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Luciérnagas

 

Junto a la barranca, al lado del ceibo solitario, un hombre y un animal aguardan que algo ocurra. El perro, tumbado en el pasto, atina a mover una pata hacia atrás. Juana ha muerto hoy y hoy mismo fue enterrada. La cruz de su tumba precaria alarga una sombra como un crespón dormido en el pajonal de la orilla. Antonio habla. Vas a ver, le dice al perro, restregándole las orejas, hay que esperar la puesta de sol. El animal apenas mueve el hocico, quizás de dolor o de hambre. Está flaco y enfermo, probablemente a punto de morir. No te duermas, le ordena Antonio, y luego mira los árboles de la costa y después el río. En cualquier momento oscurece y las estrellas salen disparadas por arriba del follaje de las encinas, teñidas de estaño, o de aluminio. Por alguna razón, el ocaso se retrasa. Pero ambos continúan quietos en la espera hasta que el bosque ralo de la isla por fin se llena de sombras. Más tarde una luciérnaga, tal vez la primera de la noche se asienta sobre el brazo de Antonio, quien sin ganas la atrapa. La toma por el par de alas del lomo con facilidad. Vas a ver que cuando Juana la vea, le dice al perro, le va a encantar. El insecto sigue emitiendo su parpadeo de luz. Antonio la alza, la compara con los astros del cielo y pide un deseo en voz baja, el deseo que anhela dejar aquí al pie de la tumba, un deseo imposible. El perro emite un quejido, la luciérnaga se sacude y logra escapar tan pronto como Antonio abre los dedos. En la oscuridad el perro aún respira, pero su dueño evita mirar el relieve de las costillas, las costras en la piel, el pelaje deslucido, y le hace un gesto para que se mantenga echado. La luciérnaga recién liberada se posa en el extremo de la cruz, camina con torpeza por la punta del palo, no intenta volar. Finalmente se aquieta, levanta cada tanto las alas superiores, no más que eso. Antonio, de repente, advierte que el perro ahora ya no respira, el perro que Juana le dejó a su cuidado antes de morir ya no respira. Se ha muerto, definitivamente. Fracaso tras fracaso, derrota tras derrota, Antonio pierde por completo la fe en su pedido. Se acerca a la cruz y con la palma de la mano aplasta con fastidio a la luciérnaga hasta asegurarse de que su titileo por fin acabe y con ello cese la agonía del insecto. Al mismo tiempo supone que con ese acto carente de sentido, el pobre bicho dejará de importunar el descanso eterno de su esposa. Antes de irse mira hacia el costado y, como si un trepanado repentino hubiese despejado los huecos entre las piedras del promontorio, miles de luciérnagas surgen de la profundidad y giran en derredor. Cargado de culpas, Antonio se pregunta si han llegado con la intención de atacarlo, son tantas y tan vigorosas que piensa que lo van a matar. Y también piensa que con el deseo de la resurrección de Juana que acaba de solicitarle al Todopoderoso ha cometido un sacrilegio pasible de castigo. Todavía asido al palo agita su brazo libre para espantar el atropello de cientos de luciérnagas que continúan brotando de la tumba. Apenas disminuye el tumulto, Antonio se queda mirando el cuerpo sin vida del perro, sobre la hierba de la barranca y, algo desorientado, se toma con más fuerza del mástil de la cruz. Hay un olor extraño que trae la brisa del río y el ronquido del aire en medio de las hojas de los álamos parece un mal augurio. El cielo está completamente estrellado. Las últimas luciérnagas han terminado de cobijarse tras los tallos de las mimbreras y entre las láminas de los juncos. Cuando ya han desaparecido todas, Antonio, aun inmóvil, no se anima a desprenderse del poste, porque teme descubrir, bajo su mano temblorosa, el resplandor extinguido de una nueva y absurda muerte de Juana.



Este relato, publicado en la revista "El Narratorio" (ARGENTINA, Buenos Aires, mensual, Nro 94, pag 8), "La ignorancia" (España, semestral, N°40, pag 50), pertenece al libro todavía no publicado Cruz de palo.

Todavía tibia

 



Antonio miraba la realidad de otro modo. Para él no cabía duda de que la alteración vital de los hechos se confabulaba a empujarlo con insidia al ostracismo. La propia lancha —convertida en casa permanente, con la respiración exhausta del motor, con olor a gasoil y con el suficiente desgano a bordo—, lo arrastraba a las cansadas por el río. 

Mirando en detalle la navegación de poca monta, en medio de su falta de entusiasmo, la pena se iba refinando por delante, se volvía filosa hacia la popa, de un salto se sublimaba en la punta de las palmeras, y tardaba solo cinco instantes en provocar la mismísima eliminación del movimiento de la vida, al estancar su pensamiento y detener por completo la agitación de la materia.

