La Vanguardia

 

Carece de interés mencionar las circunstancias, pero lo cierto es que en un periódico de España ha aparecido una mención de dos de mis libros. 

Se trata de "La rotación de las cosas" y "Azul profundo" los cuales aparecen en la sección de Libros recomendados del diario La Vanguardia, un diario matinal de información general editado en Barcelona para toda España. 

Dicho matutino con su versión digital y en papel se publica en español y, desde 2011, también en catalán. Fundado por Don Carlos y Don Bartolomé Godó, su primer número salió a la venta el 1 de febrero de 1881. 


Para acceder al enlace de la edición digital mencionada hacer clik aquí: La Vanguardia.

Estacado


El valle descansa sosegado entre las faldas de estas serranías y está por ocurrir un suceso extraño, aquí, en las afueras, en el caserío más retirado de la parte ajetreada de este pueblo, lejos de los ruidos, donde el descampado se va terminando antes de entrar en los dominios de la selva.

Francisco es un hombre grande, pero no es un viejo todavía. Está en esa etapa en que la reflexión de la madurez ya le empieza a borronear los pensamientos. Se pregunta cuántas veces más podrá empezar a lidiar con un nuevo día y de dónde obtendrá la voluntad necesaria para enfrentarlo. Algo parecido al temor a la muerte lo va alcanzando de a poco. Su cuerpo alto y un poco encorvado le recuerda su edad y se lo hace saber con esa arruga horizontal que le cruza la frente adusta.

Cada amanecer le muestra el mismo paisaje, las mismas montañas, los mismos colores castaños de otoño, el mismo cielo recortado sobre los tejados del pueblo. Toda su vida cabe en la memoria de los prados de este valle. Vive en las afueras de La Cumbre, en la Provincia de Córdoba, cerca del Camino del Cuadrado. Su casa está en una calle de tierra. Es la última construcción solitaria, cercada por un alambrado en medio de terrenos baldíos. Entre ella y la espesura solo distan unos metros; más allá, comienza el monte tupido. La vista pasa de la llanura al bosque denso en un abrir y cerrar de ojos. Como marcando una frontera, los troncos y las cabelleras de hojas verdes se elevan como la pared de un desfiladero. Si uno alza la mirada al cielo azul antes de internarse entre los árboles, observando hacia el este, se ven las cumbres blanquecinas del cerro peladas por la nieve. 

Francisco ya no espera nada nuevo, su existencia no ha sido traqueteada ni por viajes ni por mudanzas porque no ha salido nunca de este paraje aislado y, a su edad, ya no hay encanto que lo atraiga. Ha quedado arrinconado en este sitio naturalmente, sin nada que lo haya encadenado. Por eso la nostalgia no lo acosa, no tiene nada importante que haya perdido o deba recuperar. Sin embargo, la cercanía de su propia Muerte lo preocupa un poco, tal vez sea eso lo que ha estado sintiendo este último tiempo.

Ha vivido, se conoce; no se rinde todavía, algo lo impulsa. Será la presencia de esta mujer que lo acompaña en las rutinas de su casa, María, tan joven, mucho menor que él. Hace poco que están juntos. Dos soledades que se han unido por una mirada al azar, casi sin palabras de por medio, solo un deseo que sintieron ambos en el cuerpo cuando se vieron en una de esas tardes calurosas de verano. Él demoró su mirada en el modo en que la pollera se ceñía a las nalgas y ella se dio cuenta de que él se fijaba. 

Ahora él advierte que, sin María, se siente un tanto perdido. Lo asalta un leve temor si se ausenta, queda agazapado como un animal que ha escuchado ruidos extraños entre el follaje. Sus ojos la buscan, gira la cabeza, recorre las habitaciones. Se desorienta si no ve los colores de los vestidos que ella luce o si no escucha la risa espléndida que estalla en su rostro moreno. Las sienes le laten un poco cuando no la tiene cerca, le parece que se ha marchado, las manos se le ponen inquietas porque necesita acariciarle los cabellos lacios con sus dedos ásperos para conservar la serenidad de su espíritu. 

Dialogan poco, tal vez porque el silencio de este paisaje verde en el que solo se oyen los trinos de los pájaros se les ha incorporado como una respiración que conversa por ellos. Se sienten más a gusto con el lenguaje del gesto y las miradas: andan callados por la casa, toman mate obviando las palabras, hacen el amor explicándose las sensaciones con jadeos. A veces, rompen la rutina con alguna frase corta, respondiendo con monosílabos, pero los suficientes como para que él oiga sonar la música de la voz dulce en las cuerdas de la garganta de María y ella escuche vibrar los sonidos graves del tambor amplio que se infla en el pecho de Francisco cuando habla. 

Él carga con la condena de su vicio: es adicto a la bebida. Se embriaga con vino o ginebra. No recuerda desde cuándo, le parece que desde siempre. No con frecuencia pero, a veces, pierde el dominio y se desbarranca queriendo llenar el vacío sin fondo que lleva dentro, ese que siempre le pide más cegándolo y le ata la lengua hasta perder la voz. Ella lo sabe desde que lo conoció esa tarde cuando se cruzaron en una calle del pueblo y, desde entonces, lo ha tolerado porque lo quiere. Guarda la esperanza de que tal vez cambie.

Ya ha caído la noche en esta parte del valle y hay un algo de tristeza en el alma de Francisco, tal vez por los pensamientos que ha tenido acerca de la Muerte. Saca dos sillas al fondo, afuera de la casa sobre el patio de cemento al aire libre para que se sienten él y su mujer, y las arrima a una mesa que tienen en este lugar. Aquí está más fresco que adentro, el sol ha castigado el techo de chapas durante todo el día; pero, a esta hora, ya ha oscurecido y corre una brisa leve que trae la humedad de la vegetación del monte. Francisco se sienta y su figura queda iluminada con el foco de luz amarilla que está fijado a la pared trasera, una luciérnaga que no se apaga. Los pájaros se han callado. Tiene el codo izquierdo apoyado en la mesa y el puño de la mano derecha apoyado en la cadera.

—¡María! —grita desde el fondo de la vivienda.

—Sí…, estoy buscando el mate…, ya voy —le contesta ella, que está todavía dentro de la casa.

—Traeme un vaso cuando vengas.

—Sí, ya va.

Él ya ha traído la botella de vino tinto, la ha destapado y la ha puesto frente a sus ojos. 

De pronto, se aturde con esas reflexiones sombrías que le asoman por debajo de la cáscara de la conciencia y la mirada se le pierde hacia la sombra callada de las plantas. La repetición de los años, esa recurrencia ingrata, cada vez más cercana. «¿Será, entonces, que es en vano seguir con esto?», piensa, afirmando la idea con la cual se ha levantado hoy, al mismo tiempo que aprueba con la cabeza y se le dibuja un gesto leve en el rostro, una mueca que le tuerce los labios. 

