Un sueño para Daisy

 



El Grencho estaba con la cabeza volada. Apoyó la oreja sobre el riel para escuchar, para discernir de qué punto cardinal soplaba el viento frío de esta mañana de invierno. Miró los vagones alineados entrando a los andenes por la otra vía y pensó en gusanos. Las pastillas que le habían dado los pibes eran pura basura y en vez de ayudarlo a subir le masticaban más las neuronas.

El nudo de la soga atada dentro del pecho le impedía espantar las arañas que le caminaban por el cuello. El cielo ardía, en el crepúsculo de sangre, con su cordón violeta enredado en la placenta. La alegre figura de Daisy no aparecía ni a través de los perfiles roblonados del puente de hierro del ferrocarril, ni bailando encima de los tambores de pintura amarilla, ni reclinada contra los portones de la estación Saldías.

El cielo de Buenos Aires se había puesto duro como el acero templado. Amenazaba lluvia, pero el Grencho intentó estirar la hora y decidió demorarse un poco antes de regresar a la vivienda: un vagón estacionado en la vía muerta, donde se quiebra la calle Mugica, cerca del pequeño santuario con cintas y banderitas rojas del Gauchito Gil.

Las nubes, por otra parte, parecían un escuadrón de demonios, lo cual no ayudaba en nada, al contrario, empeoraba el estado de angustia del Grencho. Él quería estar con Daisy, hurgar en el calor del escote tibio, pedirle que le cante una canción para dormir. Y se distrajo. Pisó justo en el borde de un durmiente y se desbarrancó por el terraplén de balasto. En la zanja había agua estancada y se embarró el pantalón. 

De repente un traqueteo metálico en aumento lo atravesó con la melancolía repetitiva del vicio y no quiso ponerse de pie hasta ver pasar a su lado, en el desvío de los rieles, la cola de un tren entrando despacio a la estación Retiro del ramal Mitre. Trató de permanecer quieto, sin moverse, porque si bien todavía estaba bajo el efecto de la pasta base conservaba un resto de sensatez y pudo advertir el peligro de estar tirado entre las vías. Se puso a llorar, emocionalmente impredecible, y al dar la vuelta con cautela consiguió la vertical tambaleando como un borracho. 

Advirtió que tenía hambre. Desde una de las ventanas de las casas apretujadas contra el alambrado llegó a su nariz un aroma a verduras cocidas. Su última comida había sido la hamburguesa que le habían regalado al mediodía en la terminal del subte C. 

Por una tosca asociación espacial oculta en un hoyo de su cerebro, recordó la tarea pendiente de ir a la Plaza Británica a rescatar el colchón tirado debajo del olmo, cerca de la Torre de los Ingleses. Pero, además, no debía olvidar la frazada; las dos cosas eran importantes. Entonces un razonamiento fugaz lo estremeció con rapidez. La distancia entre el olmo y el vagón era la misma que entre la vida y la muerte. 

Diminuta como un gramo de ferocidad, una descarga nerviosa le oscureció la mente. Un remolino interno se impuso con autoridad dispuesto a descubrir el dolor de su pasado. Empezaba a pensar a la velocidad de la luz, estaba bajando y tuvo la sospecha de la aparición repentina del mal humor, por lo cual, con violencia, dio un manotazo al aire espantando los recuerdos. 

Levantó del piso un recorte de diario. En Siria los misiles alzaban los chicos al cielo. Sintió lástima porque acá el hambre y el frío los dejaban secos en las ochavas. Al rascarse la cabeza una ráfaga de viento helado le encogió los hombros y se tomó del muro con una mano y con la otra se cerró la campera. Dejó atrás el puente de hierro y, ya sobre Mugica, caminó apurado hacia la salida. 

Empezó a anochecer y el Grencho recién estaba pisando el borde norte de la plaza, por el costado del quiosco de panchos. Retuvo el bollo de miedo acumulado en la garganta. Daisy decía que sentía algo parecido al escuchar los blues de Snowy White. Pero esto fue diferente, las arañas desaparecieron y llegaron los insectos a girar en círculo en su cerebro.

Cuando estuvo al lado del colchón escuchó el estampido de un trueno y miró al cielo. Si no conseguía más paco, esta noche iría a robar un poco de pegamento al galpón ferroviario de Saldías, donde, con los pibes de la Villa 31, ensayaba los pasos de la murga. 

En un brote de ternura recordó a su maestra de primer grado. La señorita Matilde lo había visto entusiasmado en una clase de Historia Argentina y le había regalado la galera de cartón y el uniforme de soldado patricio hecho en papel crepé. Con ese disfraz bailaba en la comparsa y era feliz. Después de tanto tiempo, se entretenía en pavadas como esta o en la contemplación de las catenarias suspendidas de los postes de señales. 

A Daisy la había conocido en el Pirovano cuando ella perdió el bebé y a partir de ese momento no se separaron más. A él le dieron de alta cosido y vendado porque le habían abierto la panza de un navajazo. Ahora, con todo cambiado, las constelaciones de su firmamento se encogieron en su memoria. En la turbiedad de su conciencia apareció la fotografía de aquella mañana trágica. Una formación del Belgrano Norte, entrando en Retiro, había sufrido un accidente. El saldo: una mujer muerta. Daisy no regresaría más al reino de los rotos, al universo de las almas grises.

Todo esto lo pensó en el viaje de regreso. Le había costado mucho esfuerzo traer las cosas a la rastra desde la plaza hasta acá. Acercó la colchoneta, la subió al furgón y pensó en la noche que, junto a Daisy, planearon el gran viaje. La idea era salir desde Constitución, en esos trenes nuevos pintados de celeste y blanco, para ver el océano. 

El Grencho dio vueltas y vueltas. Metió las manos en los bolsillos buscando la última dosis del día. Aspiró. En medio de la culpa por no haber podido concretar el sueño del viaje en esos trenes nuevos, deseó oír la dulce voz de Daisy o adivinar su silueta radiante detrás de la luna mágica, o de la estrella cenicienta de su mundo inalcanzable, y por primera vez tuvo un gesto de entereza. 

Y no lloró.



Este cuento publicado en la revista digital "El Narratorio" (ARGENTINA, Buenos Aires, mensual, Nro 62, pag 146), pertenece al libro La rotación de las cosas.



Dos noches

 





Afuera llueve desde hace dos noches y el agua le da brillo a las baldosas y a los troncos de los árboles. Dentro de alguna de las casas de esta ciudad enorme estarás frente al espejo seco de tu cuarto silencioso, mientras las gotas salpican los vidrios de tu ventana triste.

Mi lápiz raspa el papel como una jeringa ciega, y yo, volando por razones errabundas, me demoro con la cabeza tumbada sobre esta mesa melancólica, mientras apoyo la yema sobre el extremo romo, sobre el extremo mudo del prisma de madera azul, sin entender qué debo escribir ni cómo expresar el deseo de verte. 

Esmerada en inflamar mi memoria, tu figura danza en mis recuerdos huérfanos como una llovizna fría. Tu rostro apenas es un óvalo de perímetro difuso. Aún no nace la humedad de tus labios; no se resuelve con claridad el recuerdo perfecto de tu aroma gris. En mi interior hay un tironeo feroz por apropiarme del dibujo filoso de tus rasgos y por recuperar la cercanía de tus ojos exiliados.

Entretanto el viento sacude las hojas mojadas, yo, acotado en la oscuridad de mi cuarto roto, te imagino tremendamente lejos de mi reclusión en esta cámara ciega. Afuera llueve y no me atrevo a salir de la celda brutal del desarraigo, con toda la ausencia que hoy nos separa.


Este relato pertenece al libro todavía no publicado Lana hueca.

Dorian



La línea del horizonte no dejaba de temblar por el calor y el sol ardía en su cebolla de oro fundido por encima de las ramas de las palmeras. Sin nubes, la atmósfera se volvía intolerante ante la proximidad de la estación de las lluvias. En cambio, adentro del cuarto, una lámina de aire fresco escapó por la espalda de los muebles apretados y declinó un poco acompañando la respiración de la casa. 

María se acomodó el cuello de la blusa y alzando los hombros terminó de atar su larga cabellera con una cinta azul y la enroscó en un rodete macizo por detrás de su cabeza. Lo hizo todo sin hablar, tal vez por moderación, con el erotismo perfecto del momento. Fue su modo de equilibrar la amenaza que presionaba desde arriba a las viviendas bajas del pueblo. Se cruzó de piernas y Juan fantaseó con la desnudez interior de los muslos ocultos debajo de la pollera de colores y, de inmediato, imaginó el calor intenso del pubis, la humedad, el íntimo roce del vello apretado contra la tela. 

Ese complejo de sensaciones lo remitió al fascinante sentido del tacto, casi dormido en el humo del gineceo límbico de la memoria. Al dar a luz, su madre había sido la primera en acariciar su piel, no bien él dejó en silencio el útero penetrando en el canal vaginal, aún unido a ella por la vena que lo alimentaba con la savia de la placenta. Y sintió, no sabría decir por qué, un poco de vergüenza, como si en el contacto carnal con ella hubiese cometido un pecado. 

