Una hoja sobre el piso




Hacia el frente veo un paisaje azul. Se trata de u
n desorden de olas breves que apenas espuman sus grises en la orilla esmeralda de la laguna. No hay árboles. Giro hacia mis espaldas y todo se reduce a un desierto que finaliza en un horizonte rojo. 

Por encima de las nubes, dentro de una línea gruesa de oscuridad infinita, mi fe percibe otra tierra sin límites. Todavía no sé adónde empieza ese territorio ni dónde termina, no sé si es cielo o infierno. No sé si por aquí habitan ángeles o espíritus ni si son ellos quienes andan desesperados entre las llamas. Por ahora solo atinan a agitar delicadamente el interior de mi silencio y mi soledad, como ese tipo de perspectivas serias que la vida no me permitía eludir cuando estaba vivo.

Antes de atravesar el límite, en ese instante fatal en el cual me sorprendió la muerte, atrapé una foto tuya en mi puño y la traje conmigo, aunque acá de poco sirve. Podría devolverla arrojándola. Quizás la recibas de súbito dentro de tu pupila o se pose encima de las arterias de tu corazón. No sé si vale la pena correr el riesgo de enviarte una señal tan extraña.

El dolor ha cesado y el movimiento de los recuerdos es incesante. Tal vez no lo creas pero es sencillo meditar en el páramo en el cual me encuentro. Nada más mirar aquella estrella solitaria hundida en el azul negro y la rutina se esfuma y se olvidan los sucesos cotidianos. Sin embargo, desde acá aún es fácil la contemplación del mundo de los mortales, incluso en sus detalles menores: el dibujo delicado de tus labios bajo la luz de la lámpara; el contorno ajustado de la blusa negra sobre tu espalda al descubierto.
 
Quizás a vos te pasaría lo mismo si estuvieras acá. No es necesario que traigas los enormes tomos incunables de la preceptiva literaria sino las voces intangibles de la literatura simple e infantil. Nadie asegura que a este sitio lleguen las cosas materiales. De proponértelo podrías recordar la voz de almíbar de tu abuela leyéndote tus libros de cuentos, antes de dormir, cuando eras niña.

Sentada en la silla podrás ver mi cuerpo entero, acostado en esa rústica cama de hospital esperando el desenlace, pero, sin embargo, mi alma ya no está allí con vos. 

No dudes del sonido que escuchaste. Desde aquí arriba te acabo de enviar un susurro, una señal de aviso, algo similar al ruido de una hoja al caer sobre el piso de la sala de paredes blancas, cerca de la silla en la cual estás sentada. No mires así, con temor. He sido yo. Si te acercás un poco más podrás comprobar que ya no respiro. Por favor, no deseo tu tristeza. Por sobre todas las cosas, no le des paso a la lágrima.



Este relato fue publicado en la revista literaria Vestigium (MEDIUM, dic. 2019).