Ella ya se ha acercado, coloca el vaso sobre la tabla de madera al lado de la botella, mira a Francisco en silencio, luego acomoda la pava y se sienta. Llena el primer mate, remueve la bombilla plateada, lo mira otra vez, se retira un mechón de pelo de la cara, se recuesta sobre el respaldo, se cruza de piernas, se alisa la pollera negra con la palma de la mano y espera.

Él comienza a tomar, no en forma atropellada, pero sí a grandes sorbos porque viene arrastrando una sensación que no puede dominar, como un cosquilleo, una inquietud que le genera ansiedad. Su adicción es un sabueso que siempre termina por alcanzarlo. 

Es un obrero de la construcción y está todo el día trabajando con el cemento y la arena, entre el ruido de claveteos y martillos que golpean los encofrados. Antes de empezar a beber, se ha acordado de ese tiritar de sonidos y con el vino se le va aplacando. No es sed lo que tiene, sino necesidad de aplastar el fastidio de la sentencia que lo perturba, que le retumba en la cabeza, ese final que se acerca y al que todavía no está dispuesto a entregarse. A medida que va tomando, se le enturbia la sensibilidad, va entrando como en un sopor de siesta que le trae descanso, y Francisco percibe que ese apaciguamiento lo tiene a su alcance, en el líquido rojo del vaso.

Ya queda menos de media botella y, entonces, estira una vez más el brazo para alcanzarla. En ese momento, ella pone la mano sobre la suya intentando evitar que continúe bebiendo.

—Francisco, no te conviene que sigas tomando.

—¡Callate, sacá la mano!

—Te lo digo por tu bien.

—¡Salí, te digo!

Y de un tirón se la arrebata y se sirve. Llena el vaso hasta el borde torpemente. El vino se desborda, cae sobre la mesa y le tiñe de morado la mano. 

Ella retira rápido los dedos y se los lleva a los labios para taparse la boca, como queriendo acallar un grito que se le queda ahogado en el cuello.

Poco a poco, el vino hace la tarea. Francisco ya está más que mareado y va entrando lentamente en una nueva borrachera. Un viento de troncos arrugados le atraviesa la garganta y la reseca como una quemazón, lo va enfureciendo de a poco y sin motivo. Bajo los rayos de la luz amarillenta ya no puede ver con claridad y confunde las cosas. Los fantasmas se empiezan a adueñar de su cordura. Se le alborotan los recuerdos como retazos de telas gruesas, trozos de memoria que se ensucian en la ciénaga del tiempo. Le cuesta armar un hilo de pensamiento. Evoca las perlas de la sonrisa que brillan cuando su mujer ríe y de pronto la advierte distante en la soledad del patio. 

María presagia la tragedia, como las aves. Lo observa. Pero ahora toma más distancia, se ha parado detrás de su asiento y se toma del respaldo.

Francisco nota que algo ha pasado que no se explica: el suelo está blando, las cuatro patas sobre las que está sentado se hunden lentamente. Se piensa que está atado, estacado, y que a los dos los va a tragar el piso, a él y a la silla juntos; se sospecha amarrado a la estampida feroz del tiempo y, con los ojos turbios, ve que le nacen llagas en la piel huesuda de la mano, en un envejecimiento acelerado. Las flores y los aromas de ella, de su mujer, se van alejando. Empieza a ver pájaros nocturnos, aves de rapiña que vienen por él, que lo sobrevuelan como una manta negra que le va a caer encima ni bien esté muerto. «¿Esta noche va a ser? ¿Estas son las señales?», se pregunta. Es entonces que vuelve a encenderse el fuego de la bebida y le vuelve a quemar la garganta. La palabra que tiene que decir se estanca entre las ramas del aliento y desiste. 

María, tan joven, añora las noches de amor, la ternura de su hombre. No puede evitar que rueden dos lágrimas pequeñas por sus mejillas al verlo en este estado. Lo observa, muda, percibe el terror en esos ojos abiertos, en ese cuerpo como soldado a la silla, abatido. Aprieta los puños, se muerde con los dientes el labio inferior. Luego gira el cuerpo y comienza a caminar, alejándose de él, buscando la puerta para entrar a la casa, dejando el patio atrás.

Francisco se ahoga en un deseo sin palabras. Quiere decir y no puede. Su mente es un bote a la deriva que trae consigo los recuerdos de toda su vida a la orilla del naufragio. No logra soltar una lágrima de sal que alivie el dolor de su desgracia. «Son los gusanos —murmura en voz baja— que vienen a buscar estos huesos viejos para limpiarlos hasta dejarlos blancos de Muerte». Porque siente que esa homicida lo está rondando, que está cerca con los instrumentos del final. Piensa que puede olerla a unos pasos de esta estaca que lo retiene, de esta silla que lo tiene amarrado y se hunde sin remedio en el cemento pastoso del piso. Le pesan los siglos en el cuerpo devastado. «Ya no es posible —reflexiona—, ya no podré nacer de nuevo a la mañana siguiente. Será necesario el abandono y la resignación». El vino libera su angustia contenida. Le crece el miedo como un ave de alas enormes que lo empuja más abajo. La desgracia se acerca, afuera está la Muerte esperando con los ojos abiertos y una esperanza entre las manos. 

«Porque un día ocurrirá que me levantaré —se dice Francisco casi en un ahogo— y que me daré cuenta. Ya será tarde y no tendré ganas de resistir los golpes asesinos de la arpía que me acecha. A todos le pasa. Un día uno toma conciencia de que el camino termina ahí nomás. Ni siquiera el viento atroz que me tumbará me va a dar lugar para girar la cabeza, ver a mi mujer y notar el aroma dulce que desprenden sus labios rosados. Habría sido lindo soñar junto a María, ver las curvas de sus pechos, antes de que se acerque ese silencio mortal. Sucederá entonces que esa noche y su mortaja me cubrirán los ojos. Ya no podré ver, mi cuerpo extinto alojará un corazón que no late». Ya es un tímido balbuceo que apenas se oye. 

