Algo especial




Como todos los años ha comenzado un evento que moviliza a miles de personas hacia la contemplación de un objeto que ha atravesado siglos y aún permanece vigente: el libro. 
Ya está abierta y en marcha la 45a Feria Internacional del Libro de Buenos Aires 2019. Es un placer para mí poder invitar, a todos quienes estén interesados, a pasar por el stand de la Editorial Autores de Argentina en el Pabellón Azul, Stand 97, el viernes 10 de mayo de 20 a 21 h. Ahí estaré en la firma de ejemplares de mi tercera publicación: Escarcha. Los recibiré con mucho afecto en ese momento tan especial. Me pondrá feliz contar con la compañía de quienes puedan acercarse.




El escape



Era un miserable peón leñador y la soledad del monte le había embrutecido el alma. La codicia de ser libre —y embriagarse en la contemplación de la vastedad del mundo— lo decidió a escapar de este obraje vegetal, la selva de quebrachos del Chaco interminable. 

En su huida, había robado una bicicleta y un pequeño alambique de cobre que amarró detrás del asiento, con una atadura de alambre. 

No bien la claridad pintó su pasta ceniza en el cielo sobre la línea del horizonte, ya tenía desarmadas las lonas de la carpa. 
Ahora pedaleaba con desesperación por la huella de polvo de la llanura, más allá del bosque. El capataz y sus hombres, seguramente, lo estaban persiguiendo, pero tenía fe en sus fuerzas; en un día a más tardar llegaría al otro lado del río y estaría a salvo. 

Luego de vadearlo entraría al pueblo. Alguien le contó que era un puñado de casas apretadas a lo largo de la costa y le dijo que tenían las paredes pintadas de colores refulgentes. Él imaginó, entonces, el bullicio de voces en las calles estrechas y los ajetreos de los carros. El puño desconocido de la dicha le apretó el alma, le latieron las sienes. La fascinación de la libertad le infló las entrañas.

Cargaba una rústica mochila con sus cosas: la manta, un trozo de pan, un cuchillo. Nada más. Su cuello rojo era un cuero curtido por la brisa caliente. 

Le habían contado que el mar era como un cielo azul, pero acostado, que empezaba donde la tierra se hundía. Esta imagen le iluminaba los ojos, le alimentaba la imaginación, le tensaba la ansiedad. Si bien no iba hacia allí, sabía que las chatas ancladas en el pequeño puerto fluvial zarpaban llevando troncos hacia el océano. Y, tal vez, podría buscar trabajo en alguna compañía naviera y embarcarse para ver ese confín azul del que le habían hablado.

Cuando se hizo de noche, antes de hacer el último acampe, vio la curva de la orilla y la superficie acerada del agua. Estaba agotado. Resolvió completar el trecho final a la mañana siguiente; faltaba poco para estar fuera de peligro. Sacó la botella, tomó un trago de aguardiente y se quedó dormido sin armar el toldo. Bajo el frío resplandor de las estrellas se abandonó a su primer sueño inmaculado.

Las voces lo despertaron al amanecer. 

A lo lejos, entre la polvareda, divisó un apretado retén de guardias armados de la empresa forestal. Se levantó. Aunque el miedo lo hizo tropezar, montó la bicicleta y encaró hacia la parte más estrecha de la barranca. Cuando empezó a pedalear sintió el estampido, después la quemazón y luego la caída. 

Una tenue desazón se instaló entre los pómulos de su rostro cetrino al ver el color granate de su propio charco. Luego, por fin, una sonrisa incompleta quedó colgada de la comisura de sus labios. 

Estaba muerto, pero la mueca, el pecho soberbio y los ojos abiertos mirando en dirección del río, daban la sensación de que ese hombre se había ido de este mundo arrastrando consigo la felicidad completa.



Este cuento fue publicado en las revistas literarias "Íkaro" (COSTA RICA, febr. 2019), "El Narratorio" (ARGENTINA, Buenos Aires, mensual, Nro. 53, pag 38) y "Vestigium" (MEDIUM, ago. 2020).

Voy a buscarte



Es apenas un estorbo de temor, ya que no existe lo imposible. Esta vez intentaré una estrategia diferente. Acaso me vista con las ropas descoloridas de los olvidados y salga a buscarte por las calles empedradas, como un extraviado nocturno, eludiendo las aureolas de los faroles encendidos, paso a paso, protegido por las sombras a donde suelen acudir los rotos de la plaza.

En la recorrida a deshoras voy a indagar a través de los escaparates de las vidrieras opacas con el afán de encontrarte recostada en los recovecos de las estanterías color sepia o apoyada en los rincones de las cajas o subida a los estantes elevados. Me han dicho que te han visto pero en mi cabeza se acumula la duda. Una voz incrédula oculta en la maraña de mis pensamientos me advierte de una nueva desazón con un carácter similar al crujir de la escarcha. Un soplo de labios escépticos se adelanta a la burla.

Y me quedo pensando en tantas quimeras esquivas que me han hollado arrugas en la frente al ser excluido de esos ámbitos exclusivos, con la escolta de las lámparas amables, vedado mi acceso a esos círculos íntimos, casi elitistas, en los cuales son admitidos solamente quienes cuentan con algún diploma que los acredite, como quienes pertenecen a la estirpe o tienen apellido patricio.

Pero me repongo incubando el deseo de no perderte en medio del entorno e imagino tu perfume novedoso, por lo cual me parece oír música en mis oídos atentos, mientras te descubro, con un pequeño arreglo en la espalda y envuelta en tu vestido recto de colores elegantes. Cedo a la tentación y acerco mi mano para tomarte en forma delicada y, al contacto, luego de observar el brillo con el que te han acicalado, me apuro a recorrer con un estupor difícil de explicar, todo lo que estás apunto de contarme, página por página.