Eso sintió, pero nunca se lo mencionó a María. 

Entre ellos los elementos de la intimidad eran parte de un misterio de felicidades inesperadas. Para los dos la vida cobraba plenitud, dondequiera que fuese, a partir del encuentro de sus cuerpos. Por ejemplo, se ponían de acuerdo y sugerían una excursión a pie por el contorno plateado de la bahía. Descendían la pendiente con calma, ahorrando energía en el balanceo de los brazos, transpirando menos en el trayecto —tres cuadras o a lo sumo cinco— hasta la ondulada convergencia de la costa, topándose con la desalineada rotonda de los mulatos, cuyo final estaba adornado por el colorido bochinche del Bar Cubano, con balcones de verjas coloniales y el piso superior pintado de color naranja, alquilado ahora por Lobster, el pescador de langostas. 

Se sentaban en el muelle a la orilla del mar a mirar la luna, a escuchar la música de los navegantes insomnes. Subían a los pontones negros a raspar las estrellas con las uñas. Hacían pozos y enterraban sus corazones en la arena de la playa, a medianoche, con la mera inocencia de desafiar la tenacidad de la labor cardiaca, para saber si esos corazones eran capaces de conservar el vínculo de los enamorados en la audaz aventura del juego de la eternidad. Se los arrancaban del pecho y aun palpitando los metían dentro de los agujeros. Al rato, a punto de quebrarse por la angustia del vacío, regresaban tristes a buscarlos. Y los recuperaban vivos, todavía latiendo sin torpeza, al inicio del alba.

Quien sabe María recuerde esa locura. Y la de aquella tarde en la cual ella se ofreció sin rodeos con sus muslos abiertos, en principio con prudencia, estricta en su ansiedad, y enseguida, ya liberada al placer, infundiendo tanta extensión a la entrega que quedó peligrosamente exhausta en la frescura del cuarto, al borde del agotamiento. Precisamente en ese segundo, después de tanto amor adolescente, ambos oyeron el rugido lejano y tuvieron la evidencia sombría de las primeras señales. Acaso Juan se preguntó intrigado acerca del último pensamiento anterior a ese instante, pero solo recordó retazos. Todo sucedió muy rápido. 

***

A primera hora de la mañana de ese mismo día, en el extremo opuesto del caserío, Lobster había pasado siete u ocho horas nadando, sumergiéndose, apresando langostas ocultas entre los corales del fondo marino, expulsando la última molécula de aire al alcanzar la superficie, en una ocupación intensa, casi mortificante, un ejercicio duro aun para los depredadores temerarios, o para los contrabandistas, quienes salían a navegar escondiéndose de la Policía Costera. 

Por cierto, el propio Lobster no logró advertir la desgracia en el lenguaje del mar porque él estaba completamente enfrascado en su actividad y, a decir verdad, las cosas ocurrían en el viento, en la atmósfera, arriba y fuera del alcance de sus capacidades náuticas.

Cuando emergió, nada más tomado de la borda, vio la negrura en el cielo. La temperatura había bajado drásticamente. Las yemas de los dedos se le habían arrugado por la permanencia en el agua salada y, debido a la presión de los hilos de la red, tenía marcas profundas en la espalda, las cuales guardaban cierta semejanza con las del lomo cuadriculado de las tortugas y eso le daba un aspecto increíble de reptil antropomorfo. Decidido a regresar, se subió al bote tan velozmente como pudo. Asustado, encendió el motor acelerando al máximo y, mientras navegaba, se vestía con una dificultad similar a la de quien huye ante un riesgo mayúsculo. 

Al llegar a la costa ató de mal modo la soga de amarre y salió corriendo a buscar refugio en su habitación, en el primer piso del Bar Cubano. El ojo del huracán apenas lo dejó entrar y le permitió esconderse tras la puerta y trabar la cerradura. Una ola imponente alzó en vilo a los barcos y al muelle, en un espiral en ascenso, junto con ramas y arena, velas y palos, y también se tragó los remos y la canasta colmada de langostas frescas.

El viento se coló silbando por debajo de las tejas del vecindario con una serie interminable de golpes de dientes enojados. Un diablo loco desportillaba cada una de las aberturas de las callecitas del golfo. El gigantesco torbellino comenzó a comerse toda la bahía. Las chapas, las maderas, el astillero, las boyas y las embarcaciones volaban sin destino previsible dentro del rulo gris del tornado. El Bar Cubano fue lo único en quedar intacto, a salvo del desquicio, en tanto Lobster miraba por la ventana cómo el remolino se alejaba arrasando a su paso todo lo que se le interponía. 

***

El miedo invadió la tarde de Juan y el amor de María. La casa, en la cual se encontraban atónitos, estaba a un centímetro de convertirse en un bocado sencillo a fin de satisfacer la voracidad de Dorian. Los muros de la vivienda se cargaron de escalofríos eléctricos, las ventanas se sacudieron, los cerrojos saltaron en un estrépito insoportable, los vidrios estallaron. En medio de la vorágine ninguno de los dos atinó a reaccionar. 

La habitación explotó, se partió en mil pedazos. La cama de flejes, el ropero, la cacerola de cobre, la lámpara de caireles y hasta las baldosas abandonaron su sitio con rapidez. Giraban. Flotaban. La velocidad de los objetos no se detuvo. El aire se puso oscuro y fúnebre. Imposible saber cuánto minutos duró el fenómeno. La calma tardó en completarse.

***

Un año más tarde, Lobster aseguró haber sido testigo del regreso de Juan, aquel atardecer melancólico, cuando el mes de junio ya estaba tocando la aldaba del litoral caribeño. Hamacándose en su silla de mimbre, sin afán de ser descubierto, con los talones apoyados sobre la baranda del balcón del Bar Cubano, no le sacó un ojo de encima al forastero. Por supuesto, nadie suele creer una palabra a los charlatanes, pero él insistía en los modos familiares con los cuales el resucitado se movía paseándose por la costa —sin duda una caricatura desvalida— e intentaba reproducir, con rédito, las posturas del desconocido y el rastro de la expresión atenuada por la cicatriz de su cara: un signo, probablemente, de la tragedia devastadora de Dorian.

Juan caminó por los cuatro costados del pueblo destruido, buscando quizás algún recuerdo de María entre los escombros. Rememoró los dedos ágiles de su enamorada elaborando con parsimonia el nudo de su cabello. Recordó el olor del cuarto y la sensación precisa de aquella tarde caliente agazapada fuera de la casa, anticipando el caos. Atravesó las diagonales, la plaza y la rotonda como si estuviera resolviendo un problema, empleando todas las veredas, las de lajas y las de adoquines, con paso corto, camuflando las pisadas en su propia sombra. 

Se retiró y regresó por la noche. Husmeó sin apuro los detalles del muelle reconstruido, recién pintado, con los pontones de madera, sin uso. Sentado en un bolardo para yates de gran eslora se quitó los zapatos y se arremangó los pantalones hasta las rodillas. Se tomó su tiempo, trabajó con cuidado. Parecía temer al dolor de los huesos rotos o a la sospecha del sangrado de las heridas en proceso de sanación, a menos de cinco meses de su salida del hospital. 

Se levantó rengueando y bajó a la playa, aplomado de todos modos, y se detuvo a escarbar en la arena con la punta del pie, apático, sin propósito aparente. Solo un alma perdida querría dar con el sitio en el cual los amantes vienen a enterrar sus corazones. Quién podría saber si ese hombre carente de luz especulaba con la idea de encontrar, antes de la llegada de la aurora, la huella de los pozos absurdos que solía excavar con María.

Con el cuerpo completo, Juan sintió el cosquilleo de la brisa nocturna. Mantenía la sagrada sensibilidad del tacto. Tal vez si se hubiese dado vuelta podría haber visto la postura impasible de Lobster, en el balcón del Bar Cubano, bajo la tranquila luz de la luna, en este tremendo espacio de silencio clandestino donde ni María ni su bendito corazón, lamentablemente, se dejaban ver por ninguna parte.


Este relato pertenece al libro Fotos viejas.

El trabajo del río





Avanzada ya la cuarta parte del año, despejado el clima de los fríos inservibles e ingratos, con los primeros efluvios de polen que traía la primavera, Antonio salió con lentitud, después de recorrer por última vez las habitaciones vacías de la casa donde había vivido con Juana, su mujer, la casa donde ella había muerto, la casa en la cual él había transitado el duelo, a lo largo de todo el invierno. 

Cuando aún compartía la vida con ella, por lo general, cambiaba de atuendo según la ocasión y la actividad, un día vestido de pescador o de carpintero, otro de hortelano, o de leñador o de nutriero. Pero ahora tenía puesto un conjunto de prendas raras, prendas que no usaba hace años, comidas por los ratones, con olor a humedad, incómodas, pero sin duda el mejor atavío para pasar inadvertido. También había cambiado el aspecto del casco blanco de la lancha con varias manos de pintura de color verde oscuro. Todo para no llamar la atención, como si quisiera partir con disimulo al llamado de un viaje inesperado.