En ese momento se escucha un relámpago atronador; todo el cielo y la tierra se iluminan. Las nubes, cargadas de agua, sombras contra la oscuridad del cielo, se empiezan a desplomar. En unos minutos comienza un diluvio vertical que todo lo moja. Repiquetea sobre las chapas de zinc con un ruido ensordecedor, el aguacero y el viento hacen que todo se empape: el vaso, la botella, la mesa. Francisco está calado hasta los huesos; el cabello gris le cae sobre el rostro como babas del diablo, el vino se va convirtiendo en agua, el piso va tragándolo. La silla, esa estaca cruel, se va hundiendo más y más y no se detendrá en su descenso al mismísimo Infierno. Ahora está seguro de que, irremediablemente, el patio lo devora. Quiere gritar y no puede, el cemento le rodea el cuello, denso como un pantano a punto de engullirlo. En el fondo de su casa se puede ver un círculo viscoso, sin brocal ni marca alguna, que se ha masticado las sillas y la mesa y, en este momento, bajo la lluvia torrencial que azota las afueras de esta ciudad, aquí, al pie del cerro El Cuadrado, se puede ver cómo se oculta lentamente, como una boya con ojos desorbitados que se hunde en el mar, la última parte de la cabeza de Francisco, llevándolo a los brazos de la Muerte sin necesidad de sepultura.

María, que está dentro, guarda en su pecho la congoja. Su hombre ha tocado un límite que ella no le permite más, por eso ha decidido dejarlo. No ha visto esta parte final del espectáculo, por lo tanto a nadie que se lo pregunte lo podrá contar, no ha sido testigo de lo que ha pasado en el fondo de la vivienda. La última imagen que se lleva de él no la olvidará nunca: sentado en la silla y borracho. Ella ha abandonado el patio trasero hace veinte minutos, por lo tanto, no ha podido ver el hundimiento del que todos van a hablar y nadie ha visto. «Habladurías», dirá. Ha estado en la cocina, luego ha ido al dormitorio para colocar su poca ropa en una bolsa y no ha escuchado los últimos susurros incomprensibles de Francisco. 

Ella cierra la puerta delantera del lado de afuera. La tempestad la va empapando de a poco, le cubre las lágrimas; María deja atrás el jardín que da al frente, mira la fachada encalada de la vivienda y sale a la vereda. La noche escucha, entre el rumor de la lluvia, pasos de mujer que, chapoteando en el barro de la calle, se alejan de la casa.


Este cuento, publicado en las revistas literarias "Pelago" (España, Nro 29, dic-2021), "Lenguas de fuego" (España, septiembre 2020) y "El callejón de las once esquinas" (España, Zaragoza, trimestral, Nro.  10), pertenece al libro El sonido de la tristeza.

Cuando llueve sobre las islas

 

Apoyada en el alféizar de la ventana, con las cortinas abiertas de par en par, Elena mira hacia la profundidad de la noche. Apoya los codos y juega con el anillo de oro. Desde la base del anular desliza la delgada alianza hasta el comienzo de la uña. Lo hace casi sin darse cuenta, con el índice y el pulgar de la otra mano. Lo repite una y otra vez, olvidada de su entorno, entregada a otro mundo, entre el polvo de estrellas de sus pensamientos.

Sobre el escritorio que se encuentra en el extremo del cuarto hay una lámpara encendida. Un pequeño cono de esplendor desciende sobre los papeles desordenados en el rincón íntimo. Hace unos minutos ella dejó de escribir. El verso de la poesía quedó inconcluso y la idea ya se ha disipado.

En el resto de la habitación, a través de la pantalla opaca del candelero, la luz convierte el aire en una bruma mortecina que pinta de amarillo pálido todos los objetos, eliminando los ínfimos detalles, suavizando todo.

La figura de Elena está tenuemente iluminada por detrás, y su contorno se recorta dentro del marco, por el cual entra el perfume nocturno de los jazmines. 

El cuarto se encuentra en la planta alta de la casa. Este es su mirador privilegiado. Afuera y debajo está el jardín, y en él, las luciérnagas merodeando entre los rosales. Un poco más retiradas medran las sombras entre los fresnos y las mimbreras. Detrás de ellos se desliza el espejo apacible del arroyo Las Totoras, cerca del recodo, antes de la boca que se abre al cauce furioso del Paraná de las Palmas. A la salida de las islas, reposa el río, el ancho Río de la Plata, donde ahora se baña la luna. 

Elena regresa desde sus pensamientos dispersos a la noche silenciosa de los arroyos del Delta. Deja la ventana, gira y avanza con cierto impulso, hacia adentro, pero, en el movimiento brusco, sus dedos distraídos sueltan la alianza. El anillo rebota y rueda sobre el piso de pinotea, da tres giros sobre sí mismo y queda quieto al pie de la cama. Ella lo recoge, se lo coloca nuevamente y se tira de espaldas sobre el edredón mirando el techo.

¿En qué piensa?

Extraña a su marido. 

Helmuth Ritter es capitán de los cargueros que suben y bajan por la cuenca caudalosa llevando aceite, granos, cargas de todo tipo. En estos puertos fluviales debe adaptarse a los vaivenes del comercio, o al contrabando en fondeaderos clandestinos, si es necesario. 

Hace dos meses que está navegando y le ha hecho llegar un mensaje a Elena: «El viernes estoy en casa. Besos. Helmuth». El jueves ella fue hasta el puerto de Tigre a comprar provisiones. Trajo una botella de vino para brindar con Helmuth por su llegada.

Hoy es domingo. 

Está demorado. 

Elena está acostumbrada a la incertidumbre de la vida en las islas. El clima a lo largo de la traza del Paraná es impredecible. El río es un animal traicionero, un yacaré al acecho que, cuando cierra las mandíbulas, hasta los barcos de más porte quedan atrapados entre sus fauces. 

Los orilleros conocen raras historias de navegantes. Cuando la vanidad los seduce en la charla alrededor del fogón, la superchería ondula en el aire como un juguete peligroso hasta que el temor cede, porque saben que en una de esas lo que se está contando puede ser cierto.

Elena abandona esos pensamientos, se incorpora, se acerca de nuevo a la ventana. Huele a tormenta. Los relámpagos desnudan el cielo con sus fogonazos. Una hilera de nubes se agrupa encima del arroyo El durazno. Las figuras difusas tocan con sus algodones sucios las copas de los árboles. La brisa sacude con fuerza el follaje, el viento sudeste trae malos presagios, el tiempo empeora. 

Elena cierra los batientes, gira la manija del cerrojo y acomoda las cortinas. Luego se desviste, se mete en la cama y lee hasta que se le cierran los párpados. Aparta el libro hacia un costado y de inmediato se abandona al sueño mientras oye el aguacero que se derrama sobre las islas.


Ha llovido toda la noche.

Hoy el sol ha estrenado una mañana espléndida. Elena escucha el ruido de un motor que se detiene. La embarcación de las provisiones ha estacionado en la orilla, tal vez en ella venga su marido. Se apura, abre la puerta y baja al muelle.

Mario, el patrón de la Surubí, se asoma por la cabina y le entrega una canasta. Ella le pide el diario y le paga. En dos maniobras, Mario acomoda la proa enfrentando la corriente, buscando el próximo destino.

Elena entra y apoya la canasta. Luego despliega el periódico sobre la mesa. 