Este relato pertenece al libro todavía no publicado Lana hueca.


Escarcha - Sinopsis



La escarcha es algo que se renueva en la naturaleza a fin de otoño o en el invierno, en la estación más fría. Cuando las sombras lo van invadiendo todo, se empieza a formar lentamente, y si arriba, desplegada sobre el espacio azul, está la moneda redonda de tiza, la labor de la noche es infalible porque convierte al agua en una sustancia sólida con su mejor arma: la tristeza.

La selección de los cuentos de esta nueva antología apunta a lo heterogéneo sin perder de vista el vínculo existente entre cada uno de ellos: la intensa búsqueda expresiva que los atraviesa.
 
El lirismo de la prosa de estos textos se eleva o pule la textura de las figuras retóricas jugando con las formas literarias, explorando diversas maneras de contar, buscando saltar las reglas de los géneros, tratando de proponer a quien los lee un espejo para las emociones del alma.


Sinopsis del libro Escarcha.

Páginas barrocas - Sinopsis



“Te llevarán a ver el río, de todos modos, porque Buenos Aires es una dama recostada en la costa. Y hay que verla al levantarse y a la hora de dormir. El verano la enloquece y llama al viento por la noche, con silbidos, para que la abanique con su brisa. El invierno la pone triste y hay que abrigarla con cantos y violines.”

En la selección de los textos de esta antología se percibe la aparición de un hilo conductor que los une, alrededor del cual se hacen presentes las máximas fuerzas expresivas de los sentimientos. 

En estos relatos el recurso lírico de las formas literarias busca el límite de las posibilidades de contar de esta manera, tratando de llegar a las emociones más valiosas de quienes se dejan llevar por los vaivenes de la lectura.


Sinopsis del libro Páginas barrocas.

Escarcha



Apenas un poco de calor comienza a acariciar los bordes escarpados de un trozo de escarcha, no pasa mucho tiempo hasta que se empiezan a desprender lágrimas de él

Este juicio sin asidero aparente se ha enredado en los vapores de la imaginación fértil de Tilo, el terreno del alma a quien nadie muestra. Está sentado en la barra y oye la voz de Lorena que lo distrae: «Necesito tomar un poco de aire fresco, Iván», le dice. 

Cuando era un mocoso, él vendía ramitos de violetas en el Bajo y luego venía aquí, a la entrada de Trópico. Recuerda que, cuando ella se asomaba a la puerta del local y salía a la vereda, el aire se impregnaba de aroma a flores. Los ojos de la chica eran dos diamantes negros engastados sobre el sol de su semblante. Lo mandaba a comprar cigarrillos, o cualquier otra pavada y esperaba que trajese el recado. Luego lo despedía con su voz cautivante y depositaba unas monedas en la palma de su mano.

Ahora él es un joven que, aunque sigue viviendo en la Villa 31, pudo terminar el secundario y ha empezado a estudiar en la Facultad de Ciencias Económicas. Tiene un puesto importante aquí: es el asistente del dueño al que todos conocen como el polaco. Tilo está de espaldas, pero su atención siempre despierta y la ayuda efímera de los espejos le permiten detectar cualquier movimiento extraño en el salón, aunque esté aparentemente distraído, como ahora.

Lorena es la única persona que lo llama por su nombre —Iván— y no por el apodo: Tilo. Ella es la copera más hermosa de este club nocturno del barrio de Constitución, y luce espléndida con su vestido rojo, ajustado al cuerpo de sus maravillosos 32 años. 

Salen. Ella primero y luego él. 

Un rato más tarde, se encuentran a tres cuadras del local.
 
Él se pregunta para qué lo ha sacado del club. Está intrigado. Lorena está demasiado seria. Caminan callados hasta que ella sugiere: «Doblemos». Toman por la cortada estrecha y se alejan así de la claridad de la avenida.
 
Recorren unos metros. Ella se detiene. Apoya la espalda contra el muro, lejos del único foco de la calle que duerme su palidez entre el follaje de la acacia. Quedan así aislados en la penumbra tenue iluminada por el brillo helado de los astros nocturnos. El aroma del otoño es un moribundo más en las tinieblas. Lorena sacude la cabeza como para sacarse de la mente alguna idea que la fastidia. Sus manos buscan abrigo en los bolsillos del tapado largo, mientras alza la mirada al cielo.

—¿Alguna vez tuviste ganas de desaparecer? —dice, sin ánimo de llegar a una interrogación contundente, sino solo hasta una pregunta leve flotando en el aire.

Iván la mira impasible, erguido en medio de la vereda, con los puños enfundados en la campera de cuero. Trata de adivinar los pensamientos que perturban la vivacidad de los ojos de su amiga, que ahora baja la vista al piso, se observa los pies y vuelve a levantar la cabeza. Ella se muerde el labio inferior, esa fruta codiciada de la cual se enamoran todos los días los clientes del local. Él conoce ese gesto de inquietud. Lo ha notado en el hastío de las palabras, ese susurro filoso desgarrando la tela azul de la noche. Es extraño. No es el tipo de mujer que juega con enigmas. 

Ella saca un monedero pequeño del bolsillo, lo abre, toma la punta del pañuelo blanco y se frota los labios para quitarse la pintura. Luego, delicadamente, continúa por los ojos, uno por uno, hasta eliminar los últimos vestigios de maquillaje que le cubren la cara. Lo hace sin prisa, y una vez terminada la tarea lo mira. Las pupilas de Tilo ya están adaptadas a la oscuridad y la ve más linda que nunca. 

