La gota de rocío

 

Los astros iluminan la noche mientras Youssef, en plena soledad, cava la fosa para el destino final del cuerpo de su esposa Amira. La acomoda de costado en el fondo rugoso de la estrecha abertura. Termina la labor agobiante, se seca el sudor de la frente y alza la mirada al cielo. La luna está más grande que nunca. 

La figura refinada del moro, silente por la pérdida, esbelto por la gracia de su estirpe, demora su amargura en la meticulosa observación de la bóveda celeste. Aunque no lo sepa exactamente, la concreta materia astral es un bálsamo que alivia la pena de su mundo íntimo.

Baja la cabeza y regresa a la carpa vacía por la alfombra rectangular que, tejida por su mujer, se extiende lineal en la arena apuntando hacia la nada como una faja mágica. Es la lengua de una trama de hilos apretados color púrpura que avanza. Que avanza desde la parte frontal del vano inferior de la entrada a la jaima. La jaima amplia de paños de curvatura recia que rodean la forma circular de la vivienda. Youssef aparta la cortina y entra. 

Sorbe lo último que queda del té de menta, deja el jarro y sale. Sale y afuera se sienta con las piernas abiertas y el torso inclinado a contemplar la profundidad del cosmos, afirmado sobre los brazos rectos, con las palmas de las manos apoyadas a ambos lados sobre el hilado compacto del tapiz. 

El cansancio emocional debido a la pérdida de su esposa ha recalado en la oquedad del pecho vaciando su vida. Piensa en eternidades durante un breve reposo y luego se entrega a la tarea insulsa de conjeturar. Desde la entrada de la jaima, mira en dirección a la austera tumba que apenas se destaca como una modesta hinchazón del terreno. 

Imagina que la muerte se ha materializado en la aureola humana, sombría y gris que le parece estar viendo, de pie y vigilando el cadáver, al lado del sepulcro cubierto por una capa de piedras desordenadas. Mientras la fantasía entrelaza sus pensamientos, la mirada de Youssef vacila y vagabundea sin rumbo hacia un punto lejano. 

Casi sin esfuerzo, como si estuviese oyendo música, recuerda la voz de su mujer hablando en lengua bereber. En la clausura de su mente, las escasas palabras que usaban para entenderse alzan vuelo por encima de su propia angustia. En la laguna de su juicio alborotado las ideas bullen en una danza insoportable, pero fracasan: su lengua no recupera el movimiento; sus labios no vencen su rigidez; es imposible perforar el silencio terrible que lo rodea

Los dolores resquebrajan la redonda soledad de Youssef. Quién sabe por qué la generosidad habitual de la existencia le negó los hijos. La tienda al fin resultó demasiado holgada y el porvenir que se avecina no es más que un manotazo cargado de vacío. 

Nunca se había detenido a mirar el cutis ondulado de los médanos rubios con tanta melancolía como en este instante. No hay viento. Ni siquiera un cabello de brisa que mueva alguna molécula en el aire quieto. Por el oeste desciende la penumbra; desde el este se eleva un tenue resplandor; entre ambos el devenir indeciso baila entre la oscuridad y la luz.

Aún debe soportar la locura del paso de las horas en medio de este dilatado silencio sideral; muy pronto el incipiente amanecer se va a ensanchar por arriba del horizonte recortando con nitidez las ondulaciones de las dunas. 

De repente un murmullo lo distrae de sus reflexiones. Son las cabras. Se mueven dentro del corral, golpean las cañas con sus pezuñas y sus cuernos huecos. Y ese vapuleo tenebroso abre tajos delicados en el cerco del redil. Entretanto, el embrión de la mañana crece y comienza el baile de arena y aire que enrosca rizos y enrula vellones sobre el suelo árido. 

A unos veinte metros de la jaima hay un árbol solitario. No más que uno. En esta llanura mineral no hay otra planta hasta donde alcanza la vista. Ni siquiera la hierba rodea a la acacia estoica que, ostentando una copa abigarrada de hojas duras y verdes, se nutre del último aliento con la humedad nocturna impregnada a lo largo de su tronco agrietado. Su memoria vegetal bebe con paciencia el líquido oculto en el suelo, a través de los pelos de sus raíces, que le conceden la ocasión de existir. Cuando llegue la plenitud del día el agobio del sol aumentará la velocidad de la savia.