En la primera plana está la foto del carguero que encontró la Prefectura anclado en un banco de arena en Corrientes. Ella se interesa por el artículo. Lee la bajada: «El buque “fantasma” navegaba sin tripulación desde hace una semana, a la deriva, hasta que encalló». 

La nota comienza así: «En el día de ayer se realizó una exhaustiva búsqueda para revelar las causas del suceso. En la cabina de mando se encontró una alianza en cuyo interior tiene grabadas las iniciales E. R.».

Elena está muda por la noticia que tiene delante. Se le ha incrustado como un acertijo macabro en el pecho. Acodada en la mesa, juega con el anillo hasta que lo suelta sin querer. La sortija cae y rueda sobre el piso, da tres giros sobre sí misma y queda quieta al lado de su zapato. La mira. Le parece que la alianza está tan lejos que no podría alcanzarla.

Se pregunta cómo deberá empezar su vida de acá en adelante, de dónde sacará el valor que necesita, adónde irá a preguntar lo que ignora. 

Se lleva la mano a la boca.

Y llora sin consuelo, en forma tan abundante como el agua que se derrama aquí, sobre estas islas, cuando llueve torrencialmente.


Este cuento, publicado en las revistas literarias "Nagari" (EE.UU. Miami, mensual, junio-2020), "El Narratorio" (ARGENTINA, Buenos Aires, mensual, Nro 50, pag 7) y "Vestigium" (MEDIUM, abr. 2019), pertenece al libro Escarcha.

María de agua

 

En medio del cardumen tu historia se presenta como un tiempo que surge desde los confines del pasado. Aunque ni vos ni yo somos peces, formamos parte de la vida. Miro hacia la profundidad sin horizontes rectos, en el silencio líquido que me rodea, y me pregunto si vos también estarás inmersa en tu mar tórrido, tan alejado de estas aguas meridionales, porque te imagino rodeada de corales y moluscos gigantes quietos sobre el fondo marino de arena clara.

Por aquí todo es tan profundo y oscuro que no alcanzo a ver los vestigios de los navíos hundidos. Ni palos, ni arboladuras. Ni cascos, ni anclas oxidadas.

Hace rato que te pienso, acodado en la mesa y con la mirada perdida, en mi invierno, al calor de los leños encendidos en el hogar. 

Mientras el licor reposa en el vaso hago un alto en esa tarea, corro la cortina y me asomo por detrás de los vidrios de la ventana cerrada, para observar el jugueteo del agua en la orilla. Titán ha movido la cola con arte expresivo al ver que yo he dejado de estar sentado. Mi perro espera que salga a caminar con él por la playa. Y puede que lo haga. Hay luna llena, como a él le gusta.

Me pongo la campera porque afuera hace frío. 

Sopla una brisa helada que viene de lejos, desde el océano hacia el continente, nacida en los témpanos que se han desprendido más al sur. 

Bajo con mi perro por la escalera estrecha de cinco peldaños. Mis botas aplastan la grava gruesa y escucho cómo las suelas mastican los granos a cada paso, dejando las huellas marcadas con la precisión de la geometría. 

—María, te extraño mucho.

Recuerdo el último verano que estuve con vos en tu cabaña del Caribe, sobre la costa de tu isla volcánica, pequeña como vos, con una ladera curva y frondosa de plantas de perfumes dulces. 

Fue en la estación de las lluvias. 

La primera noche bailamos descalzos sobre el sencillo muelle flotante, hasta que el mulato de la banda de música se tuvo que ir y nos quedamos sin la alegría de la percusión. 

Ante mi asombro me llevaste a compartir tu cama con el mandato de una diosa que dispone de sus libertades. Pero siendo mortales, ni vos ni yo fuimos capaces de vencer a las tres tentaciones del amor: la sensualidad, el erotismo y la embriaguez del agotamiento. El muchacho rubio entonó boleros encantadores hasta el amanecer y vos me los susurrabas al oído —porque oíamos las melodías a través de las ventanas abiertas de la choza—, de modo tal que el placer de la posesión de los cuerpos fue tan inmaculado como el azúcar. 

—¿Me creés, María?

Una vez agotado el frenesí del deseo no me cansé de recordar que yo, solo un Hermes terrenal, viajero, ladrón y mentiroso, había poseído a la magnífica Afrodita del Olimpo caribeño. 

Aún hoy lo siento así. 

Cavilando en la noche salina te escucho, te oigo en el rumor de las aguas agitadas por el aire y ensueño que tu aliento acumula las gotas de escarcha que cuelgan de mi barba. Si la tonada latina de tu voz no me cuenta historias de amores apasionados me siento un niño en orfandad, me falta el salobre contacto de tus labios tanto como el sabor agrio de tu sexo.

Mañana con mi traje de buzo me sumergiré en el mar con el anhelo de acortar las distancias entre ambos hemisferios. Llevaré en mi mente el mensaje que he estado pensando y lo soltaré en medio del cardumen. Los peces lo llevarán a tu playa y vos sabrás entender el significado a través del canto de los tiburones plateados. 

Quisiera que me envíes una respuesta. 

Sin sobre ni papel. 

Solo escribila en el viento para que él la introduzca a través de las hendijas de esta casa solitaria, amparada en las dunas oceánicas, y la deposite en el licor de mi vaso, que yo sabré cómo descifrarla.


Este cuento, publicado en las revistas literarias "Nagari" (EE.UU., Miami, mensual, octubre-2020), "El Narratorio" (ARGENTINA, Buenos Aires, mensual, Nro. 43, pag 27) y "Quiasmo" (MEDIUM, may. 2019) pertenece al libro Cielo rojo.

Ilaciones

 

Con un solo e instantáneo movimiento de torso, Antonio, arrellanado en la galería de su cabaña, pudo abarcar con la mirada la zona de la barranca y el pedazo de río. Eso fue suficiente para identificar la proa aguda de una lancha desplazándose con lentitud inusual por el arroyo, encarando de costado la corriente, como si el piloto fuese un novato. 

En líneas generales era similar a la suya, el color y la forma singular de la quilla se parecían mucho. Pero no. De ningún modo las cuerdas se podrían haber desprendido del bolardo del embarcadero dada la firmeza con la cual él las ataba. Solía hacer con eficiencia esta tarea rutinaria. Además, no salía a navegar hacía semanas. 

En ninguna oportunidad, durante los largos años de matrimonio al lado de Juana, su esposa, había descuidado el mantenimiento de los cabos de amarre y los grilletes. Ni siquiera su bote, en la época de tormentas, se pudo soltar del muelle. Aunque también es verdad que, luego de la muerte de Juana, Antonio se perdía en pensamientos, sentado ahí, en el banco de lapacho, fumando cigarros cubanos, pintando cuadros en su mente. 