Todavía joven, pero así, ceñudo y afligido, parecía mayor. Repasó el interior de la lancha haciendo un inventario rápido, a primera vista, quizás para comprobar que no se había olvidado ningún objeto, quizás para demorar un poco la partida. Pensó en Juana. Miró la vivienda por última vez y puso el motor en marcha.

Se lanzó a navegar por el arroyo Pajarito, hacia el sureste, después por el canal Vinculación hacia el norte y luego hacia el sur, sin atreverse al flujo abierto del río Sarmiento, casi sin rumbo, sin decidirse hacia dónde poner la proa, buscando tal vez el abrigo de un bosque frondoso. Por momentos se detenía en algún embarcadero de pilotes rotos, amarraba la lancha, pasaba días oculto en depósitos remotos y abandonados. 

Al caer la noche, luego de beber copiosamente, dejaba la botella vacía en su escondite, y salía a dar unos pasos, se detenía pensativo, delgado y derecho como un álamo, hasta que la luz de la luna lo envolvía, y entonces, en secreto, empezaba a tocar la flauta, una flauta antigua hecha tal vez con caña tacuara, que le había regalado don Luna. El aire del humedal se impregnaba al instante de esa música pesarosa y melancólica. Antonio, al soplar por el extremo del instrumento, se hamacaba, tomaba ánimo, golpeaba el talón contra la tierra para marcar el compás, cerraba y abría los ojos, la música esparcida a su alrededor alborotaba la melena de las palmeras pindó, y agitaba los troncos de las casuarinas, y poco a poco estremecía el aire con tal fuerza que revoleaba al viento en una tormenta, arrancaba las raíces de las plantas y las desprendía de la tierra con una fuerza huracanada, haciéndolas girar por encima sobre el río. Además, el alma de Antonio se desprendía de su cuerpo, rodeaba al lucero del cielo, peleaba con los diablos, se hacía cenizas, caía de las alturas como polvo de harina vieja, y se colaba entrando por los bronquios para recuperar la vitalidad de los pulmones antes de que la muerte acabara con la fiesta.

Mientras duraba la furia de su melodía, Antonio se olvidaba de la pena, ardía de alcohol y suspendía su sufrimiento en el aire oscuro, luego dejaba de tocar y, con los músculos rendidos tras el esfuerzo, se ponía a correr en el bosque, con los árboles otra vez puestos en su sitio, y al fin se desplomaba sobre el pasto, y soñaba con los ojos azules, la pollera suelta y la voz serena de Juana.

Juana solía hablar con detalle de las emociones del alma.

Una vez le dijo a Antonio que los sentimientos humanos eran elaboraciones únicas, singulares, irrepetibles, y que caían fuera de los límites y las posibilidades de la objetividad. Por eso ella era propensa a desconfiar de las personas que se decían normales, mostraba un celoso desdén por ellas, y en cambio, le encantaban aquellas otras que hablaban con naturalidad de espíritus y aparecidos. 

Durante su paso por la universidad se había entusiasmado mucho al descubrir las investigaciones sobre la interpretación de los sueños, al leer las traducciones de los libros antiguos del Ocultismo, los textos de los filósofos esotéricos del Renacimiento y todo aquel escrito que caía en sus manos en el cual el autor indagase algún tópico que fuese más allá de la razón. Discutía con los profesores acerca de la concepción de la realidad y argumentaba sobre aquellos asuntos dudosos para el pensamiento occidental. Hasta elaboró con todo esto el tema de su tesis doctoral. Y la defendió con honores estampados en su diploma.

No fueron pocas las noches que, con Antonio —quien a pesar de haberse graduado en las ciencias duras de la ingeniería se apasionaba por las ramas humanísticas del conocimiento— compartía teorías sobre las estructuras mentales complejas, citaba autores, proponía ejemplos sacados de los tratados de psicología profunda, hasta que el incipiente resplandor de la madrugada los invitaba a ocuparse de la cotidiana tarea del amor, y se apuraban, primero ella y luego él, por calentar rápidamente las sábanas, tapados por las cobijas de lana tejida.

Para Antonio, las neblinas del Delta, los bosques, las cabañas, las brujerías de don Quispe, los contrabandistas de licores, la orfandad de las islas al amanecer, las gallinas tuertas, los murciélagos, los arroyos moribundos, la lluvia plateada, todas esas cosas se le presentaban como pasajeras formas de la manifestación concreta de la materia. Incluso entendía a su propio ser como un vehículo de la energía que conformaba el universo.

A veces, durante la noche, alzaba el brazo y tocaba la panza congelada de la luna y era como si de pronto se hubiese raspado los dedos con las escamas de un pez redondo que quería regalarle a Juana. A veces, durante el día, cerraba las mandíbulas de la trampa para nutrias de un golpe, una contra la otra, y venía a su memoria el choque de los besos de su mujer, la cercanía caliente de los paladares, como un intento de conciliar dos ideas complementarias. 

Con la ausencia de Juana aprendió a comer solo, a devorar una zanahoria como si fuese una fruta o a paladear, a los mordiscones, la dulzura crocante de un durazno sin quitarle la piel.

Todo eso le pasaba.

Además, como apiadándose de lo rústica que sonaba la música en su instrumento tosco y desafinado, al recuperar la lucidez, aumentaba su deseo de recluirse en la abstracción de la geometría o de la física. Recurría a esa utilidad en los momentos de desesperación, para espantar la pena, para tentar al olvido. Exactamente así se afanaba en burlar el acoso de los recuerdos de su hogar, de su mujer y de la tumba. La soledad lo solía apremiar con tonterías: la nostalgia, pensaba, es una carnada tóxica que daña la pesca.

Durante la navegación llevaba la flauta colgada del techo de la timonera. Detenía el motor y tiraba el ancla en los parajes desolados. Tomaba el instrumento y cuando tocaba la melodía, era capaz de hacer bailar a las garzas con los pejerreyes, hacer volar a los sapos, y ascender él mismo a las alturas nocturnas de las estrellas, o incluso alivianar su cuerpo para ganar el esbelto follaje de los alisos y acurrucarse en el nido barbudo de algún benteveo. 

Antes de eso, dejaba el sombrero en la cabina y una carta manuscrita dentro del alhajero de cobre para que el espíritu de Juana, si andaba por ahí, no se desorientara.

La carencia de compañía y el andar sin arraigo por las islas le enseñaron a Antonio a comer verduras salvajes, a calmar la sed con agua de pozo, apalancando el brazo de hierro fundido de la bomba de alguna cabaña abandonada, a engañar al olfato nocturno del puma y a disponer siempre de un ovillo de hilo rojo y un puñado de hojas de olivo para estar a salvo de las brujerías.

Para orientarse en la malla de riachos difusos en las mañanas de neblina, a falta de una buena visión se ayudaba, como los animales, vigilando olores, escuchando sonidos, tocando el aire, apenas más acá de la proa, a fin de focalizar el centro de los canales para no encallar ni abrir un rumbo en el casco de la embarcación.

Había abandonado su casa y no deseaba dar explicaciones, no quería que nadie supiese de él. Se ocultaba de las lanchas carboneras, en especial de la chata oxidada de don Luna, sorteaba los bajos donde crecían los juncos, evitaba el río abierto, se desviaba por los arroyos hostiles, y amarraba por la noche más al norte, en los islotes despoblados, peligrosos, con menos bosque para protegerlo, pero más amplios para la huida. Por las dudas, en el bolsillo interno de la chaqueta andrajosa llevaba el sobre con el acta de defunción de Juana, con firma y sello del médico, por si lo encontraba la patrulla de la Policía de Islas.

Cuando se le terminaban las provisiones salía a poner los cepos para las comadrejas, entre los pajonales, guarecido por la opacidad del espacio y el crepúsculo amarronado. Asaltaba el criadero de alguna isleña solitaria y le robaba un conejo, una damajuana de vino de la barraca o alguna ropa de abrigo colgada de la soga. Las orillas boscosas, deslucidas por la lluvia, gastadas por el río, cautivadas por los eclipses rojos, eran hostiles para cualquier ser humano. Más aún para un fugitivo como él porque todos los sitios son malos para quien elige el Delta como escondite.

Antonio cargaba con su sombra como si también él hubiese construido su propia tumba, una tan pobre como la que le fabricó a Juana, con una montaña de cascotes y una cruz de palo rosa encima, atravesada por un clavo y atada con alambre de fardo. Pasados unos cuantos meses fue perdiendo el temor, nadie lo perseguía, encontró un lugar que consideró seguro y ocultó la lancha con ramas de sauce. 

A partir de ahí se aventuró a los arroyos con un bote de madera para la pesca sin red. Y no dejó que pasara siquiera un sólo día en dedicar un pensamiento a Juana. Ninguno. Parecía un monje preparándose para un retiro religioso. Indefectiblemente, antes de la última mordida del sol al contorno de los humedales, detenía el bote, vacilante primero, un poco sosegado después, sereno por último, sobre la tela quieta del río, terriblemente quieta por debajo de su mirada fija, tonta, anhelante, misteriosa. Ahora, sin la compañía de su mujer, Antonio se había transformado en puro destierro.

