La rotación de las cosas


Según el modo de ver de parte de la crítica cada libro debe tener un hilo conductor, un carácter preciso, y ese objetivo la mayoría de las veces no se manifiesta con claridad a los ojos del autor. Por eso, al momento de seleccionar los cuentos, admití ser la persona menos adecuada a ese propósito. Por suerte pude contar, en la tarea de selección o recopilación, con la ayuda y el consejo de quien, con amabilidad y entusiasmo dedicó su tiempo a esta empresa, y puso a disposición su sensibilidad a fin de comprender, aún mejor que yo mismo, el sentido de los escritos.

Fue un trabajo fatigoso pero inestimable. En las sucesivas lecturas y con creciente sorpresa, percibí una impronta común en todos los textos, la cual lejos de distanciarme de la letra, me conducía a la certidumbre de una pertenencia. Sentí, por decirlo así, que todo lo escrito, a pesar de no presentar ningún rasgo autobiográfico, sin embargo, era intensamente mío. 

Seguramente esto poco importa. El autor es alguien invisible, trabaja en soledad, revuelve una sustancia espesa, literaria, con la intención de comunicar algo comprensible, una especie de figura homóloga de alguna posible preocupación interna, única, propia, original, una síntesis insustituible. Y la deja plasmada en un puñado de símbolos agrupados en palabras, oraciones, párrafos. En suma, un manojo de convenciones a ser interpretadas por los lectores, quienes, con cierto esfuerzo intelectual, sin duda leerán historias distintas. Y una y otra vez asomará el encanto o el desencanto. Y, desde allí, al final de esa sumatoria, saldrá el dictamen definitorio. Inapelable.

En «La rotación de las cosas» cada cuento es un objeto cerrado y separado de los demás, pero hay puntos de contacto, escenarios similares, temas recurrentes, obsesiones reiteradas girando en un bucle insidioso. También hay relatos independientes por completo. Algunos han tenido el gusto de ser premiados, otros han sido bien recibidos en distintos ámbitos y el resto de ellos recién ve la luz con esta publicación. Los hay oscuros y luminosos, inocentes y crueles, procaces y discretos. Espero que uno, al menos, sea del agrado de quien tenga el libro en sus manos.


Sinopsis del libro La rotación de las cosas

Saberes



Aquellos hombres habían sido los elegidos por el monarca a fin de reseñar la cuestión de la vida humana en los libros del monasterio. Incluso el origen del mundo fue plasmado allí como una valiosa flor de oro. Lo expuesto en aquella velada, ante los ojos y oídos de esos sabios y escribientes designados por el rey, fue escrito con la minuciosidad de quienes intuyen algo magnífico. 

Los magos convocados al notable alegato relataron los trucos y dieron las descripciones precisas de los artilugios intelectuales puestos en práctica en sus investigaciones. Y enumeraron, además, las verdades originales develadas y las explicaron una a una: el movimiento de los astros, la germinación de las flores, el sesgado don de la fertilidad otorgado a la mujer, la gestación, la furia de los volcanes, la agitación del mar, el sentido de la moral, el bien y el mal, el poder, la sanación, la muerte, y hasta el prodigio por el cual se sustentan las aves en el cielo sin caerse.

Las respuestas a los interrogantes de la humanidad desplegadas a lo largo de los siglos fueron plasmadas en los papiros. Las escrituras se conservaron ocultas en las criptas. Cuando llegaron los bárbaros, las exhumaron, pudieron descifrar los signos, y la pasión por la lectura atrapó para siempre a todas las razas que poblaban la Tierra.


Este relato pertenece al libro Fotos viejas.

Cuentos obstinados




La plataforma ROI, idea y realización de la EDITORIAL DUNKEN, vuelve a tomar relieve al poner en letras de molde las obras de numerosos autores independientes, en este caso cuentistas.

Podríamos decir que el género cuento tiene tantos seguidores como hacedores, es decir, todos alguna vez hemos relatado vivencias reales o de ficción y también las hemos disfrutado contadas y referidas por otros.

Entonces, ¿qué mejor que un cuento para hacer que ruede una historia?

Al decir de muchos estudiosos de la conducta humana, conocernos y expresarnos libremente —en este caso a través de la palabra escrita— es la mayor obstinación del hombre junto con el deseo de ser feliz, y estas conductas que son comunes a todas las épocas han servido para escribir la verdadera historia universal, aquella que desnuda conflictos, sueños, cuestionamientos, angustias, esperanzas, sueños, laberintos de luz y de tinieblas.

