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El trabajo del río





Avanzada ya la cuarta parte del año, despejado el clima de los fríos inservibles e ingratos, con los primeros efluvios de polen que traía la primavera, Antonio salió con lentitud, después de recorrer por última vez las habitaciones vacías de la casa donde había vivido con Juana, su mujer, la casa donde ella había muerto, la casa en la cual él había transitado el duelo, a lo largo de todo el invierno. 

Cuando aún compartía la vida con ella, por lo general, cambiaba de atuendo según la ocasión y la actividad, un día vestido de pescador o de carpintero, otro de hortelano, o de leñador o de nutriero. Pero ahora tenía puesto un conjunto de prendas raras, prendas que no usaba hace años, comidas por los ratones, con olor a humedad, incómodas, pero sin duda el mejor atavío para pasar inadvertido. También había cambiado el aspecto del casco blanco de la lancha con varias manos de pintura de color verde oscuro. Todo para no llamar la atención, como si quisiera partir con disimulo al llamado de un viaje inesperado.

Todavía joven, pero así, ceñudo y afligido, parecía mayor. Repasó el interior de la lancha haciendo un inventario rápido, a primera vista, quizás para comprobar que no se había olvidado ningún objeto, quizás para demorar un poco la partida. Pensó en Juana. Miró la vivienda por última vez y puso el motor en marcha.

Se lanzó a navegar por el arroyo Pajarito, hacia el sureste, después por el canal Vinculación hacia el norte y luego hacia el sur, sin atreverse al flujo abierto del río Sarmiento, casi sin rumbo, sin decidirse hacia dónde poner la proa, buscando tal vez el abrigo de un bosque frondoso. Por momentos se detenía en algún embarcadero de pilotes rotos, amarraba la lancha, pasaba días oculto en depósitos remotos y abandonados. 

Al caer la noche, luego de beber copiosamente, dejaba la botella vacía en su escondite, y salía a dar unos pasos, se detenía pensativo, delgado y derecho como un álamo, hasta que la luz de la luna lo envolvía, y entonces, en secreto, empezaba a tocar la flauta, una flauta antigua hecha tal vez con caña tacuara, que le había regalado don Luna. El aire del humedal se impregnaba al instante de esa música pesarosa y melancólica. Antonio, al soplar por el extremo del instrumento, se hamacaba, tomaba ánimo, golpeaba el talón contra la tierra para marcar el compás, cerraba y abría los ojos, la música esparcida a su alrededor alborotaba la melena de las palmeras pindó, y agitaba los troncos de las casuarinas, y poco a poco estremecía el aire con tal fuerza que revoleaba al viento en una tormenta, arrancaba las raíces de las plantas y las desprendía de la tierra con una fuerza huracanada, haciéndolas girar por encima sobre el río. Además, el alma de Antonio se desprendía de su cuerpo, rodeaba al lucero del cielo, peleaba con los diablos, se hacía cenizas, caía de las alturas como polvo de harina vieja, y se colaba entrando por los bronquios para recuperar la vitalidad de los pulmones antes de que la muerte acabara con la fiesta.

Mientras duraba la furia de su melodía, Antonio se olvidaba de la pena, ardía de alcohol y suspendía su sufrimiento en el aire oscuro, luego dejaba de tocar y, con los músculos rendidos tras el esfuerzo, se ponía a correr en el bosque, con los árboles otra vez puestos en su sitio, y al fin se desplomaba sobre el pasto, y soñaba con los ojos azules, la pollera suelta y la voz serena de Juana.

Juana solía hablar con detalle de las emociones del alma.

Una vez le dijo a Antonio que los sentimientos humanos eran elaboraciones únicas, singulares, irrepetibles, y que caían fuera de los límites y las posibilidades de la objetividad. Por eso ella era propensa a desconfiar de las personas que se decían normales, mostraba un celoso desdén por ellas, y en cambio, le encantaban aquellas otras que hablaban con naturalidad de espíritus y aparecidos. 

Durante su paso por la universidad se había entusiasmado mucho al descubrir las investigaciones sobre la interpretación de los sueños, al leer las traducciones de los libros antiguos del Ocultismo, los textos de los filósofos esotéricos del Renacimiento y todo aquel escrito que caía en sus manos en el cual el autor indagase algún tópico que fuese más allá de la razón. Discutía con los profesores acerca de la concepción de la realidad y argumentaba sobre aquellos asuntos dudosos para el pensamiento occidental. Hasta elaboró con todo esto el tema de su tesis doctoral. Y la defendió con honores estampados en su diploma.

No fueron pocas las noches que, con Antonio —quien a pesar de haberse graduado en las ciencias duras de la ingeniería se apasionaba por las ramas humanísticas del conocimiento— compartía teorías sobre las estructuras mentales complejas, citaba autores, proponía ejemplos sacados de los tratados de psicología profunda, hasta que el incipiente resplandor de la madrugada los invitaba a ocuparse de la cotidiana tarea del amor, y se apuraban, primero ella y luego él, por calentar rápidamente las sábanas, tapados por las cobijas de lana tejida.

Para Antonio, las neblinas del Delta, los bosques, las cabañas, las brujerías de don Quispe, los contrabandistas de licores, la orfandad de las islas al amanecer, las gallinas tuertas, los murciélagos, los arroyos moribundos, la lluvia plateada, todas esas cosas se le presentaban como pasajeras formas de la manifestación concreta de la materia. Incluso entendía a su propio ser como un vehículo de la energía que conformaba el universo.

A veces, durante la noche, alzaba el brazo y tocaba la panza congelada de la luna y era como si de pronto se hubiese raspado los dedos con las escamas de un pez redondo que quería regalarle a Juana. A veces, durante el día, cerraba las mandíbulas de la trampa para nutrias de un golpe, una contra la otra, y venía a su memoria el choque de los besos de su mujer, la cercanía caliente de los paladares, como un intento de conciliar dos ideas complementarias. 

Con la ausencia de Juana aprendió a comer solo, a devorar una zanahoria como si fuese una fruta o a paladear, a los mordiscones, la dulzura crocante de un durazno sin quitarle la piel.

Todo eso le pasaba.

Además, como apiadándose de lo rústica que sonaba la música en su instrumento tosco y desafinado, al recuperar la lucidez, aumentaba su deseo de recluirse en la abstracción de la geometría o de la física. Recurría a esa utilidad en los momentos de desesperación, para espantar la pena, para tentar al olvido. Exactamente así se afanaba en burlar el acoso de los recuerdos de su hogar, de su mujer y de la tumba. La soledad lo solía apremiar con tonterías: la nostalgia, pensaba, es una carnada tóxica que daña la pesca.

Durante la navegación llevaba la flauta colgada del techo de la timonera. Detenía el motor y tiraba el ancla en los parajes desolados. Tomaba el instrumento y cuando tocaba la melodía, era capaz de hacer bailar a las garzas con los pejerreyes, hacer volar a los sapos, y ascender él mismo a las alturas nocturnas de las estrellas, o incluso alivianar su cuerpo para ganar el esbelto follaje de los alisos y acurrucarse en el nido barbudo de algún benteveo. 