Pero una tarde, soltó los remos de la canoa y se acercó a un muelle abandonado y enlazó la soga de amarre al aburrido bolardo oxidado. La proa se desplazó lentamente espiando el firmamento despejado y cuando la soga se tensó hasta llegar a tener la elegancia de una línea recta, el bote se quedó sin movimiento, mirando al oeste. Antonio plantó el puño de la caña en el ariete, esperó a que algún pez tirara de la línea y, con los codos sobre las rodillas y las manos entrelazadas, se puso a pensar en Juana y a observar el lento trabajo del río. 

—¡¿Tanta agua?! —dijo por lo bajo, con asombro.

Se preguntó de dónde venía tanta agua a dejar los sedimentos, estirando la punta de las islas hacia la desembocadura, raspando la quilla de las embarcaciones, decantando los sólidos en suspensión en el fresco profundo del barro. Todo eso debería tener un sentido impuesto por la naturaleza. El agua turbia se movía, pasaba, discurría, una lava fría socavaba el cauce y los bordes y por momentos como un fluido glutinoso se comía la tierra, las ramas y las hojas caídas de los árboles de ambas costas. Día y noche. En su rumiar continuo digería el mundo. Por debajo del bote pasaban retazos del Amazonas, raíces, peces muertos, escamas y desmenuzadas ruinas rojas de los territorios guaraníes.

El Paraná sostenía con firmeza la faena de su trabajo, pero ese atardecer ya no chapoteaba en las orillas, el lomo marrón se había puesto rígido como una lámina de metal. Antonio se irguió tratando de que el bote no cabeceara, no fuera cosa de que se fuera a pique ya que la borda de estribor se había inclinado demasiado. Se miró las botas de goma y avanzó con cautela tomándose del borde, seguro de poner cada pie donde debía, y cuando la quilla se estabilizó, sacó una pierna y luego se animó con la otra hasta quedar afuera del bote por completo. Cuando estuvo parado sobre el agua se acomodó el sombrero y miró hacia el oeste, hacia el nacimiento, hacia el inicio, hacia el lugar por donde aparecían los barcos, como muertos —muertos como Juana—, como ahogados, como cadáveres grises, bajando desde los puertos del interior, en tanto el sol, casi hundido y triste, escondía el cráneo en el horizonte del río. 

Antonio se preguntó si sería largo el tránsito hasta el origen. 

Tenía tanto tiempo por delante.

Toda una noche entera.

Y no tenía sueño.

Entonces se puso a andar, sin tropiezos, sobre la tranquilidad de las cosas.

Con las manos puestas donde empiezan a brotar los chorritos —pensó—, quizás pueda impedir el fatal trabajo del río, y así evitar que el torrente —siguió pensando— se lleve consigo los huesos de Juana y su pollera suelta y la tumba de piedra y la cruz de palo que tiene encima.


Este cuento pertenece al libro Azul profundo y al libro todavía no publicado Cruz de palo.

La lupa

 


El milagro más importante producido por el ingenio de mi padre había sido el globo aerostático de quemadores a keroseno, con la novedosa incorporación del movimiento de translación, accionado con el artilugio de pedales desmontado de la bicicleta del abuelo. Lo curioso fue haber logrado su propósito en el primer intento. 

Al principio parecía descabellado y los parientes, según me contó uno de mis tíos, estaban no solo desconcertados sino preocupados ya que, si el experimento en el cual estaba empecinado mi padre fracasaba y en esa aventura se le iba la vida, me dejaría huérfano y caería sobre las espaldas de mi hermana Luciana la responsabilidad del cuidado de mi madre y de mí, con un agravante: yo todavía no sabía disparar con la escopeta y Luciana, mayor que yo por apenas tres años, ya se encontraba bajo la influencia imperiosa de la madurez temprana, en claras condiciones de encandilar a cualquier hombre con su indudable hermosura. Y los peligros de esa condición ponían en riesgo la estabilidad de nuestra familia. 

El éxito de mi padre en el vuelo con el globo se manifestó no solamente en la altura y la distancia alcanzada sino en la habilidad y la eficacia mostrada en el aterrizaje. Pero tras la gloria sobrevino la desgracia debido al afán por animarse a aventuras mayores. La elaboración de ideas de avanzada lo condujo a enfrascarse en la confección de dibujos y diseños dignos de un ingeniero. Empeñado hasta la imprudencia, el tiempo reservado a su descanso escaseaba y su sistema nervioso alterado lo hundió en el insomnio, en medio del esfuerzo por ejecutar los planos de aparatos que desafiaban, con deliberada osadía, las leyes de la naturaleza. 

La obsesión lo atrapó, dejó de afeitarse y, de vez en cuando, Luciana y yo, nos vimos en la obligación de llevarlo a la fuerza y dejarlo bajo la ducha para que se bañase como Dios manda y, en algunas ocasiones, fue menester darle de comer en la boca contra su voluntad a fin de evitar la exagerada disminución de peso. Su lamentable estado de salud se comenzaba a notar en la ropa. Por debajo de la camisa se apreciaba el recorrido de los huesos del esqueleto, debía ajustarse con más frecuencia el cinturón, los pantalones arrastraban sus botamangas y los pies se le descalzaban de las botas a pesar de incrementar diariamente el ceñido de los cordones. 

Enmarañado en las cuestiones atinentes a la navegación aérea, no dejaba de interesarse por los fenómenos de la óptica y, fue él quien, una mañana cualquiera, colocó encima del banco de carpintero la lupa terminada de pulir después de un año entero de trabajo. 

Como última tarea había ensamblado la lente en un aro de chapa niquelado y la había puesto sobre dos cuñas de madera de pino a fin de darle estabilidad, de forma tal que yo, con mi metro cuarenta y cinco de altura, parado en puntas de pie, era capaz de ver, a través del disco magnífico, el ceibo plantado al otro lado del arroyo, con tanto aumento, que el ancho de una de las hojas del árbol ocupaba ya todo el diámetro del instrumento. Solo se debía contar con la colaboración de los pliegues del aire del verano, y mantener quieto el espacio, como si la atmósfera fuera parte constituyente de una transparencia gelatinosa. 

La soberbia lente fue el segundo milagro alcanzado por mi padre. Meses más tarde, mi madre, sin ninguna señal anticipada, perdió el juicio por completo: se le apagó la consciencia en una laguna de oscuridad; en silencio, vagaba por las habitaciones; dialogaba con un presumible interlocutor interno por medio de murmullos incomprensibles; de repente dejó de prestarnos atención; la extrañeza desbordaba en los matices de sus gestos y con la mirada extraviada se fue alejando de las cosas del mundo. 

De un día para otro, simplificó su existencia al mínimo, flotando en su propia nube, con el mate abrigado entre las alas de sus manos, declamando en voz baja su discurso suave, desentendiéndose de dar respuestas coherentes. 

A partir de ahí y hasta el cansancio, me empeñé en confidentes indagatorias. Comencé a hacerle preguntas, aun en la penumbra de la casa. Solos los dos, yo sostenía la ingenua esperanza de animarla, en ese ambiente íntimo, a confiar en mí, ya que cualquier historia clara que me contase la guardaría por siempre en mi corazón y no la compartiría con nadie. 

Desde entonces, aunque mi padre no lo daba a entender mediante palabras, pude percibir su tristeza por la enfermedad de mi madre, y con la llegada de ese sentimiento se acabaron los milagros de los cuales yo estaba seguro de que él era capaz. 

Los pájaros abandonaron el nido en la horqueta superior del ceibo, el arroyo se volvió lento en su tránsito, y los veranos se acortaron sensiblemente. 

Si fuese por olvidar, yo quisiera olvidar cada instante de cada uno de los minutos transcurridos durante el año siguiente. Mis padres murieron en el invierno, en el mismo día y por causas diferentes. Primero partió mi madre y mi padre la siguió, como si fuera una obligación divina o para simplificarnos las cosas en un solo velorio. Vaya uno a saber.

Pronto perdí las ganas de correr atropelladamente entre los mimbres y de avanzar en las indagaciones acerca del apareamiento de las nutrias. Mermó mi entusiasmo por descifrar la forma de las nubes y desatendí la voluntad de realizar las recorridas noctámbulas en busca de los escuerzos de ojos amarillos. 

Solo se incrementó en mí el interés por descubrir la razón del sobrado desarrollo de esos bultos en el pecho de Luciana, que tan secretamente le oprimían la blusa. Y ascendí en mi determinación por averiguar la causa por la cual aparecía, todos los meses, aquella misteriosa mancha de sangre en su ropa interior, de color granate oscuro, sobre la tela orlada con cinta de puntillas, cuando la prenda colgaba de la soga, recién lavada y sostenida apenas por los broches de plástico bajo el sol despiadado de las tardes de febrero.

La fachada de la cabaña en donde vivíamos y el embarcadero destinado al amarre del bote, daban al arroyo y, por detrás, más allá del gallinero y la pequeña huerta, la maleza se abría a un pulmón de los humedales despojado de árboles. Por allí los pocos habitantes de la isla trazaban, en intermitentes caminatas, senderos angostos entre la hierba escasa. 