Dichos sentimientos abarcan los relatos y cuentos de esta antología que tuve el placer de compilar y a la cual titulé "CUENTOS OBSTINADOS" porque todos ellos han querido trascender, cruzando hacia el universo que los lectores habrán de depararle, el infinito cosmos de la imaginación.

Cada autor compartió en primera persona (aunque en la narrativa optara por la segunda o la tercera) una escenografía propia de su talento, y que, al ser recibida por el lector, habrá de duplicarse en otra primera persona. Asimismo, esa nueva mirada y diversa reflexión multiplicará la trama inicial, logrará que la historia perdure en diferentes paisajes, enriqueciéndola y tornándola sempiterna.

Coincidamos en que este milagroso designio conforma el entrañable oficio de escribir. Libertar la palabra con intención de que muchos otros puedan erigirla en millones de voces que pueblen un mundo más noble y, por ello mismo, más dichoso.

Por tal motivo, sean bienvenidos quienes se aventuren a bogar la magia que aporta esta expresiva y aguda selección.

Del prólogo del libro, por Marita Rodriguez-Cazaux


En la página193 aparece el cuento "Baboo" que pertenece al libro Cielo rojo.

El óxido de las hojas

 


Durante los últimos días el cordón de la vereda y parte de la calle estuvieron cubiertos por las hojas marchitas del plátano. Es un árbol viejo, todos los años desprende hojas de cinco puntas, amarillas, ocres, a lo sumo marrón claro, tirando a canela. Todavía siguen cayendo algunas de color rojo, un color insólito. Estamos a fines de mayo y se supone que las ramas ya deberían estar peladas. Sin embargo, este año se está comportando de un modo extraño. 

En esto estaba pensando Ulises cuando en un sobresalto oyó gritos. Llegaban nítidos: un hombre y una mujer discutían. Apenas se elevó el escándalo, en el departamento de al lado, apagó todas las luces del suyo y se dirigió al dormitorio por donde con estridencia se metía esa furia generada en la zona posterior, pues la vivienda de la vecina y la suya están enfrentadas, separadas por el pozo de aire del edificio, a diez metros una de otra.

A oscuras, por lo tanto, se arrimó al costado de la ventana de la pieza. En medio de la noche no lo podrían ver. Escuchó los insultos desaforados de él y los alaridos de ella y por curiosidad quiso entender los motivos de la riña, pero sin asomarse. Prefería no ponerse en evidencia ante esa inquilina tan complicada con la cual había mantenido ciertas rispideces durante las reuniones de consorcio. 

Se arrodilló en el piso y, agachado, se deslizó oculto por las sombras. Con los cortinados descorridos y los paneles vidriados del ventanal de su cuarto abiertos de par en par, pudo ver, afuera y en lo alto, un pedazo de luna recortada en el fondo del cielo, y adentro, en la penumbra, un rectángulo opaco en la pared opuesta, camuflado detrás de la cama. Con seguridad la vecina también tenía las cortinas abiertas y de allí venía ese reflejo pálido.

Por disimulo no se levantó. De hacerlo, dada la proximidad, hubiera visto la escena con nitidez. Sin duda vaciló entre la atracción por lo morboso y el temor a ser descubierto, pero lo ganó la vergüenza de ser sorprendido en la ridícula posición de quien espía. Por eso usó otra estrategia. Fue hacia el baño, trajo un diminuto espejo de colgar y se acomodó en el mismo sitio. Entonces, sentado y con la espalda apoyada en la pared, debajo del alfeizar, lo alzó con cautela por encima del marco inferior de la abertura. De este modo permanecería encubierto. Ninguno de los dos podría advertir que él los observaba. Y menos aún, extraviados, en medio de la discusión: una pelea feroz de una violencia inusitada.

