el arco de la polvera, brillaban en los dorados del monedero mínimo, rebotaban en la tapa roja del lápiz labial. Tan cerca de todas esas pertenencias estaba la cara de Antonio que él mismo se embriagaba con la mezcla de perfumes.

Un gato entró en la habitación, y antes de que Antonio se levantase del sillón para espantarlo, ya se había ido, asustado. Seguramente se trataba de un animal perdido en los humedales del Delta. Le pareció extraña la aparición, miró en derredor, nadie había sonreído ni hubo voces, cerró la puerta de entrada y continuó examinando la cartera. 

Había una fotografía vieja y ajada, papeles plegados, escritos con la letra de Juana: la «a» y la «o» perfectamente redondas, el pliegue alargado del bucle inferior de la «j», inconfundible, la tinta negra, el trazo suave. Pero no se atrevió a leer, no se atrevió a cometer tamaña infidelidad. Sus dedos se quemarían. Si leía esos papeles se quedaría ciego. Estaba seguro.

¿Qué otra cosa había? Pegado a la funda, volcado en uno de los rincones del fondo, un pequeño elefante blanco con un billete en la trompa, y en el otro, un pañuelo gris, un dije con una cadenita de oro y una pulsera de plata grabada. ¿Se animó a sacarla? Por supuesto que no. Antonio era valiente pero no tanto como para exponerse al infierno de la añoranza. A lo sumo pasó la yema sobre el grabado y, como un ciego con cierto entrenamiento, leyó su propio nombre y la paz lo liberó, al fin, del cansancio de los trajines de los últimos diez días. 

Como en los viejos tiempos, recordó el trayecto del perfume, del sillón a la cama, junto a su mujer, para seguir conversando, o para lo que fuese. Los cigarrillos en el cenicero, el ron en los vasos, el amor golpeando en la boca del estómago. Afuera, entre las islas, el escándalo de los grillos, el croar de las ranas, el incesante fluir del agua por el cauce del arroyo, los empujones sordos del cuerpo del bote contra los pilotes. Una bestia nocturna o un arrullo inorgánico. Un ruido torpe menos temible que un puma viajando entre la maleza.

Pero esta noche, Antonio, sin quitarse la ropa, abrazó el bolso de su mujer (el de contornos cromados con los papeles secretos dentro) dispuesto a estirarse sobre el colchón limpio y la frazada aseada a los garrotazos. Y así pudo dormir, al lado de la almohada intacta, luego de un insomnio que se prolongó fundiéndose con el inicio del alba, aferrado a ese objeto con olor a cuerina, soñando tal vez con las manos sudorosas de Juana, cerca de su pecho, entre las sábanas. 

Antes de que lo venciera el sueño juró que ni los roces de las cobijas lo despertarían hasta haber dormido todo lo necesario, porque esa noche, transpirado y sin lavarse las manos, dormiría bajo el signo de la luna, sin mirar a los duendes, con la casa limpia, vacía de demonios, respirando profundamente los únicos olores verdaderos que le quedaban: los del bolso de Juana. Como si esos benditos olores tuviesen la magia de conservarse puros y para siempre en la orilla de la eternidad.


Este relato, publicado en "Proyecto Scherezade", pertenece al libro todavía no publicado Cruz de palo.


Ilaciones

 

Con un solo e instantáneo movimiento de torso, Antonio, arrellanado en la galería de su cabaña, pudo abarcar con la mirada la zona de la barranca y el pedazo de río. Eso fue suficiente para identificar la proa aguda de una lancha desplazándose con lentitud inusual por el arroyo, encarando de costado la corriente, como si el piloto fuese un novato. 

En líneas generales era similar a la suya, el color y la forma singular de la quilla se parecían mucho. Pero no. De ningún modo las cuerdas se podrían haber desprendido del bolardo del embarcadero dada la firmeza con la cual él las ataba. Solía hacer con eficiencia esta tarea rutinaria. Además, no salía a navegar hacía semanas. 

En ninguna oportunidad, durante los largos años de matrimonio al lado de Juana, su esposa, había descuidado el mantenimiento de los cabos de amarre y los grilletes. Ni siquiera su bote, en la época de tormentas, se pudo soltar del muelle. Aunque también es verdad que, luego de la muerte de Juana, Antonio se perdía en pensamientos, sentado ahí, en el banco de lapacho, fumando cigarros cubanos, pintando cuadros en su mente. 

A pesar de su aspecto fantasmal, la embarcación tenía sólidas apariencias de veracidad, pero sin duda, estaba a la deriva. Cuando, dentro de su ángulo de visión y muy a lo lejos, enmarcada en otro claro de la vegetación, apareció la ventanilla de la cabina vacía, no tuvo dudas del parecido. 

Por la posibilidad ofrecida, de tanto en tanto, por los huecos alternados de los matorrales de la costa, siguió con interés el curso de la navegación: se oía el ronroneo del motor y el humito azul saliendo por el tubo de escape; la rueda del timón oscilaba lentamente; una mano delicada le permitía girar con cordura; si antes, la desolación dominaba la cubierta, ahora parecía contar con signos de vida a bordo. 

Una mujer se asomó a estribor. El casco se deslizó arrimándose a un pilote. Dos perros ladraron en la orilla oculta. La joven, atareada en desembarcar las provisiones, depositó el balde en el entablonado. Subió con determinación por la escalera de pino y se encaminó por el sendero. 

Antonio la perdió de vista y dejó de prestarle importancia. Se quedó extasiado con los ojos clavados en la correntada suave pensando en la tumba de Juana, en el breve agujero cavado con sus manos toscas, en aquel puñado de piedras con una cruz de palo encima, dispuestas sobre el cuerpo sin vida, tibio, de su esposa, al cual nadie podría ver desde el río, a la vera del camino por donde se había internado la joven de la lancha fantasmal. 

Los días de Antonio atardecían en su interior, el calor del sol se dormía entre las macetas de geranios, una manta de silencios lo envolvía en medio de la galería, los recuerdos de Juana bailaban en su cerebro como demonios. 

Unos minutos más tarde se hizo presente en el fondo del terreno la mujer imaginaria del sendero sinuoso de los pajonales. Con otra figura. Con ropa colorida y el pelo suelto. Con el vestido estampado, refulgente dado lo avanzado del crepúsculo. 

Avanzó con las sienes palpitantes. 

Por fuera, la bruma triste insistía con sus pesares alrededor de la cabaña. En el pasillo lateral de la casa, bajo la pérgola, lucía inconfundible el respaldo robusto del sillón de lapacho de Antonio. El aroma fuerte de volutas de humo de tabaco cubano la animó a acercarse y con la suavidad de la hoja afilada de un cuchillo, Juana se introdujo para siempre en la nuca del hombre que la estaba pensando.


Este cuento pertenece al libro todavía no publicado Cruz de palo.