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Un sueño para Daisy

 



El Grencho estaba con la cabeza volada. Apoyó la oreja sobre el riel para escuchar, para discernir de qué punto cardinal soplaba el viento frío de esta mañana de invierno. Miró los vagones alineados entrando a los andenes por la otra vía y pensó en gusanos. Las pastillas que le habían dado los pibes eran pura basura y en vez de ayudarlo a subir le masticaban más las neuronas.

El nudo de la soga atada dentro del pecho le impedía espantar las arañas que le caminaban por el cuello. El cielo ardía, en el crepúsculo de sangre, con su cordón violeta enredado en la placenta. La alegre figura de Daisy no aparecía ni a través de los perfiles roblonados del puente de hierro del ferrocarril, ni bailando encima de los tambores de pintura amarilla, ni reclinada contra los portones de la estación Saldías.

El cielo de Buenos Aires se había puesto duro como el acero templado. Amenazaba lluvia, pero el Grencho intentó estirar la hora y decidió demorarse un poco antes de regresar a la vivienda: un vagón estacionado en la vía muerta, donde se quiebra la calle Mugica, cerca del pequeño santuario con cintas y banderitas rojas del Gauchito Gil.

Las nubes, por otra parte, parecían un escuadrón de demonios, lo cual no ayudaba en nada, al contrario, empeoraba el estado de angustia del Grencho. Él quería estar con Daisy, hurgar en el calor del escote tibio, pedirle que le cante una canción para dormir. Y se distrajo. Pisó justo en el borde de un durmiente y se desbarrancó por el terraplén de balasto. En la zanja había agua estancada y se embarró el pantalón. 

De repente un traqueteo metálico en aumento lo atravesó con la melancolía repetitiva del vicio y no quiso ponerse de pie hasta ver pasar a su lado, en el desvío de los rieles, la cola de un tren entrando despacio a la estación Retiro del ramal Mitre. Trató de permanecer quieto, sin moverse, porque si bien todavía estaba bajo el efecto de la pasta base conservaba un resto de sensatez y pudo advertir el peligro de estar tirado entre las vías. Se puso a llorar, emocionalmente impredecible, y al dar la vuelta con cautela consiguió la vertical tambaleando como un borracho. 

Advirtió que tenía hambre. Desde una de las ventanas de las casas apretujadas contra el alambrado llegó a su nariz un aroma a verduras cocidas. Su última comida había sido la hamburguesa que le habían regalado al mediodía en la terminal del subte C. 

Por una tosca asociación espacial oculta en un hoyo de su cerebro, recordó la tarea pendiente de ir a la Plaza Británica a rescatar el colchón tirado debajo del olmo, cerca de la Torre de los Ingleses. Pero, además, no debía olvidar la frazada; las dos cosas eran importantes. Entonces un razonamiento fugaz lo estremeció con rapidez. La distancia entre el olmo y el vagón era la misma que entre la vida y la muerte. 

Diminuta como un gramo de ferocidad, una descarga nerviosa le oscureció la mente. Un remolino interno se impuso con autoridad dispuesto a descubrir el dolor de su pasado. Empezaba a pensar a la velocidad de la luz, estaba bajando y tuvo la sospecha de la aparición repentina del mal humor, por lo cual, con violencia, dio un manotazo al aire espantando los recuerdos. 

Levantó del piso un recorte de diario. En Siria los misiles alzaban los chicos al cielo. Sintió lástima porque acá el hambre y el frío los dejaban secos en las ochavas. Al rascarse la cabeza una ráfaga de viento helado le encogió los hombros y se tomó del muro con una mano y con la otra se cerró la campera. Dejó atrás el puente de hierro y, ya sobre Mugica, caminó apurado hacia la salida. 

Empezó a anochecer y el Grencho recién estaba pisando el borde norte de la plaza, por el costado del quiosco de panchos. Retuvo el bollo de miedo acumulado en la garganta. Daisy decía que sentía algo parecido al escuchar los blues de Snowy White. Pero esto fue diferente, las arañas desaparecieron y llegaron los insectos a girar en círculo en su cerebro.

Cuando estuvo al lado del colchón escuchó el estampido de un trueno y miró al cielo. Si no conseguía más paco, esta noche iría a robar un poco de pegamento al galpón ferroviario de Saldías, donde, con los pibes de la Villa 31, ensayaba los pasos de la murga. 