Pensaba casi sin pensar en el vestido de colores y la carne blanda, todavía tibia cuando la cargó en sus brazos y la depositó en el recodo de la barranca. El cuerpo de Juana se había convertido en sustancia quieta en el sepulcro pobre, escaso, junto a la costa, bajo una torre cónica de piedras. 

Pero para Antonio esa tumba tenía un significado mayor. La cruz de palo que la coronaba era mucho más que un firulete arquitectónico o un mensaje para que los navegantes creyentes se quitaran la gorra al pasar por allí en señal de respeto. 

Era la intención, el deseo de que su esposa pudiese estirar el brazo al cielo, elevándose de su fosa precaria, figurativamente, en puntas de pie de ser posible, a fin de llegar a la transparencia de las nubes, y ofrecer a ellas la oportunidad de purificar el alma en el desplazamiento del aire, de lograr el anhelo del estado ideal de la existencia, alejarse del sufrimiento, y aun de recuperar la aptitud de reflexionar, de elaborar las ideas puras o de alcanzar la representación mental de la pureza. 

Juana solía encontrar, en la aprehensión de una idea, una felicidad instantánea difícil de evaluar, algo parecido a una miga de amor, aunque este sentimiento, podía superar, en su mente, aun el escollo del horizonte de sucesos de las teorías de la Física. 

Según ella, tal emoción se expresaba con claridad en el incremento del flujo de la sangre, en la disputa por salir de la prisión de la piel, y en la sensación de elevarse entre los árboles del bosque, en soltar los remos de su viejo bote y derivar con cualquier rumbo por la corriente abierta del río.

Por otra parte, el desapego del mundo se mostraba, en Antonio, en la contemplación anodina de las cosas, en la rotación del timón sujetado con la flojedad de su codo, con la dejadez de los haraganes, como si nada, como si no se tratase de una embarcación deslizándose por el agua, ni un arroyo al atardecer pasando por debajo, sino que, por fuera de la cabina de la lancha, a la caída del sol, el mimbre de los humedales estuviese entonando un arrullo para el descanso definitivo de la luz.

En la intimidad de Antonio el desarraigo se agravaba con el griterío ensordecedor de las calandrias, cuya sinfonía tajeaba el silencio imponente del grupo tupido de encinas, ya sea durante la pereza de la bajante o la algarabía de las lluvias, en época de desove o en la languidez de la sequía.

Y la pena por la ausencia de Juana se le introducía por dentro y llegaba a darle cólicos alrededor del estómago o pinchazos en la zona baja de la espalda, o tirones en la pierna, con semejante tormento, que debía recurrir al vino o al ron y todo el sistema nervioso le acomodaba la musculatura en una invisible sedación del ánimo.

Y lagrimeaba, con los primeros indicios del ocaso gris y con los trazos del recorrido del globo lunar en medio de las estrellas, jurando no abandonarse al sueño sin antes revisar los mensajes de la aurora. 

Y también lloraba al recordar las manos de su mujer alisándose el pelo, riéndose y yéndose afuera, quizás esperando un gesto para entrar nuevamente a su corazón vacío.

Y recordaba el gemido de Juana, peleando en aquella batalla que le comía el músculo, célula a célula, en tránsito por la larga noche de la agonía, noche que parecía no tener final.

La almohada torcida de la cama de madera. El rosario de cuentas blancas al lado de la lámpara del cuarto sombrío. La Biblia ajada. La mueca triste de dolor. El extravío. Los ojos demasiado grandes por tanto analgésico acumulado. 

Olor a te de jengibre, a alcohol medicinal.

Agujas. Algodones. 

Toda la muerte encima.


Este relato, publicado en la revista digital "La ignorancia" (España, semestral, N°38) pertenece al libro todavía no publicado Cruz de palo.

Azul profundo

 

Los vagabundos, quienes duermen a la luz de la luna sin otro resguardo encima, tendidos sobre un soporte de hojas de otoño a descansar los huesos, por lo común, no abrigan la dicha de algún sueño por cumplir, ni tampoco aspiran a una larga existencia. A pesar de no ser mi caso me faltaba una meta auténtica, un entusiasmo. No podía seguir así, de ciudad en ciudad, en ocupaciones estériles, de paso por lugares tristes, tan semejantes.

Al principio a vos te gustó la idea de irte conmigo y salir de este barrio del demonio, pero fui demasiado sincero al responderte. Yo no podría asegurar el sustento de ambos. Cuando dije esto te cambió la cara y ahí empezó el fin de nuestra relación. Las paredes azules se alejaron henchidas por un suspiro precavido, el techo de la sala se sostuvo en suspenso. 

—Andate —dijiste—, es mejor si no volvemos a vernos. 

Estábamos en pleno desayuno y tu aliento olía a café. 

