Agua de plata




Oí un quejido. Los tirantes del techo se habían arqueado. Parecía que Dios les había puesto un pie encima. No quise despertarte, salí de la casa y subí por la escalera, peldaño a peldaño, María. Y la vi. Sobre el tejado de zinc estaba dormida la luna llena.

Era enorme.

Parado en las ondulaciones del tinglado me sentí poderoso. Me distraje un momento, miré hacia el terreno del fondo y escuché las voces de los grillos entre los juncos. El calor de enero era insoportable.

Me acerqué y toqué la luna. 

La superficie blanca tenía moretones grises y se me enfriaron los dedos en el agua de plata. En el patio vi un juguete roto, una maceta sin flores y una rueda de bicicleta oxidada. Tuve ganas de huir.
 
En ese instante algo misterioso debió haber sucedido porque el disco de ceniza ascendió. 

No quise dejarte, María, y, sin embargo, me aferré y me dejé llevar sin pensar en nada. En un rato, yo y la luna, desaparecimos detrás de las copas de los árboles. Las ramas de las acacias sostenían las hojas desplegadas en el follaje denso. Fue fácil escondernos aprovechando la serena complicidad de las sombras.

Ahora me siento inmortal en la noche interminable. No sé si esto está bien. Estoy confundido.

Debe ser la pobreza, María.



Este relato, publicado en la revista literaria "Vestigium" (MEDIUM, mayo 2020) pertenece al libro Fotos viejas.

El Puente de Piedra



Patricia, a pesar de la gravedad de las cosas, no se puso triste.

Se sentó en el hueco que daba a las azoteas. Todo estaba quieto y silencioso, hasta el viento había cerrado la boca.

Las aves daban bofetones con sus alas torpes, las plumas no las sostenían, irremediablemente caían desde cielo a dar contra el empedrado. Los gorriones amanecían secos, duros, como si el óxido hubiese soldado sus patas a las ramas de los nogales.

Ella no hizo caso a los ojos ruines del brujo de las fatalidades.

Tal y como había hecho hasta ahora, se dejó llevar por su inmensa pasión por los libros, abrió el que tenía en sus manos, aspiró el escaso oxígeno que había entre tanta angustia colectiva, y en voz alta leyó el relato mágico a quien lo pudiese oír.

El cuento rodó por el callejón dormido, entró en la plaza desierta, sonó a cascabeles por la despoblada orilla del Ebro y se fue a dormir debajo de los arcos húmedos del Puente de Piedra.

Y ahí se quedó.

Detenido.

Al acecho.

La dulce voz de Patricia y ese cuento, ese cuento manso, inolvidable y certero, es lo que solemos recordar con meridiana alegría, luego del agobio de tantos funerales.



Este relato publicado en la revista literaria "Nüzine" (MEDIUM, mzo. 2020) pertenece al libro Fotos viejas.

Fantasmas



Escribir ficción, a veces, libera fantasmas que nos habitan sin saberlo y somos nosotros quienes e
ntonces en una resistencia no del todo firme atinamos a espantarnos, o al menos a tomar distancia, alejándonos del mundo imaginario que hemos creado, como quien sufre una pesadilla. 

Uno quiere hundirse en el lodo y dormir cubierto de barro, en silencio, porque el silencio es más poderoso sin duda que el barullo generado por tanta cosa demoníaca o alucinada que ha venido, sin que la llamen, a despertar los miedos o quizás las culpas que mueven el lápiz, con una precisión de cirujano, ejecutando una operación inesperada que nos muestra la podredumbre oculta en nuestro hueso o algún tumor que necesita ser amputado. 

Es así que los escritos se vuelven indecentes o se pudren en los estantes porque, por temor tal vez, abortamos estas ideas que irrumpen como un impulso tóxico dentro de la mente o como un tajo emocional, sin sustancia ni sangre, ya que no son literatura sino el esperma apresurado de nuestra naturaleza animal. Y uno no es un monstruo. Y además debe protegerse para no caer en la locura.



Este relato, publicado en la revista "Nüzine" (MEDIUM, dic. 2019) pertenece al libro todavía no publicado Lana hueca.

Una noche fría



No existe la metáfora perfecta para contar la historia triste de Ramón. Tal vez sería adecuado pensar que es un poco pájaro y, dado que las aves no poseen alma, asumir que un hada invisible, mediante el embrujo adecuado, ha puesto lo necesario, de manera que su interior se agite con la magia de los sentimientos y las emociones.