Se mantuvo quieto. De repente, un ruido desconocido lo llevó a contener la respiración. Orientó mejor el espejo. La cabellera de la vecina, larga hasta la cintura, se movió como si una ráfaga de viento la hubiese tomado por sorpresa: el dorso de la mujer impactó de lleno en la amplia reja de la ventana. El sacudón había sido violento. El sonido seco del choque de la cabeza contra las barras de hierro forjado parecía indicar la rotura de algún hueso del cráneo. El torso se volcó de costado, sobre un mueble, dejando expuesto un lamparón de sangre a lo largo del brazo. La mano masculina la arrastró por los cabellos al ambiente contiguo y la arrojó en el balcón en voladizo que daba al mismo pozo de aire del inmueble, cerca de la baranda. El puño del tipo se alzaba y bajaba con la energía de un martillo destrozando un piso de hormigón. Recién dejó de golpear cuando la vecina soltó el último chillido y se convirtió en una muñeca muda, inmóvil, dislocada, inútil, extinta. Al rato se escuchó al hombre salir dando un portazo. 

Sin desearlo, Ulises había sido el testigo de un crimen, pero en ningún momento le pudo ver la cara al asesino. En cuclillas, no por las dudas sino apresado por el pánico, se desplazó hacia la entrada y salió al pasillo. Bajó por las escaleras, en puntas de pie para no hacer ruido, hasta llegar a la planta baja. Agitado, accionó el picaporte de la puerta principal huyendo del edificio sin prever lo que le esperaba afuera.

Fue apenas un soplo. Lucas, el psiquiatra, lo llamaba infarto instantáneo de la mente. 

Ulises había sentido la burbuja de amnesia enloquecida en medio del cerebro, como si fuese el globito bailoteando en la ampolla de la regla de nivelar, puesta sobre una superficie movediza. Por desgracia, le ocurría inevitablemente al salir o entrar del poco iluminado pasillo del departamento. Estaba acostumbrado a ese apagón del pensamiento apenas perceptible. El breve desajuste de sus neuronas, en un destello de la conciencia, le cercenaba la franja nítida del pasado reciente. 

Pero… ¿Quién era Ulises J. Barreña? 

Seguramente un hombre de ninguna importancia, de espíritu paciente, quien soportaba con facilidad —en apariencia— las humillaciones persistentes a las cuales lo sometía su mujer en los detalles cotidianos desde el primer día de casados. Ahora, con cuarenta años cumplidos, el oscurecimiento súbito de la memoria en el pasillo, lejos de ser un trastorno era una defensa: la mitigación del desprecio; el bálsamo contra la burla, el menoscabo, el oprobio. Borraba, al menos un corto tramo de la historia insignificante de sumisión y acatamiento padecidos entre las cuatro paredes de su casa. 

Ya en el exterior, notó cambios: no era noche de luna, sino un atardecer de luces funerarias. Una tela de color miel, envejecida, misteriosa. El tiempo parecía haber retrocedido unas horas; el cielo asustado movía hacia el norte sospechosas formaciones moradas; una garúa fina trazaba líneas veloces; una nube incompleta se había detenido justo encima de él y lo mojaba. Una tarde de perros. 

Un remolino alzó las hojas de los plátanos aglutinadas en el cordón de la vereda hasta los balcones del sexto piso y las dejó ahí, colgadas en los barrotes simulando murciélagos rojizos, dispuestos patas arriba, con las alas exhaustas, satisfechos, recién alimentados. Las gotas delgadas de la llovizna, esforzadamente y con esmero, se enamoraron de la savia sanguinolenta de las hojas y no tardaron en bajar en surcos verticales desde lo alto del muro, en pleno crepúsculo. Todo el edificio aparentaba estar cubierto por la metástasis de un sistema circulatorio en agonía. 

Ulises, quien observaba con curiosidad las distintas tonalidades de la sangre —desplegadas en un abanico del ocre al bermellón, según la incidencia de los escasos rayos de luz—, volteó y se dirigió a la plaza. 

En el trayecto la atmósfera volvió a cambiar. La lluvia se detuvo; las nubes se agotaron; el golpe de una neblina densa opacó la visión de todas las cosas y, poco a poco, se fue atenuando, aunque no completamente. 

El aire, por encima del largo paredón de hipódromo tenía un poderoso olor a gramilla mojada, a cuero húmedo y excremento, a crines sudorosas, a establo y alfalfa. 

Desde ambas aceras, las hileras de plátanos coronaban sus ramajes en un arco ojival; la avenida, casi un túnel, estaba cubierta por la hojarasca del oficio paciente del otoño. Al pie de los troncos de los árboles el pasto todavía no había evaporado las gotas de agua.

Ulises eligió al azar una hoja marchita de color rojo y la levantó. Era una chapa de hierro recortada, rígida, antigua. Al despegarla de la tierra floja, el borde filoso y la aspereza del herrumbre le trajo el recuerdo vago de una noche violenta. 