En un brote de ternura recordó a su maestra de primer grado. La señorita Matilde lo había visto entusiasmado en una clase de Historia Argentina y le había regalado la galera de cartón y el uniforme de soldado patricio hecho en papel crepé. Con ese disfraz bailaba en la comparsa y era feliz. Después de tanto tiempo, se entretenía en pavadas como esta o en la contemplación de las catenarias suspendidas de los postes de señales. 

A Daisy la había conocido en el Pirovano cuando ella perdió el bebé y a partir de ese momento no se separaron más. A él le dieron de alta cosido y vendado porque le habían abierto la panza de un navajazo. Ahora, con todo cambiado, las constelaciones de su firmamento se encogieron en su memoria. En la turbiedad de su conciencia apareció la fotografía de aquella mañana trágica. Una formación del Belgrano Norte, entrando en Retiro, había sufrido un accidente. El saldo: una mujer muerta. Daisy no regresaría más al reino de los rotos, al universo de las almas grises.

Todo esto lo pensó en el viaje de regreso. Le había costado mucho esfuerzo traer las cosas a la rastra desde la plaza hasta acá. Acercó la colchoneta, la subió al furgón y pensó en la noche que, junto a Daisy, planearon el gran viaje. La idea era salir desde Constitución, en esos trenes nuevos pintados de celeste y blanco, para ver el océano. 

El Grencho dio vueltas y vueltas. Metió las manos en los bolsillos buscando la última dosis del día. Aspiró. En medio de la culpa por no haber podido concretar el sueño del viaje en esos trenes nuevos, deseó oír la dulce voz de Daisy o adivinar su silueta radiante detrás de la luna mágica, o de la estrella cenicienta de su mundo inalcanzable, y por primera vez tuvo un gesto de entereza. 

Y no lloró.



Este cuento publicado en la revista digital "El Narratorio" (ARGENTINA, Buenos Aires, mensual, Nro 62, pag 146), pertenece al libro La rotación de las cosas.



Amaru

 


Como una pena…

El hombre viejo se deja llevar por el movimiento del agua. Tiene las cicatrices blancas de los raspones de la tristeza y un susto oscuro le tiembla en el pulso. Los brazos clavan el remo y evitan el bamboleo; el pie contra la damajuana impide el derrame del vino tinto en el fondo de la canoa.

Y así va.

Mueve los ojos amarillos de reptil adormecido bajo el sol del invierno. Las arrugas de su rostro talladas en cobre lucen quietas como el cuero del yacaré. Debajo del sombrero apunta la cabeza hacia adelante en busca de la curva amplia del río, que se pierde entre los árboles, lejos aún de la desembocadura.

El hombre viejo se llama Amaru.

Ayer por la noche, Amambay, su mujer, tumbada en el catre se entregó a la muerte. Soltó un humito de aire y se quedó dormida para siempre.

Él le acarició las manos duras y frías y esperó hasta la aurora. Salió de la cabaña y vio ascender el alma de su esposa entre las hojas verdes de la selva misionera como un ovillo de arco iris. Los hilos de colores atravesaron las ramas más altas. Una parte del espíritu de Amambay se deshizo en lluvia y la otra, ceniza ágil, continuó su ascenso de la mano del viento con tanto ímpetu que él estuvo seguro de que su mujer alcanzaría el sol.

Y ahí quedó su choza de caña, aguas arriba, cerca de las cataratas del Iguazú, donde el estrépito de las caídas es un tigre que brama y el peso de la atmósfera de niebla sobre el cauce moja las paredes rojas de las barrancas.

Amaru partió de madrugada.

Ya no tenía sentido quedarse allí. Montó apurado en la piragua de alas delgadas y se lanzó a la superficie agitada buscando llegar al Paraná. El agua escapaba a borbotones, como un chorro marrón de espaldas arrugadas. Él aprovechó la huida de la corriente para alejarse cuanto antes sosteniendo la respiración, siguiendo el destino del río.

Y ahora…, va a la deriva.

Navega en silencio como un pez que no sabe llorar. Todo es extraño sin el lenguaje de la selva. Sin embargo, algo lo encandila. A lo lejos relumbran mil chapitas sobre la piel del río. Del sol ha bajado el espíritu de Amambay con su vestido de fiesta a mostrarle el horizonte.

