Ilaciones

 

Con un solo e instantáneo movimiento de torso, Antonio, arrellanado en la galería de su cabaña, pudo abarcar con la mirada la zona de la barranca y el pedazo de río. Eso fue suficiente para identificar la proa aguda de una lancha desplazándose con lentitud inusual por el arroyo, encarando de costado la corriente, como si el piloto fuese un novato. 

En líneas generales era similar a la suya, el color y la forma singular de la quilla se parecían mucho. Pero no. De ningún modo las cuerdas se podrían haber desprendido del bolardo del embarcadero dada la firmeza con la cual él las ataba. Solía hacer con eficiencia esta tarea rutinaria. Además, no salía a navegar hacía semanas. 

En ninguna oportunidad, durante los largos años de matrimonio al lado de Juana, su esposa, había descuidado el mantenimiento de los cabos de amarre y los grilletes. Ni siquiera su bote, en la época de tormentas, se pudo soltar del muelle. Aunque también es verdad que, luego de la muerte de Juana, Antonio se perdía en pensamientos, sentado ahí, en el banco de lapacho, fumando cigarros cubanos, pintando cuadros en su mente. 

A pesar de su aspecto fantasmal, la embarcación tenía sólidas apariencias de veracidad, pero sin duda, estaba a la deriva. Cuando, dentro de su ángulo de visión y muy a lo lejos, enmarcada en otro claro de la vegetación, apareció la ventanilla de la cabina vacía, no tuvo dudas del parecido. 

Por la posibilidad ofrecida, de tanto en tanto, por los huecos alternados de los matorrales de la costa, siguió con interés el curso de la navegación: se oía el ronroneo del motor y el humito azul saliendo por el tubo de escape; la rueda del timón oscilaba lentamente; una mano delicada le permitía girar con cordura; si antes, la desolación dominaba la cubierta, ahora parecía contar con signos de vida a bordo. 

Una mujer se asomó a estribor. El casco se deslizó arrimándose a un pilote. Dos perros ladraron en la orilla oculta. La joven, atareada en desembarcar las provisiones, depositó el balde en el entablonado. Subió con determinación por la escalera de pino y se encaminó por el sendero. 

Antonio la perdió de vista y dejó de prestarle importancia. Se quedó extasiado con los ojos clavados en la correntada suave pensando en la tumba de Juana, en el breve agujero cavado con sus manos toscas, en aquel puñado de piedras con una cruz de palo encima, dispuestas sobre el cuerpo sin vida, tibio, de su esposa, al cual nadie podría ver desde el río, a la vera del camino por donde se había internado la joven de la lancha fantasmal. 

Los días de Antonio atardecían en su interior, el calor del sol se dormía entre las macetas de geranios, una manta de silencios lo envolvía en medio de la galería, los recuerdos de Juana bailaban en su cerebro como demonios. 

Unos minutos más tarde se hizo presente en el fondo del terreno la mujer imaginaria del sendero sinuoso de los pajonales. Con otra figura. Con ropa colorida y el pelo suelto. Con el vestido estampado, refulgente dado lo avanzado del crepúsculo. 

Avanzó con las sienes palpitantes. 

Por fuera, la bruma triste insistía con sus pesares alrededor de la cabaña. En el pasillo lateral de la casa, bajo la pérgola, lucía inconfundible el respaldo robusto del sillón de lapacho de Antonio. El aroma fuerte de volutas de humo de tabaco cubano la animó a acercarse y con la suavidad de la hoja afilada de un cuchillo, Juana se introdujo para siempre en la nuca del hombre que la estaba pensando.


Este cuento pertenece al libro todavía no publicado Cruz de palo.

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