Antes de eso, dejaba el sombrero en la cabina y una carta manuscrita dentro del alhajero de cobre para que el espíritu de Juana, si andaba por ahí, no se desorientara.

La carencia de compañía y el andar sin arraigo por las islas le enseñaron a Antonio a comer verduras salvajes, a calmar la sed con agua de pozo, apalancando el brazo de hierro fundido de la bomba de alguna cabaña abandonada, a engañar al olfato nocturno del puma y a disponer siempre de un ovillo de hilo rojo y un puñado de hojas de olivo para estar a salvo de las brujerías.

Para orientarse en la malla de riachos difusos en las mañanas de neblina, a falta de una buena visión se ayudaba, como los animales, vigilando olores, escuchando sonidos, tocando el aire, apenas más acá de la proa, a fin de focalizar el centro de los canales para no encallar ni abrir un rumbo en el casco de la embarcación.

Había abandonado su casa y no deseaba dar explicaciones, no quería que nadie supiese de él. Se ocultaba de las lanchas carboneras, en especial de la chata oxidada de don Luna, sorteaba los bajos donde crecían los juncos, evitaba el río abierto, se desviaba por los arroyos hostiles, y amarraba por la noche más al norte, en los islotes despoblados, peligrosos, con menos bosque para protegerlo, pero más amplios para la huida. Por las dudas, en el bolsillo interno de la chaqueta andrajosa llevaba el sobre con el acta de defunción de Juana, con firma y sello del médico, por si lo encontraba la patrulla de la Policía de Islas.

Cuando se le terminaban las provisiones salía a poner los cepos para las comadrejas, entre los pajonales, guarecido por la opacidad del espacio y el crepúsculo amarronado. Asaltaba el criadero de alguna isleña solitaria y le robaba un conejo, una damajuana de vino de la barraca o alguna ropa de abrigo colgada de la soga. Las orillas boscosas, deslucidas por la lluvia, gastadas por el río, cautivadas por los eclipses rojos, eran hostiles para cualquier ser humano. Más aún para un fugitivo como él porque todos los sitios son malos para quien elige el Delta como escondite.

Antonio cargaba con su sombra como si también él hubiese construido su propia tumba, una tan pobre como la que le fabricó a Juana, con una montaña de cascotes y una cruz de palo rosa encima, atravesada por un clavo y atada con alambre de fardo. Pasados unos cuantos meses fue perdiendo el temor, nadie lo perseguía, encontró un lugar que consideró seguro y ocultó la lancha con ramas de sauce. 

A partir de ahí se aventuró a los arroyos con un bote de madera para la pesca sin red. Y no dejó que pasara siquiera un sólo día en dedicar un pensamiento a Juana. Ninguno. Parecía un monje preparándose para un retiro religioso. Indefectiblemente, antes de la última mordida del sol al contorno de los humedales, detenía el bote, vacilante primero, un poco sosegado después, sereno por último, sobre la tela quieta del río, terriblemente quieta por debajo de su mirada fija, tonta, anhelante, misteriosa. Ahora, sin la compañía de su mujer, Antonio se había transformado en puro destierro.

Pero una tarde, soltó los remos de la canoa y se acercó a un muelle abandonado y enlazó la soga de amarre al aburrido bolardo oxidado. La proa se desplazó lentamente espiando el firmamento despejado y cuando la soga se tensó hasta llegar a tener la elegancia de una línea recta, el bote se quedó sin movimiento, mirando al oeste. Antonio plantó el puño de la caña en el ariete, esperó a que algún pez tirara de la línea y, con los codos sobre las rodillas y las manos entrelazadas, se puso a pensar en Juana y a observar el lento trabajo del río. 

—¡¿Tanta agua?! —dijo por lo bajo, con asombro.

Se preguntó de dónde venía tanta agua a dejar los sedimentos, estirando la punta de las islas hacia la desembocadura, raspando la quilla de las embarcaciones, decantando los sólidos en suspensión en el fresco profundo del barro. Todo eso debería tener un sentido impuesto por la naturaleza. El agua turbia se movía, pasaba, discurría, una lava fría socavaba el cauce y los bordes y por momentos como un fluido glutinoso se comía la tierra, las ramas y las hojas caídas de los árboles de ambas costas. Día y noche. En su rumiar continuo digería el mundo. Por debajo del bote pasaban retazos del Amazonas, raíces, peces muertos, escamas y desmenuzadas ruinas rojas de los territorios guaraníes.

El Paraná sostenía con firmeza la faena de su trabajo, pero ese atardecer ya no chapoteaba en las orillas, el lomo marrón se había puesto rígido como una lámina de metal. Antonio se irguió tratando de que el bote no cabeceara, no fuera cosa de que se fuera a pique ya que la borda de estribor se había inclinado demasiado. Se miró las botas de goma y avanzó con cautela tomándose del borde, seguro de poner cada pie donde debía, y cuando la quilla se estabilizó, sacó una pierna y luego se animó con la otra hasta quedar afuera del bote por completo. Cuando estuvo parado sobre el agua se acomodó el sombrero y miró hacia el oeste, hacia el nacimiento, hacia el inicio, hacia el lugar por donde aparecían los barcos, como muertos —muertos como Juana—, como ahogados, como cadáveres grises, bajando desde los puertos del interior, en tanto el sol, casi hundido y triste, escondía el cráneo en el horizonte del río. 

Antonio se preguntó si sería largo el tránsito hasta el origen. 

Tenía tanto tiempo por delante.

Toda una noche entera.

Y no tenía sueño.

Entonces se puso a andar, sin tropiezos, sobre la tranquilidad de las cosas.

Con las manos puestas donde empiezan a brotar los chorritos —pensó—, quizás pueda impedir el fatal trabajo del río, y así evitar que el torrente —siguió pensando— se lleve consigo los huesos de Juana y su pollera suelta y la tumba de piedra y la cruz de palo que tiene encima.


Este cuento pertenece al libro Azul profundo y al libro todavía no publicado Cruz de palo.

Azul profundo

 

Los vagabundos, quienes duermen a la luz de la luna sin otro resguardo encima, tendidos sobre un soporte de hojas de otoño a descansar los huesos, por lo común, no abrigan la dicha de algún sueño por cumplir, ni tampoco aspiran a una larga existencia. A pesar de no ser mi caso me faltaba una meta auténtica, un entusiasmo. No podía seguir así, de ciudad en ciudad, en ocupaciones estériles, de paso por lugares tristes, tan semejantes.

Al principio a vos te gustó la idea de irte conmigo y salir de este barrio del demonio, pero fui demasiado sincero al responderte. Yo no podría asegurar el sustento de ambos. Cuando dije esto te cambió la cara y ahí empezó el fin de nuestra relación. Las paredes azules se alejaron henchidas por un suspiro precavido, el techo de la sala se sostuvo en suspenso. 

—Andate —dijiste—, es mejor si no volvemos a vernos. 