Amaru se ajusta el sombrero para disminuir el reflejo, endereza la piragua en busca del rumbo, como aquel navegante cautivado por el llamado del mar, y avanza perdido en la ensoñación, entero de ánimo, hasta donde haga falta.


Este relato, publicado en las revistas literarias "Nagari" (EE.UU., Miami, mensual, agosto-2023), "Vestigium" (MEDIUM, marzo 2020) pertenece al libro La rotación de las cosas. Esta versión fue corregida en el taller literario Ultraversal, coordinado por el escritor Gavrí Akhenazi.

La rotación de las cosas


Según el modo de ver de parte de la crítica cada libro debe tener un hilo conductor, un carácter preciso, y ese objetivo la mayoría de las veces no se manifiesta con claridad a los ojos del autor. Por eso, al momento de seleccionar los cuentos, admití ser la persona menos adecuada a ese propósito. Por suerte pude contar, en la tarea de selección o recopilación, con la ayuda y el consejo de quien, con amabilidad y entusiasmo dedicó su tiempo a esta empresa, y puso a disposición su sensibilidad a fin de comprender, aún mejor que yo mismo, el sentido de los escritos.

Fue un trabajo fatigoso pero inestimable. En las sucesivas lecturas y con creciente sorpresa, percibí una impronta común en todos los textos, la cual lejos de distanciarme de la letra, me conducía a la certidumbre de una pertenencia. Sentí, por decirlo así, que todo lo escrito, a pesar de no presentar ningún rasgo autobiográfico, sin embargo, era intensamente mío. 

Seguramente esto poco importa. El autor es alguien invisible, trabaja en soledad, revuelve una sustancia espesa, literaria, con la intención de comunicar algo comprensible, una especie de figura homóloga de alguna posible preocupación interna, única, propia, original, una síntesis insustituible. Y la deja plasmada en un puñado de símbolos agrupados en palabras, oraciones, párrafos. En suma, un manojo de convenciones a ser interpretadas por los lectores, quienes, con cierto esfuerzo intelectual, sin duda leerán historias distintas. Y una y otra vez asomará el encanto o el desencanto. Y, desde allí, al final de esa sumatoria, saldrá el dictamen definitorio. Inapelable.

En «La rotación de las cosas» cada cuento es un objeto cerrado y separado de los demás, pero hay puntos de contacto, escenarios similares, temas recurrentes, obsesiones reiteradas girando en un bucle insidioso. También hay relatos independientes por completo. Algunos han tenido el gusto de ser premiados, otros han sido bien recibidos en distintos ámbitos y el resto de ellos recién ve la luz con esta publicación. Los hay oscuros y luminosos, inocentes y crueles, procaces y discretos. Espero que uno, al menos, sea del agrado de quien tenga el libro en sus manos.


Sinopsis del libro La rotación de las cosas

Sin alas



De chico me gustaba jugar con el aire.

Aprendí a hacerlo en la copa del fresno, el fresno solitario que está en el fondo del terreno, contra el alambrado, cerca de la orilla del río. Luego de la muerte de mi padre, al inicio de la primavera lo plantamos de retoño, con mi madre. Ella supo afrontar los gastos de la casa a pesar del desconsuelo. Se levantaba muy temprano a trabajar la tierra. Por la tarde vendía los huevos de las gallinas ponedoras y las verduras cosechadas en la huerta. Se los vendía a Mario, el patrón de la Surubí. El muchacho, los miércoles, estacionaba la lancha en el muelle de la isla con las provisiones destinadas a ofertar a los vecinos: alimentos envasados, pan, frutas, quesos, semillas, carbón… Hasta diarios traía.

Un día, a mi madre le sobraron unos pesos y compró el fresno. Mario le alcanzó —apoyando el codo en la borda— un recipiente cilíndrico de cinco litros manchado con brea, que hacía las veces de maceta. Dentro de él, embutido en la tierra negra, sobresalía —esbelto y desprovisto de brotes— el tallo delgado del arbolito. No medía más de un metro, con lata y todo.