Por la tarde junté la ropa, las fotos, los documentos, la billetera. Al partir quise darte un beso, pero tu postura me impedía acercarme: de brazos cruzados, apoyada en la pared, casi interrumpiéndome el paso, fría como una espiga de hielo. Entonces salí esquivándote, y con el temor a tropezar con tus ojos pasé de costado por el resquicio de la puerta entornada de la casa, acarreando mis escasas pertenencias embrolladas dentro de la valija.

De pie, en medio de la vereda, con la vista puesta en cualquier lado, no supe muy bien a dónde ir ni qué hacer después de la separación y sin querer desplegué una enumeración apresurada de los mejores momentos: tus dedos flacos dibujando en la humedad del vidrio desde la cama revuelta; restos de infancia en las pupilas claras, desafiantes; el rostro lúcido y atento, eliminando la mueca triste cargada de pasado; el placer de vestir tu cuerpo desnudo con mi camisa de hombre; el largo peinado hacia atrás sujeto en la nuca por un rodete interminable. Debía ordenar las ideas, ideas rotas por evocaciones pesarosas.

Me puse a pensar en eso y comencé a caminar.

En nuestro primer encuentro me había impresionado tu silueta esbelta, de hombros rotos en suave pendiente, cortados por los reflejos de la lámpara del bar. Parecías una estatua frágil a punto de hacerse trizas con un codazo de aire, necesitada de apoyarse en algo, algo similar a mi mirada firme. 

Sin embargo, luego de un tiempo compartiendo tus días, el perfil ingenuo se tornó ilusorio, pues observándote mejor, incluso de lejos, descubrí el duro sesgo trazado con piedad en tus sienes, y los huesos filosos de tu mano al juntar las migas del mantel, al revolver las motas de polvo en el cono de luz del dormitorio. 

Entretanto pasaron muchas cosas. Por momentos, en la intimidad yo metía la cabeza en mi callada respiración y me aislaba en la vanidad de mi mundo. Pero en las noches de los altares del sexo al otro lado de la sábana asomaba el deseo en las estrellas de tu mirada. Yo saltaba el cerco, la cama se volvía angosta, tu excitación se alzaba a punto de volar y gritabas y suplicabas como si te estuviesen colocando agujas debajo de las uñas. Sobre todo, pasó eso, jamás dejaste de ofrecerme, despojada de deshonra, tu fecunda limosna de mujer.

¿Y ahora? 

Y ahora, a pesar del esfuerzo por no mentirme, se me hacía difícil olvidar los reproches y las exigencias, las locuras y los desplantes. Saciada el hambre vulgar de la carne, al menos a mí, me dolía rememorar las horas de mirarnos a los ojos, día y noche, para terminar en este final triste. No hallaba la forma de eclipsar esta verdad tan amarga.

En eso pensaba.

Con el sistema nervioso alterado caminaba por impulsos, me detenía de repente, me sentía desamparado: un perro idiota mordiéndose la cola por la falta de tu abrazo en medio de la ausencia. El enamoramiento es el veneno de los imbéciles. Yo había bebido ese líquido tramposo en busca de consuelo y deformaba las emociones con la lupa miope de los tontos. Por eso traté de serenarme alineando la acción con pensamientos serios, y a partir de ahí recuperé el umbral de coherencia a fin de tomar decisiones acertadas, sacar conclusiones, darme tiempo, planificar la sanación, no perder el norte de la rosa de los vientos ni la orientación de mis propósitos.

Respiré profundamente. 

La verdad es que no deseaba perderte.

¿Pero, podía regresar a tu casa, tras el rotundo fracaso? No. ¿Por qué, entonces, me aferraba a esa ilusión tan débil? ¿Dónde había fallado? ¿Y si la ruptura había sido simplemente un impulso equivocado de tu parte? Quizás podrías revisar tus sentimientos y arrepentirte, aunque pensándolo bien, era improbable porque en tu corazón crecía una montaña de reclamos. Y yo, por supuesto, no me iba a arrastrar, ni a ponerme de rodillas, ni rogarte una miseria de cariño. 

En medio de estas cavilaciones llegué a la avenida principal: despoblada, penosa, una franja enferma echada en el hastío. 

Delante de mí apareció la pensión de mala muerte que no iba a olvidar jamás. Un gran ventanal sucio y un letrero apenas iluminado colgando por encima de la entrada. Sin dinero para lujos y dado el precio conveniente de la renta me apresuré a pagar la noche por adelantado. No había traído reloj y la encargada lo solucionó con eficiencia: me llamarían a las ocho a la habitación. Ni siquiera me desvestí. Caí desplomado sobre la frazada rota vencido por el tremendo cansancio.