Se trataba de un espacio común posible para ser usado por cualquiera y había sido el campo de operaciones de los innumerables experimentos de mi padre. Luego de su muerte pasó a formar parte del territorio de mis travesuras y en ese ámbito mis investigaciones diurnas y nocturnas se vieron potenciadas por mi creatividad.  

Luciana no guardaba ninguna predilección por los artilugios heredados de mi padre. Su principal disposición radicaba en confeccionar vestidos y lucirlos paseándose frente al espejo enmarcado en la puerta central del ropero. Disfrutaba de la seducción de las telas de seda fría, lino estampado, tafetán, organza y muselina. Ideaba modelos originales mirando las revistas de moda y, a partir de retazos comprados en la lancha carbonera de Mario, la espléndida Surubí, se ponía a coser blusas y polleras y las vendía en la feria de los artesanos, los domingos luminosos, en el Puerto de Tigre. Los peones de las islas le solían comprar esas prendas cuando ella las exhibía colocándolas sobre las hermosas ondulaciones de su cuerpo, las cuales se ponían en evidencia por el calibre de los piropos y las propuestas decentes y algo indecentes expresadas a media voz desde las ventanas del Bar de los Tenderos: por los pescadores del pejerrey, en invierno; por los trabajadores de la cosecha del junco, en verano. 

Por ese entonces, yo no llegaba a relacionar las exhibiciones de los coloridos atuendos de Luciana con la cada vez mayor afluencia de frutas, carnes y todo tipo de regalos comestibles y no comestibles acumulados, sin criterio racional aparente, en las alacenas y los armarios de la cabaña. 

Por esa época, en la casa no padecíamos ninguna necesidad material, al contrario, contábamos con una vida desahogada y estábamos lejos de cualquier apuro económico. Nuestro pasar era floreciente. Luciana parecía contenta ya que cantaba sin razones aparentes, aun si debía limpiar los pisos a deshoras, o lavar los platos con agua casi congelada en el fuentón galvanizado, o quitar los pelos de la caja de cartón grueso, donde dormía la gata. 

Cuando mis brazos tomaron un poco más de musculatura construí un pequeño carro de nogal con cuatro ruedas, coloqué la lupa encima y la llevé hasta la zona abierta del humedal. Con la finalidad de descubrir las guaridas de los carpinchos y las comadrejas regulé la posición del instrumento. Se veían enormes. 

Con la misma decisión de mi padre con vistas a encarar cada una de sus aventuras, sin duda debido a la genética heredada, sin sopesar consecuencias, o en tales y cuales peligros, solo con la convicción de que todo saldría de acuerdo a lo dictado por la capacidad de mi imaginación, me puse en cuclillas y, casi gateando, me introduje por dentro del aro reluciente atravesando el vidrio de la lente con una familiar facilidad. 

Ya del otro lado de la lupa, erguido, me consagré a andar entre las hierbas descomunales, esquivando las patas monstruosas de los grillos, atento al ensordecedor siseo de las culebras y con el norte puesto en el tronco gigantesco de una encina. 

Entonces, con mi convencimiento inquebrantable, tuve la seguridad de que, trepando, como una abeja en busca de polen, por las hendijas de la corteza de ese árbol, al fin de la jornada, llegaría a la cima de la copa para poder tocar la barriga de la luna y no bajaría de allí sin haber escuchado de boca de mi madre algunos de los cuentos fantásticos que solía leerme, antes de dormir, cuando yo todavía era un mocoso.


Este cuento pertenece al libro Fotos viejas.

Todavía tibia

 



Antonio miraba la realidad de otro modo. Para él no cabía duda de que la alteración vital de los hechos se confabulaba a empujarlo con insidia al ostracismo. La propia lancha —convertida en casa permanente, con la respiración exhausta del motor, con olor a gasoil y con el suficiente desgano a bordo—, lo arrastraba a las cansadas por el río. 

Mirando en detalle la navegación de poca monta, en medio de su falta de entusiasmo, la pena se iba refinando por delante, se volvía filosa hacia la popa, de un salto se sublimaba en la punta de las palmeras, y tardaba solo cinco instantes en provocar la mismísima eliminación del movimiento de la vida, al estancar su pensamiento y detener por completo la agitación de la materia.

Pensaba casi sin pensar en el vestido de colores y la carne blanda, todavía tibia cuando la cargó en sus brazos y la depositó en el recodo de la barranca. El cuerpo de Juana se había convertido en sustancia quieta en el sepulcro pobre, escaso, junto a la costa, bajo una torre cónica de piedras. 

Pero para Antonio esa tumba tenía un significado mayor. La cruz de palo que la coronaba era mucho más que un firulete arquitectónico o un mensaje para que los navegantes creyentes se quitaran la gorra al pasar por allí en señal de respeto. 

Era la intención, el deseo de que su esposa pudiese estirar el brazo al cielo, elevándose de su fosa precaria, figurativamente, en puntas de pie de ser posible, a fin de llegar a la transparencia de las nubes, y ofrecer a ellas la oportunidad de purificar el alma en el desplazamiento del aire, de lograr el anhelo del estado ideal de la existencia, alejarse del sufrimiento, y aun de recuperar la aptitud de reflexionar, de elaborar las ideas puras o de alcanzar la representación mental de la pureza. 

Juana solía encontrar, en la aprehensión de una idea, una felicidad instantánea difícil de evaluar, algo parecido a una miga de amor, aunque este sentimiento, podía superar, en su mente, aun el escollo del horizonte de sucesos de las teorías de la Física. 

Según ella, tal emoción se expresaba con claridad en el incremento del flujo de la sangre, en la disputa por salir de la prisión de la piel, y en la sensación de elevarse entre los árboles del bosque, en soltar los remos de su viejo bote y derivar con cualquier rumbo por la corriente abierta del río.

Por otra parte, el desapego del mundo se mostraba, en Antonio, en la contemplación anodina de las cosas, en la rotación del timón sujetado con la flojedad de su codo, con la dejadez de los haraganes, como si nada, como si no se tratase de una embarcación deslizándose por el agua, ni un arroyo al atardecer pasando por debajo, sino que, por fuera de la cabina de la lancha, a la caída del sol, el mimbre de los humedales estuviese entonando un arrullo para el descanso definitivo de la luz.

En la intimidad de Antonio el desarraigo se agravaba con el griterío ensordecedor de las calandrias, cuya sinfonía tajeaba el silencio imponente del grupo tupido de encinas, ya sea durante la pereza de la bajante o la algarabía de las lluvias, en época de desove o en la languidez de la sequía.

Y la pena por la ausencia de Juana se le introducía por dentro y llegaba a darle cólicos alrededor del estómago o pinchazos en la zona baja de la espalda, o tirones en la pierna, con semejante tormento, que debía recurrir al vino o al ron y todo el sistema nervioso le acomodaba la musculatura en una invisible sedación del ánimo.

Y lagrimeaba, con los primeros indicios del ocaso gris y con los trazos del recorrido del globo lunar en medio de las estrellas, jurando no abandonarse al sueño sin antes revisar los mensajes de la aurora. 

Y también lloraba al recordar las manos de su mujer alisándose el pelo, riéndose y yéndose afuera, quizás esperando un gesto para entrar nuevamente a su corazón vacío.

Y recordaba el gemido de Juana, peleando en aquella batalla que le comía el músculo, célula a célula, en tránsito por la larga noche de la agonía, noche que parecía no tener final.

La almohada torcida de la cama de madera. El rosario de cuentas blancas al lado de la lámpara del cuarto sombrío. La Biblia ajada. La mueca triste de dolor. El extravío. Los ojos demasiado grandes por tanto analgésico acumulado. 

Olor a te de jengibre, a alcohol medicinal.

Agujas. Algodones. 

Toda la muerte encima.


Este relato, publicado en la revista digital "La ignorancia" (España, semestral, N°38) pertenece al libro todavía no publicado Cruz de palo.

Amaru

 


Como una pena…

El hombre viejo se deja llevar por el movimiento del agua. Tiene las cicatrices blancas de los raspones de la tristeza y un susto oscuro le tiembla en el pulso. Los brazos clavan el remo y evitan el bamboleo; el pie contra la damajuana impide el derrame del vino tinto en el fondo de la canoa.

Y así va.

Mueve los ojos amarillos de reptil adormecido bajo el sol del invierno. Las arrugas de su rostro talladas en cobre lucen quietas como el cuero del yacaré. Debajo del sombrero apunta la cabeza hacia adelante en busca de la curva amplia del río, que se pierde entre los árboles, lejos aún de la desembocadura.

El hombre viejo se llama Amaru.

Ayer por la noche, Amambay, su mujer, tumbada en el catre se entregó a la muerte. Soltó un humito de aire y se quedó dormida para siempre.