Cuatro años después yo ya había cumplido los once y la copa ovalada del fresno era enorme. La sombra abarcaba la mitad del techo del gallinero y el tejado completo del galponcito: aquella construcción precaria, sin puerta, en la cual mi padre conservaba herramientas, artículos de navegación y de pesca. Con algunas sogas de amarre y un par de tablas de cedro construí una especie de asiento y lo anclé contra la horqueta robusta en la parte alta del árbol. Tan alto estaba que desde allí podía ver los penachos de las palmeras pindó arrinconadas en la costa del arroyo Anguilas. Además, durante el otoño, caían las hojas caducas y la fronda se volvía flaca y se llegaba a divisar la curva amplia de la desembocadura, donde el flujo tranquilo desaparecía en la correntada rápida, que bajaba precipitada entre las márgenes del San Antonio. 

Una mañana discutí con mi madre por tonterías: no quise escuchar su reprimenda acerca de no recuerdo qué cosa. Sin dejar a que ella terminara, salí enojado de la casa hacia mi refugio, en las ramas altas del fresno. Ahí arriba, en medio del susurro del follaje, se me pasó la rabieta.

Luego de un rato de permanecer en la cima del árbol, mi ánimo cambió. La brisa se levantó de improviso por el cuero chato del torrente del Anguilas y removió la vegetación del bosque. Su arrebato sacudió las hojas contra mi cara y me hizo cerrar los ojos. De repente me sentí dichoso y abrí los brazos para recibir el empujón del viento. Por un momento perdí el equilibrio y, por temor a caerme, extendí los dedos. Me dejé llevar, como si los humedales del Delta me hubiesen puesto alas de calandria. Ascendí apoyado en la ventolina cálida del crepúsculo. Experimenté la ingravidez de la maravillosa sensación de volar. Volar en espiral hacia lo alto, cada vez más arriba. Sobrepasé la altura de todas las nubes y recién ahí me detuve, en el espacio liviano del cielo. 

Así permanecí suspendido en una duración que no supe calcular, fascinado en la contemplación del lomo de la luna llena, asomando apenas su palidez, apoyada en el horizonte del agua.

Miré por allí y por allá. 

Por encima percibí la calma del abismo azul del universo.

Por debajo contemplé azorado mi mundo redondo flotando en la inmensidad del vacío.

El movimiento cesó. El tiempo se detuvo.

Había alcanzado la posada de la eternidad.

Era un yermo rodeado de silencio. Un silencio infinito.

Sumido en la meditación sobre lo absoluto agité mis extremidades. Con sorpresa advertí cómo su inesperado desplazamiento me quitaba del estado de reposo. Decidí, entonces, regresar a las capas inferiores de la atmósfera pálida de mi planeta.

Antes del anochecer volé en círculos alrededor de las islas buscando los trazos irregulares del abra rectangular de la barranca. Inicié el descenso con mayor precisión y vi la mancha verde del follaje del fresno. En la lenta bajada, los tenues rayos del sol me mostraban los detalles de las siluetas: el techo de canalones galvanizados de la cabaña, los surcos paralelos de la huerta, el gallinero, el pequeño muelle de tablas de lapacho y el bote de pesca cabeceando, amarrado del bolardo amurado al pilote, al costado de la escalera hundida en el cauce.

Cuando estuve cerca de las puntas de los eucaliptus alcancé a divisar la desmelenada guarida de un benteveo. Reparé al fin en el profundo cansancio acumulado en mi peripecia a lo largo del viaje. Poco a poco me acerqué. Mientras agitaba los brazos con cuidado para mantenerme suspendido en el espacio, como los pájaros, observé la entrada con detenimiento. 

El nido estaba vacío. 

Ya encima de él, me dejé caer. 

Al rato, protegido por el tejido de ramitas, al calor del cobijo agradable del hueco, me quité las motas cenicientas del polvo de estrellas adherido a la ropa. 

Luego me quedé profundamente dormido.

No sé cuánto tiempo pasó. 

Desperté sobresaltado. El graznido de un carau oculto en la misteriosa hojarasca del monte se desvanecía en la semioscuridad de los ecos.

Aún la claridad no se había hundido en el oeste del cielo. Un resto de lumbre daba contorno a la cabellera del bosque de encinas. Por allí todavía flotaba el resabio de colores de la espesura. 