A la madrugada me desperté envuelto en una pesadilla de monstruos pegajosos. En vano me empeñaba en quitar de mi piel las huellas viscosas de los caracoles gigantes: no tenía conciencia, se trataba de mi propia transpiración debida al miedo y a la angustia. Con un susto terrible y la lengua seca opté por abandonar el calor de las cobijas aprovechando lo único decente del albergue precario. Giré la llave de la ducha y, luego de un siglo, un chorro generoso de agua caliente salió del caño empotrado en la pared cubierta de moho. Pasé un tiempo interminable enjabonándome con la esponja. Después me sequé con parsimonia mirando con desconfianza la toalla desteñida. Por fin, ya recuperado, y a pesar de ser muy temprano, me vestí con la misma ropa usada el día previo y bajé. 

En un rincón del recibidor de entrada dejé la valija y salí con una consigna: a las diez volvería a buscarla y me iría de este lugar. Mudar de escenario suele ser útil para inhumar los insensatos sueños de amor.  Una vez afuera pensé con desgano en sacar un pasaje en micro, pero no lo hice. Sin claridad, en mi cabeza se entremezclaban imágenes difusas y no conseguía limpiar las dudas por ningún lado, desgastándome en vacilaciones.

Un viejo se detuvo en la esquina. En un gesto confuso miró a ambos lados. Pareció dudar. Le temblaban las rodillas en las piernas encorvadas. Quizás a su edad la tontería de cruzar la calle fuese una decisión compleja. Para colmo lo hizo tambalear una ráfaga helada que golpeó contra el cordón del asfalto, pasó por arriba de los charcos acumulados e hizo temblar el reflejo invertido de la escalera de incendio sobre la superficie del agua. El anciano apretó el sombrero para que no se le volara y a medias se animó a adelantar la pierna. Se ayudó con el bastón negro, como apoyo adicional a fin de aumentar el equilibrio de su estructura frágil.

Me demoré observándolo con curiosidad. 

Después alcé la frente al cielo y vi las nubes corriendo y alejándose por los tejados del pasaje hediondo donde se refugiaban los cirujas. El hueco celeste se agrandaba a tientas, poco a poco, apuntando al sur por encima de las azoteas de las casas bajas. Se iba a despejar en cualquier momento y el sol derretiría pronto las pocas manchas de nieve colgadas de los frisos o presas en los zócalos de los negocios, incluso el montículo acumulado en el alfeizar de tu ventana, la de tu pieza —donde habíamos pasado la noche juntos—, y se diluirían en chorreaduras más o menos verticales.

Me faltaba abrigo en un día tan duro. 

Entonces, en busca de algo caliente crucé en diagonal hacia el bar y por no esquivar los charcos de barro me manché los pantalones y me ensucié las botas, pero mi estado de ánimo no alcanzó a darle importancia. El viento no cesaba de soplar con ese aliento maligno, raro, por acá no había bosques oscuros donde el aire pudiese descansar, sólo silencios de escarcha, tierra fangosa, capas de hielo, huidas súbitas, postigos golpeando con todas sus fuerzas a un minuto de romperse.

 Cerré las solapas de la campera de un tirón y entré sin preocuparme por entornar la puerta. Adentro había poca gente y hacía tanto frío como afuera. En mesas separadas, una en cada extremo del local, dos hombres callados rompían el encierro con la mirada turbia. Solitarios, trasnochados, vagabundos hartos o campesinos brutos. Un cortado fuerte con un vaso chico de ginebra me despabilaría un poco. 

Con las manos en los bolsillos, ya sentado, estiré las piernas y seguí pensando en vos. Un mantra pegajoso giraba dentro mío y tu imagen marrón se replicó en cascada al infinito. No era la lejanía de tu cuerpo el motivo de mi angustia, sino la privación de la nitidez de tu semblante puro en la penumbra del cuarto, y también, tu actitud en medio de la última noche cuando luego de quitar la música apagaste el velador y me dijiste hasta mañana y te tapaste con el borde de la manta. ¿Cuál fue la expresión de tu rostro, por qué no me lo quisiste mostrar?

El mozo dejó todo en la mesa y puso el ticket debajo del vaso; un rulo efímero se desprendió del pocillo; detrás del vidrio mojado el pasaje era un hoyo rancio, desnudo. Tomé el sobre de azúcar con las uñas y lo sacudí sin abrirlo y revolví y revolví y revolví antes de tragar el sorbo caliente. Con el sabor dulce en el paladar, en la atmósfera destemplada del recinto nuevamente me atrapó el espiral de tu recuerdo, y me clavó su astilla, por eso bebí de un golpe la primera ginebra. Más tarde siguieron otras. De nada valió la pena tanta bebida, de nada pensar en estúpidas ideas trágicas, de nada romperme los sesos engañando a la amargura con alguna artimaña. Y terminé mal: me sacaron del bar a los empujones, casi borracho. Apoyé una mano contra la pared, llegué a la esquina y cuando escarbé en los bolsillos me di cuenta: no tenía dinero. 