Hace dos meses que lo desalojaron de la pensión junto con varias familias que vivían allí por falta de pago. Y bueno, es que su jubilación no le alcanza para todo lo que tiene que pagar: medicación, alquiler, alimento. Este fue el inicio de su tragedia. Un manotazo feroz llegó desde lo alto a desbarrancarlo, a expulsarlo de su humilde paraíso de cuatro paredes descascaradas. Un nido pobre, pero que le daba cobijo. No pudo defenderse de las leyes despiadadas del poder terrenal, que envió a los peores esbirros con el fin de hacer una tarea tan atroz. No saben estos, ni siquiera imaginan, acaso, qué siente un anciano cuando lo expulsan, lo separan, le infligen la condena de la indigencia.

Debía casi un año de alquiler, fue lo primero que dejó de pagar. Llegaron varias intimaciones del dueño de la vivienda, pero como eran muchos los deudores, un día vino la policía y lo expulsaron, junto con los demás: apenas le dieron tiempo para recoger sus cosas. Sintió el desamparo en el plumaje húmedo de su ropa. La soledad lo abarcó por dentro como una enfermedad terminal, una bofetada lo había arrojado al vacío. La calle se convirtió en un ámbito siniestro que no abrigaba su corazón fatigado. Le habían aplastado la dignidad, la suela del oprobio lo había pisado como si fuese un delincuente. La angustia y la congoja le ensombrecieron la cara y el espíritu. Comenzó así su decadencia. Como una paloma con las alas quebradas, su cuerpito leve, en la tempestad, fue sacudido por los vientos feroces que lo golpearon una y otra vez, con furia, contra las paredes de la ciudad, hasta dejarlo moribundo.

Dejó de comprar los remedios y más tarde empezó a racionar la comida. Le alcanzaba para llegar a mitad de mes y, entonces, inevitablemente, después se quedaba sin comer. La indigencia avanzó sumando penurias, arrasó todo vestigio de cobijo. El hambre comenzó a hacer su trabajo secando sus tripas, devastó su ánimo. El ruiseñor que anidaba en su pecho acalló su canto triste, se fue encorvando por el castigo. De la voracidad del invierno obtuvo solo cenizas que lo congelaron por dentro y le pintaron el rostro con sombras furibundas.
 
Ramón, ahora, camina despacio, está anocheciendo. Hay cosas que ya no le preocupan. Se acerca a un tacho de basura y revuelve. Busca algo para comer, cualquier cosa le vendría bien. Poco es el alimento que necesita su cuerpo leve como el de un jilguero, pero ni tan solo ese mínimo consigue. Escarba con sus uñas negras, entre los vericuetos de la intemperie, y nada.

Tiene una botamanga del pantalón rasgada que arrastra como un trapo sucio pegado al zapato, tal como una mascota que lo sigue, como un retazo que acompaña a su amo no importa adónde vaya.

Al segundo día de quedar en la calle consiguió un pedazo de gomaespuma y algunos trozos de frazadas descoloridas. En un changuito de alambre sin ruedas guarda los cacharros que salvó de la pieza donde vivía. Lo tiene en la vereda del edificio de la esquina. La ochava es su guarida y le provee un techo más clemente, que lo protege del cielo encapotado, por el cual se desplaza un grupo de nubes oscuras amenazando tormenta.
Se detiene, está cansado, apoya el hombro en el tronco de un árbol. Mira hacia arriba observando la claridad naranja que se desvanece detrás de la cúpula brillante de la basílica. Ya está oscureciendo. Las ramas rugosas parecen huesos largos de un esqueleto que araña la piel del aire húmedo del crepúsculo. Baja la cabeza y sigue su camino. Ni siquiera es capaz de hilar un pensamiento a fin de expresar el dolor supremo que le consume su existencia mínima, desgraciada y trágica.

Como hace más de un mes que no se baña tiene un olor nauseabundo que le produce picazón en las fosas nasales. Pero también se acostumbró a esto, como a los dolores del reuma, porque no posee remedios que lo alivien. Falta mucho todavía para el día de cobro de su sueldo magro, y se pregunta si va a sobrevivir hasta ese momento. Piensa que tal vez por su aspecto no lo dejen entrar al banco. Ha pisado el último escalón de la dignidad, le dará vergüenza presentarse así, pero necesita ir de todos modos, aunque lo rechacen. Percibe algo parecido a un ave que lo acecha, de plumas renegridas, que se eleva como un buitre, y en lo alto, gira en círculos sobre él, adivinando la carroña.