Youssef, un nómade más entre los nómades del Sahara ha amado a una sola mujer: Amira. Ambos, de espíritu esquivo, no querían boda y se fugaron antes de las celebraciones familiares. Con el deceso de su compañera él ha quedado en completa soledad. Su escaso entorno vital se limita ahora al árbol, a una alondra que con su curva difusa rasga la tersura del cielo y a un búho rapaz que vigila desde las cornisas de los macizos rojos.

Está cansado y, de espaldas, se recuesta en el entramado de la tela confeccionada con el pelo de los animales rumiantes. Abandona los brazos flojos al costado del cuerpo y se deja aplastar por el domo del firmamento. 

Abatido por la tristeza elabora con lentitud el plan a seguir en la partida. Al comienzo del amanecer desarmará la carpa y cargará los bultos en el lomo del dromedario. Después, no bien el sol ascienda, se pondrá en marcha con su eterno trajinar de ave migratoria, quizás al este de Marruecos, tal vez al sur de Erfoud o de Merzouga. Si lo ayuda la suerte sorteará las calimas, se orientará con los pozos de agua y andará con sus sandalias nuevas por la huella morada del sendero del olvido. 

Y así.

Piensa y anhela.

¿Qué anhela? 

Que no lo atrape el sueño. 

Por fin el ciclo nocturno ya termina. La luna agoniza en medio de las constelaciones estelares. La atmósfera fresca del cenit azul oscuro ha aliviado el sofoco de Youssef en esta noche interminable. Se levanta y suspira. Camina hacia la acacia y examina de cerca las hojas carnosas, de pecíolo severo, adaptadas al clima hostil. Debajo de una de ellas pende una gota de rocío, espléndida como un dije de topacio. 

Se acerca más y ve su propia figura en la superficie curva. Su ojo, ahora, está a un centímetro de la piel acuosa. Su rostro se agranda y su cuerpo se reduce. La luna, como un punto gordo vencido en un costado, gana el aspecto de una elipse repleta de polvo blanco. Aunque no se atreve a tocarla la curiosidad lo fascina. 

El grano de cristal arqueado le devuelve su imagen deformada. Acerca más el ojo hasta que queda a un milímetro de ella. En el espejo curvo y al mismo tiempo transparente, su nariz se ha vuelto enorme y su turbante índigo se ha adelgazado como una aureola lejana. En esta posición ve otro universo encerrado en sí mismo. Y allí dentro observa un contorno conocido agitando la mano: es Amira.

Entonces no duda. 

No sabe cómo lo hace ni por qué lo hace, pero lo cierto es que toma impulso, salta y se sumerge de pies a cabeza dentro de la gota, de modo tal que ni sus sandalias quedan a la vista. La parábola de su movimiento se hinca en la bola cóncava mediante una cabriola geométrica impecable.

El minúsculo útero de licor suspendido de la acacia no estalla ni se derrama debido a la desmesura de su cuerpo porque ocurre algo inusitado. Youssef se sorprende al ver que su tamaño se reduce y al penetrar en la superficie cromada se vuelve infinitamente pequeño.

Todavía no está seguro del milagro. La gota de agua debería ceder bajo su peso, caer y estallar contra el suelo de arena. Y sin embargo el volumen no ha cambiado su forma de pera, continúa colgada de la rama, suspendida por un cabo tan delgado como un hilo endeble cosido a la hoja.

Los mundos se invierten. Lo que estaba afuera ahora está aquí. Youssef recupera los intensos recuerdos junto a su mujer y está feliz. Amira está espléndida e ignora que hay otro cuerpo gemelo al suyo sepultado en una grieta del desierto. El rostro amarronado del recién venido va de la tristeza al júbilo. Todavía aturdido no concibe qué otra magia ha devuelto la vida a su esposa sino el regalo del Hacedor en un acto de generosidad inexplicable.

Algo muy extraño ha sucedido. Las aves furtivas, la jaima y las dunas han permanecido afuera. Youssef lo puede ver todo desde aquí dentro. Se ha producido la duplicación de las cosas. Se encuentra en un universo paralelo. Pero pronto advierte que, a través de la transparencia combada del agua, el desierto y el exterior se deforman hasta desaparecer. La burbuja se opaca por fuera. Un telón se cierra.