Recordé el trozo de niebla púrpura flotando en la banqueta del rincón agradable de tu dormitorio, mientras la cantante de blues, en lo alto, soltaba la rapiña de su ave negra. La melodía repetida sofocaba. El aire se puso pegajoso con la voz grave surgida de las profundidades, entonando la letra tonta de la historia absurda, y el sonido del bajo no paraba golpear en la membrana del parlante. ¿Por qué anoche te levantabas a poner una y otra vez esa canción? y luego volvías a colocar la cabeza en la almohada dándome la espalda con los labios en blanco. Y yo debía tolerar el estúpido martilleo de la frase del estribillo repetido por el aliento de la mujer desenfadada, el tipo de mujer capaz de avivar los nervios de un hombre débil —un infeliz cualquiera— y jugar con él, como si se tratara de un trapo inútil, sin que a ella se le quebrara una uña.

Pensé en la valija. ¿Dónde estaba? Ah…, sí, en el recibidor mugriento del hotel. Traté de componerme a fin de caminar derecho disimulando los efectos del alcohol. Desde la puerta, a través del vidrio, hice un gesto a la encargada y pude hacerme de la valija, dejé la pensión y me fui a fumar enfrente, cerca de la ochava, para que la insistencia de la brisa terminara de restaurarme.

Y, entonces, te vi. 

Cruzaste hasta el extremo del vestíbulo miserable donde te esperaba un tipo con cara de amargado, barbudo y desprolijo, seguramente soltero, uno de esos habitantes rústicos de las casas de chapa arrinconadas contra el riachuelo pestilente. Casi sin conversar se fueron juntos hacia las habitaciones, por el pasillo, y los perdí de vista, pero la curiosidad me hizo esperar en mi posición de privilegio. Pasada media hora repetiste la operación con un gordo vestido de gris, con pinta de camionero. De la duda pasé a la sospecha. La presunción me irritó y apreté las mandíbulas. El barrigón tardó otro tanto en dejar el lugar y no bien su figura bamboleante se volvió borrosa perdiéndose por el fondo oxidado de la avenida, vos saliste cambiada de ropa, más informal. 

Y, entonces, vi al viejo.

De inmediato tuve un presentimiento: ¿Se trataba de alguien parecido? Me pregunté si esta no sería una copia mejorada de quien andaba por el pueblo con la peculiaridad de detenerse temblando antes de cruzar la calle. O si aquel podría ser su hermano gemelo, bajo y deforme. Pero no, sin duda este sujeto era el anciano enclenque de nariz ganchuda. Aquí, despojado del disfraz, lucía alto, erguido, irreconocible, sabía mostrar su traje con elegancia, agitar los brazos, soltar el humo del habano. 

Se podía intuir, además, cómo te ponía a prueba con el sometimiento de su mirada muerta, fingiendo opulencia, hasta que vos le cedías el último centavo y de golpe la plata caía en el bolsillo de su saco, tan profundo como un lago de goma. Encima, bostezaba con indiferencia ante tu balbuceo, al confesar tus culpas de novia cautiva.

Sí, era él. 

Se trataba del mismo tipo raquítico, a quien por la mañana yo había visto cruzar la calle y ahora, en la antesala, se había acercado a conversar animadamente con vos. Si no fuera por el bastón no lo habría reconocido. ¿Qué hacían juntos? ¿Se conocían? Los vi: le entregaste el sobre y el viejo desapareció por una de las puertas laterales.

Después cruzaste algunas palabras con la encargada y saliste del maldito hotel. Yo miraba el escaparate de la tienda semejando a un terrorista previendo un atentado, de espaldas, ante la inminencia de la explosión. Y desde el reflejo del vidrio analicé el andar de tu silueta. Recatado y furibundo, atento e infame, cauteloso, un cuervo negro, un lobo reteniendo el aullido. Cuando ya te habías alejado lo suficiente te seguí y no lo notaste. A cada pisada el cuero de mis botas crujía soltando cascabeles; yo le rogaba a Dios pidiendo algodones. 

El barrio es minúsculo: un botón, un tarro de azafrán, una moneda. 

Del centro a la periferia hay un trecho corto: se puede hacer a pie; el tendido de los cables telefónicos se vuelve caótico; los postes de alumbrado pierden la vertical; la basura pudre el aire y pica en la nariz. Los márgenes son abyectos, las calzadas se estrechan, en las baldosas se mezclan los orines, se mira a los desconocidos con desprecio. Yo no sobresalgo, tengo el aspecto de estar hecho de una madera similar, con un olor parecido al de los canallas.