A pesar de su aspecto fantasmal, la embarcación tenía sólidas apariencias de veracidad, pero sin duda, estaba a la deriva. Cuando, dentro de su ángulo de visión y muy a lo lejos, enmarcada en otro claro de la vegetación, apareció la ventanilla de la cabina vacía, no tuvo dudas del parecido. 

Por la posibilidad ofrecida, de tanto en tanto, por los huecos alternados de los matorrales de la costa, siguió con interés el curso de la navegación: se oía el ronroneo del motor y el humito azul saliendo por el tubo de escape; la rueda del timón oscilaba lentamente; una mano delicada le permitía girar con cordura; si antes, la desolación dominaba la cubierta, ahora parecía contar con signos de vida a bordo. 

Una mujer se asomó a estribor. El casco se deslizó arrimándose a un pilote. Dos perros ladraron en la orilla oculta. La joven, atareada en desembarcar las provisiones, depositó el balde en el entablonado. Subió con determinación por la escalera de pino y se encaminó por el sendero. 

Antonio la perdió de vista y dejó de prestarle importancia. Se quedó extasiado con los ojos clavados en la correntada suave pensando en la tumba de Juana, en el breve agujero cavado con sus manos toscas, en aquel puñado de piedras con una cruz de palo encima, dispuestas sobre el cuerpo sin vida, tibio, de su esposa, al cual nadie podría ver desde el río, a la vera del camino por donde se había internado la joven de la lancha fantasmal. 

Los días de Antonio atardecían en su interior, el calor del sol se dormía entre las macetas de geranios, una manta de silencios lo envolvía en medio de la galería, los recuerdos de Juana bailaban en su cerebro como demonios. 

Unos minutos más tarde se hizo presente en el fondo del terreno la mujer imaginaria del sendero sinuoso de los pajonales. Con otra figura. Con ropa colorida y el pelo suelto. Con el vestido estampado, refulgente dado lo avanzado del crepúsculo. 

Avanzó con las sienes palpitantes. 

Por fuera, la bruma triste insistía con sus pesares alrededor de la cabaña. En el pasillo lateral de la casa, bajo la pérgola, lucía inconfundible el respaldo robusto del sillón de lapacho de Antonio. El aroma fuerte de volutas de humo de tabaco cubano la animó a acercarse y con la suavidad de la hoja afilada de un cuchillo, Juana se introdujo para siempre en la nuca del hombre que la estaba pensando.


Este cuento pertenece al libro todavía no publicado Cruz de palo.

Lluvia



Hacía días que los yaganes buscaban la orilla de un río para beber. Tenían mucha sed. Las mujeres habían trabajado mucho machacando raíces y ramas de plantas carnosas. De esa labor obtenían un jugo verde y después lo volcaban en el cuenco de madera. De ahí tomaban. Pero no era suficiente, la tribu entera se estaba debilitando.

Por el laberinto de cavernas se coló un susurro, un rumor parecido al rasqueteo producido por un animal con garras arañando un tronco, un ronroneo persistente. La memoria colectiva del grupo no reconocía ese ruido lerdo, suave, continuo, terso, no tenía en su recuerdo algo semejante. Sin duda era un sonido nuevo y el hombre, el de mayor altura, quiso averiguar. Dejó el morral de cuero de guanaco colgado de una saliente en la roca y se desplazó con cautela en la penumbra guiado por la bruma del día acumulada en la entrada. Era una luz gris, como si en vez del mediodía estuviera cayendo la tarde en la bahía, al norte de la isla. 

La curiosidad lo hizo avanzar y llegó a la salida junto con el resto: tres ancianos, siete jóvenes y dos chicos. No bien estuvieron afuera se les pudo notar con claridad el asombro en los ojos. Las gotas caían con desgano sobre los árboles del bosque denso y los arbustos gigantes movían el follaje cediendo al empuje de la brisa helada. En la cumbre de la vegetación se abrían manchones de cielo acerado y en la turba del suelo se iban formando hilos de líquido desplazándose por la pendiente del terreno. 

De a uno se fueron animando y se unieron en un claro. Dispuestos a caminar en círculo, comenzaron a cantar en voz alta las vocales conocidas: aquellas utilizadas en los llamados al ataque en medio de una cacería, o para dar órdenes durante la pesca entre los fiordos peligrosos del estrecho. Elevando las cabezas se juntaron más y más hasta el punto en el cual las pieles de zorro con las que estaban ataviados entraron en contacto. 

Todos los pies golpeaban el piso blando y subían y bajaban con un ritmo monótono. Se hundían en el lodo y el lodo se volvía charco. Se mojaban. A la intemperie, la piel desnuda de sus cuerpos tomaba el brillo metálico del lomo de las focas. Algunos levantaron los brazos y los demás se animaron a hacer lo mismo. Cada vuelta la ejecutaron con creciente velocidad, casi con desenfreno. Su entusiasmo aumentó, alcanzaron el éxtasis y a continuación se dispersaron. 

Las mujeres se apresuraron a atar un puñado de hojas enormes arqueadas hacia la hierba, en indudable actitud de reverencia. Luego se metieron en las cuevas, sacaron el cuenco y lo pusieron debajo. 

El chorro de agua de lluvia se deslizó a lo largo de los tallos y ellas quedaron asombradas por la rapidez con que el tosco recipiente se llenaba mientras los otros seguían bailando, alzando las manos y emitiendo gritos con la letra «u», porque se trataba de una letra mágica, y era, además, el signo elegido para agradecer a los dioses cuando se producía un nacimiento, o la aparición de la lluvia, o la señal de dolor compartida en el momento culminante de la ceremonia de la muerte, celebrado con animosidad en el osario sagrado de la Tierra de Manu.


Este cuento pertenece al libro todavía no publicado Lana hueca.


Fotos viejas

 

Atrapados por las circunstancias, los personajes de estos cuentos buscan el escape por alguna hendija de la existencia: un hombre regresa empujado por la bruma a la ciudad de los muertos; un pescador de langostas hurga en las entrañas de un buque abandonado; un niño atraviesa una lupa gigante para tocar la luna; un tullido vuelve a buscar el corazón de su novia enterrado en la playa; una mujer se obsesiona en la recuperación del amor cayendo en el desquicio. Cualquiera de ellos buscará eludir, a su modo, la rotura de un vínculo profundo. Se aferrará a la vida como sea. Un cementerio, el mar, los arroyos del Delta, la soledad de una tarde lluviosa, todos son escenarios propicios a fin de dar marco a la salvación de los protagonistas, quienes harán frente a sus desventuras escudados detrás de la oposición, el cálculo, la inocencia, la fantasía, la locura, y darán batalla al dolor, en la medida de lo posible, hasta que no duela.