Por dentro él está en un espacio abierto a la inmensidad con un cielo agudo y plomizo y un suelo plano que se extiende hasta el infinito. Youssef aspira una bocanada de aire. Amira lo espera con las mejillas descubiertas en una instancia por estrenar que se dispara hacia el futuro. 

Quien no haya seguido a Youssef en su aventura puede ver que afuera de la gema de rocío el conjunto de las cosas sigue igual. No hay testigos del milagro, el viento gira en remolinos de arcilla roja y el día asciende sobre el mapa áspero de este paraje singular en medio del Sahara. 

La gota oculta su secreto interior, pierde transparencia, se pone rígida y se pinta de color blanco. Pierde volumen con lentitud, se desinfla como un globo que exhala lo último que le queda de su carga de oxígeno mientras la furia del sol se acrecienta buscando la altura.

No pasan más que algunos minutos y la gota de rocío se desvanece alcanzando su mínimo. Ya no es de agua, cambia de estado, solo es un leve vapor invisible que se disipa, se eleva y se afina sin prisa hasta desaparecer completamente.


Este cuento, publicado en la revista literaria "El callejón de las once esquinas" (España, Zaragoza, trimestral, Nro.  9), pertenece al libro Cielo rojo.


Animal de nieve

 

Una lección de literatura no se tiene a mano todos los días: una perla inesperadamente súbita, frases cortas, filosas, asertivas y truncas, inscriptas en una estructura amplia, desprovista de ataduras, a veces velada por una capa de oscuridad, a veces diáfana. 

Por momentos afloran oraciones huérfanas de verbos, líneas tajantes: piedras en el camino a los ojos de lector. Sin embargo, cargadas de una lírica medida, misteriosa, y de una belleza envidiable, empujan la historia hacia adelante.
 
A pesar de que la narrativa, demasiado aletargada en el pretérito imperfecto pareciera estancar el movimiento, surge de inmediato el contrapunto de un pasado simple, sencillo, y precisamente a partir de ahí la acción renace poderosa, con violenta energía trepando por la intimidad de los personajes.

¿Solo la forma? No, por supuesto que no.  El contenido está íntimamente imbricado con ella y sería imposible separar uno de otra. Hay una tensión subterránea abarcadora, un cielo de inquietud que perturba, la sensación de peligro inminente, el borde de un precipicio en el desaire de una mirada, de un reto, de una confrontación más allá de las jerarquías —por ejemplo, entre adultos y alumnas—, de un misterio o de una tragedia en la penumbra de la memoria colectiva. 

En primer plano lucen los comportamientos de las niñas del prestigioso colegio, la presencia en apariencia equívoca del profesor de música y el secreto origen de la particular directora. En especial, se destaca la fuerza de las pupilas mayores —las adolescentes—, en su vertiente genuina y descarnada. El paisaje actúa como tenue telón de fondo. 

Las descripciones —como escueto soporte de las escenas— reúnen elementos obtenidos con la aplicación de pocas pinceladas: el interior y el exterior del predio de la casa de estudios; la magnificencia del lago de las bailarinas; la metamorfosis de la vegetación y la fauna cambiante de las estaciones del año. Se trata sin duda de una marca de estilo: la naturaleza trabajando sobre los vericuetos fundamentales de la trama.

Atrapado por el magnetismo, el texto se lee de un tirón. De haber caído en manos de Jakob Mendel —el de los libros—, este hubiese consumido sus páginas en menos de un día. 

Si el arte de Dara ha descollado en la fotografía acumulando miles de seguidores, captando el interés de ellos con las imágenes de su mundo extraño (cuerpos mágicos, niños de miradas crueles, escenas hipnóticas, animales heridos, la rareza del acto en el instante), entonces, en esta novela se producirá un similar efecto en quienes gustan de la buena prosa, de la original manera de contar, del manejo discursivo de las voces, del insistir en lo importante y descartar lo obvio, lo intrascendente, lo banal.

Según las propias palabras de la autora:

«Mi modo de escribir es visual, poética y profundamente atmosférico. Me gusta construir a mis protagonistas desde los paisajes, en los gestos aparentemente pequeños que se guardan dentro lo extraordinario. No es una escritura abierta y clara, de diálogos, sino construida por medio del silencio y lo velado».


Novela: ANIMAL DE NIEVE

Autora: Dara Scully

Nacionalidad: española

Editorial: Caballo de Troya 

Año de publicación: 2020