Las fieras suelen otear el peligro en los sudores extraños, por eso en el camino me deshice de la valija con mi ropa limpia, en un recoveco o en un baldío desolado, no me acuerdo bien. Después, con las manos libres, me pude mover con agilidad hasta alcanzarte. Te tomé del brazo y en uno de esos vericuetos escondidos te obligué a confesar tu relación con esa gente —los que entraban y salían de la pensión— y logré saber cuál era tu vínculo con el viejo: 

—El oficio de las pecadoras —dijiste con ironía, casi burlándote de mí—. Él me «cuida». En esta cloaca se necesita un hombre protector para trabajar con seguridad. 

Mirá vos que interesante. Pero las circunstancias de la vida son imprevisibles: vos, acorralada, elegiste la franqueza; yo, luego de oír tus excusas, no tuve alternativa. Te abrí la panza con la navaja —de la ingle al esternón— y escondí tu cuerpo entre los pastos, con las tripas afuera de modo que, despacito, se lo comieran las ratas, empezando justamente por ahí, por el relleno blando. 

Desde el principio debiste haber sido sincera conmigo. Así como la mentira puede esconderse en el silencio, la periferia tiene su lado discreto. Si se comete un crimen nadie ve, nadie oye, nadie habla. Azul profundo, le dicen. Eso sí, a la larga, uno pasa a ser un integrante del cosmos de remeras agujereadas y oficios indecentes. Por eso me tuve que cargar también al viejo. Debía ganarme el respeto. Ahora yo uso el bastón negro y tengo mi propio harén de prostitutas. Vivo aquí y no quiero pensar en sacar un pasaje en micro e irme a cualquier parte como cuando estaba tan confundido, tan enamorado de vos.


Este cuento, publicado en la revista literaria "La ignorancia" (ESPAÑA, trimestral, Nro. 30 - Página 28) pertenece al libro Azul profundo.

Relojes de cera

 


El pintor está en el taller y el rayo de luz en el vidrio de la ventana le molesta. Admira a Dalí. Y tanto lo admira que ha adoptado como nombre artístico Salvador D. Así, sin apellido (en todo caso la letra «D» es el apellido).

Atraviesa los amplios espacios del atelier y corre la cortina. En un momento colocará el pincel exactamente en la esquina superior derecha del lienzo imprimado y lo hará con un trazo azul. Tratará de volcar en el paño la imagen de la pesadilla nocturna antes de que se desvanezca en la tiniebla de su recuerdo. Porque anhela la gloria de ser un artista del surrealismo, un alumno entusiasta buscando cuajar sus sueños en la tela.

Al otro lado del poblado costeño hay una construcción de paredes blanqueadas a la cal, con un techado rojo, casi al final de la calle en declive hacia la playa. Consta de dos plantas independientes. 

La planta baja tiene un vestíbulo en la fachada con una puerta de tableros de roble. Ahí dentro reside una familia feliz. Todos están en plena actividad porque van a pasar el día en el mar. La madre llena el termo en la cocina, el padre transporta bolsos al baúl del auto y los chicos se colocan refulgentes trajes de baño. Son tres hermanos: el menor, de cuatro años, lleva una pala para cavar en la arena.
 
La planta alta ostenta una gran habitación con vista al infinito —sobre el acantilado— y se accede a ella desde la vereda, por una escalera lateral revestida en lajas grises. Allí, una joven vive sola. 

La joven —enamorada del pintor— ordena la ropa de cama, riega las plantas del balcón y luego se sienta en el sillón a leer un libro. Tiene tiempo, va a descansar. Más tarde saldrá a pasear con su enamorado por el camino angosto de la bahía. Se pone un vestido suelto, gira para ver cómo ondea la puntilla de la falda, se acomoda el pelo frente al espejo y sonríe. La casa es luminosa y en la atmósfera placentera no hay indicios de la inminencia de drama alguno. Nada hace prever que la serenidad del verano y la algarabía de los veraneantes de la costa se vea alterada.

Salvador, aunque últimamente está durmiendo mal, disfruta retocando la figura del cuadro. Todavía no sabe de qué se trata, agrupa colores sin ningún plan previo. La libertad de crear consiste en eliminar los impedimentos de la razón y los obstáculos de la consciencia. Conseguir este estado exige cierto esfuerzo intelectual. El fastidio le tensa los músculos del cuello. Deja la paleta junto a los pomos de óleo, se dirige a la cocina y explora la alacena en busca de algo, algo que parece estar bien escondido porque le cuesta dar con él. 

Arrima la banqueta para acceder mejor y poder ver en el fondo de los estantes. Sin embargo, no logra su propósito. A punto de perder el equilibrio se toma de la parte superior del mueble y evita la caída. La paciencia se le agota y da un golpe de puño contra el listón de madera. Alza las cejas y se aprieta las sienes. Abandona el taburete y se introduce en el dormitorio. 