Él le acarició las manos duras y frías y esperó hasta la aurora. Salió de la cabaña y vio ascender el alma de su esposa entre las hojas verdes de la selva misionera como un ovillo de arco iris. Los hilos de colores atravesaron las ramas más altas. Una parte del espíritu de Amambay se deshizo en lluvia y la otra, ceniza ágil, continuó su ascenso de la mano del viento con tanto ímpetu que él estuvo seguro de que su mujer alcanzaría el sol.

Y ahí quedó su choza de caña, aguas arriba, cerca de las cataratas del Iguazú, donde el estrépito de las caídas es un tigre que brama y el peso de la atmósfera de niebla sobre el cauce moja las paredes rojas de las barrancas.

Amaru partió de madrugada.

Ya no tenía sentido quedarse allí. Montó apurado en la piragua de alas delgadas y se lanzó a la superficie agitada buscando llegar al Paraná. El agua escapaba a borbotones, como un chorro marrón de espaldas arrugadas. Él aprovechó la huida de la corriente para alejarse cuanto antes sosteniendo la respiración, siguiendo el destino del río.

Y ahora…, va a la deriva.

Navega en silencio como un pez que no sabe llorar. Todo es extraño sin el lenguaje de la selva. Sin embargo, algo lo encandila. A lo lejos relumbran mil chapitas sobre la piel del río. Del sol ha bajado el espíritu de Amambay con su vestido de fiesta a mostrarle el horizonte.

Amaru se ajusta el sombrero para disminuir el reflejo, endereza la piragua en busca del rumbo, como aquel navegante cautivado por el llamado del mar, y avanza perdido en la ensoñación, entero de ánimo, hasta donde haga falta.


Este relato, publicado en las revistas literarias "Nagari" (EE.UU., Miami, mensual, agosto-2023), "Vestigium" (MEDIUM, marzo 2020) pertenece al libro La rotación de las cosas. Esta versión fue corregida en el taller literario Ultraversal, coordinado por el escritor Gavrí Akhenazi.

Vaciamientos


En una tarde atípica para la estación del año marcada en los almanaques, Inés, la tía de Juana, desde la reposera en la cual tomaba baños de sol con desgano, en el amplio jardín de uno de los barrios cerrados de la costa del río Tigre, escuchó el relato de Antonio, quien al terminar quedó esperando alguna respuesta, parado y dando vueltas al sombrero entre sus manos indecisas. A la tía Inés le molestaba, especialmente, la acentuada falta de carácter del marido de su sobrina. Se podría decir que casi lo detestaba. 

—Ahora tendrás que desarmar la casa —le dijo ella, aplastando el cigarrillo en el cenicero, en forma de despedida, y suspirando con fastidio.

Antonio recordó el desinterés contenido en las seis palabras pronunciadas por la anciana a quien había venido a visitar para darle la noticia de la muerte de su sobrina. La insípida respuesta lo dejó más solo de lo que estaba. A pesar de la orden de aquella mujer desalmada, durante la semana siguiente, lo único que Antonio atinó a hacer fue aquel periplo indignante escondiéndose de todo, como una forma de desaparecer, como si el muerto hubiese sido él y no Juana, su mujer.

Antonio recorrió las islas y los arroyos, desordenadamente, bebiendo, tocando la flauta, llorando detrás de los troncos atardecidos de las encinas, fugado de su propio hogar, hasta que cayó en la cuenta de que solamente había sido una artimaña vergonzosa a fin de ocultarse a sí mismo la obligación indeclinable de regresar a su casa y cumplir con el mandato expresado de soslayo por la tía.

No sabría decir de dónde había podido sacar fuerza, hoy, para mover los remos del bote y acercarse al embarcadero con el sigilo adecuado, a fin de no espantar a los pájaros del fresno, por temor a alertar a los vecinos más cercanos con el inevitable chillido de las cotorras.

Al fin, tantas previsiones no fueron necesarias. Antonio no recibió visitas y encontró todo tal cual como lo había dejado, menos el pasto, que había crecido hasta tapar la parte baja de las ventanas. Lo primero que hizo fue llenar con gasolina el tanque de la cortadora y quitó todas las malezas y luego las quemó en el fondo del terreno, cerca del alambrado.

Durante ese periodo, no bien despuntaba el alba saltaba de la cama, tomaba unos mates y se ocupaba de algo carente de importancia solo con la finalidad de gastar el tiempo, y, a pesar de eso, le llevó menos de una semana poner un poco de orden dentro de la casa.

Colgó las frazadas y las mantas de abrigo en la soga, y allí las sacudió, a los golpes, para quitarles el polvo. Al colchón lo sacó afuera, lo apoyó sobre dos caballetes y dejó que el sol hiciese el trabajo de remover la humedad del relleno. A la funda la lavó con energía en la pileta del cuartito del fondo hasta que, de tanto fregar, la piel de las manos empezó a sacar ampollas. Colocó las sábanas en el fuentón lleno con agua y las dejó en remojo un día entero con creolina para exterminar las chinches y los ácaros. Y del mismo modo saneó las habitaciones, incluso el dormitorio. 

Esparció detergente y sacudió los pisos a escobazos hasta sacarle brillo.

Lo más duro fue vaciar el ropero, los cajones de la mesa de noche con las pulseras de nácar, el anillo y las cadenitas. Por momentos le resultaba difícil tocar la ropa de Juana, tropezarse con los botones de los vestidos, palpar las puntillas o los elásticos de la ropa interior. Tal vez algo malo podría suceder si no hacía todo esto. Quizás fuese una manera de sostener la presencia vital de los recuerdos de su esposa. Quizás así podría recobrar el sonido de su respiración trabajando en los pulmones agujereados. Quizás así podría darle lugar a la manifestación del sonido de su voz, a reanimar algún aroma íntimo, a revivir un aliento inesperado. Quien sabe. 

Al principio, cuando fue tomando las labores con ímpetu, se encaramó a la escalera para talar, bajo la galería techada, los sarmientos artríticos de la madreselva, y con la tijera de podar le dio forma a la ligustrina y a los macizos de las azaleas. Le puso mantel nuevo a la mesa, pasó barniz a las banquetas, destapó los picos de gas de la cocina, frotó los quemadores con la esponja de virulana, pasó el cepillo de acero por las hornallas forjadas, cambió las lamparitas envejecidas del velador por unas flamantes y removió el óxido de los flejes de la cama. Quitó con la escoba las telarañas adheridas al cielo raso. Refregó con la escobilla de cerda los azulejos pálidos, la pileta de lavar y los anaqueles donde descansaban los platos. Quería poner todo el entorno luminoso. Era un hombre pulcro por naturaleza y el entusiasmo lo empujaba al orden. 

También se ocupó de pintar la casa por dentro y por fuera. Con espátula quitó los cascarones de las puertas y luego les pasó laca sintética brillante. Barnizó las cenefas, el recubrimiento externo de tablas de cedro, las columnas de nogal de la galería, las persianas, los marcos y hasta las barandas de la escalera del embarcadero. Y también, una vez limpias a fuerza de restregarlas con lija gruesa, a las vigas de pino de la cubierta a dos aguas de la cabaña. 

Luego preparó un tacho de seis litros, lo llenó con agua, echó una palada de cal y revolvió hasta lograr el punto justo de la mezcla. Sumergió la brocha gruesa y blanqueó las paredes y los techos de la cocina, la sala de estar y el pasillo interno. En el dormitorio, en cambio, se atrevió a agregar un poco de color y logró un tono celeste innovador que el cuarto jamás había tenido durante los años de su matrimonio. Repasó los bordes difusos y arregló todos los detalles pendientes con el pincel angosto. 

Corrió la cama dejándola en posición, acercó la mesa de noche, puso encima la lámpara y colgó el crucifijo. Y al terminar de desplegar la alfombra, la frenética actividad de Antonio cesó de repente. Se sentó en el taburete a recuperar el aliento. No era que se hubiese cansado de mover los muebles de un lado a otro para hacer espacio. No. Una ínfima metamorfosis comenzaba a teñir de melancolía su entusiasmo. Se entristeció. Pateó la pata del ropero con desgano y dio dos pasos.

De pie en medio de la habitación observó con detenimiento la superficie de las cosas y percibió el deseo de entrar que demandaba el bulto de luz atorado en la ventana. Escuchó a lo lejos la alegría de los pájaros, olfateó el aire íntimo del silencio del cuarto y acaso oyó una queja en el chapoteo del arroyo. 

Con todo eso se puso a pensar en profundidad, casi al llegar a la reflexión en estado puro, y se dio cuenta de que la casa no había quedado vacía, sino que estaba más llena que nunca. Llena de ganas por mantener en secreto los recuerdos, como si fuese una presencia viva y, además, desde los cimientos a las tejas, fuese capaz de contar con la conciencia de una mirada, con la sencilla potestad de contemplar el sendero de tierra, al costado de la barranca suave, y más allá, la franja clara de la playa donde sobresalía la rama pelada de palo santo, sosteniendo la cruz gallarda, sobre la tumba austera de Juana.

Allí comenzó a trabajar la memoria de Antonio. Encima del sillón, entre los almohadones, apareció un recuerdo en el cual no se había detenido: un bolso, negro, de cuerina blanda, con un reborde cromado y dos largas manijas de colgar. Por supuesto, moldeados a la forma de los hombros de Juana, pero sin el cuerpo de Juana. 