Estábamos en pleno desayuno y tu aliento olía a café. 

Por la tarde junté la ropa, las fotos, los documentos, la billetera. Al partir quise darte un beso, pero tu postura me impedía acercarme: de brazos cruzados, apoyada en la pared, casi interrumpiéndome el paso, fría como una espiga de hielo. Entonces salí esquivándote, y con el temor a tropezar con tus ojos pasé de costado por el resquicio de la puerta entornada de la casa, acarreando mis escasas pertenencias embrolladas dentro de la valija.

De pie, en medio de la vereda, con la vista puesta en cualquier lado, no supe muy bien a dónde ir ni qué hacer después de la separación y sin querer desplegué una enumeración apresurada de los mejores momentos: tus dedos flacos dibujando en la humedad del vidrio desde la cama revuelta; restos de infancia en las pupilas claras, desafiantes; el rostro lúcido y atento, eliminando la mueca triste cargada de pasado; el placer de vestir tu cuerpo desnudo con mi camisa de hombre; el largo peinado hacia atrás sujeto en la nuca por un rodete interminable. Debía ordenar las ideas, ideas rotas por evocaciones pesarosas.

Me puse a pensar en eso y comencé a caminar.

En nuestro primer encuentro me había impresionado tu silueta esbelta, de hombros rotos en suave pendiente, cortados por los reflejos de la lámpara del bar. Parecías una estatua frágil a punto de hacerse trizas con un codazo de aire, necesitada de apoyarse en algo, algo similar a mi mirada firme. 

Sin embargo, luego de un tiempo compartiendo tus días, el perfil ingenuo se tornó ilusorio, pues observándote mejor, incluso de lejos, descubrí el duro sesgo trazado con piedad en tus sienes, y los huesos filosos de tu mano al juntar las migas del mantel, al revolver las motas de polvo en el cono de luz del dormitorio. 

Entretanto pasaron muchas cosas. Por momentos, en la intimidad yo metía la cabeza en mi callada respiración y me aislaba en la vanidad de mi mundo. Pero en las noches de los altares del sexo al otro lado de la sábana asomaba el deseo en las estrellas de tu mirada. Yo saltaba el cerco, la cama se volvía angosta, tu excitación se alzaba a punto de volar y gritabas y suplicabas como si te estuviesen colocando agujas debajo de las uñas. Sobre todo, pasó eso, jamás dejaste de ofrecerme, despojada de deshonra, tu fecunda limosna de mujer.

¿Y ahora? 

Y ahora, a pesar del esfuerzo por no mentirme, se me hacía difícil olvidar los reproches y las exigencias, las locuras y los desplantes. Saciada el hambre vulgar de la carne, al menos a mí, me dolía rememorar las horas de mirarnos a los ojos, día y noche, para terminar en este final triste. No hallaba la forma de eclipsar esta verdad tan amarga.

En eso pensaba.

Con el sistema nervioso alterado caminaba por impulsos, me detenía de repente, me sentía desamparado: un perro idiota mordiéndose la cola por la falta de tu abrazo en medio de la ausencia. El enamoramiento es el veneno de los imbéciles. Yo había bebido ese líquido tramposo en busca de consuelo y deformaba las emociones con la lupa miope de los tontos. Por eso traté de serenarme alineando la acción con pensamientos serios, y a partir de ahí recuperé el umbral de coherencia a fin de tomar decisiones acertadas, sacar conclusiones, darme tiempo, planificar la sanación, no perder el norte de la rosa de los vientos ni la orientación de mis propósitos.

Respiré profundamente. 

La verdad es que no deseaba perderte.

¿Pero, podía regresar a tu casa, tras el rotundo fracaso? No. ¿Por qué, entonces, me aferraba a esa ilusión tan débil? ¿Dónde había fallado? ¿Y si la ruptura había sido simplemente un impulso equivocado de tu parte? Quizás podrías revisar tus sentimientos y arrepentirte, aunque pensándolo bien, era improbable porque en tu corazón crecía una montaña de reclamos. Y yo, por supuesto, no me iba a arrastrar, ni a ponerme de rodillas, ni rogarte una miseria de cariño. 

En medio de estas cavilaciones llegué a la avenida principal: despoblada, penosa, una franja enferma echada en el hastío. 

Delante de mí apareció la pensión de mala muerte que no iba a olvidar jamás. Un gran ventanal sucio y un letrero apenas iluminado colgando por encima de la entrada. Sin dinero para lujos y dado el precio conveniente de la renta me apresuré a pagar la noche por adelantado. No había traído reloj y la encargada lo solucionó con eficiencia: me llamarían a las ocho a la habitación. Ni siquiera me desvestí. Caí desplomado sobre la frazada rota vencido por el tremendo cansancio.

A la madrugada me desperté envuelto en una pesadilla de monstruos pegajosos. En vano me empeñaba en quitar de mi piel las huellas viscosas de los caracoles gigantes: no tenía conciencia, se trataba de mi propia transpiración debida al miedo y a la angustia. Con un susto terrible y la lengua seca opté por abandonar el calor de las cobijas aprovechando lo único decente del albergue precario. Giré la llave de la ducha y, luego de un siglo, un chorro generoso de agua caliente salió del caño empotrado en la pared cubierta de moho. Pasé un tiempo interminable enjabonándome con la esponja. Después me sequé con parsimonia mirando con desconfianza la toalla desteñida. Por fin, ya recuperado, y a pesar de ser muy temprano, me vestí con la misma ropa usada el día previo y bajé. 

En un rincón del recibidor de entrada dejé la valija y salí con una consigna: a las diez volvería a buscarla y me iría de este lugar. Mudar de escenario suele ser útil para inhumar los insensatos sueños de amor.  Una vez afuera pensé con desgano en sacar un pasaje en micro, pero no lo hice. Sin claridad, en mi cabeza se entremezclaban imágenes difusas y no conseguía limpiar las dudas por ningún lado, desgastándome en vacilaciones.

Un viejo se detuvo en la esquina. En un gesto confuso miró a ambos lados. Pareció dudar. Le temblaban las rodillas en las piernas encorvadas. Quizás a su edad la tontería de cruzar la calle fuese una decisión compleja. Para colmo lo hizo tambalear una ráfaga helada que golpeó contra el cordón del asfalto, pasó por arriba de los charcos acumulados e hizo temblar el reflejo invertido de la escalera de incendio sobre la superficie del agua. El anciano apretó el sombrero para que no se le volara y a medias se animó a adelantar la pierna. Se ayudó con el bastón negro, como apoyo adicional a fin de aumentar el equilibrio de su estructura frágil.

Me demoré observándolo con curiosidad. 

Después alcé la frente al cielo y vi las nubes corriendo y alejándose por los tejados del pasaje hediondo donde se refugiaban los cirujas. El hueco celeste se agrandaba a tientas, poco a poco, apuntando al sur por encima de las azoteas de las casas bajas. Se iba a despejar en cualquier momento y el sol derretiría pronto las pocas manchas de nieve colgadas de los frisos o presas en los zócalos de los negocios, incluso el montículo acumulado en el alfeizar de tu ventana, la de tu pieza —donde habíamos pasado la noche juntos—, y se diluirían en chorreaduras más o menos verticales.