La noche de Buenos Aires, en este momento, despliega su magia. Algo invisible los aísla del mundo. El haz de la luz de la luna queda confinado en un círculo de plata que solo los ilumina a ellos en esta escena de belleza perfecta. El resto de la ciudad desaparece. Las miserias de la villa, los olores nauseabundos de los tachos de basura, las latas y los trapos tirados en las barrancas del Riachuelo, los pibes drogados, los abortos clandestinos, la mugre de los vagabundos, las ratas entre los escombros, los tablones de las obras abandonadas, los suicidas y los barcos oxidados en el astillero, todo se esconde bajo el manto de la sordidez que abarca más allá del río. 

Y aquí, en este pequeño espacio inmaculado están los dos, aunque solo Tilo lo percibe de este modo. Es algo íntimo, lo oculta, no lo dice. 

—¿Te pasa algo, Lore?

—Nada… ¿por qué?

—Te sacaste el maquillaje.

Y de inmediato, después de pronunciar estas cuatro palabras, penetra sin decirlo en el fugaz remolino de la adolescencia de sus reflexiones. El rostro de una mujer es un lugar sagrado, un templo de clausura con una enorme puerta que solo se abre por dentro, infranqueable, detrás de la cual reposa el laberinto indescifrable de los secretos. Es un mar de misterios. El acto íntimo de eliminar los trazos oscuros de rímel ante una mirada masculina tal vez no significa nada, pero en todo caso es otro enigma más que se suma a la cadena interminable de la intriga. 

Se desprende de esta pausa de razonamientos dispersos y piensa que no es buen momento para preguntas, al contrario, es la oportunidad para la espera. Lorena debe ordenar lo que ronda en su cabeza y por eso se queda callado.

Entonces, habla ella.

—Iván —le dice mientras guarda el pañuelo y lo mira fijo, arrugando levemente las cejas—, no me contestaste lo que te pregunté.

—Sí… disculpame… me distraje. Es que no sé, es una pregunta difícil, jamás me la hice. ¿Desaparecer cómo? ¿A qué te referís? —dice Tilo, un poco inquieto, sin una respuesta clara. 

En la noche parece más alto, más recto, como una tacuara esbelta. Los ojos claros de su rostro pecoso la miran con curiosidad; todavía sigue pensando cuál es el motivo por el que han venido aquí. Esto también lo confunde, tiene dudas acerca del rumbo de los pensamientos de Lorena. 

—¡Desaparecer! —le dice ella, levantando los hombros, como si se tratara de algo evidente, que no necesita más explicaciones—. Vos un día estás y al día siguiente no. Así de simple. Pasás de una cosa a otra cosa.

Y cuando concluye la frase, se arrepiente. Pero es tarde.

Tilo ha sido abandonado por su madre cuando él tenía cinco años. Lo ha dejado. Ha desaparecido como si la hubiese tragado el viento. Y él nunca ha podido saber los motivos de su huida, ni el lugar donde se encuentra ahora. Por eso el cariz de las palabras de Lorena han reavivado ese recuerdo penoso. Aunque el motivo por el cual han venido hasta aquí es ajeno al desconsuelo que él arrastra desde niño, ella acaba de pronunciar algo inconveniente y la antigua herida que lastima el interior de Tilo se abre como una flor maldita.

Ella quisiera volver atrás, pero solo atina a decir:

—¡No!..., no…, ya sé en qué estás pensando, no me refería a eso.

Lorena se da cuenta. Lo ha sensibilizado y quiere reparar el daño. Se arrima y le acaricia la mejilla. Él siente la ternura en la piel delicada. Ella lo percibe y sin saber por qué, como si hubiese tocado un trozo de hierro candente, retira la mano de inmediato, como asustada.

—Perdoname, soy una tonta.

Tilo puede controlar el dolor, en su corta vida aprendió a dominar la mordedura de esa fiera. La indiferencia de la gente, el desprecio de las miradas, los maltratos de la policía, la calle y la noche, le han templado el carácter. Pero solo para mostrarse duro ante los demás. Con ella es diferente. En su abismo interior, insondable como el fondo del firmamento, cualquier ademán, cualquier palabra de su amiga, es capaz de agitarle el corazón.

Y ese algo invisible, imposible de definir, observa desde lo alto de la bóveda celeste a las dos almas desoladas. Ve cómo vacilan en esta instancia crucial, ocultas en la quietud de esta ciudad inmensa, dormida a orillas del río. Se apiada y extiende entonces sus extremidades imperceptibles. Toca las espaldas de las pequeñas figuras y, sin que ellas lo adviertan, las anima, les quita sus blindajes, las protege del fraude y la impostura. Viene a reparar el malentendido porque empuja a Lorena y la acerca de nuevo a Tilo. Ella desliza sus manos por debajo de la campera de Iván, a la altura de la cintura y lo abraza con fuerza. Luego apoya el rostro sobre su hombro, en un gesto de cariño, ofreciéndole el contacto de su cuerpo para compartir la angustia que le ha vaciado el alma. Quiere mitigar la orfandad, aliviarle la pena. 

Dura un instante eterno. El tiempo pierde su rigidez.

La escarcha es muy sensible a los cambios. La calidez la afecta, la hace crujir, la resquebraja. Y, a veces, bajo la tímida presión del peso de una mariposa, o cuando un colibrí agita las alas muy cerca, se parte su corteza de pan crocante. Emite una queja casi inaudible, crepita como una hoja seca, se astilla como un cristal, las grietas son como los dedos de un abanico desplegado. Lo que antes, en la gélida madrugada otoñal, fue una amplia lámina única cubriendo toda la superficie del agua del estanque, ahora se quiebra formando pequeños trocitos temblorosos.

Tilo saca las manos de sus bolsillos, aspira el perfume del cabello de Lorena y se siente en medio de un remolino esponjoso de ternura. Es una emoción desconocida, un corazón de mujer se acerca al suyo a ofrecerle un poco de su almíbar, un sentimiento afable asoma por primera vez en su vida, algo que vale la pena. Todo su pasado ha transcurrido entre la brutalidad de la villa y la noche inclemente, peligrosa, clandestina, solitaria y marginal. Esta es la primera vez que está por acceder a su cielo añorado: la delicia del abrazo de una mujer.