Al contemplar el reverso, vuelta por completo, pudo palpar mejor lo que en un principio le pareció una baba viscosa y al final resultó ser una capa de sangre caliente, recién salida de una vena rota, como la mancha en el cuerpo de una mujer asesinada miserablemente. 

El miedo lo hizo retroceder, se tropezó y cayó de espaldas perdiendo el sentido.

Cuando volvió en sí estaba tirado en la entrada del edificio. Se incorporó con dificultad y, aturdido, se pasó la mano por detrás de la cabeza buscando el origen de un dolor, palpando por debajo del pelo. Tocó un bulto en la nuca y lo atribuyó a un desmayo seguido de una caída en el piso. Luego, sintió otro dolor, intenso, anterior al primero. Tenía el puño lastimado y manchas de sangre en la zona del cinturón, cerca de la hebilla. Después, andando por la vereda, mientras se sacudía los pantalones, se dio vuelta para observar si alguien había reparado en su desvanecimiento. Por suerte no vio a nadie.

Ya más tranquilo, puesto a pensar, se preguntó si la huida era sólo un acto de cobardía o se le podría acusar de algún delito por ser testigo de un crimen. Luego de una larga caminata se sentó en el banco de la plaza frente al gran cantero de lirios y azucenas tristes ubicado en derredor de la fuente. La luz del farol del alumbrado alcanzaba a los chorros de agua dándoles un aspecto pacífico y encantador; la noche caía sobre las cosas del mundo; el tiempo, con meticulosa dedicación, recobraba sus pasos perdidos. 

Así estuvo largo rato con la mente en blanco, en medio de la serenidad de los detalles de la naturaleza, rodeado de los colores variados de los árboles vencidos por el otoño, contemplando en la lejanía a un hombre solitario tomando un café en el bar, al costado de la estación de tren. En ese momento el asunto más importante del cual se ocupaban sus pensamientos, sentado ahí, era el efecto del paisaje filtrado por la mirada del arrobamiento, depositada sólo por placer, en el techo a dos aguas color verde con cenefa en forma de serrucho, dejándose llevar por el goce de ver el abrazo de la neblina, alrededor de la caseta elevada del guardavía. Pero al mismo tiempo, esta imagen en apariencia desoladora, sin figura humana ante sus ojos, lo sumía en una terrible desesperación.

Tras los vidrios oscuros de la garita, tan poco iluminada, Ulises imaginó la presencia de alguien vigilando con una pena inmensa el tránsito de los trenes. De Retiro a vaya uno a saber dónde. Trenes que aquí no paraban nunca, siempre de paso, trenes que llevaban en su interior unos pocos pasajeros con la congoja en sus corazones, agobiados por el tedio de la rutina del viaje, con las pupilas duras y fijas detrás de los cristales empañados, viendo caer, con resignación, las gotas de llovizna fría atravesando el aburrimiento, mojando las superficies de las cosas, ilustrando con ribetes brillantes las hojas oxidadas de los plátanos para luego terminar aplastadas o muriendo de hastío en los rincones de la hora melancólica.

Pero no bien retiró la vista de la estación de tren y se volvió hacia el parque sintió algo similar a la delicia de los aromas de los hogares constituidos con orgullo, aspirando la brisa fresca y oyendo a lo lejos, en sordina, las voces de los chicos jugando en algún lugar, entre las plantas, las fuentes y las estatuas, chicos felices cuyos gritos de alegría podía oír con nitidez. Y olió a heno seco y a pájaros acurrucados en los nidos escondidos del follaje.

Al rato se levantó y regresó, por las calles sin transeúntes, envuelto en un espíritu parsimonioso, parecido a la dicha, hasta encontrar las puertas del edificio, el cual presentaba un aire familiar y acogedor como nunca lo había percibido. 

Y entró. 

Ya en el sexto piso, al salir del ascensor, sacó el llavero. Anduvo un trecho por el corredor y abrió la puerta. La burbuja de los olvidos le sacudió el cerebro de un lado a otro, le zamarreó la memoria, casi desestabilizándolo, al detener la estela de su caótica y reconocida oscilación en un punto preciso de la realidad. El departamento permanecía a oscuras. Encendió la luz y la visión lo paralizó. Su mujer estaba tirada en el suelo del balcón, cerca de la reja. Una amplia mancha de sangre bajaba del cuello a lo largo del brazo; el cuerpo yacía en medio de un charco rojo. Más tarde, cuando llegó la ambulancia, Ulises preguntó y el médico respondió con precisión: «Está muerta». 