Mendiga, pero solo obtiene unas monedas.
 
Sus ojos blanqueados de cataratas ya no expresan nada, no habla para conmover al transeúnte. Extiende la mano pidiendo un gesto de atención, su corazón es un trozo de hielo que en cualquier momento se va a quebrar. Tiene, como los gorriones de Buenos Aires, el plumaje marrón sucio. Apenas logra balbucear alguna frase con su voz desfalleciente, en una melodía ronca de su canto deslucido, y a pesar del empeño que pone, no logra que la música llegue a los oídos de los cuerpos apurados que pasan a su lado, esquivando su presencia.

Durante estas últimas tres semanas fue al comedor comunitario, pero no tuvo suerte, le dicen que no alcanza para todos los que vienen. Y hay abuelos y madres que también van a buscar lo mismo, y prefiere ser él quien se quede sin nada en la mano, y regresa, entonces, con el plato vacío y un candado en el abdomen que cada vez le resulta más pesado. Cavila, remueve en su memoria, no comprende su delito, ha trabajado toda la vida, no entiende su calvario, no ve con claridad, aún, la cara del príncipe que ha decido el hambre que padece, que lo debilita, que lo mata.
 
Hoy está más débil que otros días, por eso quiere alcanzar la esquina y tirarse en el colchón, no se siente con fuerzas para caminar. Hoy la tristeza y la desesperación le han bloqueado la voluntad. Ya no puede discernir si es el miedo el que lo acosa. Algo parecido a un bloque de cemento le aplasta la espalda. Tiene el corazón espléndido, como el de un zorzal joven de pecho anaranjado, pero su latido merma, vencido, más lento y, además, presagia que el vuelo de la esperanza se le va apagando, queda olvidado en su memoria el modo de ascender con el pensamiento, por las corrientes de aire, para zambullirse entre el follaje de los árboles.

Se agacha despacio, por el reuma. No sabe si le duelen más las articulaciones de los huesos que las del alma. Advierte que su estómago está cuarteado. Acomoda un poco los trapos y se queda sentado con la espalda apoyada en la pared. No hay gente que pase por la calle. Ya oscureció y medita en silencio. No tiene familia, nadie en quién pensar. A los setenta y ocho años le parece que todo en su vida sucedió hace mucho tiempo y en un lugar muy lejano que aquí no reconoce.
 
Ahora, con el cerebro afiebrado por el hambre, sueña que es un ave. Se siente un benteveo, orgulloso de su cuerpo amarillo brillante, con la cabeza blanca como sus cabellos, que añora la tibieza de su nido. Quizás, de una vez por todas, lo que quiere es terminar con esto, y en realidad, su sustancia simple solo aspira al abrigo de una fosa oscura contra el muro del cementerio.

Y en esta reflexión acerca de su límite vital, se pregunta también cómo ha llegado a este lugar, por qué designio celestial o terrenal. Y esboza mentalmente un resumen, el balance de los recuerdos más importantes, los que más añora, los que más le duelen. Cabecea un poco y, lento, en silencio, se va quedando dormido. Hace mucho frío esta noche, pero ya no le quedan fuerzas ni para tiritar. Y es aquí donde la metáfora estalla, porque las aves no sufren el frío. Lo que sucede, simplemente, es que los pájaros que Ramón encarna no tienen plumas que lo abriguen. Se toca el pecho de mármol, no hay brasas encendidas, todo él parece una catedral sin ventanas en la cima nevada de una montaña.

Siente que se le moja el pantalón con una traza de líquido tibio que emana por debajo de su vientre. Es la incontinencia, pero no le importa sumar un olor más a los que tiene. En lo último que piensa, antes de que lo atrape el sueño que le pesa en los párpados, es en su madre. Cuando está por abandonar sus ojos al descanso, el universo se agrieta, un par enorme de alas negras se hacen presentes ante su figura absurda, se abren gigantes como el mar, han venido hasta aquí para cobijarlo para siempre. 

En esta posición lo encuentran a la mañana siguiente, parece un canario que estuviera dormido, pero no lo pueden despertar. El médico mira, ausculta y, por último, da la orden de subirlo a la ambulancia, en medio de las caras serias de los vecinos. La brisa susurra en las hojas de los árboles una aserción insidiosa: los dioses que transitan los salones de los palacios han decidido, entre firmas, actas y protocolos, la sentencia brutal de esta muerte inocente, un espíritu que se ha ido sin comprender cuáles son los fundamentos de su condena.
Ya es de día cuando pasa el camión recolector. Los brazos robustos de los muchachos recogen los trapos, el jergón mugriento, el changuito descolado. Tiran todo dentro de la caja trasera y uno de ellos aprieta el botón del pistón hidráulico para que queden prensados con el resto de la basura. 