Me faltaba abrigo en un día tan duro. 

Entonces, en busca de algo caliente crucé en diagonal hacia el bar y por no esquivar los charcos de barro me manché los pantalones y me ensucié las botas, pero mi estado de ánimo no alcanzó a darle importancia. El viento no cesaba de soplar con ese aliento maligno, raro, por acá no había bosques oscuros donde el aire pudiese descansar, sólo silencios de escarcha, tierra fangosa, capas de hielo, huidas súbitas, postigos golpeando con todas sus fuerzas a un minuto de romperse.

 Cerré las solapas de la campera de un tirón y entré sin preocuparme por entornar la puerta. Adentro había poca gente y hacía tanto frío como afuera. En mesas separadas, una en cada extremo del local, dos hombres callados rompían el encierro con la mirada turbia. Solitarios, trasnochados, vagabundos hartos o campesinos brutos. Un cortado fuerte con un vaso chico de ginebra me despabilaría un poco. 

Con las manos en los bolsillos, ya sentado, estiré las piernas y seguí pensando en vos. Un mantra pegajoso giraba dentro mío y tu imagen marrón se replicó en cascada al infinito. No era la lejanía de tu cuerpo el motivo de mi angustia, sino la privación de la nitidez de tu semblante puro en la penumbra del cuarto, y también, tu actitud en medio de la última noche cuando luego de quitar la música apagaste el velador y me dijiste hasta mañana y te tapaste con el borde de la manta. ¿Cuál fue la expresión de tu rostro, por qué no me lo quisiste mostrar?

El mozo dejó todo en la mesa y puso el ticket debajo del vaso; un rulo efímero se desprendió del pocillo; detrás del vidrio mojado el pasaje era un hoyo rancio, desnudo. Tomé el sobre de azúcar con las uñas y lo sacudí sin abrirlo y revolví y revolví y revolví antes de tragar el sorbo caliente. Con el sabor dulce en el paladar, en la atmósfera destemplada del recinto nuevamente me atrapó el espiral de tu recuerdo, y me clavó su astilla, por eso bebí de un golpe la primera ginebra. Más tarde siguieron otras. De nada valió la pena tanta bebida, de nada pensar en estúpidas ideas trágicas, de nada romperme los sesos engañando a la amargura con alguna artimaña. Y terminé mal: me sacaron del bar a los empujones, casi borracho. Apoyé una mano contra la pared, llegué a la esquina y cuando escarbé en los bolsillos me di cuenta: no tenía dinero. 

Recordé el trozo de niebla púrpura flotando en la banqueta del rincón agradable de tu dormitorio, mientras la cantante de blues, en lo alto, soltaba la rapiña de su ave negra. La melodía repetida sofocaba. El aire se puso pegajoso con la voz grave surgida de las profundidades, entonando la letra tonta de la historia absurda, y el sonido del bajo no paraba golpear en la membrana del parlante. ¿Por qué anoche te levantabas a poner una y otra vez esa canción? y luego volvías a colocar la cabeza en la almohada dándome la espalda con los labios en blanco. Y yo debía tolerar el estúpido martilleo de la frase del estribillo repetido por el aliento de la mujer desenfadada, el tipo de mujer capaz de avivar los nervios de un hombre débil —un infeliz cualquiera— y jugar con él, como si se tratara de un trapo inútil, sin que a ella se le quebrara una uña.

Pensé en la valija. ¿Dónde estaba? Ah…, sí, en el recibidor mugriento del hotel. Traté de componerme a fin de caminar derecho disimulando los efectos del alcohol. Desde la puerta, a través del vidrio, hice un gesto a la encargada y pude hacerme de la valija, dejé la pensión y me fui a fumar enfrente, cerca de la ochava, para que la insistencia de la brisa terminara de restaurarme.

Y, entonces, te vi. 

Cruzaste hasta el extremo del vestíbulo miserable donde te esperaba un tipo con cara de amargado, barbudo y desprolijo, seguramente soltero, uno de esos habitantes rústicos de las casas de chapa arrinconadas contra el riachuelo pestilente. Casi sin conversar se fueron juntos hacia las habitaciones, por el pasillo, y los perdí de vista, pero la curiosidad me hizo esperar en mi posición de privilegio. Pasada media hora repetiste la operación con un gordo vestido de gris, con pinta de camionero. De la duda pasé a la sospecha. La presunción me irritó y apreté las mandíbulas. El barrigón tardó otro tanto en dejar el lugar y no bien su figura bamboleante se volvió borrosa perdiéndose por el fondo oxidado de la avenida, vos saliste cambiada de ropa, más informal. 

Y, entonces, vi al viejo.

De inmediato tuve un presentimiento: ¿Se trataba de alguien parecido? Me pregunté si esta no sería una copia mejorada de quien andaba por el pueblo con la peculiaridad de detenerse temblando antes de cruzar la calle. O si aquel podría ser su hermano gemelo, bajo y deforme. Pero no, sin duda este sujeto era el anciano enclenque de nariz ganchuda. Aquí, despojado del disfraz, lucía alto, erguido, irreconocible, sabía mostrar su traje con elegancia, agitar los brazos, soltar el humo del habano. 

Se podía intuir, además, cómo te ponía a prueba con el sometimiento de su mirada muerta, fingiendo opulencia, hasta que vos le cedías el último centavo y de golpe la plata caía en el bolsillo de su saco, tan profundo como un lago de goma. Encima, bostezaba con indiferencia ante tu balbuceo, al confesar tus culpas de novia cautiva.

Sí, era él. 

Se trataba del mismo tipo raquítico, a quien por la mañana yo había visto cruzar la calle y ahora, en la antesala, se había acercado a conversar animadamente con vos. Si no fuera por el bastón no lo habría reconocido. ¿Qué hacían juntos? ¿Se conocían? Los vi: le entregaste el sobre y el viejo desapareció por una de las puertas laterales.

Después cruzaste algunas palabras con la encargada y saliste del maldito hotel. Yo miraba el escaparate de la tienda semejando a un terrorista previendo un atentado, de espaldas, ante la inminencia de la explosión. Y desde el reflejo del vidrio analicé el andar de tu silueta. Recatado y furibundo, atento e infame, cauteloso, un cuervo negro, un lobo reteniendo el aullido. Cuando ya te habías alejado lo suficiente te seguí y no lo notaste. A cada pisada el cuero de mis botas crujía soltando cascabeles; yo le rogaba a Dios pidiendo algodones. 

El barrio es minúsculo: un botón, un tarro de azafrán, una moneda. 

Del centro a la periferia hay un trecho corto: se puede hacer a pie; el tendido de los cables telefónicos se vuelve caótico; los postes de alumbrado pierden la vertical; la basura pudre el aire y pica en la nariz. Los márgenes son abyectos, las calzadas se estrechan, en las baldosas se mezclan los orines, se mira a los desconocidos con desprecio. Yo no sobresalgo, tengo el aspecto de estar hecho de una madera similar, con un olor parecido al de los canallas.

