El escape



Era un miserable peón leñador y la soledad del monte le había embrutecido el alma. La codicia de ser libre —y embriagarse en la contemplación de la vastedad del mundo— lo decidió a escapar de este obraje vegetal, la selva de quebrachos del Chaco interminable. 

En su huida, había robado una bicicleta y un pequeño alambique de cobre que amarró detrás del asiento, con una atadura de alambre. 

No bien la claridad pintó su pasta ceniza en el cielo sobre la línea del horizonte, ya tenía desarmadas las lonas de la carpa. 
Ahora pedaleaba con desesperación por la huella de polvo de la llanura, más allá del bosque. El capataz y sus hombres, seguramente, lo estaban persiguiendo, pero tenía fe en sus fuerzas; en un día a más tardar llegaría al otro lado del río y estaría a salvo. 

Luego de vadearlo entraría al pueblo. Alguien le contó que era un puñado de casas apretadas a lo largo de la costa y le dijo que tenían las paredes pintadas de colores refulgentes. Él imaginó, entonces, el bullicio de voces en las calles estrechas y los ajetreos de los carros. El puño desconocido de la dicha le apretó el alma, le latieron las sienes. La fascinación de la libertad le infló las entrañas.

Cargaba una rústica mochila con sus cosas: la manta, un trozo de pan, un cuchillo. Nada más. Su cuello rojo era un cuero curtido por la brisa caliente. 

Le habían contado que el mar era como un cielo azul, pero acostado, que empezaba donde la tierra se hundía. Esta imagen le iluminaba los ojos, le alimentaba la imaginación, le tensaba la ansiedad. Si bien no iba hacia allí, sabía que las chatas ancladas en el pequeño puerto fluvial zarpaban llevando troncos hacia el océano. Y, tal vez, podría buscar trabajo en alguna compañía naviera y embarcarse para ver ese confín azul del que le habían hablado.

Cuando se hizo de noche, antes de hacer el último acampe, vio la curva de la orilla y la superficie acerada del agua. Estaba agotado. Resolvió completar el trecho final a la mañana siguiente; faltaba poco para estar fuera de peligro. Sacó la botella, tomó un trago de aguardiente y se quedó dormido sin armar el toldo. Bajo el frío resplandor de las estrellas se abandonó a su primer sueño inmaculado.

Las voces lo despertaron al amanecer. 

A lo lejos, entre la polvareda, divisó un apretado retén de guardias armados de la empresa forestal. Se levantó. Aunque el miedo lo hizo tropezar, montó la bicicleta y encaró hacia la parte más estrecha de la barranca. Cuando empezó a pedalear sintió el estampido, después la quemazón y luego la caída. 

Una tenue desazón se instaló entre los pómulos de su rostro cetrino al ver el color granate de su propio charco. Luego, por fin, una sonrisa incompleta quedó colgada de la comisura de sus labios. 

Estaba muerto, pero la mueca, el pecho soberbio y los ojos abiertos mirando en dirección del río, daban la sensación de que ese hombre se había ido de este mundo arrastrando consigo la felicidad completa.



Este cuento fue publicado en las revistas literarias "Íkaro" (COSTA RICA, febr. 2019), "El Narratorio" (ARGENTINA, Buenos Aires, mensual, Nro. 53, pag 38) y "Vestigium" (MEDIUM, ago. 2020).