Luego el camión arranca y sigue su recorrido. 

Al rato caen del cielo pequeños plumones blancos. Y un poco más tarde, sin que nadie lo advierta, la brisa helada forma un remolino y esparce las plumas que se pierden para siempre en el aire gélido de la mañana.



Este cuento, publicado en la revista literaria "En sentido figurado" (Mar-abr- 2020, año 13, número 3, página 79) pertenece al libro Escarcha.



Una hoja sobre el piso




Hacia el frente veo un paisaje azul. Se trata de u
n desorden de olas breves que apenas espuman sus grises en la orilla esmeralda de la laguna. No hay árboles. Giro hacia mis espaldas y todo se reduce a un desierto que finaliza en un horizonte rojo. 

Por encima de las nubes, dentro de una línea gruesa de oscuridad infinita, mi fe percibe otra tierra sin límites. Todavía no sé adónde empieza ese territorio ni dónde termina, no sé si es cielo o infierno. No sé si por aquí habitan ángeles o espíritus ni si son ellos quienes andan desesperados entre las llamas. Por ahora solo atinan a agitar delicadamente el interior de mi silencio y mi soledad, como ese tipo de perspectivas serias que la vida no me permitía eludir cuando estaba vivo.

Antes de atravesar el límite, en ese instante fatal en el cual me sorprendió la muerte, atrapé una foto tuya en mi puño y la traje conmigo, aunque acá de poco sirve. Podría devolverla arrojándola. Quizás la recibas de súbito dentro de tu pupila o se pose encima de las arterias de tu corazón. No sé si vale la pena correr el riesgo de enviarte una señal tan extraña.

El dolor ha cesado y el movimiento de los recuerdos es incesante. Tal vez no lo creas pero es sencillo meditar en el páramo en el cual me encuentro. Nada más mirar aquella estrella solitaria hundida en el azul negro y la rutina se esfuma y se olvidan los sucesos cotidianos. Sin embargo, desde acá aún es fácil la contemplación del mundo de los mortales, incluso en sus detalles menores: el dibujo delicado de tus labios bajo la luz de la lámpara; el contorno ajustado de la blusa negra sobre tu espalda al descubierto.
 
Quizás a vos te pasaría lo mismo si estuvieras acá. No es necesario que traigas los enormes tomos incunables de la preceptiva literaria sino las voces intangibles de la literatura simple e infantil. Nadie asegura que a este sitio lleguen las cosas materiales. De proponértelo podrías recordar la voz de almíbar de tu abuela leyéndote tus libros de cuentos, antes de dormir, cuando eras niña.

Sentada en la silla podrás ver mi cuerpo entero, acostado en esa rústica cama de hospital esperando el desenlace, pero, sin embargo, mi alma ya no está allí con vos. 

No dudes del sonido que escuchaste. Desde aquí arriba te acabo de enviar un susurro, una señal de aviso, algo similar al ruido de una hoja al caer sobre el piso de la sala de paredes blancas, cerca de la silla en la cual estás sentada. No mires así, con temor. He sido yo. Si te acercás un poco más podrás comprobar que ya no respiro. Por favor, no deseo tu tristeza. Por sobre todas las cosas, no le des paso a la lágrima.



Este relato fue publicado en la revista literaria Vestigium (MEDIUM, dic. 2019).


Los tres puntos de la eternidad



Un día me muero.

Lo primero que siento es la extrañeza de haber perdido la solidez y el peso de la materia del cuerpo. No veo féretro ni sepulcro.

María, empiezo a sentir tu ausencia.

No estoy acostumbrado a esta liviandad y albergo solo recuerdos mínimos. El pasado se contrae, vacila y se libera de las ataduras impuestas por la rigidez del tiempo. La memoria se torna amorfa como un fluido sin recipiente de modo tal que se convierte en una pequeña bruma de inmediatez. 

Ya no parece inmutable y eso me da miedo. 

Sumergido en la duda pienso que tal vez mi existencia pueda ser revisada lo cual me lleva a una inestabilidad emocional insoportable. No quiero que ni la ternura de tu compañía ni la tersura de tus hombros desnudos se disipen abandonados en la oscuridad del olvido.
 