Fueron muchos quienes aseguraron haber visto a Ulises tirado en la vereda aquella jornada de fines de otoño. Eso lo asombró. En esa oportunidad, al levantarse y mirar atrás, él no había observado a nadie. 

Unos insistieron en destacar su actitud temerosa, la forma excesiva de disculparse, casi ridícula, intentando disimular con torpeza el refinado sarcasmo con el cual lo hacía. Sin duda era una postura, dijeron, la típica expresión de quien se empeña en la farsa. Y recordaron, en él, el exagerado afán de quien no desea ser descubierto e identificado, haciendo sonar ansioso las articulaciones de sus dedos, listo para estrechar la mano de un desconocido ante un ademán de amistad, o de soltar una risita a cualquier mirada a punto de insinuar la voluntad de socorrerlo. 

Otros, por el contrario, lo vieron impasible y antipático, al incorporarse, apoyando el hombro en la pared, todavía tembloroso, confundido aún, y luego andando con pasos indecisos, mirando hacia todos lados, husmeando en busca de ojeadas furtivas. Quizás estuviese borracho, dijeron, o tal vez iba perdido en el luto sentimental de algún desplante inesperado, condensando esto y aquello en una sencilla sonrisa, con la mueca involuntaria en los extremos de los labios. 

Él, en cambio, no recordaba haber visto a ninguno de estos testigos que lo incriminaban de modo tan injusto. Más adelante, no pudo evitar las noches de insomnio debidas a los agravios y a la tragedia del luctuoso acontecimiento, y mucho menos imaginar la inusitada acusación de la familia de su mujer, al postular que él mismo, Ulises J. Barreña, era el asesino.


Este cuento pertenece al libro Azul profundo.

Cuentos vagabundos - Escarcha



"Una vez que la escarcha cruje por la presencia de la ternura, es inevitable que se comience a derretir".

Diecinueve cuentos integran esta Antología (la tercera tras "El sonido de la tristeza" y "Páginas Barrocas") del escritor argentino Raúl Ariel Victoriano. Diecinueve historias aparentemente heterogéneas conectadas sin embargo todas ellas por el relato de pequeños y casi siempre inadvertidos dramas cotidianos, a medio camino sus protagonistas entre la fatalidad y la esperanza, atravesadas sus vidas por una tristeza serena sin rastro de amargura.

Desamparo, soledad, pérdida, dolor, resignación pero también inocencia, compasión, ingenuidad, emoción y sentimiento es lo que encontramos en estos relatos. La belleza que ocultan las rutinas, la indefensión y la ternura que late en la vejez, la inmortalidad del amor, la escritura como redención...

Con una prosa bellísima y una sensibilidad muy especial, nos enreda el autor en melancolías y nostalgias y nos introduce poco a poco en un mundo emocional muy potente, a un tiempo dulce y desgarrado, que encoge el alma.

Marta Navarro


Esta reseña fue publicada por Marta Navarro en su blog Cuentos vagabundos en diciembre de 2018. También la podés leer aquí.

66 relatos compulsivos



Tuve la mala fortuna de conocer a Charles Perrault en la edad adulta. No voy a darles la brasa contándoles que mi mamá no me compró libros ni me contó cuentos a la hora de dormir, ni voy a revelarles que fue esa la razón por la que en cuanto mi mujer me dijo: «Madison, estamos embarazados», encargué en la librería de mi pueblo un recopilatorio de Perrault para mi hija «B».

Desde entonces hasta la fecha, he comprado libros a punta de pala a mi mujer y a mis hijas en sus cumpleaños, por San Valentín, por el día de su santo y, por supuesto, en Navidad. Incluso, aquella vez que mi hija «B» y su chico iban a dejarlo, aparecí con: «Cada cuánto tiempo hay que echar a lavar los pijamas», de Luis Piedrahita y una botella de Mezcal. «B» y su novio, Aless, rieron tanto con el fragmento que les leí que hicieron las paces, y que conste que no se trataba en absoluto de la magia del mezcalito que bajaba a raudales por mi gañote, sino de la oralidad de Piedrahita.