Antonio deslizó el cierre con interés, el olor era agradable y se atrevió a observar por dentro. De los tres bolsillos internos emanaban olores vivos, los rayos de luz de la lámpara de techo provocaban destellos en el arco de la polvera, brillaban en los dorados del monedero mínimo, rebotaban en la tapa roja del lápiz labial. Tan cerca de todas esas pertenencias estaba la cara de Antonio que él mismo se embriagaba con la mezcla de perfumes.

Un gato entró en la habitación, y antes de que Antonio se levantase del sillón para espantarlo, ya se había ido, asustado. Seguramente se trataba de un animal perdido en los humedales del Delta. Le pareció extraña la aparición, miró en derredor, nadie había sonreído ni hubo voces, cerró la puerta de entrada y continuó examinando la cartera. 

Había una fotografía vieja y ajada, papeles plegados, escritos con la letra de Juana: la «a» y la «o» perfectamente redondas, el pliegue alargado del bucle inferior de la «j», inconfundible, la tinta negra, el trazo suave. Pero no se atrevió a leer, no se atrevió a cometer tamaña infidelidad. Sus dedos se quemarían. Si leía esos papeles se quedaría ciego. Estaba seguro.

¿Qué otra cosa había? Pegado a la funda, volcado en uno de los rincones del fondo, un pequeño elefante blanco con un billete en la trompa, y en el otro, un pañuelo gris, un dije con una cadenita de oro y una pulsera de plata grabada. ¿Se animó a sacarla? Por supuesto que no. Antonio era valiente pero no tanto como para exponerse al infierno de la añoranza. A lo sumo pasó la yema sobre el grabado y, como un ciego con cierto entrenamiento, leyó su propio nombre y la paz lo liberó, al fin, del cansancio de los trajines de los últimos diez días. 

Como en los viejos tiempos, recordó el trayecto del perfume, del sillón a la cama, junto a su mujer, para seguir conversando, o para lo que fuese. Los cigarrillos en el cenicero, el ron en los vasos, el amor golpeando en la boca del estómago. Afuera, entre las islas, el escándalo de los grillos, el croar de las ranas, el incesante fluir del agua por el cauce del arroyo, los empujones sordos del cuerpo del bote contra los pilotes. Una bestia nocturna o un arrullo inorgánico. Un ruido torpe menos temible que un puma viajando entre la maleza.

Pero esta noche, Antonio, sin quitarse la ropa, abrazó el bolso de su mujer (el de contornos cromados con los papeles secretos dentro) dispuesto a estirarse sobre el colchón limpio y la frazada aseada a los garrotazos. Y así pudo dormir, al lado de la almohada intacta, luego de un insomnio que se prolongó fundiéndose con el inicio del alba, aferrado a ese objeto con olor a cuerina, soñando tal vez con las manos sudorosas de Juana, cerca de su pecho, entre las sábanas. 

Antes de que lo venciera el sueño juró que ni los roces de las cobijas lo despertarían hasta haber dormido todo lo necesario, porque esa noche, transpirado y sin lavarse las manos, dormiría bajo el signo de la luna, sin mirar a los duendes, con la casa limpia, vacía de demonios, respirando profundamente los únicos olores verdaderos que le quedaban: los del bolso de Juana. Como si esos benditos olores tuviesen la magia de conservarse puros y para siempre en la orilla de la eternidad.


Este relato, publicado en "Proyecto Scherezade", pertenece al libro todavía no publicado Cruz de palo.


Regreso

 


Por mostrar cierta hombría nos mantuvimos serios durante el temporal. Tomados del pasamanos de la cabina soportábamos los barquinazos. El timón no obedecía, el torrente de agua barría la cubierta y se retiraba por la borda.

El miedo rondaba en la bodega, el viento azotaba el puente, el mástil y las barandas. Las horas resbalaban mojadas encima de nuestros capotes, las ideas se tornaban confusas. Como trapos empapados por el temor y el temblor nos dejábamos llevar por la bestia marina que no cesaba de hamacarse con violencia mientras en nuestros pechos sentíamos el golpe de los ramalazos de que se nutre la muerte.

Todos rogábamos que este no fuese el viaje definitivo luego de tantas prolongadas ausencias, tempestades odiosas, soledades inevitables y otras desgracias marinas. Sin embargo, la vieja embarcación no soportó los embates, la quilla crujió como un hueso fracturado y el casco se quebró por completo.

Despedazado el barco, pudimos alcanzar las sogas del bote de goma que no paraba de zarandearse. Ya encima y sin sacarnos los chalecos remamos con desesperación para alejarnos lo más rápido posible. Apretamos las mandíbulas al ver hundirse completamente el último palo del crucero “La triste soledad”. Esquivamos témpanos. Fue inútil gritar entre tanto ruido de relámpagos.

La angustia de morir ahogados nos hizo callar, fortalecer los músculos, estirar los tendones. La vida y la muerte golpeaban la capota de la balsa con un tironeo como de manotazos. El cielo y el mar continuaron su danza, las nubes endiabladas zapatearon con sus truenos de color violeta. Pero poco a poco se fueron alejando.

Después de cinco, quizá seis horas, el agua dejó de moverse y nosotros, exhaustos, nos asomamos a la claridad de la transparencia náutica. En el seno del líquido azul nos rodeaban bancos de peces, crustáceos, moluscos recubiertos por capas de roca milenaria, y hasta tiburones de aletas veloces, dentellados en las maderas rotas por el frío de las olas.

Una noche y un día después apareció el pesquero chino. A bordo nuevamente sentimos la finitud de la vida, la precariedad de la existencia. Algunos agradecieron a Dios, arrodillados, otros lloraron. Como el mar no es confidente yo preferí guardar mis secretos, atravesado por la vergüenza de quien le tiene miedo a la muerte.

De regreso reflexioné. Un movimiento imprevisto, un sacudón, pudo dar vuelta el bote. Hay cosas incomprensibles. Desvalido por momentos, por momentos cobijado, la fatalidad me daba una segunda chance de seguir vivo quién sabe por qué designio venido desde dónde.

Ahora, después de todo el trayecto hasta llegar al reparo del agua serena de la caleta, recuerdo mejor. Te escribí millones de versos mientras navegaba por los mares del sur, para sentirte cerca, para recitártelos al regreso, y los escribí con tanto ardor que cuando estaba por entrar a nuestra casa sentí que el aire estaba por romperse dentro de mis pulmones.

Sin duda hubiese sido terrible morir en ese preciso instante, en el portal de nuestro hogar, pero peor hubiese sido que la presencia de mi voz se quedase atorada dentro de mis mandíbulas y, de repente, estando yo mudo sin remedio, vos no me pudieses leer en los ojos todo lo que tenía para decirte.


Ya en la cama, por la noche, ambos debajo de la manta y antes de dormir, mientras tu mirada recorre mis papeles, pienso en el naufragio, en mis manos grandes, en mi piel áspera carcomida por la sal y en mi barba de cuatro meses.

No te hablé de la tragedia. Los marineros callamos por supersticiosos. Prefiero guardar silencio y observar cómo tus dedos se deslizan entre las páginas escritas con la pobreza inevitable de mis versos.


Este relato pertenece al libro todavía no publicado Lana hueca.

En el limo



Tengo ganas de tirar una piedra para romper esa estrella, esa endemoniada estrella que me trae el recuerdo horrendo de una herida vieja que se oxida en mi soledad, la soledad de una culpa antigua, una culpa mayor que arde más que el roce de la vara que antaño yo hendía en el limo pegajoso de tu vagina agria. 

De errar el tiro quisiera agujerear el cielo o provocar alguna catástrofe. Ya sé que ese cielo no soltaría ni una queja. Ya sé que poner patas arriba al mundo no soluciona nada. No sé por qué pienso que con esta irrupción de furia se puede perdonar mi abandono, justo en la escena de tu momento final. Colmado de asco no merezco ni la sal ni el vino y mucho menos la caricia de la aurora. 

En vano esta rabieta infantil se agota en mi pequeña locura por el acontecimiento irreversible de tu muerte. Acaso este ataque de asfixia se deba sólo a no poder responder con la palabra justa a tu mirada ciega, ni a escuchar el grito mudo de tus ojos en medio de mi noche oscura, ni a tocar el desierto mineral en que tu piel se ha convertido.


Este relato pertenece al libro todavía no publicado Lana hueca.

La gota de rocío

 

Los astros iluminan la noche mientras Youssef, en plena soledad, cava la fosa para el destino final del cuerpo de su esposa Amira. La acomoda de costado en el fondo rugoso de la estrecha abertura. Termina la labor agobiante, se seca el sudor de la frente y alza la mirada al cielo. La luna está más grande que nunca. 

La figura refinada del moro, silente por la pérdida, esbelto por la gracia de su estirpe, demora su amargura en la meticulosa observación de la bóveda celeste. Aunque no lo sepa exactamente, la concreta materia astral es un bálsamo que alivia la pena de su mundo íntimo.