María, vos sos parte de mi pasado. 

No quiero perderte.

Además, el presente adelgaza su acontecer hasta anularse. Me expulsa hacia el futuro en esta novedosa manera de ser y siento el vértigo en medio de semejante incertidumbre. Me doy cuenta de que no puedo siquiera manejar con meridiana soltura la velocidad de las emociones. 

Y también me faltan las palabras. 

No puedo decirte aquellas frases insensatas que tanto me gustaba, como, por ejemplo: «anoche soñé angustiado porque te acercabas demasiado al sol sin que yo pudiera evitarlo» o, «cuando estoy con vos el cielo y el río son tan parecidos que no sabría decirte si estoy cabeza abajo».

Un día me muero y me pasa esto, María. 

Y al menos, por ahora, es inevitable.



Este relato fue publicado en la revista literaria Vestigium (MEDIUM, n
ov. 2019).

Vestigium




Uno escribe todo el tiempo. Se empeña en una labor que en algo se parece a una disputa consigo mismo en el afán de dar con la idea, luego con la frase que contenga las palabras adecuadas y después con el párrafo que la perfeccione. Y cuando ha llegado al final de la consecución de lo que considera completo, descansa un poco, y al fin, coloca todo su entusiasmo en devanar la madeja amorfa y, con el poco talento que posee, se apresta a pulir con la ayuda de los elementos de la gramática, lanzándose al abordaje definitivo para que el escrito adquiera cierta belleza y pueda trasmitir cierto sentimiento. 

Un día, el equipo editorial de Vestigium, una de las revistas en español de la inmensa plataforma digital de Medium, le dice que desea publicar una sinopsis de su perfil. Y uno, que se ve tocado en la emoción, siente que algo de su trabajo ha trascendido, que todas aquellas horas de cavilaciones en soledad no han sido en vano, y entonces no puede menos que agradecer, y lo hace así, escribiendo esto, que es su forma de retribuir el afecto que ha recibido.



Para ver la sinopsis hacer clic aquí.

El suburbio de los huesos




La totalidad de lo que conservo en mi vida es el pasado, una vorágine, multitud de migajas desprovistas de volumen y espesor. De vez en cuando los recuerdos aparecen como destellos aleatorios, sin la intervención de la voluntad.
 
Todo parece suceder dentro de mi cabeza. 

No estoy seguro, pero imagino una mancha gigante escondida que, aunque no se presenta con claridad dispara mis emociones y me lleva a actos inconcebibles.

En ocasiones temo verla crecer desmesurada, expulsando mi alma al cautiverio de los locos sin yo disponer entonces de una conciencia frágil a fin de percibir la delicia de tu compañía.

Hagamos algo antes que pase esto.

Por acá, donde los sucesos transcurren, dejemos nuestros huesos en soledad para que recorran el camino tan temido hacia la fosa. No escuchemos el llanto y no miremos el luto. No lamentemos los funerales y no entremos a los cementerios. 

Por allá, donde el Tiempo está quieto y la eternidad nos protege, cavemos un hueco en la arena y enterremos juntos nuestros corazones. En aquel suburbio seremos náufragos de estrellas y permaneceremos indefinidamente en nuestro hermoso sueño interminable.



Este relato fue publicado en la revista literaria Vestigium (MEDIUM, oct. 2019).

Cielo Rojo


José está preso desde que se le incendió el rancho. Su vida está confinada entre tres muros y la reja inviolable de una celda. El techo y el piso de cemento clausuran su encierro como un féretro de piedra. Al fondo hay una abertura cuadrada que filtra un prisma de luz entre seis barrotes cruzados, negros y torcidos.

Trata de pensar por qué está aquí y rememora. La pobreza lo fue empujando de a poco a vivir al borde del arroyo, donde no llega la mano de los ángeles. 

Aquella noche de invierno no tenía plata para la garrafa, y el frío dolía tanto que encendió el brasero. Tal vez lo puso demasiado cerca de la cama. María se lo pidió. El carbón encendido empezó a morder la punta de las cobijas, siguió con el ropero, hasta que el aire se puso rojo por encima de las chapas del techo. 

Qué difícil es conciliar el sueño cuando recuerda la sirena de los bomberos, el cuerpo calcinado de su mujer, la pelea de esos hombres, gladiadores combatiendo las lenguas de fuego, luego el derrumbe de la vivienda y todo ardiendo a su alrededor como un infierno de trapos, latas y explosiones. 