Sinopsis del libro Fotos viejas.

Ahora que nadie nos oye

 


Ahora, que nadie nos oye, déjame que te cuente… ¿Cuántas historias habrán comenzado con este preámbulo? Desde meros chismorreos hasta verdaderas confesiones «a corazón abierto», pero todas ellas tienen en común la complicidad entre dos personas. 

Eso es lo que te propongo con esta obra compuesta por treinta y tres relatos. Quiero ofrecerte un momento de paz, solo para ti y para los personajes que viven en el interior de este libro; quiero que te olvides de tus preocupaciones, rutina y demás ruido. Te quiero por entero. Así que, por favor, silencia tu teléfono móvil antes de empezar. Este libro contiene los relatos ganadores de la primera edición del concurso literario mensual El Tintero de Oro.

De la sinopsis del libro Ahora que nadie nos oye.



Los cuentos que aparecen en esta antología son: "Cuando llueve sobre las islas" (página 21), "En la orilla" (página 53) y "El vuelo de las gaviotas"(página 91). Los tres relatos mencionados pertenecen al libro Escarcha.

Azul profundo

 

Los vagabundos, quienes duermen a la luz de la luna sin otro resguardo encima, tendidos sobre un soporte de hojas de otoño a descansar los huesos, por lo común, no abrigan la dicha de algún sueño por cumplir, ni tampoco aspiran a una larga existencia. A pesar de no ser mi caso me faltaba una meta auténtica, un entusiasmo. No podía seguir así, de ciudad en ciudad, en ocupaciones estériles, de paso por lugares tristes, tan semejantes.

Al principio a vos te gustó la idea de irte conmigo y salir de este barrio del demonio, pero fui demasiado sincero al responderte. Yo no podría asegurar el sustento de ambos. Cuando dije esto te cambió la cara y ahí empezó el fin de nuestra relación. Las paredes azules se alejaron henchidas por un suspiro precavido, el techo de la sala se sostuvo en suspenso. 

—Andate —dijiste—, es mejor si no volvemos a vernos. 

Estábamos en pleno desayuno y tu aliento olía a café. 

Por la tarde junté la ropa, las fotos, los documentos, la billetera. Al partir quise darte un beso, pero tu postura me impedía acercarme: de brazos cruzados, apoyada en la pared, casi interrumpiéndome el paso, fría como una espiga de hielo. Entonces salí esquivándote, y con el temor a tropezar con tus ojos pasé de costado por el resquicio de la puerta entornada de la casa, acarreando mis escasas pertenencias embrolladas dentro de la valija.

De pie, en medio de la vereda, con la vista puesta en cualquier lado, no supe muy bien a dónde ir ni qué hacer después de la separación y sin querer desplegué una enumeración apresurada de los mejores momentos: tus dedos flacos dibujando en la humedad del vidrio desde la cama revuelta; restos de infancia en las pupilas claras, desafiantes; el rostro lúcido y atento, eliminando la mueca triste cargada de pasado; el placer de vestir tu cuerpo desnudo con mi camisa de hombre; el largo peinado hacia atrás sujeto en la nuca por un rodete interminable. Debía ordenar las ideas, ideas rotas por evocaciones pesarosas.

Me puse a pensar en eso y comencé a caminar.

En nuestro primer encuentro me había impresionado tu silueta esbelta, de hombros rotos en suave pendiente, cortados por los reflejos de la lámpara del bar. Parecías una estatua frágil a punto de hacerse trizas con un codazo de aire, necesitada de apoyarse en algo, algo similar a mi mirada firme. 

Sin embargo, luego de un tiempo compartiendo tus días, el perfil ingenuo se tornó ilusorio, pues observándote mejor, incluso de lejos, descubrí el duro sesgo trazado con piedad en tus sienes, y los huesos filosos de tu mano al juntar las migas del mantel, al revolver las motas de polvo en el cono de luz del dormitorio. 

Entretanto pasaron muchas cosas. Por momentos, en la intimidad yo metía la cabeza en mi callada respiración y me aislaba en la vanidad de mi mundo. Pero en las noches de los altares del sexo al otro lado de la sábana asomaba el deseo en las estrellas de tu mirada. Yo saltaba el cerco, la cama se volvía angosta, tu excitación se alzaba a punto de volar y gritabas y suplicabas como si te estuviesen colocando agujas debajo de las uñas. Sobre todo, pasó eso, jamás dejaste de ofrecerme, despojada de deshonra, tu fecunda limosna de mujer.

¿Y ahora? 

Y ahora, a pesar del esfuerzo por no mentirme, se me hacía difícil olvidar los reproches y las exigencias, las locuras y los desplantes. Saciada el hambre vulgar de la carne, al menos a mí, me dolía rememorar las horas de mirarnos a los ojos, día y noche, para terminar en este final triste. No hallaba la forma de eclipsar esta verdad tan amarga.

En eso pensaba.

Con el sistema nervioso alterado caminaba por impulsos, me detenía de repente, me sentía desamparado: un perro idiota mordiéndose la cola por la falta de tu abrazo en medio de la ausencia. El enamoramiento es el veneno de los imbéciles. Yo había bebido ese líquido tramposo en busca de consuelo y deformaba las emociones con la lupa miope de los tontos. Por eso traté de serenarme alineando la acción con pensamientos serios, y a partir de ahí recuperé el umbral de coherencia a fin de tomar decisiones acertadas, sacar conclusiones, darme tiempo, planificar la sanación, no perder el norte de la rosa de los vientos ni la orientación de mis propósitos.

Respiré profundamente. 

La verdad es que no deseaba perderte.

¿Pero, podía regresar a tu casa, tras el rotundo fracaso? No. ¿Por qué, entonces, me aferraba a esa ilusión tan débil? ¿Dónde había fallado? ¿Y si la ruptura había sido simplemente un impulso equivocado de tu parte? Quizás podrías revisar tus sentimientos y arrepentirte, aunque pensándolo bien, era improbable porque en tu corazón crecía una montaña de reclamos. Y yo, por supuesto, no me iba a arrastrar, ni a ponerme de rodillas, ni rogarte una miseria de cariño. 

En medio de estas cavilaciones llegué a la avenida principal: despoblada, penosa, una franja enferma echada en el hastío. 

Delante de mí apareció la pensión de mala muerte que no iba a olvidar jamás. Un gran ventanal sucio y un letrero apenas iluminado colgando por encima de la entrada. Sin dinero para lujos y dado el precio conveniente de la renta me apresuré a pagar la noche por adelantado. No había traído reloj y la encargada lo solucionó con eficiencia: me llamarían a las ocho a la habitación. Ni siquiera me desvestí. Caí desplomado sobre la frazada rota vencido por el tremendo cansancio.