Al lado del cenicero de plata alemana apoyado en la mesa de noche hay varios sobres, sobres cuadrangulares de papel plegado. Elige uno de ellos y derrama el contenido —una sustancia blanca— a lo largo de una placa de vidrio. Coloca un tubo delgado en una de sus fosas nasales y aspira el polvo. Tose. Se refriega la nariz. Abre y cierra los párpados y, a grandes pasos, vuelve al pie del caballete. Sigue trabajando: ahora con más energía y decisión. 

Los dibujos del pincel realzan los contornos. Las formas, antes difusas, se transmutan en una configuración de entes reconocibles. Salvador D. tiene el rostro despejado y sonríe frente a la imagen creada. Es un reloj extraño de cuadrante ovalado, puesto de espaldas, en el extremo de un plano horizontal. Se distinguen las agujas y los números romanos. Gran parte de la carcasa, de color rosa fuerte, descansa sobre el mantel; el resto, cuelga sin apoyo hacia abajo, por efecto de la fuerza de gravedad. Parece un medallón de un material maleable. Se diría que se trata de un reloj de cera blanda al filo de una mesa. 

A pesar de lo absurdo de la figura obtenida, el pintor no se alarma. Por el contrario, replica al lado un reloj similar, aunque de una tonalidad distinta. Todo el conjunto da la sensación de ser una composición onírica. Alguien podría encontrar allí una sugestiva similitud a La persistencia de la memoria, de Dalí, pero Salvador D. sabrá explicar la enorme diferencia entre la obra del maestro catalán y la suya. Se siente un dios ante el alumbramiento de su creación. Las agujas de sus relojes no se mueven: ha cumplido la proeza de evitar el discurrir del Tiempo. Su semblante brilla de jovialidad, es indudable, pero por dentro, a pesar de su extremo nerviosismo, no presenta el aspecto de un hombre exaltado. 

Un hilo de luz se filtra con opacidad por un pliegue de la cortina. La tarde languidece, avanza la penumbra.  Tiene una cita con la chica que vive cerca del acantilado. El pueblo es minúsculo, cabría en la palma de una mano, la caminata hasta la casa de techo rojo le llevará menos de diez minutos. Vuelve al dormitorio y aspira con el tubo liso otra línea de ese polvo, blanco como el talco, tendido sobre la placa de vidrio. El golpe en las arterias del demonio severo es inmediato. Espera a que el impacto inicial se atenúe y, ya repuesto, cuelga el guardapolvo, manchado de óleos y acuarelas, en el perchero. Se desviste y se baña. Después se pone ropa limpia y sale a la calle. Lleva un sombrero claro de ala ancha. 

El pintor es un muchacho alto. Camina por las callecitas en pendiente; asciende y desciende por los declives suaves. Su andar erguido sugiere el carácter de un alma tranquila, incapaz de cualquier arrebato. Sin embargo, en su mente danza la euforia de la sustancia blanca. Por ahora logra reprimir esa sublevación interior: no se ve plasmada en su rostro impasible. Pero de un momento a otro, puede quebrar la realidad de las cosas. Porque la telaraña del cerebro humano es capaz de trastocar el orden en caos y el júbilo en tragedia. 

La chica, en el otro extremo del vecindario, abandona el libro y vuelve a mirarse en el espejo. La felicidad no le cabe en las pupilas. Las gaviotas vuelan en círculos y sumergen la cabeza en las olas, en un par de horas el verano se hundirá en el horizonte, el sol se ha corrido a una esquina del cielo y las sombras del caserío se alargan ondulando el empedrado. La brisa baila en los maceteros. El fresco del viento salado entra por los balcones. Ella aguarda envuelta en pleno regocijo dentro de la casa de techo rojo. Imagina una caricia, un brazo alrededor de la cintura, la voz cálida del hombre con quien va a mirar desde sus ventanales la puesta del sol. Y el muchacho le va a contar cómo transcurre la maravillosa vida bohemia de un artista plástico. 

En la planta inferior hay movimiento. Llegan de pasar la jornada en el mar. El padre estaciona el auto y descarga los bolsos. El bullicio retumba en las paredes recién pintadas de las habitaciones. La madre da órdenes. Las ropas mojadas caen, los granos de arena se desparraman en la alfombra, el niño de cuatro años llora. Se escucha correr el agua en el baño y se enciende el televisor. La casa resuella en el esplendor del verano, el fuego silba en las hornallas, chocan vasos, cuchillos, platos y cacerolas. Poco a poco el ajetreo va mermando en la jornada feliz, y se desliza hacia los preparativos de la cena, mientras la serenidad desciende de los tejados y se derrama sobre los canteros. Los chicos —incluso el menor de ellos— descansan echados en los sillones. El agobio presiona agazapado en las esquinas del pueblo exigiendo la muerte del día. Pero no hay presagios, aún, de ninguna muerte.

