Lluvia



Hacía días que los yaganes buscaban la orilla de un río para beber. Tenían mucha sed. Las mujeres habían trabajado mucho machacando raíces y ramas de plantas carnosas. De esa labor obtenían un jugo verde y después lo volcaban en el cuenco de madera. De ahí tomaban. Pero no era suficiente, la tribu entera se estaba debilitando.

Por el laberinto de cavernas se coló un susurro, un rumor parecido al rasqueteo producido por un animal con garras arañando un tronco, un ronroneo persistente. La memoria colectiva del grupo no reconocía ese ruido lerdo, suave, continuo, terso, no tenía en su recuerdo algo semejante. Sin duda era un sonido nuevo y el hombre, el de mayor altura, quiso averiguar. Dejó el morral de cuero de guanaco colgado de una saliente en la roca y se desplazó con cautela en la penumbra guiado por la bruma del día acumulada en la entrada. Era una luz gris, como si en vez del mediodía estuviera cayendo la tarde en la bahía, al norte de la isla. 

La curiosidad lo hizo avanzar y llegó a la salida junto con el resto: tres ancianos, siete jóvenes y dos chicos. No bien estuvieron afuera se les pudo notar con claridad el asombro en los ojos. Las gotas caían con desgano sobre los árboles del bosque denso y los arbustos gigantes movían el follaje cediendo al empuje de la brisa helada. En la cumbre de la vegetación se abrían manchones de cielo acerado y en la turba del suelo se iban formando hilos de líquido desplazándose por la pendiente del terreno. 

De a uno se fueron animando y se unieron en un claro. Dispuestos a caminar en círculo, comenzaron a cantar en voz alta las vocales conocidas: aquellas utilizadas en los llamados al ataque en medio de una cacería, o para dar órdenes durante la pesca entre los fiordos peligrosos del estrecho. Elevando las cabezas se juntaron más y más hasta el punto en el cual las pieles de zorro con las que estaban ataviados entraron en contacto. 

Todos los pies golpeaban el piso blando y subían y bajaban con un ritmo monótono. Se hundían en el lodo y el lodo se volvía charco. Se mojaban. A la intemperie, la piel desnuda de sus cuerpos tomaba el brillo metálico del lomo de las focas. Algunos levantaron los brazos y los demás se animaron a hacer lo mismo. Cada vuelta la ejecutaron con creciente velocidad, casi con desenfreno. Su entusiasmo aumentó, alcanzaron el éxtasis y a continuación se dispersaron. 

Las mujeres se apresuraron a atar un puñado de hojas enormes arqueadas hacia la hierba, en indudable actitud de reverencia. Luego se metieron en las cuevas, sacaron el cuenco y lo pusieron debajo. 

El chorro de agua de lluvia se deslizó a lo largo de los tallos y ellas quedaron asombradas por la rapidez con que el tosco recipiente se llenaba mientras los otros seguían bailando, alzando las manos y emitiendo gritos con la letra «u», porque se trataba de una letra mágica, y era, además, el signo elegido para agradecer a los dioses cuando se producía un nacimiento, o la aparición de la lluvia, o la señal de dolor compartida en el momento culminante de la ceremonia de la muerte, celebrado con animosidad en el osario sagrado de la Tierra de Manu.


Este cuento pertenece al libro todavía no publicado Lana hueca.


4 comentarios:

  1. Muy bonita historia de una tribu remota que recurre a la naturaleza para alimentar su sed. Me ha gustado mucho. Un abrazo.

    ResponderBorrar
    Respuestas
    1. Muchas gracias, Mamen, por pasar y por dejarme tu comentario. Un abrazo.
      Ariel

      Borrar
  2. Este relato es pura atmósfera. Casi podía respirarla. Es muy interesante la falta de diálogos y cuando se hace mención de una sola letra sea una connotación mística.
    Me encantó.
    Saludos.

    ResponderBorrar
    Respuestas
    1. Muchas gracias, Miguel, por tu comentario. Me alegra que te haya gustado el relato.
      Saludos.
      Ariel

      Borrar