Relojes de cera

 


El pintor está en el taller y el rayo de luz en el vidrio de la ventana le molesta. Admira a Dalí. Y tanto lo admira que ha adoptado como nombre artístico Salvador D. Así, sin apellido (en todo caso la letra «D» es el apellido).

Atraviesa los amplios espacios del atelier y corre la cortina. En un momento colocará el pincel exactamente en la esquina superior derecha del lienzo imprimado y lo hará con un trazo azul. Tratará de volcar en el paño la imagen de la pesadilla nocturna antes de que se desvanezca en la tiniebla de su recuerdo. Porque anhela la gloria de ser un artista del surrealismo, un alumno entusiasta buscando cuajar sus sueños en la tela.

Al otro lado del poblado costeño hay una construcción de paredes blanqueadas a la cal, con un techado rojo, casi al final de la calle en declive hacia la playa. Consta de dos plantas independientes. 

La planta baja tiene un vestíbulo en la fachada con una puerta de tableros de roble. Ahí dentro reside una familia feliz. Todos están en plena actividad porque van a pasar el día en el mar. La madre llena el termo en la cocina, el padre transporta bolsos al baúl del auto y los chicos se colocan refulgentes trajes de baño. Son tres hermanos: el menor, de cuatro años, lleva una pala para cavar en la arena.
 
La planta alta ostenta una gran habitación con vista al infinito —sobre el acantilado— y se accede a ella desde la vereda, por una escalera lateral revestida en lajas grises. Allí, una joven vive sola. 

La joven —enamorada del pintor— ordena la ropa de cama, riega las plantas del balcón y luego se sienta en el sillón a leer un libro. Tiene tiempo, va a descansar. Más tarde saldrá a pasear con su enamorado por el camino angosto de la bahía. Se pone un vestido suelto, gira para ver cómo ondea la puntilla de la falda, se acomoda el pelo frente al espejo y sonríe. La casa es luminosa y en la atmósfera placentera no hay indicios de la inminencia de drama alguno. Nada hace prever que la serenidad del verano y la algarabía de los veraneantes de la costa se vea alterada.

Salvador, aunque últimamente está durmiendo mal, disfruta retocando la figura del cuadro. Todavía no sabe de qué se trata, agrupa colores sin ningún plan previo. La libertad de crear consiste en eliminar los impedimentos de la razón y los obstáculos de la consciencia. Conseguir este estado exige cierto esfuerzo intelectual. El fastidio le tensa los músculos del cuello. Deja la paleta junto a los pomos de óleo, se dirige a la cocina y explora la alacena en busca de algo, algo que parece estar bien escondido porque le cuesta dar con él. 

Arrima la banqueta para acceder mejor y poder ver en el fondo de los estantes. Sin embargo, no logra su propósito. A punto de perder el equilibrio se toma de la parte superior del mueble y evita la caída. La paciencia se le agota y da un golpe de puño contra el listón de madera. Alza las cejas y se aprieta las sienes. Abandona el taburete y se introduce en el dormitorio. 

Al lado del cenicero de plata alemana apoyado en la mesa de noche hay varios sobres, sobres cuadrangulares de papel plegado. Elige uno de ellos y derrama el contenido —una sustancia blanca— a lo largo de una placa de vidrio. Coloca un tubo delgado en una de sus fosas nasales y aspira el polvo. Tose. Se refriega la nariz. Abre y cierra los párpados y, a grandes pasos, vuelve al pie del caballete. Sigue trabajando: ahora con más energía y decisión. 

Los dibujos del pincel realzan los contornos. Las formas, antes difusas, se transmutan en una configuración de entes reconocibles. Salvador D. tiene el rostro despejado y sonríe frente a la imagen creada. Es un reloj extraño de cuadrante ovalado, puesto de espaldas, en el extremo de un plano horizontal. Se distinguen las agujas y los números romanos. Gran parte de la carcasa, de color rosa fuerte, descansa sobre el mantel; el resto, cuelga sin apoyo hacia abajo, por efecto de la fuerza de gravedad. Parece un medallón de un material maleable. Se diría que se trata de un reloj de cera blanda al filo de una mesa. 