Baja la cabeza y regresa a la carpa vacía por la alfombra rectangular que, tejida por su mujer, se extiende lineal en la arena apuntando hacia la nada como una faja mágica. Es la lengua de una trama de hilos apretados color púrpura que avanza. Que avanza desde la parte frontal del vano inferior de la entrada a la jaima. La jaima amplia de paños de curvatura recia que rodean la forma circular de la vivienda. Youssef aparta la cortina y entra. 

Sorbe lo último que queda del té de menta, deja el jarro y sale. Sale y afuera se sienta con las piernas abiertas y el torso inclinado a contemplar la profundidad del cosmos, afirmado sobre los brazos rectos, con las palmas de las manos apoyadas a ambos lados sobre el hilado compacto del tapiz. 

El cansancio emocional debido a la pérdida de su esposa ha recalado en la oquedad del pecho vaciando su vida. Piensa en eternidades durante un breve reposo y luego se entrega a la tarea insulsa de conjeturar. Desde la entrada de la jaima, mira en dirección a la austera tumba que apenas se destaca como una modesta hinchazón del terreno. 

Imagina que la muerte se ha materializado en la aureola humana, sombría y gris que le parece estar viendo, de pie y vigilando el cadáver, al lado del sepulcro cubierto por una capa de piedras desordenadas. Mientras la fantasía entrelaza sus pensamientos, la mirada de Youssef vacila y vagabundea sin rumbo hacia un punto lejano. 

Casi sin esfuerzo, como si estuviese oyendo música, recuerda la voz de su mujer hablando en lengua bereber. En la clausura de su mente, las escasas palabras que usaban para entenderse alzan vuelo por encima de su propia angustia. En la laguna de su juicio alborotado las ideas bullen en una danza insoportable, pero fracasan: su lengua no recupera el movimiento; sus labios no vencen su rigidez; es imposible perforar el silencio terrible que lo rodea

Los dolores resquebrajan la redonda soledad de Youssef. Quién sabe por qué la generosidad habitual de la existencia le negó los hijos. La tienda al fin resultó demasiado holgada y el porvenir que se avecina no es más que un manotazo cargado de vacío. 

Nunca se había detenido a mirar el cutis ondulado de los médanos rubios con tanta melancolía como en este instante. No hay viento. Ni siquiera un cabello de brisa que mueva alguna molécula en el aire quieto. Por el oeste desciende la penumbra; desde el este se eleva un tenue resplandor; entre ambos el devenir indeciso baila entre la oscuridad y la luz.

Aún debe soportar la locura del paso de las horas en medio de este dilatado silencio sideral; muy pronto el incipiente amanecer se va a ensanchar por arriba del horizonte recortando con nitidez las ondulaciones de las dunas. 

De repente un murmullo lo distrae de sus reflexiones. Son las cabras. Se mueven dentro del corral, golpean las cañas con sus pezuñas y sus cuernos huecos. Y ese vapuleo tenebroso abre tajos delicados en el cerco del redil. Entretanto, el embrión de la mañana crece y comienza el baile de arena y aire que enrosca rizos y enrula vellones sobre el suelo árido. 

A unos veinte metros de la jaima hay un árbol solitario. No más que uno. En esta llanura mineral no hay otra planta hasta donde alcanza la vista. Ni siquiera la hierba rodea a la acacia estoica que, ostentando una copa abigarrada de hojas duras y verdes, se nutre del último aliento con la humedad nocturna impregnada a lo largo de su tronco agrietado. Su memoria vegetal bebe con paciencia el líquido oculto en el suelo, a través de los pelos de sus raíces, que le conceden la ocasión de existir. Cuando llegue la plenitud del día el agobio del sol aumentará la velocidad de la savia.

Youssef, un nómade más entre los nómades del Sahara ha amado a una sola mujer: Amira. Ambos, de espíritu esquivo, no querían boda y se fugaron antes de las celebraciones familiares. Con el deceso de su compañera él ha quedado en completa soledad. Su escaso entorno vital se limita ahora al árbol, a una alondra que con su curva difusa rasga la tersura del cielo y a un búho rapaz que vigila desde las cornisas de los macizos rojos.

Está cansado y, de espaldas, se recuesta en el entramado de la tela confeccionada con el pelo de los animales rumiantes. Abandona los brazos flojos al costado del cuerpo y se deja aplastar por el domo del firmamento. 

Abatido por la tristeza elabora con lentitud el plan a seguir en la partida. Al comienzo del amanecer desarmará la carpa y cargará los bultos en el lomo del dromedario. Después, no bien el sol ascienda, se pondrá en marcha con su eterno trajinar de ave migratoria, quizás al este de Marruecos, tal vez al sur de Erfoud o de Merzouga. Si lo ayuda la suerte sorteará las calimas, se orientará con los pozos de agua y andará con sus sandalias nuevas por la huella morada del sendero del olvido. 

Y así.

Piensa y anhela.

¿Qué anhela? 

Que no lo atrape el sueño. 

Por fin el ciclo nocturno ya termina. La luna agoniza en medio de las constelaciones estelares. La atmósfera fresca del cenit azul oscuro ha aliviado el sofoco de Youssef en esta noche interminable. Se levanta y suspira. Camina hacia la acacia y examina de cerca las hojas carnosas, de pecíolo severo, adaptadas al clima hostil. Debajo de una de ellas pende una gota de rocío, espléndida como un dije de topacio. 

Se acerca más y ve su propia figura en la superficie curva. Su ojo, ahora, está a un centímetro de la piel acuosa. Su rostro se agranda y su cuerpo se reduce. La luna, como un punto gordo vencido en un costado, gana el aspecto de una elipse repleta de polvo blanco. Aunque no se atreve a tocarla la curiosidad lo fascina. 

El grano de cristal arqueado le devuelve su imagen deformada. Acerca más el ojo hasta que queda a un milímetro de ella. En el espejo curvo y al mismo tiempo transparente, su nariz se ha vuelto enorme y su turbante índigo se ha adelgazado como una aureola lejana. En esta posición ve otro universo encerrado en sí mismo. Y allí dentro observa un contorno conocido agitando la mano: es Amira.

Entonces no duda. 

No sabe cómo lo hace ni por qué lo hace, pero lo cierto es que toma impulso, salta y se sumerge de pies a cabeza dentro de la gota, de modo tal que ni sus sandalias quedan a la vista. La parábola de su movimiento se hinca en la bola cóncava mediante una cabriola geométrica impecable.

El minúsculo útero de licor suspendido de la acacia no estalla ni se derrama debido a la desmesura de su cuerpo porque ocurre algo inusitado. Youssef se sorprende al ver que su tamaño se reduce y al penetrar en la superficie cromada se vuelve infinitamente pequeño.

Todavía no está seguro del milagro. La gota de agua debería ceder bajo su peso, caer y estallar contra el suelo de arena. Y sin embargo el volumen no ha cambiado su forma de pera, continúa colgada de la rama, suspendida por un cabo tan delgado como un hilo endeble cosido a la hoja.

Los mundos se invierten. Lo que estaba afuera ahora está aquí. Youssef recupera los intensos recuerdos junto a su mujer y está feliz. Amira está espléndida e ignora que hay otro cuerpo gemelo al suyo sepultado en una grieta del desierto. El rostro amarronado del recién venido va de la tristeza al júbilo. Todavía aturdido no concibe qué otra magia ha devuelto la vida a su esposa sino el regalo del Hacedor en un acto de generosidad inexplicable.

Algo muy extraño ha sucedido. Las aves furtivas, la jaima y las dunas han permanecido afuera. Youssef lo puede ver todo desde aquí dentro. Se ha producido la duplicación de las cosas. Se encuentra en un universo paralelo. Pero pronto advierte que, a través de la transparencia combada del agua, el desierto y el exterior se deforman hasta desaparecer. La burbuja se opaca por fuera. Un telón se cierra.

Por dentro él está en un espacio abierto a la inmensidad con un cielo agudo y plomizo y un suelo plano que se extiende hasta el infinito. Youssef aspira una bocanada de aire. Amira lo espera con las mejillas descubiertas en una instancia por estrenar que se dispara hacia el futuro. 

Quien no haya seguido a Youssef en su aventura puede ver que afuera de la gema de rocío el conjunto de las cosas sigue igual. No hay testigos del milagro, el viento gira en remolinos de arcilla roja y el día asciende sobre el mapa áspero de este paraje singular en medio del Sahara. 

La gota oculta su secreto interior, pierde transparencia, se pone rígida y se pinta de color blanco. Pierde volumen con lentitud, se desinfla como un globo que exhala lo último que le queda de su carga de oxígeno mientras la furia del sol se acrecienta buscando la altura.

No pasan más que algunos minutos y la gota de rocío se desvanece alcanzando su mínimo. Ya no es de agua, cambia de estado, solo es un leve vapor invisible que se disipa, se eleva y se afina sin prisa hasta desaparecer completamente.


Este cuento, publicado en la revista literaria "El callejón de las once esquinas" (España, Zaragoza, trimestral, Nro.  9), pertenece al libro Cielo rojo.