A la madrugada me desperté envuelto en una pesadilla de monstruos pegajosos. En vano me empeñaba en quitar de mi piel las huellas viscosas de los caracoles gigantes: no tenía conciencia, se trataba de mi propia transpiración debida al miedo y a la angustia. Con un susto terrible y la lengua seca opté por abandonar el calor de las cobijas aprovechando lo único decente del albergue precario. Giré la llave de la ducha y, luego de un siglo, un chorro generoso de agua caliente salió del caño empotrado en la pared cubierta de moho. Pasé un tiempo interminable enjabonándome con la esponja. Después me sequé con parsimonia mirando con desconfianza la toalla desteñida. Por fin, ya recuperado, y a pesar de ser muy temprano, me vestí con la misma ropa usada el día previo y bajé. 

En un rincón del recibidor de entrada dejé la valija y salí con una consigna: a las diez volvería a buscarla y me iría de este lugar. Mudar de escenario suele ser útil para inhumar los insensatos sueños de amor.  Una vez afuera pensé con desgano en sacar un pasaje en micro, pero no lo hice. Sin claridad, en mi cabeza se entremezclaban imágenes difusas y no conseguía limpiar las dudas por ningún lado, desgastándome en vacilaciones.

Un viejo se detuvo en la esquina. En un gesto confuso miró a ambos lados. Pareció dudar. Le temblaban las rodillas en las piernas encorvadas. Quizás a su edad la tontería de cruzar la calle fuese una decisión compleja. Para colmo lo hizo tambalear una ráfaga helada que golpeó contra el cordón del asfalto, pasó por arriba de los charcos acumulados e hizo temblar el reflejo invertido de la escalera de incendio sobre la superficie del agua. El anciano apretó el sombrero para que no se le volara y a medias se animó a adelantar la pierna. Se ayudó con el bastón negro, como apoyo adicional a fin de aumentar el equilibrio de su estructura frágil.

Me demoré observándolo con curiosidad. 

Después alcé la frente al cielo y vi las nubes corriendo y alejándose por los tejados del pasaje hediondo donde se refugiaban los cirujas. El hueco celeste se agrandaba a tientas, poco a poco, apuntando al sur por encima de las azoteas de las casas bajas. Se iba a despejar en cualquier momento y el sol derretiría pronto las pocas manchas de nieve colgadas de los frisos o presas en los zócalos de los negocios, incluso el montículo acumulado en el alfeizar de tu ventana, la de tu pieza —donde habíamos pasado la noche juntos—, y se diluirían en chorreaduras más o menos verticales.

Me faltaba abrigo en un día tan duro. 

Entonces, en busca de algo caliente crucé en diagonal hacia el bar y por no esquivar los charcos de barro me manché los pantalones y me ensucié las botas, pero mi estado de ánimo no alcanzó a darle importancia. El viento no cesaba de soplar con ese aliento maligno, raro, por acá no había bosques oscuros donde el aire pudiese descansar, sólo silencios de escarcha, tierra fangosa, capas de hielo, huidas súbitas, postigos golpeando con todas sus fuerzas a un minuto de romperse.

 Cerré las solapas de la campera de un tirón y entré sin preocuparme por entornar la puerta. Adentro había poca gente y hacía tanto frío como afuera. En mesas separadas, una en cada extremo del local, dos hombres callados rompían el encierro con la mirada turbia. Solitarios, trasnochados, vagabundos hartos o campesinos brutos. Un cortado fuerte con un vaso chico de ginebra me despabilaría un poco. 

Con las manos en los bolsillos, ya sentado, estiré las piernas y seguí pensando en vos. Un mantra pegajoso giraba dentro mío y tu imagen marrón se replicó en cascada al infinito. No era la lejanía de tu cuerpo el motivo de mi angustia, sino la privación de la nitidez de tu semblante puro en la penumbra del cuarto, y también, tu actitud en medio de la última noche cuando luego de quitar la música apagaste el velador y me dijiste hasta mañana y te tapaste con el borde de la manta. ¿Cuál fue la expresión de tu rostro, por qué no me lo quisiste mostrar?

El mozo dejó todo en la mesa y puso el ticket debajo del vaso; un rulo efímero se desprendió del pocillo; detrás del vidrio mojado el pasaje era un hoyo rancio, desnudo. Tomé el sobre de azúcar con las uñas y lo sacudí sin abrirlo y revolví y revolví y revolví antes de tragar el sorbo caliente. Con el sabor dulce en el paladar, en la atmósfera destemplada del recinto nuevamente me atrapó el espiral de tu recuerdo, y me clavó su astilla, por eso bebí de un golpe la primera ginebra. Más tarde siguieron otras. De nada valió la pena tanta bebida, de nada pensar en estúpidas ideas trágicas, de nada romperme los sesos engañando a la amargura con alguna artimaña. Y terminé mal: me sacaron del bar a los empujones, casi borracho. Apoyé una mano contra la pared, llegué a la esquina y cuando escarbé en los bolsillos me di cuenta: no tenía dinero. 

Recordé el trozo de niebla púrpura flotando en la banqueta del rincón agradable de tu dormitorio, mientras la cantante de blues, en lo alto, soltaba la rapiña de su ave negra. La melodía repetida sofocaba. El aire se puso pegajoso con la voz grave surgida de las profundidades, entonando la letra tonta de la historia absurda, y el sonido del bajo no paraba golpear en la membrana del parlante. ¿Por qué anoche te levantabas a poner una y otra vez esa canción? y luego volvías a colocar la cabeza en la almohada dándome la espalda con los labios en blanco. Y yo debía tolerar el estúpido martilleo de la frase del estribillo repetido por el aliento de la mujer desenfadada, el tipo de mujer capaz de avivar los nervios de un hombre débil —un infeliz cualquiera— y jugar con él, como si se tratara de un trapo inútil, sin que a ella se le quebrara una uña.

Pensé en la valija. ¿Dónde estaba? Ah…, sí, en el recibidor mugriento del hotel. Traté de componerme a fin de caminar derecho disimulando los efectos del alcohol. Desde la puerta, a través del vidrio, hice un gesto a la encargada y pude hacerme de la valija, dejé la pensión y me fui a fumar enfrente, cerca de la ochava, para que la insistencia de la brisa terminara de restaurarme.

Y, entonces, te vi. 

Cruzaste hasta el extremo del vestíbulo miserable donde te esperaba un tipo con cara de amargado, barbudo y desprolijo, seguramente soltero, uno de esos habitantes rústicos de las casas de chapa arrinconadas contra el riachuelo pestilente. Casi sin conversar se fueron juntos hacia las habitaciones, por el pasillo, y los perdí de vista, pero la curiosidad me hizo esperar en mi posición de privilegio. Pasada media hora repetiste la operación con un gordo vestido de gris, con pinta de camionero. De la duda pasé a la sospecha. La presunción me irritó y apreté las mandíbulas. El barrigón tardó otro tanto en dejar el lugar y no bien su figura bamboleante se volvió borrosa perdiéndose por el fondo oxidado de la avenida, vos saliste cambiada de ropa, más informal. 