Las fieras suelen otear el peligro en los sudores extraños, por eso en el camino me deshice de la valija con mi ropa limpia, en un recoveco o en un baldío desolado, no me acuerdo bien. Después, con las manos libres, me pude mover con agilidad hasta alcanzarte. Te tomé del brazo y en uno de esos vericuetos escondidos te obligué a confesar tu relación con esa gente —los que entraban y salían de la pensión— y logré saber cuál era tu vínculo con el viejo: 

—El oficio de las pecadoras —dijiste con ironía, casi burlándote de mí—. Él me «cuida». En esta cloaca se necesita un hombre protector para trabajar con seguridad. 

Mirá vos que interesante. Pero las circunstancias de la vida son imprevisibles: vos, acorralada, elegiste la franqueza; yo, luego de oír tus excusas, no tuve alternativa. Te abrí la panza con la navaja —de la ingle al esternón— y escondí tu cuerpo entre los pastos, con las tripas afuera de modo que, despacito, se lo comieran las ratas, empezando justamente por ahí, por el relleno blando. 

Desde el principio debiste haber sido sincera conmigo. Así como la mentira puede esconderse en el silencio, la periferia tiene su lado discreto. Si se comete un crimen nadie ve, nadie oye, nadie habla. Azul profundo, le dicen. Eso sí, a la larga, uno pasa a ser un integrante del cosmos de remeras agujereadas y oficios indecentes. Por eso me tuve que cargar también al viejo. Debía ganarme el respeto. Ahora yo uso el bastón negro y tengo mi propio harén de prostitutas. Vivo aquí y no quiero pensar en sacar un pasaje en micro e irme a cualquier parte como cuando estaba tan confundido, tan enamorado de vos.


Este cuento, publicado en la revista literaria "La ignorancia" (ESPAÑA, trimestral, Nro. 30 - Página 28) pertenece al libro Azul profundo.

El óxido de las hojas

 


Durante los últimos días el cordón de la vereda y parte de la calle estuvieron cubiertos por las hojas marchitas del plátano. Es un árbol viejo, todos los años desprende hojas de cinco puntas, amarillas, ocres, a lo sumo marrón claro, tirando a canela. Todavía siguen cayendo algunas de color rojo, un color insólito. Estamos a fines de mayo y se supone que las ramas ya deberían estar peladas. Sin embargo, este año se está comportando de un modo extraño. 

En esto estaba pensando Ulises cuando en un sobresalto oyó gritos. Llegaban nítidos: un hombre y una mujer discutían. Apenas se elevó el escándalo, en el departamento de al lado, apagó todas las luces del suyo y se dirigió al dormitorio por donde con estridencia se metía esa furia generada en la zona posterior, pues la vivienda de la vecina y la suya están enfrentadas, separadas por el pozo de aire del edificio, a diez metros una de otra.

A oscuras, por lo tanto, se arrimó al costado de la ventana de la pieza. En medio de la noche no lo podrían ver. Escuchó los insultos desaforados de él y los alaridos de ella y por curiosidad quiso entender los motivos de la riña, pero sin asomarse. Prefería no ponerse en evidencia ante esa inquilina tan complicada con la cual había mantenido ciertas rispideces durante las reuniones de consorcio. 

Se arrodilló en el piso y, agachado, se deslizó oculto por las sombras. Con los cortinados descorridos y los paneles vidriados del ventanal de su cuarto abiertos de par en par, pudo ver, afuera y en lo alto, un pedazo de luna recortada en el fondo del cielo, y adentro, en la penumbra, un rectángulo opaco en la pared opuesta, camuflado detrás de la cama. Con seguridad la vecina también tenía las cortinas abiertas y de allí venía ese reflejo pálido.

Por disimulo no se levantó. De hacerlo, dada la proximidad, hubiera visto la escena con nitidez. Sin duda vaciló entre la atracción por lo morboso y el temor a ser descubierto, pero lo ganó la vergüenza de ser sorprendido en la ridícula posición de quien espía. Por eso usó otra estrategia. Fue hacia el baño, trajo un diminuto espejo de colgar y se acomodó en el mismo sitio. Entonces, sentado y con la espalda apoyada en la pared, debajo del alfeizar, lo alzó con cautela por encima del marco inferior de la abertura. De este modo permanecería encubierto. Ninguno de los dos podría advertir que él los observaba. Y menos aún, extraviados, en medio de la discusión: una pelea feroz de una violencia inusitada.

Se mantuvo quieto. De repente, un ruido desconocido lo llevó a contener la respiración. Orientó mejor el espejo. La cabellera de la vecina, larga hasta la cintura, se movió como si una ráfaga de viento la hubiese tomado por sorpresa: el dorso de la mujer impactó de lleno en la amplia reja de la ventana. El sacudón había sido violento. El sonido seco del choque de la cabeza contra las barras de hierro forjado parecía indicar la rotura de algún hueso del cráneo. El torso se volcó de costado, sobre un mueble, dejando expuesto un lamparón de sangre a lo largo del brazo. La mano masculina la arrastró por los cabellos al ambiente contiguo y la arrojó en el balcón en voladizo que daba al mismo pozo de aire del inmueble, cerca de la baranda. El puño del tipo se alzaba y bajaba con la energía de un martillo destrozando un piso de hormigón. Recién dejó de golpear cuando la vecina soltó el último chillido y se convirtió en una muñeca muda, inmóvil, dislocada, inútil, extinta. Al rato se escuchó al hombre salir dando un portazo. 

Sin desearlo, Ulises había sido el testigo de un crimen, pero en ningún momento le pudo ver la cara al asesino. En cuclillas, no por las dudas sino apresado por el pánico, se desplazó hacia la entrada y salió al pasillo. Bajó por las escaleras, en puntas de pie para no hacer ruido, hasta llegar a la planta baja. Agitado, accionó el picaporte de la puerta principal huyendo del edificio sin prever lo que le esperaba afuera.

Fue apenas un soplo. Lucas, el psiquiatra, lo llamaba infarto instantáneo de la mente. 

Ulises había sentido la burbuja de amnesia enloquecida en medio del cerebro, como si fuese el globito bailoteando en la ampolla de la regla de nivelar, puesta sobre una superficie movediza. Por desgracia, le ocurría inevitablemente al salir o entrar del poco iluminado pasillo del departamento. Estaba acostumbrado a ese apagón del pensamiento apenas perceptible. El breve desajuste de sus neuronas, en un destello de la conciencia, le cercenaba la franja nítida del pasado reciente. 

Pero… ¿Quién era Ulises J. Barreña? 