Pero estén tranquilos, gente, que no vengo a contarles con qué detergente Luis Piedrahita lava sus pijamas ni a hablar de los pijamas de franela que la Preysler le compra a Mario Vargas Llosa por estas fechas para hacerle más cómodo el proceso de novelar ni de los míos propios (yo no uso pijama). Hoy ni siquiera vengo a contarles de qué color son los pijamas de la escritora Susana Pons o lo que es lo mismo, Sue Celentano, compiladora de la antología que hoy presento con inmenso placer.

Lo que sí les cuento es que, además de capitanear este navío literario, Sue es la creadora de la comunidad «Relatos Compulsivos» alojada en la plataforma Google+, en el aire desde el año 2016. La comunidad cuenta a día de hoy con quinientos cuatro autores en plantilla de los cuales veintidós se han sumado al proyecto que consta de sesenta y seis relatos que harán las delicias de lo amante de lo breve, elaborados por autores de diversas nacionalidades: argentina, cubana, española, uruguaya y peruana, que nos muestran su arte de contar historias a fuego lento en la trastienda de la comunidad, con los mejores ingredientes.

Les doy mi palabra que los veintidós llevaban sus pijamas mientras escribían los relatos recogidos en esta maravillosa edición titulada: «66 relatos compulsivos», escritos para participar en los distintos retos que Sue Celentano plantea quincenalmente a sus comuneros.

Sé que ahora mismo están ansiosos porque yo desembuche si Sue lleva pijama de franela o de seda, escafandra o batín mientras teclea en su ordenador sus victorianos cuentos, pero solo existe una persona capaz de responder a esa pregunta: Raúl Ríos, esposo de Sue, impulsor del proyecto y culpable número uno de que este libro ahora esté en vuestras manos.

Estoy seguro que a Perrault le hubiera encantado difundir por donde hiciera falta y a como diera lugar esta antología, por aquello de que todo escritor fue en sus comienzos anónimo. Perrault no está, de modo que nos toca a nosotros, los lectores, completar el trabajo que han comenzado estos fantásticos veintidóa autores y sus mecenas.

¡Buena lectura!

Del prólogo del libro, por John Madison 



El relato "Estatuas de sal" aparece en la página 199.  
El cuento "Ella vino a pensar esta noche" publicado en la página 201 pertenece al libro Escarcha.
En la página 205 aparece el cuento que da el nombre y pertenece al libro Cielo rojo .

Sin alas



De chico me gustaba jugar con el aire.

Aprendí a hacerlo en la copa del fresno, el fresno solitario que está en el fondo del terreno, contra el alambrado, cerca de la orilla del río. Luego de la muerte de mi padre, al inicio de la primavera lo plantamos de retoño, con mi madre. Ella supo afrontar los gastos de la casa a pesar del desconsuelo. Se levantaba muy temprano a trabajar la tierra. Por la tarde vendía los huevos de las gallinas ponedoras y las verduras cosechadas en la huerta. Se los vendía a Mario, el patrón de la Surubí. El muchacho, los miércoles, estacionaba la lancha en el muelle de la isla con las provisiones destinadas a ofertar a los vecinos: alimentos envasados, pan, frutas, quesos, semillas, carbón… Hasta diarios traía.

Un día, a mi madre le sobraron unos pesos y compró el fresno. Mario le alcanzó —apoyando el codo en la borda— un recipiente cilíndrico de cinco litros manchado con brea, que hacía las veces de maceta. Dentro de él, embutido en la tierra negra, sobresalía —esbelto y desprovisto de brotes— el tallo delgado del arbolito. No medía más de un metro, con lata y todo.

Cuatro años después yo ya había cumplido los once y la copa ovalada del fresno era enorme. La sombra abarcaba la mitad del techo del gallinero y el tejado completo del galponcito: aquella construcción precaria, sin puerta, en la cual mi padre conservaba herramientas, artículos de navegación y de pesca. Con algunas sogas de amarre y un par de tablas de cedro construí una especie de asiento y lo anclé contra la horqueta robusta en la parte alta del árbol. Tan alto estaba que desde allí podía ver los penachos de las palmeras pindó arrinconadas en la costa del arroyo Anguilas. Además, durante el otoño, caían las hojas caducas y la fronda se volvía flaca y se llegaba a divisar la curva amplia de la desembocadura, donde el flujo tranquilo desaparecía en la correntada rápida, que bajaba precipitada entre las márgenes del San Antonio. 