Pero teme todavía entregarse entero a semejante paraíso. Intenta escudarse en la soledad porque se siente indefenso. La toma de los hombros y la separa suavemente de él, pero sin dejar de asirla. Tiene dos miedos: no desea malograr el momento de cariño que ella le ha dado y teme entusiasmarse con una hermosa ilusión que ella no le ha ofrecido. Una coraza le reviste el alma y está a punto de fundirse. 

—No quise herirte, Iván, estoy muy mal, la cabeza no me da más. Quiero abandonar toda esta basura. Es un calvario seguir con esta vida.

Una vez que la escarcha cruje por la presencia de la ternura, es inevitable que se comience a derretir y se transforme en líquido. El agua, todavía fría, se libera del hielo cristalino, forma gotas, las gotas resbalan, se separan, ruedan, caen, mojan.

Ella está quebrada, los ojos se le humedecen. Tiene los brazos caídos, el cuerpo flojo, se sincera, se derrumba. Una lágrima empieza a bajar por su mejilla, es una canoa que naufraga vacía, al borde del precipicio. ¿Pide ayuda? ¿Necesita consuelo?

Tilo no comprende, todavía, la compleja sensibilidad de una mujer. Lorena conoce, en cambio, demasiado a los hombres, pero Iván, más allá de su juventud, no es uno más. Y aquí están, pensándose mutuamente, estos furtivos perros de la noche, corazones desiertos, vulnerables, pidiendo una estrella que los ilumine, un lugar en donde la mentira y el engaño hayan sido expulsados, alguien en quién confiar, un edén en el cual puedan olvidar este desierto de hostilidades, el lugar de los sueños perdidos o nunca alcanzados. Y debe ocurrir antes de que la madrugada se haga presente para decir basta a este juego en el cual se han enredado. 

Entonces ella decide, y decide lo mejor. Apoya sus labios en los del muchacho pecoso, porque ve la timidez desplegándose inocente en la confusión de sus emociones, y avanza dándole confianza antes de que dude, porque esta noche ella desea olvidar la amistad para convertirla en algo mucho mejor, y está segura de conocer el camino por el cual se llega. Y él se deja llevar por ese sendero. Siente el calor de la lengua que avanza, áspera, rugosa; es una fantasía extraña que lo acaricia por dentro. Y cierra los párpados, aprieta fuerte el cuerpo frágil, y siente los dos pechos blandos que se aplastan contra el arco sólido de su tórax. 

Y luego, ambos, sosteniendo el abrazo, siguen prodigándose besos que surgen de la ternura, esa palabra desconocida en sus vidas. Y después apuran caricias que no usan desde hace mucho tiempo; se reconocen con las manos de un modo diferente, utilizan un lenguaje gestual que casi desconocen, distinto, inmaculado y de una extrema inocencia. Se aferran, están enfrentados, se miran, no quieren separarse. Ella sonríe liberando todo su esplendor. Él apenas, pero es suficiente. Los ojos le brillan y se le forma un hoyo pequeño en cada mejilla. Lorena le pasa el dedo por la piel canela del rostro, curiosa. Justo por ahí, por esa hendidura que nunca le había visto.

—Iván, no dejes de abrazarme, me hace bien.

—¿Todavía querés desaparecer?

—Ahora no, después no sé. No quiero pensar en después, me importa solo lo que me está pasando ahora.

—Y ahora, ¿qué es lo que te pasa?

—No sé. Pero es lindo, Iván, muy lindo.

—Es la primera vez que me besás.

—Sí…, es raro, ¿no?

—Es extraño, Lore… quisiera que este momento no se termine.

—Tenemos toda la noche.

—Quisiera que fuera para siempre. 

—Vas demasiado rápido, Iván.

—Porque tengo miedo.

—¿Miedo a qué?

—No puedo dejar de pensar qué va a pasar mañana. 

—Shhh… —dice Lorena, y le pone un dedo en la boca. 

Ella lo quiere sentir más cerca, piensa que los sentimientos de Iván se le escapan. Sus manos se obstinan intentando retenerlo. Se siente una adolescente como él. Hace un rato se encontraba desolada y ahora no quiere desprenderse de él. Le coloca la mano sobre los labios, le impide hablar para no romper el encanto del instante. Luego se separa, se acomoda el cabello, lo toma del brazo, y le propone ir al hotel de la cortada, a unos metros de aquí, cruzando la calle. Los dos se sienten alejados de Trópico, están tan felices así, ni piensan en la posibilidad de que el polaco se pueda enterar de dónde están.

Tilo pide la habitación. 

Cuando la escarcha se agita en la turbulenta laguna de los pensamientos, se transforma rápidamente; es sensible a los cambios emocionales, su fragilidad vacila. Si algo similar al amor estalla tal cual lo hacen los soles en otras galaxias, los trozos de hielo se convierten en delgados hilos de agua, estos corren ligero, luego mojan, y como un perfume volátil se evaporan. Y más tarde, se transmutan en hebras de nubes extendidas por el cielo límpido de la memoria, para que esta nunca se olvide del instante de su creación. 

Conserva las imágenes de lo que pasó allí. Las más bellas son las de Lorena desnuda, a horcajadas de él, sobre su cuerpo largo tendido de espaldas en el lecho. La ve descendiendo y ascendiendo, mientras su sexo se entibia, en movimientos suaves, emitiendo gemidos, los cuales no pueden ser contados, ni enumerados, acontecimientos aislados que se reúnen en un todo. Entregada al deseo, con la vista perdida, sus brazos rectos, sus pechos blancos balanceándose como frutos maduros, sus palmas cargando el peso sobre él, jadeando, la melena larga cayendo en cascada, y ambos alcanzando el éxtasis. Y ella, por fin rendida, tendida sobre él, abandona su mano pequeña buscándole el cuello sin cuidado, en un movimiento que le parece interminable. 