Seguramente un hombre de ninguna importancia, de espíritu paciente, quien soportaba con facilidad —en apariencia— las humillaciones persistentes a las cuales lo sometía su mujer en los detalles cotidianos desde el primer día de casados. Ahora, con cuarenta años cumplidos, el oscurecimiento súbito de la memoria en el pasillo, lejos de ser un trastorno era una defensa: la mitigación del desprecio; el bálsamo contra la burla, el menoscabo, el oprobio. Borraba, al menos un corto tramo de la historia insignificante de sumisión y acatamiento padecidos entre las cuatro paredes de su casa. 

Ya en el exterior, notó cambios: no era noche de luna, sino un atardecer de luces funerarias. Una tela de color miel, envejecida, misteriosa. El tiempo parecía haber retrocedido unas horas; el cielo asustado movía hacia el norte sospechosas formaciones moradas; una garúa fina trazaba líneas veloces; una nube incompleta se había detenido justo encima de él y lo mojaba. Una tarde de perros. 

Un remolino alzó las hojas de los plátanos aglutinadas en el cordón de la vereda hasta los balcones del sexto piso y las dejó ahí, colgadas en los barrotes simulando murciélagos rojizos, dispuestos patas arriba, con las alas exhaustas, satisfechos, recién alimentados. Las gotas delgadas de la llovizna, esforzadamente y con esmero, se enamoraron de la savia sanguinolenta de las hojas y no tardaron en bajar en surcos verticales desde lo alto del muro, en pleno crepúsculo. Todo el edificio aparentaba estar cubierto por la metástasis de un sistema circulatorio en agonía. 

Ulises, quien observaba con curiosidad las distintas tonalidades de la sangre —desplegadas en un abanico del ocre al bermellón, según la incidencia de los escasos rayos de luz—, volteó y se dirigió a la plaza. 

En el trayecto la atmósfera volvió a cambiar. La lluvia se detuvo; las nubes se agotaron; el golpe de una neblina densa opacó la visión de todas las cosas y, poco a poco, se fue atenuando, aunque no completamente. 

El aire, por encima del largo paredón de hipódromo tenía un poderoso olor a gramilla mojada, a cuero húmedo y excremento, a crines sudorosas, a establo y alfalfa. 

Desde ambas aceras, las hileras de plátanos coronaban sus ramajes en un arco ojival; la avenida, casi un túnel, estaba cubierta por la hojarasca del oficio paciente del otoño. Al pie de los troncos de los árboles el pasto todavía no había evaporado las gotas de agua.

Ulises eligió al azar una hoja marchita de color rojo y la levantó. Era una chapa de hierro recortada, rígida, antigua. Al despegarla de la tierra floja, el borde filoso y la aspereza del herrumbre le trajo el recuerdo vago de una noche violenta. 

Al contemplar el reverso, vuelta por completo, pudo palpar mejor lo que en un principio le pareció una baba viscosa y al final resultó ser una capa de sangre caliente, recién salida de una vena rota, como la mancha en el cuerpo de una mujer asesinada miserablemente. 

El miedo lo hizo retroceder, se tropezó y cayó de espaldas perdiendo el sentido.

Cuando volvió en sí estaba tirado en la entrada del edificio. Se incorporó con dificultad y, aturdido, se pasó la mano por detrás de la cabeza buscando el origen de un dolor, palpando por debajo del pelo. Tocó un bulto en la nuca y lo atribuyó a un desmayo seguido de una caída en el piso. Luego, sintió otro dolor, intenso, anterior al primero. Tenía el puño lastimado y manchas de sangre en la zona del cinturón, cerca de la hebilla. Después, andando por la vereda, mientras se sacudía los pantalones, se dio vuelta para observar si alguien había reparado en su desvanecimiento. Por suerte no vio a nadie.

Ya más tranquilo, puesto a pensar, se preguntó si la huida era sólo un acto de cobardía o se le podría acusar de algún delito por ser testigo de un crimen. Luego de una larga caminata se sentó en el banco de la plaza frente al gran cantero de lirios y azucenas tristes ubicado en derredor de la fuente. La luz del farol del alumbrado alcanzaba a los chorros de agua dándoles un aspecto pacífico y encantador; la noche caía sobre las cosas del mundo; el tiempo, con meticulosa dedicación, recobraba sus pasos perdidos. 

Así estuvo largo rato con la mente en blanco, en medio de la serenidad de los detalles de la naturaleza, rodeado de los colores variados de los árboles vencidos por el otoño, contemplando en la lejanía a un hombre solitario tomando un café en el bar, al costado de la estación de tren. En ese momento el asunto más importante del cual se ocupaban sus pensamientos, sentado ahí, era el efecto del paisaje filtrado por la mirada del arrobamiento, depositada sólo por placer, en el techo a dos aguas color verde con cenefa en forma de serrucho, dejándose llevar por el goce de ver el abrazo de la neblina, alrededor de la caseta elevada del guardavía. Pero al mismo tiempo, esta imagen en apariencia desoladora, sin figura humana ante sus ojos, lo sumía en una terrible desesperación.

Tras los vidrios oscuros de la garita, tan poco iluminada, Ulises imaginó la presencia de alguien vigilando con una pena inmensa el tránsito de los trenes. De Retiro a vaya uno a saber dónde. Trenes que aquí no paraban nunca, siempre de paso, trenes que llevaban en su interior unos pocos pasajeros con la congoja en sus corazones, agobiados por el tedio de la rutina del viaje, con las pupilas duras y fijas detrás de los cristales empañados, viendo caer, con resignación, las gotas de llovizna fría atravesando el aburrimiento, mojando las superficies de las cosas, ilustrando con ribetes brillantes las hojas oxidadas de los plátanos para luego terminar aplastadas o muriendo de hastío en los rincones de la hora melancólica.

Pero no bien retiró la vista de la estación de tren y se volvió hacia el parque sintió algo similar a la delicia de los aromas de los hogares constituidos con orgullo, aspirando la brisa fresca y oyendo a lo lejos, en sordina, las voces de los chicos jugando en algún lugar, entre las plantas, las fuentes y las estatuas, chicos felices cuyos gritos de alegría podía oír con nitidez. Y olió a heno seco y a pájaros acurrucados en los nidos escondidos del follaje.

Al rato se levantó y regresó, por las calles sin transeúntes, envuelto en un espíritu parsimonioso, parecido a la dicha, hasta encontrar las puertas del edificio, el cual presentaba un aire familiar y acogedor como nunca lo había percibido. 

Y entró. 

Ya en el sexto piso, al salir del ascensor, sacó el llavero. Anduvo un trecho por el corredor y abrió la puerta. La burbuja de los olvidos le sacudió el cerebro de un lado a otro, le zamarreó la memoria, casi desestabilizándolo, al detener la estela de su caótica y reconocida oscilación en un punto preciso de la realidad. El departamento permanecía a oscuras. Encendió la luz y la visión lo paralizó. Su mujer estaba tirada en el suelo del balcón, cerca de la reja. Una amplia mancha de sangre bajaba del cuello a lo largo del brazo; el cuerpo yacía en medio de un charco rojo. Más tarde, cuando llegó la ambulancia, Ulises preguntó y el médico respondió con precisión: «Está muerta». 