Primero saqué la cabeza del nido, después el cuerpo entero y por último miré hacia abajo. Estimé la dimensión de la altura a la cual me encontraba del suelo y no me animé a saltar. Entonces, me colgué de una horqueta cercana y comencé el descenso. Abracé al tronco con fuerza y apreté las piernas para no romperme las zapatillas en el roce con la corteza. No bien estuve en el piso me sacudí los pantalones y me alejé a la carrera orientándome entre las sombras de un sendero conocido. Llegué rápido al fondo del terreno de mi casa. Entré por la puerta trasera y, sin saludar, atravesé el comedor, corrí la cortina de mi pieza y me acosté vestido en el catre. 

Al día siguiente, durante el desayuno, mi madre no me regañó por no haber compartido la cena con ella. Recuerdo su mirada inquieta y callada, esa mirada colmada de sospecha, sugerente, amenazante y tierna. Ella, supongo, se habría preguntado qué había estado haciendo yo, en todas esas horas de ausencia, subido a mi albergue en la cima del fresno.

Con los años advertí que no solo conmigo jugaba el aire. Lo supe de tanto navegar por los riachuelos del Delta. 

En los inviernos crudos el viento rasante desprendía collares de vidrio de las crestas de las olas. Fabricaba rápidas coreografías con las gotas de agua, en especial en los choques de las corrientes fluviales, donde llegaban los arroyos a engrosar el furioso avance del Paraná de las Palmas. 

En las auroras de los veranos los empujoncitos de la brisa tornasolaban brumas en la manta desnuda del río; hacían vibrar espejos de estaño en las hojas de los álamos; armaban remolinos —menos prodigiosos— para desorientar el rumbo de las aletas traslúcidas de los pejerreyes.

Que yo recuerde, nunca abandoné las ganas de jugar con el aire, ni aun en los momentos de dolor de la semana pasada. La peste esperada llegó por fin a estas islas, tan alejadas de la ciudad. Y esta peste se metió en nuestro hogar y se apoderó brutalmente de mi madre. Un mediodía, la embarcación sanitaria, con un grupo de enfermeros, vino por ella. Se la llevaron con fiebre, casi sin respiración, hasta el hospital de Tigre, y por la tarde, el médico me dio la terrible noticia. Esa misma y maldita peste puso en el cielo al ser más entrañable que vivió conmigo y no me dejaron ver por última vez su cuerpo. 

Ahora estoy sentado, solitario, contemplando distraído el discurrir de la corriente, pensando en la actitud severa —pero tierna— con la cual ella me miró en aquel desayuno de mi niñez, cuando yo apenas tenía once años. 

No sé por qué revivo este episodio. Ya estoy grande. Mi edad no me permite subir a lo alto del fresno del fondo de la casa: mi refugio de avivar sueños y aliviar dolores. Mi sangre no fluye con la adecuada eficacia por las arterias de mi anatomía y la tonicidad de mis músculos ha disminuido. Me costaría agitar con vigor los brazos y volar hacia el lugar de la eternidad, allí arriba, donde el movimiento de los astros aparentemente cesa. ¿Tiene sentido, entonces, permanecer fondeado aquí como un velero carcomido por el salitre? ¿No será mejor dejar a la deriva del río estos restos inservibles —casco, aparejos y arboladuras— en los que me he convertido?

Mañana, miércoles, me arrimaré a la lancha de Mario: voy a comprar un mechero y algo de combustible. Mi padre conservó en el galponcito la antigua vela del bote. Con ella fabricaré un globo aerostático de suficiente tamaño para sustentar mi peso. Con él no necesitaré la ayuda del fresno ni de la brisa. Ascenderé al cielo a encontrarme con mi madre. 

Es hora de irme a acostar, debo levantarme temprano. Si comienzo el trabajo al rayar el alba, todo estará listo antes del atardecer, e iniciaré el viaje por las transparentes pertenencias del viento.

Mi padre era soñador y buen navegante: excelente marino y arriesgado aeronauta. Quizás haya enamorado a mi madre debido a la contagiosa necesidad de realizar sus fantasías descabelladas. Tal vez yo lleve en mis genes las dos cosas: los sueños magníficos y la felicidad de jugar con el aire. 

Qué tontería.

Se me debe notar demasiado esa herencia… ahora… cuando tan hondo me cala la pena.


Este cuento, publicado en las revistas literarias "Nagari" (EE.UU., Miami, mensual, junio-2022), "Babab" (ESPAÑA, semestral, febr. 2021)  y "El Narratorio" (ARGENTINA, Buenos Aires, mensual, Nro. 59, pag 14) pertenece al libro La rotación de las cosas.