Una mañana discutí con mi madre por tonterías: no quise escuchar su reprimenda acerca de no recuerdo qué cosa. Sin dejar a que ella terminara, salí enojado de la casa hacia mi refugio, en las ramas altas del fresno. Ahí arriba, en medio del susurro del follaje, se me pasó la rabieta.

Luego de un rato de permanecer en la cima del árbol, mi ánimo cambió. La brisa se levantó de improviso por el cuero chato del torrente del Anguilas y removió la vegetación del bosque. Su arrebato sacudió las hojas contra mi cara y me hizo cerrar los ojos. De repente me sentí dichoso y abrí los brazos para recibir el empujón del viento. Por un momento perdí el equilibrio y, por temor a caerme, extendí los dedos. Me dejé llevar, como si los humedales del Delta me hubiesen puesto alas de calandria. Ascendí apoyado en la ventolina cálida del crepúsculo. Experimenté la ingravidez de la maravillosa sensación de volar. Volar en espiral hacia lo alto, cada vez más arriba. Sobrepasé la altura de todas las nubes y recién ahí me detuve, en el espacio liviano del cielo. 

Así permanecí suspendido en una duración que no supe calcular, fascinado en la contemplación del lomo de la luna llena, asomando apenas su palidez, apoyada en el horizonte del agua.

Miré por allí y por allá. 

Por encima percibí la calma del abismo azul del universo.

Por debajo contemplé azorado mi mundo redondo flotando en la inmensidad del vacío.

El movimiento cesó. El tiempo se detuvo.

Había alcanzado la posada de la eternidad.

Era un yermo rodeado de silencio. Un silencio infinito.

Sumido en la meditación sobre lo absoluto agité mis extremidades. Con sorpresa advertí cómo su inesperado desplazamiento me quitaba del estado de reposo. Decidí, entonces, regresar a las capas inferiores de la atmósfera pálida de mi planeta.

Antes del anochecer volé en círculos alrededor de las islas buscando los trazos irregulares del abra rectangular de la barranca. Inicié el descenso con mayor precisión y vi la mancha verde del follaje del fresno. En la lenta bajada, los tenues rayos del sol me mostraban los detalles de las siluetas: el techo de canalones galvanizados de la cabaña, los surcos paralelos de la huerta, el gallinero, el pequeño muelle de tablas de lapacho y el bote de pesca cabeceando, amarrado del bolardo amurado al pilote, al costado de la escalera hundida en el cauce.

Cuando estuve cerca de las puntas de los eucaliptus alcancé a divisar la desmelenada guarida de un benteveo. Reparé al fin en el profundo cansancio acumulado en mi peripecia a lo largo del viaje. Poco a poco me acerqué. Mientras agitaba los brazos con cuidado para mantenerme suspendido en el espacio, como los pájaros, observé la entrada con detenimiento. 

El nido estaba vacío. 

Ya encima de él, me dejé caer. 

Al rato, protegido por el tejido de ramitas, al calor del cobijo agradable del hueco, me quité las motas cenicientas del polvo de estrellas adherido a la ropa. 

Luego me quedé profundamente dormido.

No sé cuánto tiempo pasó. 

Desperté sobresaltado. El graznido de un carau oculto en la misteriosa hojarasca del monte se desvanecía en la semioscuridad de los ecos.

Aún la claridad no se había hundido en el oeste del cielo. Un resto de lumbre daba contorno a la cabellera del bosque de encinas. Por allí todavía flotaba el resabio de colores de la espesura. 

Primero saqué la cabeza del nido, después el cuerpo entero y por último miré hacia abajo. Estimé la dimensión de la altura a la cual me encontraba del suelo y no me animé a saltar. Entonces, me colgué de una horqueta cercana y comencé el descenso. Abracé al tronco con fuerza y apreté las piernas para no romperme las zapatillas en el roce con la corteza. No bien estuve en el piso me sacudí los pantalones y me alejé a la carrera orientándome entre las sombras de un sendero conocido. Llegué rápido al fondo del terreno de mi casa. Entré por la puerta trasera y, sin saludar, atravesé el comedor, corrí la cortina de mi pieza y me acosté vestido en el catre. 

Al día siguiente, durante el desayuno, mi madre no me regañó por no haber compartido la cena con ella. Recuerdo su mirada inquieta y callada, esa mirada colmada de sospecha, sugerente, amenazante y tierna. Ella, supongo, se habría preguntado qué había estado haciendo yo, en todas esas horas de ausencia, subido a mi albergue en la cima del fresno.