Fueron muchos quienes aseguraron haber visto a Ulises tirado en la vereda aquella jornada de fines de otoño. Eso lo asombró. En esa oportunidad, al levantarse y mirar atrás, él no había observado a nadie. 

Unos insistieron en destacar su actitud temerosa, la forma excesiva de disculparse, casi ridícula, intentando disimular con torpeza el refinado sarcasmo con el cual lo hacía. Sin duda era una postura, dijeron, la típica expresión de quien se empeña en la farsa. Y recordaron, en él, el exagerado afán de quien no desea ser descubierto e identificado, haciendo sonar ansioso las articulaciones de sus dedos, listo para estrechar la mano de un desconocido ante un ademán de amistad, o de soltar una risita a cualquier mirada a punto de insinuar la voluntad de socorrerlo. 

Otros, por el contrario, lo vieron impasible y antipático, al incorporarse, apoyando el hombro en la pared, todavía tembloroso, confundido aún, y luego andando con pasos indecisos, mirando hacia todos lados, husmeando en busca de ojeadas furtivas. Quizás estuviese borracho, dijeron, o tal vez iba perdido en el luto sentimental de algún desplante inesperado, condensando esto y aquello en una sencilla sonrisa, con la mueca involuntaria en los extremos de los labios. 

Él, en cambio, no recordaba haber visto a ninguno de estos testigos que lo incriminaban de modo tan injusto. Más adelante, no pudo evitar las noches de insomnio debidas a los agravios y a la tragedia del luctuoso acontecimiento, y mucho menos imaginar la inusitada acusación de la familia de su mujer, al postular que él mismo, Ulises J. Barreña, era el asesino.


Este cuento pertenece al libro Azul profundo.

Relojes de cera

 


El pintor está en el taller y el rayo de luz en el vidrio de la ventana le molesta. Admira a Dalí. Y tanto lo admira que ha adoptado como nombre artístico Salvador D. Así, sin apellido (en todo caso la letra «D» es el apellido).

Atraviesa los amplios espacios del atelier y corre la cortina. En un momento colocará el pincel exactamente en la esquina superior derecha del lienzo imprimado y lo hará con un trazo azul. Tratará de volcar en el paño la imagen de la pesadilla nocturna antes de que se desvanezca en la tiniebla de su recuerdo. Porque anhela la gloria de ser un artista del surrealismo, un alumno entusiasta buscando cuajar sus sueños en la tela.

Al otro lado del poblado costeño hay una construcción de paredes blanqueadas a la cal, con un techado rojo, casi al final de la calle en declive hacia la playa. Consta de dos plantas independientes. 

La planta baja tiene un vestíbulo en la fachada con una puerta de tableros de roble. Ahí dentro reside una familia feliz. Todos están en plena actividad porque van a pasar el día en el mar. La madre llena el termo en la cocina, el padre transporta bolsos al baúl del auto y los chicos se colocan refulgentes trajes de baño. Son tres hermanos: el menor, de cuatro años, lleva una pala para cavar en la arena.
 
La planta alta ostenta una gran habitación con vista al infinito —sobre el acantilado— y se accede a ella desde la vereda, por una escalera lateral revestida en lajas grises. Allí, una joven vive sola. 

La joven —enamorada del pintor— ordena la ropa de cama, riega las plantas del balcón y luego se sienta en el sillón a leer un libro. Tiene tiempo, va a descansar. Más tarde saldrá a pasear con su enamorado por el camino angosto de la bahía. Se pone un vestido suelto, gira para ver cómo ondea la puntilla de la falda, se acomoda el pelo frente al espejo y sonríe. La casa es luminosa y en la atmósfera placentera no hay indicios de la inminencia de drama alguno. Nada hace prever que la serenidad del verano y la algarabía de los veraneantes de la costa se vea alterada.

Salvador, aunque últimamente está durmiendo mal, disfruta retocando la figura del cuadro. Todavía no sabe de qué se trata, agrupa colores sin ningún plan previo. La libertad de crear consiste en eliminar los impedimentos de la razón y los obstáculos de la consciencia. Conseguir este estado exige cierto esfuerzo intelectual. El fastidio le tensa los músculos del cuello. Deja la paleta junto a los pomos de óleo, se dirige a la cocina y explora la alacena en busca de algo, algo que parece estar bien escondido porque le cuesta dar con él. 

Arrima la banqueta para acceder mejor y poder ver en el fondo de los estantes. Sin embargo, no logra su propósito. A punto de perder el equilibrio se toma de la parte superior del mueble y evita la caída. La paciencia se le agota y da un golpe de puño contra el listón de madera. Alza las cejas y se aprieta las sienes. Abandona el taburete y se introduce en el dormitorio. 

Al lado del cenicero de plata alemana apoyado en la mesa de noche hay varios sobres, sobres cuadrangulares de papel plegado. Elige uno de ellos y derrama el contenido —una sustancia blanca— a lo largo de una placa de vidrio. Coloca un tubo delgado en una de sus fosas nasales y aspira el polvo. Tose. Se refriega la nariz. Abre y cierra los párpados y, a grandes pasos, vuelve al pie del caballete. Sigue trabajando: ahora con más energía y decisión. 

Los dibujos del pincel realzan los contornos. Las formas, antes difusas, se transmutan en una configuración de entes reconocibles. Salvador D. tiene el rostro despejado y sonríe frente a la imagen creada. Es un reloj extraño de cuadrante ovalado, puesto de espaldas, en el extremo de un plano horizontal. Se distinguen las agujas y los números romanos. Gran parte de la carcasa, de color rosa fuerte, descansa sobre el mantel; el resto, cuelga sin apoyo hacia abajo, por efecto de la fuerza de gravedad. Parece un medallón de un material maleable. Se diría que se trata de un reloj de cera blanda al filo de una mesa. 

A pesar de lo absurdo de la figura obtenida, el pintor no se alarma. Por el contrario, replica al lado un reloj similar, aunque de una tonalidad distinta. Todo el conjunto da la sensación de ser una composición onírica. Alguien podría encontrar allí una sugestiva similitud a La persistencia de la memoria, de Dalí, pero Salvador D. sabrá explicar la enorme diferencia entre la obra del maestro catalán y la suya. Se siente un dios ante el alumbramiento de su creación. Las agujas de sus relojes no se mueven: ha cumplido la proeza de evitar el discurrir del Tiempo. Su semblante brilla de jovialidad, es indudable, pero por dentro, a pesar de su extremo nerviosismo, no presenta el aspecto de un hombre exaltado. 

Un hilo de luz se filtra con opacidad por un pliegue de la cortina. La tarde languidece, avanza la penumbra.  Tiene una cita con la chica que vive cerca del acantilado. El pueblo es minúsculo, cabría en la palma de una mano, la caminata hasta la casa de techo rojo le llevará menos de diez minutos. Vuelve al dormitorio y aspira con el tubo liso otra línea de ese polvo, blanco como el talco, tendido sobre la placa de vidrio. El golpe en las arterias del demonio severo es inmediato. Espera a que el impacto inicial se atenúe y, ya repuesto, cuelga el guardapolvo, manchado de óleos y acuarelas, en el perchero. Se desviste y se baña. Después se pone ropa limpia y sale a la calle. Lleva un sombrero claro de ala ancha. 