Lorena que llora, que ríe. La que supo vencer al olvido para siempre. 

Tilo, antes de salir, le dice al conserje a través de la grilla de barrotes de la ventanilla de la entrada: «Tano, vos no nos viste, ni a ella ni a mí. Nunca estuvimos acá. ¿Entendés lo que te quiero decir?». Y el dueño del hotel alojamiento hace una disimulada mueca de disgusto, pero asiente con la cabeza, porque por un lado aprecia al muchacho, aunque por el otro quiere evitar las preguntas insidiosas del polaco.

Salen y cuando llegan a la esquina, la calle se queda a oscuras, los faroles se apagan. 

Los dos se miran bajo la tenue luz de la luna y no dudan. Deben regresar cuanto antes. No están en el club y el polaco no debe enterarse, por eso deben volver rápido. A un par de cuadras se encuentra Trópico. En la primera corren y luego, en la última, tratan de componerse caminando despacio. Lorena se ha maquillado en la habitación. Entran por separado, él lo hace un rato después.

Han puesto candiles en las mesas reemplazando las lámparas. El polaco está en el salón buscándolo a Tilo.

—¿Dónde te metiste, pibe?, que no te encontraba. Nos cortaron la corriente eléctrica.

—Estaba viendo cómo solucionar la iluminación de los baños. Ya les di instrucciones a los muchachos de seguridad.

—Bueno, entonces yo voy a buscar a la gente de mantenimiento, necesitamos que pongan el grupo electrógeno en marcha. —Lo dice rápido y luego se aleja hasta desaparecer por la puerta del fondo.

Tilo se acerca a la barra, se sienta y se da vuelta buscando con la vista a Lorena, mirando de reojo hacia la penumbra que esquiva los espacios entre las mesas. Todavía está sumido en una nube de emociones y estas no le permiten bajar completamente a la realidad. No puede sosegar aún los latidos apresurados de su corazón.

El rocío luce su poderosa seducción frente a la escarcha. Es el paradigma del amor, besa los pétalos de las rosas y libera el aroma de los jazmines en verano. Es un duende alegre, el luminoso prisma óptico que juega con los colores no bien un rayo de sol alcanza su esfera. Se brinda en miles de chispas brillantes como abalorios dispersos de plata líquida.

Tilo ahora ve, reflejada en el espejo, la silueta del vestido rojo tenuemente iluminada en la penumbra. Viene del fondo del salón, pasa por la mesa, toma la cartera y se dirige al centro del local buscando la salida para irse.

Cuando la escarcha hinca su extremo agudo entre las costillas puede herir al corazón. El daño que provoca en él es irreparable si lo alcanzan sus aristas frías y filosas. Las almas inocentes no pueden hacer nada ante su ataque mortal, quedan inmóviles cuando se aproxima la eficacia de su veneno.

Iván sale detrás de ella y grita su nombre. 

Ella se queda quieta. Él se acerca, le pregunta. Hay frases, explicaciones.

—No te podés ir —le dice Tilo.

La toma de los hombros. Ella está floja, lo deja hacer. No es Lorena, parece una extraña. Sus pupilas oscuras lo miran fijo, son dos gotas de metal. Su corazón femenino es un hueco ausente que no late, no hay sonrisa en sus mejillas. Tilo se inclina para darle un beso. Ella le coloca la punta de un dedo en el pecho y lo detiene.

La escarcha es algo que se renueva en la naturaleza a fin de otoño o en el invierno, en la estación más fría. Cuando las sombras lo van invadiendo todo se empieza a formar lentamente, y si arriba, desplegada sobre el espacio azul, está la moneda redonda de tiza, la labor de la noche es infalible porque convierte el agua en una sustancia sólida con su mejor arma: la tristeza

—Escuchame. —Su voz es lacónica, dulce y firme—. Hoy no estuve con ningún cliente, solo vine a despedirme de vos. Fue la noche más hermosa de mi vida. Te di lo mejor que tengo sin fingir nada, quiero que lo guardes como el mejor recuerdo de mí. Apenas sé escribir, no pretendas que te deje una carta. Ahora cada uno hace su camino. Vos vas a entrar por esa puerta por donde saliste. Ahí está tu futuro, sos joven e inteligente. —Se lleva un índice a la sien—. Un día vas a conseguir la novia que te merecés, ahora lo mejor es separarnos, es lo menos doloroso para los dos. No te des vuelta, ni se te ocurra mirar cuando me esté yendo. No me busques. Andate, porque las despedidas no deben ser largas. 

La escarcha es una capa delgada que cubre la superficie líquida, agua dura sobre el agua blanda, bajo la luz helada de las estrellas. En ausencia de calor que toque a las dos sustancias, estas quedan separadas inevitablemente.

Tilo la ha escuchado mudo, la entiende, le cuesta mucho, pero comprende. Se pone las manos en los bolsillos. Se da vuelta y empieza a retroceder. Es un metro ochenta y cinco de carne y huesos, un muñeco con la mente de trapo que obedece. No piensa. Siente un dolor muy intenso. Tiene un adoquín en cada pie, una varilla de acero de tres pulgadas de diámetro le envara la espalda, un trozo de uranio le pesa sobre los párpados, la puerta acristalada de Trópico está demasiado lejos. 

El tiempo se detiene.
 
Se siente vacío, por primera vez no sabe dónde podría esconderse.