A pesar de lo absurdo de la figura obtenida, el pintor no se alarma. Por el contrario, replica al lado un reloj similar, aunque de una tonalidad distinta. Todo el conjunto da la sensación de ser una composición onírica. Alguien podría encontrar allí una sugestiva similitud a La persistencia de la memoria, de Dalí, pero Salvador D. sabrá explicar la enorme diferencia entre la obra del maestro catalán y la suya. Se siente un dios ante el alumbramiento de su creación. Las agujas de sus relojes no se mueven: ha cumplido la proeza de evitar el discurrir del Tiempo. Su semblante brilla de jovialidad, es indudable, pero por dentro, a pesar de su extremo nerviosismo, no presenta el aspecto de un hombre exaltado. 

Un hilo de luz se filtra con opacidad por un pliegue de la cortina. La tarde languidece, avanza la penumbra.  Tiene una cita con la chica que vive cerca del acantilado. El pueblo es minúsculo, cabría en la palma de una mano, la caminata hasta la casa de techo rojo le llevará menos de diez minutos. Vuelve al dormitorio y aspira con el tubo liso otra línea de ese polvo, blanco como el talco, tendido sobre la placa de vidrio. El golpe en las arterias del demonio severo es inmediato. Espera a que el impacto inicial se atenúe y, ya repuesto, cuelga el guardapolvo, manchado de óleos y acuarelas, en el perchero. Se desviste y se baña. Después se pone ropa limpia y sale a la calle. Lleva un sombrero claro de ala ancha. 

El pintor es un muchacho alto. Camina por las callecitas en pendiente; asciende y desciende por los declives suaves. Su andar erguido sugiere el carácter de un alma tranquila, incapaz de cualquier arrebato. Sin embargo, en su mente danza la euforia de la sustancia blanca. Por ahora logra reprimir esa sublevación interior: no se ve plasmada en su rostro impasible. Pero de un momento a otro, puede quebrar la realidad de las cosas. Porque la telaraña del cerebro humano es capaz de trastocar el orden en caos y el júbilo en tragedia. 

La chica, en el otro extremo del vecindario, abandona el libro y vuelve a mirarse en el espejo. La felicidad no le cabe en las pupilas. Las gaviotas vuelan en círculos y sumergen la cabeza en las olas, en un par de horas el verano se hundirá en el horizonte, el sol se ha corrido a una esquina del cielo y las sombras del caserío se alargan ondulando el empedrado. La brisa baila en los maceteros. El fresco del viento salado entra por los balcones. Ella aguarda envuelta en pleno regocijo dentro de la casa de techo rojo. Imagina una caricia, un brazo alrededor de la cintura, la voz cálida del hombre con quien va a mirar desde sus ventanales la puesta del sol. Y el muchacho le va a contar cómo transcurre la maravillosa vida bohemia de un artista plástico. 

En la planta inferior hay movimiento. Llegan de pasar la jornada en el mar. El padre estaciona el auto y descarga los bolsos. El bullicio retumba en las paredes recién pintadas de las habitaciones. La madre da órdenes. Las ropas mojadas caen, los granos de arena se desparraman en la alfombra, el niño de cuatro años llora. Se escucha correr el agua en el baño y se enciende el televisor. La casa resuella en el esplendor del verano, el fuego silba en las hornallas, chocan vasos, cuchillos, platos y cacerolas. Poco a poco el ajetreo va mermando en la jornada feliz, y se desliza hacia los preparativos de la cena, mientras la serenidad desciende de los tejados y se derrama sobre los canteros. Los chicos —incluso el menor de ellos— descansan echados en los sillones. El agobio presiona agazapado en las esquinas del pueblo exigiendo la muerte del día. Pero no hay presagios, aún, de ninguna muerte.