El pintor es un muchacho alto. Camina por las callecitas en pendiente; asciende y desciende por los declives suaves. Su andar erguido sugiere el carácter de un alma tranquila, incapaz de cualquier arrebato. Sin embargo, en su mente danza la euforia de la sustancia blanca. Por ahora logra reprimir esa sublevación interior: no se ve plasmada en su rostro impasible. Pero de un momento a otro, puede quebrar la realidad de las cosas. Porque la telaraña del cerebro humano es capaz de trastocar el orden en caos y el júbilo en tragedia. 

La chica, en el otro extremo del vecindario, abandona el libro y vuelve a mirarse en el espejo. La felicidad no le cabe en las pupilas. Las gaviotas vuelan en círculos y sumergen la cabeza en las olas, en un par de horas el verano se hundirá en el horizonte, el sol se ha corrido a una esquina del cielo y las sombras del caserío se alargan ondulando el empedrado. La brisa baila en los maceteros. El fresco del viento salado entra por los balcones. Ella aguarda envuelta en pleno regocijo dentro de la casa de techo rojo. Imagina una caricia, un brazo alrededor de la cintura, la voz cálida del hombre con quien va a mirar desde sus ventanales la puesta del sol. Y el muchacho le va a contar cómo transcurre la maravillosa vida bohemia de un artista plástico. 

En la planta inferior hay movimiento. Llegan de pasar la jornada en el mar. El padre estaciona el auto y descarga los bolsos. El bullicio retumba en las paredes recién pintadas de las habitaciones. La madre da órdenes. Las ropas mojadas caen, los granos de arena se desparraman en la alfombra, el niño de cuatro años llora. Se escucha correr el agua en el baño y se enciende el televisor. La casa resuella en el esplendor del verano, el fuego silba en las hornallas, chocan vasos, cuchillos, platos y cacerolas. Poco a poco el ajetreo va mermando en la jornada feliz, y se desliza hacia los preparativos de la cena, mientras la serenidad desciende de los tejados y se derrama sobre los canteros. Los chicos —incluso el menor de ellos— descansan echados en los sillones. El agobio presiona agazapado en las esquinas del pueblo exigiendo la muerte del día. Pero no hay presagios, aún, de ninguna muerte.

Se escuchan pasos, golpes de suelas de cuero grueso. Los zapatos de un varón suben por los peldaños de piedra y un nudillo huesudo toca a la puerta de la casa de la planta alta. La mujer enamorada abre. Tiene una coronita de lilas atada en el pelo y un vestido de color rosa fuerte. Los dos pasan a la habitación grande: los ventanales bajan hasta el piso con una dilatada vista al océano. Ella aparta una de las hojas vidriadas. La brisa salina alivia el calor. La chica sale al balcón —casi una cornisa: un plano en voladizo sin rejas ni baranda—, se sienta en el borde y mira el paisaje marino dejando las piernas colgadas al vacío. El muchacho se acerca, la sensación de libertad que lo recorre quizá podría despertar su inspiración de artista, pero en su entendimiento de pintor, acostumbrado a dejarse llevar por los senderos alejados del juicio, ocurre otra cosa.
 
Recuerda que él —Salvador D.— ha detenido el Tiempo en el cuadro de su atelier. Y esa ensoñación lo sume en un sopor potencial de creatividad, ya no ve a la joven como tal, la ve de otro modo. La asociación libre de sus pensamientos flota por encima de las cosas concretas. El marco del ventanal se transmuta en los bordes del lienzo, el vestido rosa se funde con la imagen del cuadrante del reloj de cera. El mar y el cielo son tan amplios. Se libera de todo compromiso de los sentidos que le condicione la idea y trabaja en su obra maestra. 

El artífice, ahora, camina por el borde de la cornisa abriendo los brazos, quiere llamar la atención de su chica, extravía la noción de la realidad y queda a merced del subconsciente. Alarmada, ella dice: «Salvador, no me agrada este juego peligroso». Se incorpora y lo toma de la manga. Pero es tarde. Él pierde el equilibrio, se inclina, se despeña. Y ella, un instante después, aferrada a ese brazo —que debió haber rodeado románticamente su cintura— lo acompaña en su caída. Ambos, sin sostén, irremediablemente se desploman: dos pájaros de acero perforan el oxígeno en un descenso vertical que no concluye nunca. A continuación, otro cuadro comienza a pintarse solo: la arena dorada se atiborra de huellas de pies desnudos; un grupo de curiosos veraneantes se aproxima al sitio del accidente; un acantilado se tiñe de rojo; una mujer infeliz yace invertebrada copiando las formas caprichosas de las piedras del arrecife; un hombre se hunde, y más allá, una ola en retirada lo rescata, lo hamaca en la superficie, le sostiene las mandíbulas abiertas, le permite respirar el aire azul, le ofrece el espacio para abrir y cerrar los pulmones con el ritmo sereno de los seres vivos, y al rato, lo deposita en la playa, lejos del lugar. Es el pintor, quien aún atontado, pero con la lucidez de los locos, lamenta la profunda pérdida de la chica enamorada en este crepúsculo triste. Hay hilos granates entre los riscos filosos coloreando la espuma blanca de las olas. La rompiente moja, limpia, disimula, diluye el tono bermejo y se retira mar adentro; el agua escapa de los escollos, calla el rugido, aplaca la furia, y se retuerce en un rulo en busca de lo profundo. 

¿Por qué existirán tardes tan viles que laceran la promesa de una existencia feliz? ¿Por qué se ausenta la bondad cuando más necesaria se hace su armonía en este atardecer maravilloso? ¿Quién trama desenlaces tan crueles? ¿Quién trabaja con tanta perversidad incidiendo en el natural devenir de los sucesos? No sabemos. Dios cuida del buen obrar de sus criaturas y derrama buena ventura sobre sus vidas. ¿Entonces, a quién se debe semejante infortunio?

Meses después, la obsesión por el Tiempo del pintor será reemplazada por horrendas pesadillas. La culpa crecerá en el interior de Salvador D. como una marea oscura. Durante sus días cargará sobre su espalda una bolsa de rocas. La justicia no emitirá condena —no hay criminal ni víctima— pero el desgarro emocional le abrirá las entrañas y no le dará descanso. 

La vida del artista se irá apagando, lejos de lienzos, óleos y pinceles. Sin banales preceptos para avivar la imaginación no recordará sus robados relojes de cera, los sueños se convertirán en su verdugo implacable y de ahora en más Salvador D. soñará con el alivio de una soga que lo redima, de una soga tirante alrededor del cuello que empuje con fuerza hacia lo alto.


Este cuento, publicado en la revista literaria "La ignorancia" (ESPAÑA, trimestral, Nro. 28 - Página 40) pertenece al libro Azul profundo.