Y, entonces, vi al viejo.

De inmediato tuve un presentimiento: ¿Se trataba de alguien parecido? Me pregunté si esta no sería una copia mejorada de quien andaba por el pueblo con la peculiaridad de detenerse temblando antes de cruzar la calle. O si aquel podría ser su hermano gemelo, bajo y deforme. Pero no, sin duda este sujeto era el anciano enclenque de nariz ganchuda. Aquí, despojado del disfraz, lucía alto, erguido, irreconocible, sabía mostrar su traje con elegancia, agitar los brazos, soltar el humo del habano. 

Se podía intuir, además, cómo te ponía a prueba con el sometimiento de su mirada muerta, fingiendo opulencia, hasta que vos le cedías el último centavo y de golpe la plata caía en el bolsillo de su saco, tan profundo como un lago de goma. Encima, bostezaba con indiferencia ante tu balbuceo, al confesar tus culpas de novia cautiva.

Sí, era él. 

Se trataba del mismo tipo raquítico, a quien por la mañana yo había visto cruzar la calle y ahora, en la antesala, se había acercado a conversar animadamente con vos. Si no fuera por el bastón no lo habría reconocido. ¿Qué hacían juntos? ¿Se conocían? Los vi: le entregaste el sobre y el viejo desapareció por una de las puertas laterales.

Después cruzaste algunas palabras con la encargada y saliste del maldito hotel. Yo miraba el escaparate de la tienda semejando a un terrorista previendo un atentado, de espaldas, ante la inminencia de la explosión. Y desde el reflejo del vidrio analicé el andar de tu silueta. Recatado y furibundo, atento e infame, cauteloso, un cuervo negro, un lobo reteniendo el aullido. Cuando ya te habías alejado lo suficiente te seguí y no lo notaste. A cada pisada el cuero de mis botas crujía soltando cascabeles; yo le rogaba a Dios pidiendo algodones. 

El barrio es minúsculo: un botón, un tarro de azafrán, una moneda. 

Del centro a la periferia hay un trecho corto: se puede hacer a pie; el tendido de los cables telefónicos se vuelve caótico; los postes de alumbrado pierden la vertical; la basura pudre el aire y pica en la nariz. Los márgenes son abyectos, las calzadas se estrechan, en las baldosas se mezclan los orines, se mira a los desconocidos con desprecio. Yo no sobresalgo, tengo el aspecto de estar hecho de una madera similar, con un olor parecido al de los canallas.

Las fieras suelen otear el peligro en los sudores extraños, por eso en el camino me deshice de la valija con mi ropa limpia, en un recoveco o en un baldío desolado, no me acuerdo bien. Después, con las manos libres, me pude mover con agilidad hasta alcanzarte. Te tomé del brazo y en uno de esos vericuetos escondidos te obligué a confesar tu relación con esa gente —los que entraban y salían de la pensión— y logré saber cuál era tu vínculo con el viejo: 

—El oficio de las pecadoras —dijiste con ironía, casi burlándote de mí—. Él me «cuida». En esta cloaca se necesita un hombre protector para trabajar con seguridad. 

Mirá vos que interesante. Pero las circunstancias de la vida son imprevisibles: vos, acorralada, elegiste la franqueza; yo, luego de oír tus excusas, no tuve alternativa. Te abrí la panza con la navaja —de la ingle al esternón— y escondí tu cuerpo entre los pastos, con las tripas afuera de modo que, despacito, se lo comieran las ratas, empezando justamente por ahí, por el relleno blando. 

Desde el principio debiste haber sido sincera conmigo. Así como la mentira puede esconderse en el silencio, la periferia tiene su lado discreto. Si se comete un crimen nadie ve, nadie oye, nadie habla. Azul profundo, le dicen. Eso sí, a la larga, uno pasa a ser un integrante del cosmos de remeras agujereadas y oficios indecentes. Por eso me tuve que cargar también al viejo. Debía ganarme el respeto. Ahora yo uso el bastón negro y tengo mi propio harén de prostitutas. Vivo aquí y no quiero pensar en sacar un pasaje en micro e irme a cualquier parte como cuando estaba tan confundido, tan enamorado de vos.


Este cuento, publicado en la revista literaria "La ignorancia" (ESPAÑA, trimestral, Nro. 30 - Página 28) pertenece al libro Azul profundo.

A mano alzada

 


Por qué estoy siempre yéndome, cerrando puertas detrás de mí, o huyendo de improviso de ámbitos serios, escondiéndome bajo un sombrero de bandido, de manera hosca, como un imbécil. Hace poco me escapé de uno de esos lugares valiosos con mi libreta de apuntes disimulada en el bolsillo interior del saco, dejando unos papeles encima de un escritorio y una absurda nota de despedida. Hasta la silla que ocupaba se debe haber asombrado de mi actitud. Dejé escritos a mano alzada un par de textos casi escolares, de lo más idiotas, mal redactados, desprovistos de un propósito firme, lo cual impedía cualquier lectura sensata. Así de simple, triste y apresurado. Un papelón.

Hubiese querido dejarte un saludo, María, pero mi estupidez y esto de hacer todo sin meditarlo antes me conduce a estas situaciones imposibles de reparar, hiriendo a quien no lo merece. Debí planear otra cosa, por ejemplo, pedirte que vinieras conmigo, a pasear por los arroyos del Delta o a conversar en los bares del puerto. Te hubiera regalado una caja de lápices y un tanto así de hojas en blanco para escribir algo juntos, en un atardecer lluvioso, con una jarra de café caliente y una taza de cerámica llena de azúcar, en alguno de los bodegones del Bajo.

En esa tarde ficticia pasaría gran tiempo mirándote a los ojos. Conocería por fin tu rostro. Seguramente te pediría que me cuentes o que me leas algunas páginas del libro que más te gusta. En esos instantes imaginarios podría verte por dentro, sentir el tono de tu nervio al cantar la prosa y, quizás, tocar el vapor de tu aliento. Porque hasta aquí me da la posibilidad de entender. Sólo me es posible hilar este pensamiento mínimo a la luz de la lámpara de tulipa color crema apoyada en la esquina de la mesa, en esta noche cálida de diciembre, frente a una página con tus palabras escritas de puño y letra, con esas maravillosas palabras que me arrugan el corazón con su delicada caligrafía.


Este cuento pertenece al libro todavía no publicado Lana hueca.