Se escuchan pasos, golpes de suelas de cuero grueso. Los zapatos de un varón suben por los peldaños de piedra y un nudillo huesudo toca a la puerta de la casa de la planta alta. La mujer enamorada abre. Tiene una coronita de lilas atada en el pelo y un vestido de color rosa fuerte. Los dos pasan a la habitación grande: los ventanales bajan hasta el piso con una dilatada vista al océano. Ella aparta una de las hojas vidriadas. La brisa salina alivia el calor. La chica sale al balcón —casi una cornisa: un plano en voladizo sin rejas ni baranda—, se sienta en el borde y mira el paisaje marino dejando las piernas colgadas al vacío. El muchacho se acerca, la sensación de libertad que lo recorre quizá podría despertar su inspiración de artista, pero en su entendimiento de pintor, acostumbrado a dejarse llevar por los senderos alejados del juicio, ocurre otra cosa.
 
Recuerda que él —Salvador D.— ha detenido el Tiempo en el cuadro de su atelier. Y esa ensoñación lo sume en un sopor potencial de creatividad, ya no ve a la joven como tal, la ve de otro modo. La asociación libre de sus pensamientos flota por encima de las cosas concretas. El marco del ventanal se transmuta en los bordes del lienzo, el vestido rosa se funde con la imagen del cuadrante del reloj de cera. El mar y el cielo son tan amplios. Se libera de todo compromiso de los sentidos que le condicione la idea y trabaja en su obra maestra. 

El artífice, ahora, camina por el borde de la cornisa abriendo los brazos, quiere llamar la atención de su chica, extravía la noción de la realidad y queda a merced del subconsciente. Alarmada, ella dice: «Salvador, no me agrada este juego peligroso». Se incorpora y lo toma de la manga. Pero es tarde. Él pierde el equilibrio, se inclina, se despeña. Y ella, un instante después, aferrada a ese brazo —que debió haber rodeado románticamente su cintura— lo acompaña en su caída. Ambos, sin sostén, irremediablemente se desploman: dos pájaros de acero perforan el oxígeno en un descenso vertical que no concluye nunca. A continuación, otro cuadro comienza a pintarse solo: la arena dorada se atiborra de huellas de pies desnudos; un grupo de curiosos veraneantes se aproxima al sitio del accidente; un acantilado se tiñe de rojo; una mujer infeliz yace invertebrada copiando las formas caprichosas de las piedras del arrecife; un hombre se hunde, y más allá, una ola en retirada lo rescata, lo hamaca en la superficie, le sostiene las mandíbulas abiertas, le permite respirar el aire azul, le ofrece el espacio para abrir y cerrar los pulmones con el ritmo sereno de los seres vivos, y al rato, lo deposita en la playa, lejos del lugar. Es el pintor, quien aún atontado, pero con la lucidez de los locos, lamenta la profunda pérdida de la chica enamorada en este crepúsculo triste. Hay hilos granates entre los riscos filosos coloreando la espuma blanca de las olas. La rompiente moja, limpia, disimula, diluye el tono bermejo y se retira mar adentro; el agua escapa de los escollos, calla el rugido, aplaca la furia, y se retuerce en un rulo en busca de lo profundo. 

¿Por qué existirán tardes tan viles que laceran la promesa de una existencia feliz? ¿Por qué se ausenta la bondad cuando más necesaria se hace su armonía en este atardecer maravilloso? ¿Quién trama desenlaces tan crueles? ¿Quién trabaja con tanta perversidad incidiendo en el natural devenir de los sucesos? No sabemos. Dios cuida del buen obrar de sus criaturas y derrama buena ventura sobre sus vidas. ¿Entonces, a quién se debe semejante infortunio?

Meses después, la obsesión por el Tiempo del pintor será reemplazada por horrendas pesadillas. La culpa crecerá en el interior de Salvador D. como una marea oscura. Durante sus días cargará sobre su espalda una bolsa de rocas. La justicia no emitirá condena —no hay criminal ni víctima— pero el desgarro emocional le abrirá las entrañas y no le dará descanso. 

La vida del artista se irá apagando, lejos de lienzos, óleos y pinceles. Sin banales preceptos para avivar la imaginación no recordará sus robados relojes de cera, los sueños se convertirán en su verdugo implacable y de ahora en más Salvador D. soñará con el alivio de una soga que lo redima, de una soga tirante alrededor del cuello que empuje con fuerza hacia lo alto.


Este cuento, publicado en la revista literaria "La ignorancia" (ESPAÑA, trimestral, Nro. 28 - Página 40) pertenece al libro Azul profundo.