El tiempo tiene mucha paciencia. La noche espera, vigila y aguarda mientras se engrosa el espesor de la escarcha. Se la debe asir con cuidado, si se quiebra daña la piel del alma, abre una herida, la sangre brota, tiñe, se derrama, e inicia su descenso en una fila de calientes gotas escarlatas.

Lorena se esfuerza en simular su arrogancia, gira hacia el lado opuesto, se sube las solapas del abrigo, acomoda la cartera sobre el hombro y comienza a caminar despacio y segura. Piensa en Tilo. Ha visto a muchos hombres vencidos por la carga de su mismo pesar. Ella también siente pena, pero no olvidará esta noche, la ha guardado en el cofre dorado de su vida miserable. 

Recuerda sin querer los tiempos de su infancia desgraciada, el rancho de chapa, el arroyo pestilente atravesando el barrio como una serpiente muerta, los perros flacos, el olor insoportable del agua estancada, los chicos descalzos, los disparos en la sombra, los gritos de su padre, la huida a escondidas y para siempre.

Está cansada, ha tomado una decisión importante. No va a venir nunca más por aquí, a prostituirse. Va a cambiar de profesión. Solo desea llegar a la pieza que alquila en la pensión, darse un baño y dormir. Mañana va a pensar en un nuevo rumbo. Tal vez lo mejor sería aceptar el ofrecimiento de su hermana para ayudarla en la peluquería. Ahí no es necesario saber escribir. 

Se promete que va a ir a buscar otro trabajo. A cualquier parte. Pero aquí no. Desliza los dedos entre sus cabellos, alza más la cabeza y sigue. Quiere pensar en algo lindo y no recuerda otra cosa que no sea la cara triste de Tilo.

La metamorfosis de la escarcha tiene ciclos infinitos, se congela y se deshiela. Los amores contrariados, endebles e imposibles acompañan el paso rutinario de sus transformaciones. 

Dos sombras se alejan una de la otra. El destino ha jugado el juego perfecto. Buenos Aires está a punto de despertar, ajena a este vínculo que se está haciendo pedazos. Dos almas más que deberán salvarse solas. El incipiente amanecer asoma su claridad por las torres de los edificios del Bajo despejando todas las tragedias nocturnas.

Tilo alcanza la puerta de entrada de Trópico.

La escarcha de la noche ya se está derritiendo, pierde sus contornos. La inminente aparición de los rayos de sol está por culminar la tarea. Las últimas lágrimas de agua fría resbalan hacia el vacío y desaparece por completo todo vestigio de su presencia. La soledad, una vez más, avanza, y avanza, y comienza a devorarlo todo.
 

Este cuento, publicado en la revista literaria "El callejón de las once esquinas" (ESPAÑA, Zaragoza, trimestral, Nro.  6) pertenece al libro Escarcha. 

El loco de la jaula



El cielo de Buenos Aires está cargado de nubarrones. El Loco Gabriel aparece mirando el espigón de pescadores de la avenida Costanera, en esta mañana desapacible, envuelto en su impermeable sucio y gastado. Sostiene con su mano derecha el armazón de alambre de una jaula, cubierta completamente por una funda negra. 

Arrastra los pies lentamente. Cruza la acera. Salpica con sus zapatones el líquido de los charcos formados por retazos de lluvia y llega a la vereda de la balaustrada. Pasa por el lateral del edificio de estilo normando situado en la entrada del muelle. Enfila con paso decidido hacia el largo maderamen sostenido por una estructura reticulada, sumergida en el agua, como las patas flacas de una araña antediluviana fosilizada. Y recorre los doscientos metros, más o menos, que lo alejan de la costa para hundirse en el río marrón.

Tilo lo observa. Está sentado en el borde de la Costanera, sobre el grueso muro de hormigón perimetral. Tiene sujetas las rodillas contra el pecho, con ambos brazos. La atención lo mantiene quieto, la ingenuidad le alisa la piel de la frente de su cara pecosa. Está envuelto en una capa larga, de plástico transparente, con un gorro para protegerse de la llovizna. Ha salido temprano de su casilla de la villa 31 para esperar la aparición del Loco. Quiere estudiar sus movimientos y asistir a la ceremonia. 

Tilo debería estar durmiendo. La llovizna intermitente le enfría los huesos, pero ha venido hasta aquí empujado por su intuición: hoy va a venir Gabriel. ¿Cómo lo sabe? Es un misterio. Percibe la oportunidad. El momento exacto está por llegar. Un pulso de ansiedad palpita en su estómago. Tiene el instinto de la premonición, sospecha que una especie de ritual va a desplegarse ante sus ojos.

Sus doce años cumplidos conservan intacta la avidez de la curiosidad. Tilo coloca su atención en los movimientos extraños de esta ciudad, pero desde el lado oculto, con la astucia de cazador ante la presa. Se interesa por las historias de los alucinados, las prostitutas y las cirujas, los vagabundos y los ciegos, y también por los que pintan grafitis indescifrables en los muros de los baldíos y en los cristales de los edificios. La inocencia de su mente registra los detalles misteriosos de las calles fatales. 

Gabriel se detiene en medio de las tablas desiertas, quiebra su cuerpo enorme, se agacha y deja el bulto sobre los tablones de lapacho. Después se acerca a la baranda, apoya en ella las dos manos y mira hacia arriba. La postura semeja a un científico o a un meteorólogo. Luego observa con lentitud en derredor, comprueba su soledad y se coloca de rodillas juntando sus palmas, como un monje tibetano. 

Sus labios se mueven, tal vez esté rezando la plegaria de apertura de su culto privado. Su abdomen prominente expande hacia la desmesura su imagen y lleva a la solemnidad las maniobras de la liturgia. Es un San Juan Bautista que va a detener el giro de los planetas. Tilo ve, o le parece ver, un fogonazo iluminando los contornos de la figura imponente, como si tuviese un sol ardiendo por detrás. Le recuerda a la aureola sagrada del santo de la estampita, que le dio su compañera de banco, cuando tomó la comunión en la parroquia de la villa. 