Con los años advertí que no solo conmigo jugaba el aire. Lo supe de tanto navegar por los riachuelos del Delta. 

En los inviernos crudos el viento rasante desprendía collares de vidrio de las crestas de las olas. Fabricaba rápidas coreografías con las gotas de agua, en especial en los choques de las corrientes fluviales, donde llegaban los arroyos a engrosar el furioso avance del Paraná de las Palmas. 

En las auroras de los veranos los empujoncitos de la brisa tornasolaban brumas en la manta desnuda del río; hacían vibrar espejos de estaño en las hojas de los álamos; armaban remolinos —menos prodigiosos— para desorientar el rumbo de las aletas traslúcidas de los pejerreyes.

Que yo recuerde, nunca abandoné las ganas de jugar con el aire, ni aun en los momentos de dolor de la semana pasada. La peste esperada llegó por fin a estas islas, tan alejadas de la ciudad. Y esta peste se metió en nuestro hogar y se apoderó brutalmente de mi madre. Un mediodía, la embarcación sanitaria, con un grupo de enfermeros, vino por ella. Se la llevaron con fiebre, casi sin respiración, hasta el hospital de Tigre, y por la tarde, el médico me dio la terrible noticia. Esa misma y maldita peste puso en el cielo al ser más entrañable que vivió conmigo y no me dejaron ver por última vez su cuerpo. 

Ahora estoy sentado, solitario, contemplando distraído el discurrir de la corriente, pensando en la actitud severa —pero tierna— con la cual ella me miró en aquel desayuno de mi niñez, cuando yo apenas tenía once años. 

No sé por qué revivo este episodio. Ya estoy grande. Mi edad no me permite subir a lo alto del fresno del fondo de la casa: mi refugio de avivar sueños y aliviar dolores. Mi sangre no fluye con la adecuada eficacia por las arterias de mi anatomía y la tonicidad de mis músculos ha disminuido. Me costaría agitar con vigor los brazos y volar hacia el lugar de la eternidad, allí arriba, donde el movimiento de los astros aparentemente cesa. ¿Tiene sentido, entonces, permanecer fondeado aquí como un velero carcomido por el salitre? ¿No será mejor dejar a la deriva del río estos restos inservibles —casco, aparejos y arboladuras— en los que me he convertido?

Mañana, miércoles, me arrimaré a la lancha de Mario: voy a comprar un mechero y algo de combustible. Mi padre conservó en el galponcito la antigua vela del bote. Con ella fabricaré un globo aerostático de suficiente tamaño para sustentar mi peso. Con él no necesitaré la ayuda del fresno ni de la brisa. Ascenderé al cielo a encontrarme con mi madre. 

Es hora de irme a acostar, debo levantarme temprano. Si comienzo el trabajo al rayar el alba, todo estará listo antes del atardecer, e iniciaré el viaje por las transparentes pertenencias del viento.

Mi padre era soñador y buen navegante: excelente marino y arriesgado aeronauta. Quizás haya enamorado a mi madre debido a la contagiosa necesidad de realizar sus fantasías descabelladas. Tal vez yo lleve en mis genes las dos cosas: los sueños magníficos y la felicidad de jugar con el aire. 

Qué tontería.

Se me debe notar demasiado esa herencia… ahora… cuando tan hondo me cala la pena.


Este cuento, publicado en las revistas literarias "Nagari" (EE.UU., Miami, mensual, junio-2022), "Babab" (ESPAÑA, semestral, febr. 2021)  y "El Narratorio" (ARGENTINA, Buenos Aires, mensual, Nro. 59, pag 14) pertenece al libro La rotación de las cosas.

Trenes



Bajo un mismo paraguas temático, EL NARRATORIO EDICIONES ha realizado una cuidada selección de los relatos enviados al concurso abierto a tal fin en 2019 y, con ellos, ha compilado su primera antología en papel.

Esta selección cuyo nombre es Trenes, sin duda se ha visto enriquecida por los distintos matices de la literatura hispanoamericana lo cual potencia la calidad del todo con su diversidad de voces narrativas. 

Sobria, sin prólogo, esta publicación permite que cada uno de los veinte cuentos que la conforman hable por sí solo y siembra en el lector la necesidad de indagar acerca del recorrido literario de los autores. 


En la página 23 aparece el cuento "El gofio" que pertenece al libro La rotación de las cosas.