Esa fue la última escena que vio antes de perder el sentido. Lo que sigue en su memoria es el traslado esposado hacia la comisaría. 

En el medio hay un hueco que tiembla y a veces aparecen imágenes borrosas, en medio de la confusión, con toda la gente del barrio en la calle, observando el drama. A veces brotan los gritos, como los del gallego parado frente al baldío de al lado, donde se juntan algunas vagabundas a dormir sobre colchones mugrientos y él les dice «mujerzuelas» y les echa la culpa de la tragedia.

En la villa, acorralada entre la vía muerta y el arroyo contaminado, las cosas son así, hasta la luna es triste. Por eso José no quiso que María tuviera hijos. «Es mejor», le decía. El cielo que nombra el cura párroco no es el que está aquí arriba, está en otro lugar que no conocemos.



Este cuento pertenece al libro Cielo rojo.

El sombrero de lata



Ninguno de los dos tuvo la culpa. 

Una espiral de blanca soledad elevó un cúmulo de livianas hojas secas por encima de los desposeídos robles —estampados con matices de desconsolados trazos sepia— en el imponente cuadro pintado al óleo por el tránsito de las estaciones de la propia naturaleza. El invierno procaz ya había desnudado las ramas de los fresnos. El dedo del viento lastimó los cristales de las ventanas de todos los galpones con el aliento desesperado de sus miles de gélidas bocas invisibles. 

Ni siquiera lo hablamos. 

Apenas nos estábamos conociendo y te fuiste sin una despedida. Los cuervos sombríos se posaron en mi hombro. La luna se transformó en una ladrona rapaz navegando por el fondo estelar, dejándome, noche tras noche, monedas de dolor en los huecos de mis bolsillos. 

La melancolía se apoderó de todo. 

Simplemente se terminó el cielo después del abandono. Las fabulosas diosas equivocaron el destino de la fortuna señalando con el índice absurdo. ¿Qué había ocurrido? Ni vos ni yo advertimos la pérfida malicia que vino a quitarnos la corona de estrellas. No nos dimos cuenta de la inclemencia de la intemperie cuando Eris depositó la manzana dorada entre nosotros y le puso un sombrero de lata a tu corazón.

Ningún encargo para pedirle a Némesis. En cambio, sí, mucho para pensar sobre las ínclitas vanidades innecesarias de la posesión.

La molesta canción de la brisa se filtró por la hendija de mi nuca y silbó como un demonio azul debajo de las piedras de mi espíritu. Las gotas de acero empaparon con su rocío infernal las paredes interiores de mi cerebro. 

Extrañé tus pasos, tu compañía.
 
Aunque de poca utilidad fue la coraza, ceñí mi cilicio —un gallardo escudo de plomo contra mi pecho—, porque las balas de la pena eran una esgrima de relámpagos incesantes que no cesaban de atropellarme. Me puse un gorro de cera para no escuchar esos sonidos espantosos. La insoportable rutina me puso una bolsa de cubos de hielo encima de la espalda. Sentí el peso de incontables toneladas de tristeza. 

Pero sin saberlo yo, a pesar de todo, un rescoldo de carbón rojo permanecía encendido ardiendo entre tus brazos. 

Los sentimientos no habían sido meros símbolos apócrifos. 

Por eso alcanzó con el encuentro inesperado, imprevisto, el día en que tu rostro se detuvo delante de mí, observándome perplejo. Lo que no había muerto renació para brotar más vigoroso. El atardecer púrpura descendió desde las nubes sucias hacia el espejo arrugado del agua cuando la ternura de tu mirada se hizo infinita. Otros dioses desconocidos desataron el ovillo de la confusión, enredaron nuevamente el buen designio y nos alejaron de la rigidez de la escarcha y de la humedad del llanto.

Engarzamos en nuestras vidas el novedoso diamante. 

Fuimos a contemplar el ocaso taciturno desplomándose en la orilla y a escuchar las protectoras sirenas de los barcos alejándose del puerto. 

Recién entonces dejé de indagar con el hilo de la razón en las causas de nuestro desencuentro. Me bastó la serenidad de tus ojos celestes y el calor de tu mano en la mía, en aquel momento, junto al río.

Vos ya no tenías el sombrero de lata sobre tu corazón.

Ni yo la pena.



Este relato fue publicado en la revista literaria Nüzine (MEDIUM, sept. 2019).