El Loco mete la mano debajo de la funda, abre la pequeña puerta de alambre y luego saca con cuidado el cuerpo leve de un gorrión dormido. Lo sostiene en la palma y lo abriga con sus dedos, es un pichoncito desvanecido. Dice unas palabras acercando su boca al plumaje ceniciento del pájaro. El aliento del discurso que sale de sus labios se disipa en una neblina difusa. 

Tilo lo observa, sentado a lo lejos, desde la orilla, por lo cual no puede escuchar los susurros debido a la distancia, aunque la calma y el sosiego sean las sustancias que constituyen la plenitud de la hora. Imagina, en cambio, que en este momento las agujas de los relojes se detienen, las cosas se congelan, el aire se aquieta, ya no hay brisa ni movimiento y toda la escena queda suspendida. Hay tanta tensión en el aire que el aguijón de una avispa podría hacer temblar el universo. Pero a su edad no piensa con estas palabras sino con otras más sencillas de similar significado. Lo conmueve la simple contemplación directa de lo que se despliega ante él y lejos está de ser una reflexión de su pensamiento.

Gabriel tiene la habilidad de hipnotizar a los gorriones, con su mirada azul los adormece en su mano. Es un misterio como hace para tenerlos enjaulados y que no se le mueran. Nadie sabe dónde los caza. Estos pajaritos no soportan el encierro, agonizan hasta perecer en su aislamiento porque son silvestres, el cautiverio es una condena que no pueden sostener. 

Solo en el muelle, el Loco se pone de pie, se yergue en la tristeza de la atmósfera ingrata, en la escollera mojada junto al río picado por la brisa e inquieto de olas crispadas. Parado, frente a las aguas marrones, de cara al cielo plomizo, levanta lentamente su mano con la palma hacia arriba, la mueve un poco para despertar al gorrión y este levanta vuelo. 

Se queda en esa posición mirando el aleteo del ave que se aleja, rozando casi las gotas que se desprenden de la superficie de las olas, primero, y luego ascendiendo, esquivando la garúa vertical que baja trazando líneas en el aire. Está convencido de que, por medio de los pájaros, le envía mensajes a su mujer, hace años fallecida: «El espíritu de ella está —piensa—, en parte en el océano, en parte en tierra lejana».

La historia, dada por cierta en los bodegones del Bajo, dice que la esposa era una joven hermosa, de origen canario. Su muerte fue una tragedia que él nunca pudo admitir: un accidente de tránsito. Circulaban por esta misma avenida, era un día lluvioso como el de hoy, él manejaba y el auto se estrelló contra la cola de un camión de carga que iba al puerto. 

Luego todo sucedió muy rápido: las luces intermitentes de la ambulancia, la morgue del hospital, ella con el cuello lacerado por las chapas muriendo en el acto, él reconociendo el cuerpo y, después, la locura, casi un año internado en el psiquiátrico por la alienación en la cual lo hundió la culpa. Ella se merecía otra muerte, hubiese sido mejor que se perdiera en la mar turquesa que baña la costa sudeste de su isla natal. 

María del Pino, su mujer, había nacido en la soleada isla Gran Canaria y hablaba siempre con nostalgia de ese lugar. Desde las ondulaciones sembradas de palmeras de su pueblo llamado Los Corralillos, ubicado por encima del Trópico de Cáncer, había venido a esta ciudad enorme y húmeda, situada por debajo del Trópico de Capricornio. Solo Gabriel conocía los secretos motivos que la movieron a cambiar de hemisferio buscando este destino. 

El padre de María había sido pastor trashumante. Iba desde Los Corralillos a Cortijo de Pajonales, de octubres a abriles, de inviernos a veranos. Se ausentaba por temporadas. Cuando volvía de sus viajes solitarios, ella se deshacía de alegría, se colgaba de su cuello con sus brazos pequeños. El duro oficio de él le daba mucho tiempo para pensar. Dejaba los animales sueltos en los prados y se sentaba tranquilo a esperar el crepúsculo.

Reconocía la ubicación de sus cabras por la orquesta de cencerros flotando en el viento, podía saber así que la vizcaína estaba por aquí, que por los peñascos más altos andaban las grillotas, que ocultas por los algodones de la bruma estaban las del cascabel, y, además, aunque no la viera, sabía dónde se encontraba la habanera que, en otra época, alcanzó a tener también en su rebaño. Y así pasaban sus días, con la armonía de los golpes de las maderas de los badajos. En esos viajes tejía leyendas para contarle a su hija.

Recorría los senderos de piedras blancas de los montes de la cadena del Sándara, sus montañas, sus quebradas, acompañado por los olores de las cabras, los silencios de los prados verdes, los macizos mudos de rocas secas, los aromáticos pinares donde escondía su nido el pinzón azul. Caminaba bajo los soles y los crepúsculos. Su piel se curtía como el cuero con los vientos alisios. Andaba entre los tomateros, las viñas y los almendros. Durante los descansos en las cuevas, disfrutaba de alimentos sazonados con especias, saboreando los quesos de flor.

La voz dulce de su esposa solía contarle estos recuerdos. Todos ellos relucen en la retina de Gabriel cada vez que viene a liberar, para María, uno de los sutiles mensajeros. Se le llenan los ojos de lágrimas. Piensa que los pájaros le pasan sus mensajes a ella, como la carta del amante a la amada. Poemas de gorjeos encriptados en el lenguaje de las aves, dejados a la deriva, sobre el cuero bruno del río. Ondas de agua dulce empujadas a la corriente fría del Atlántico, y luego olas de mar profundo navegando hasta la Gran Canaria. Imagina que el espíritu de su mujer mora en su tierra, en esa roca redonda cuya única frontera es el mar. 