Se escuchan pasos, golpes de suelas de cuero grueso. Los zapatos de un varón suben por los peldaños de piedra y un nudillo huesudo toca a la puerta de la casa de la planta alta. La mujer enamorada abre. Tiene una coronita de lilas atada en el pelo y un vestido de color rosa fuerte. Los dos pasan a la habitación grande: los ventanales bajan hasta el piso con una dilatada vista al océano. Ella aparta una de las hojas vidriadas. La brisa salina alivia el calor. La chica sale al balcón —casi una cornisa: un plano en voladizo sin rejas ni baranda—, se sienta en el borde y mira el paisaje marino dejando las piernas colgadas al vacío. El muchacho se acerca, la sensación de libertad que lo recorre quizá podría despertar su inspiración de artista, pero en su entendimiento de pintor, acostumbrado a dejarse llevar por los senderos alejados del juicio, ocurre otra cosa.
 
Recuerda que él —Salvador D.— ha detenido el Tiempo en el cuadro de su atelier. Y esa ensoñación lo sume en un sopor potencial de creatividad, ya no ve a la joven como tal, la ve de otro modo. La asociación libre de sus pensamientos flota por encima de las cosas concretas. El marco del ventanal se transmuta en los bordes del lienzo, el vestido rosa se funde con la imagen del cuadrante del reloj de cera. El mar y el cielo son tan amplios. Se libera de todo compromiso de los sentidos que le condicione la idea y trabaja en su obra maestra. 

El artífice, ahora, camina por el borde de la cornisa abriendo los brazos, quiere llamar la atención de su chica, extravía la noción de la realidad y queda a merced del subconsciente. Alarmada, ella dice: «Salvador, no me agrada este juego peligroso». Se incorpora y lo toma de la manga. Pero es tarde. Él pierde el equilibrio, se inclina, se despeña. Y ella, un instante después, aferrada a ese brazo —que debió haber rodeado románticamente su cintura— lo acompaña en su caída. Ambos, sin sostén, irremediablemente se desploman: dos pájaros de acero perforan el oxígeno en un descenso vertical que no concluye nunca. A continuación, otro cuadro comienza a pintarse solo: la arena dorada se atiborra de huellas de pies desnudos; un grupo de curiosos veraneantes se aproxima al sitio del accidente; un acantilado se tiñe de rojo; una mujer infeliz yace invertebrada copiando las formas caprichosas de las piedras del arrecife; un hombre se hunde, y más allá, una ola en retirada lo rescata, lo hamaca en la superficie, le sostiene las mandíbulas abiertas, le permite respirar el aire azul, le ofrece el espacio para abrir y cerrar los pulmones con el ritmo sereno de los seres vivos, y al rato, lo deposita en la playa, lejos del lugar. Es el pintor, quien aún atontado, pero con la lucidez de los locos, lamenta la profunda pérdida de la chica enamorada en este crepúsculo triste. Hay hilos granates entre los riscos filosos coloreando la espuma blanca de las olas. La rompiente moja, limpia, disimula, diluye el tono bermejo y se retira mar adentro; el agua escapa de los escollos, calla el rugido, aplaca la furia, y se retuerce en un rulo en busca de lo profundo. 

¿Por qué existirán tardes tan viles que laceran la promesa de una existencia feliz? ¿Por qué se ausenta la bondad cuando más necesaria se hace su armonía en este atardecer maravilloso? ¿Quién trama desenlaces tan crueles? ¿Quién trabaja con tanta perversidad incidiendo en el natural devenir de los sucesos? No sabemos. Dios cuida del buen obrar de sus criaturas y derrama buena ventura sobre sus vidas. ¿Entonces, a quién se debe semejante infortunio?

Meses después, la obsesión por el Tiempo del pintor será reemplazada por horrendas pesadillas. La culpa crecerá en el interior de Salvador D. como una marea oscura. Durante sus días cargará sobre su espalda una bolsa de rocas. La justicia no emitirá condena —no hay criminal ni víctima— pero el desgarro emocional le abrirá las entrañas y no le dará descanso. 

La vida del artista se irá apagando, lejos de lienzos, óleos y pinceles. Sin banales preceptos para avivar la imaginación no recordará sus robados relojes de cera, los sueños se convertirán en su verdugo implacable y de ahora en más Salvador D. soñará con el alivio de una soga que lo redima, de una soga tirante alrededor del cuello que empuje con fuerza hacia lo alto.


Este cuento, publicado en la revista literaria "La ignorancia" (ESPAÑA, trimestral, Nro. 28 - Página 40) pertenece al libro Azul profundo.