Se habían conocido jóvenes, él treinta y ella veinticinco. Él se había enamorado de su sonrisa a primera vista. Ella se reía con el rostro completo. Era un sol. La pasión les incendió de inmediato los corazones, pero al año todo quedó trunco por el accidente, a él se le quebró la vida como una rama seca, se le enturbió la razón. Nunca se recuperó de ese golpe tremendo.

Tilo no comprende, por ahora, por qué Gabriel viene a llorar su tragedia de amor al agua infinita. Su inocencia no se lo permite, solo lo mueve la curiosidad de observar su actitud, no alcanza todavía a comprender hasta qué punto quema tanto dolor, hasta donde puede hundirse este hombre en su pena. Ha visto con asombro el acto de contrición que ha venido a representar esa alma acongojada por la desgracia. El Loco desanda el camino y sale del espigón de pescadores. 

Tilo lo sigue, a una cuadra de distancia, en el recorrido de regreso. Quiere saber a dónde va. Gabriel es una espalda vestida gris que se tambalea. Lleva la jaula colgada de su mano cubierta con la funda negra. Camina adelante. Tilo, con su capa transparente, lo sigue detrás. Abandonan la avenida transitada y se internan por la calle Salguero. 

Donde la calle Mugica se transforma en una cortada, el Loco dobla y, por el rabillo advierte que alguien lo está siguiendo de cerca. Entonces empieza a caminar más rápido, los faldones de su impermeable grasiento se agitan, los cabellos de su melena se sacuden al ritmo de los pasos apurados. Más adelante se pierde entre los cercos de chapas torcidas, los bultos desparramados, los galpones y los vagones callados y solitarios de Saldías, la estación de cargas que se comunica con el puerto. 

Ahí, Tilo, le pierde el rastro, o prefiere perderlo, porque se queda parado contemplando la figura que se aleja. Las gotas de lluvia le resbalan por las pecas de la cara. Tiene el rostro impasible. Luego de unos minutos, cuando la silueta del Loco ha desaparecido por completo, y el silencio se apodera de estos terrenos alejados de todo, baja la vista y se da vuelta. 

Junta sus manos, se las acerca a la boca y sopla dentro de ellas para calentarse un poco, porque es fría la mañana destemplada. Bosteza, se da cuenta de que tiene sueño. Tiene ganas de dormir. Hace rato debería estar en la cama, ha estado toda la noche despierto, pero piensa que ha valido la pena venir hasta el muelle de pescadores a ver lo que quería. Se ajusta la gorra, da un paso, luego otro y así comienza a desandar, pensativo, el camino de regreso a la villa



Este cuento fue publicado por la revista literaria "El Narratorio" (ARGENTINA, Buenos Aires, mensual, Nro 27, pag 7).

El traje de luces




En la noche de la Feria del Libro mi expectativa era sencilla, solo aspiraba a sentarme en el stand asignado y deleitar el momento. 

Quería mantenerme abstraído durante ese lapso de apenas una hora, cruzado de piernas, observando el ajetreo en el centro de gravedad de la cultura y el mercado literario. Se trataba de acudir al evento en calidad de autor en vez de lector y me invadía la inquietud, como si se tratase de la espera previa a la cita con una chica bonita, demasiado bonita para mí.
 
Con el ánimo preparado a disfrutar del acontecimiento, casi sin darme cuenta, a poco de permanecer allí, me convertí en actor del mismo, un actor de reparto en todo caso. Yo, un auto publicado, me encontraba rodeado de libros y escritores famosos. Porque, a pesar de estar fuera del alcance de mi vista, también estaban las grandes autoras y autores, esparcidos por todos los vericuetos de la muestra, en conferencias, asistiendo a los refulgentes reportajes de las radios y las televisoras, compartiendo debates en los distintos pabellones. Y eso, no sé si me ponía contento o, quizás me sumía en la melancolía de quien concurre a la fiesta de otro. 

De cualquier modo, me sentía raro transitando esta oportunidad fugaz, pero en medio de toda esa confusión de emociones, sin duda me dejaría atrapar por la intensidad del instante al probarme el traje de luces y, aunque fuese necesario engañarme, me mentiría, urdiría el ardid de copiar la pose de escritor por un rato, a fin de lograr mediante este fraude inocente, el acceso a la sensación percibida por los consagrados. 

En semejantes zonas del pensamiento me hallaba cuando llegó la primer persona y se detuvo delante de mí. Y, de repente, ya estaba firmando ejemplares y debí esforzarme y prestar atención a las preguntas de quienes se acercaban, mientras pensaba, con rapidez, en lucirme en las dedicatorias sin cometer errores de sintaxis, tratando de disimular que la mano me temblaba y las letras me salían un tanto torcidas.







Feria del Libro 2018 Buenos Aires Argentina



Hoy se ha inaugurado uno de los eventos literarios más importantes de mi país: la Feria del Libro 2018 de Buenos Aires. 
Y en esta circunstancia, nada más y nada menos, dentro de dos semanas, voy a estar firmando mi primer libro: «El sonido de la tristeza», en el stand de la Editorial Autores de Argentina. Aquí te dejo un volante de invitación para que lo vayas leyendo y consideres la propuesta.



Despierte el alma dormida


Ana Madrigal nos conduce con su prosa atildada, meticulosa, con una narración cuidada, virtuosa, dibujando personajes con una nitidez perfecta, a través de una historia que, con mano firme nos introduce en los vericuetos de la circunstancia humana, tremendamente humana, de la locura.Una novela estremecedora que nos seduce de entrada y nos va envolviendo en una trama dolorosa pero que no podemos dejar de transitar hasta el final. Una novela magnífica de una escritora extraordinaria.



El libro se encuentra disponible en Amazon.