Una línea muy delgada



Lucas, el psiquiatra, me dijo que mi trastorno obsesivo compulsivo no tiene ninguna característica que se pueda asociar a la tanatofilia —me encanta coleccionar mis traumas en forma de palabras—, que no tengo tendencia al suicidio. Se lo pregunté sin hacer demasiado hincapié en el tema. No se dio cuenta que estoy preocupado debido a lo que está pasando con el plan de Lucrecia Hoffman.
 
Ayer estuve en la redacción, fui a entregar el artículo de interés para el suplemento Ciencia que me habían pedido, y de paso quise escuchar las últimas novedades que había en Policiales. Con el último ya sumaban tres los cadáveres que había encontrado la policía. El fiscal no tenía pistas claras, lo que sí había eran coincidencias. Los tres masculinos jóvenes, los tres circuncidados, los tres parcialmente comidos por las ratas, casualmente los órganos sexuales estaban intactos.

Lucrecia es de familia alemana, y al igual que yo ya no tiene parientes vivos. Tampoco tiene amigos alemanes en el país ni en el exterior. Siempre quiso actuar sola y no tener conexión con ningún alemán ni con ningún judío, yo le servía porque tampoco tengo familiares de esa comunidad.
 
Me había pedido datos antes de empezar con el plan y el gordo me los dio servidos en bandeja. Fue hace un poco más de tres semanas. Era lunes por la tarde. Yo estaba fumando en la cama, pensando donde conseguir información acerca del mito sobre la pérdida de sensibilidad con la circuncisión, para el artículo que tenía que entregar a la revista. Las referencias me iban a servir para ambas cosas, para ella y para la nota de la revista. Cité a Matías en un bar de la avenida para tomar un café.

—Gordo decime, vos sos judío ¿no? —y ni bien terminé de decirle esto se le borró la sonrisa de la cara. Me miró fijo.

—¿Qué me estás preguntando? —dijo ni bien se compuso.

—Oíme, no te enojés —le dije parándolo en seco—, necesito hacerte una consulta.

—Si se trata de religión conseguite un rabino.

—Cuando eras chico —empecé— a vos ¿te hicieron la circuncisión?

El gordo se quedó medio chato. No sabía si la cosa iba en serio o en broma, pero al fin se dio cuenta que yo estaba interesado en serio, le dije que tenía que escribir sobre eso y se fue calmando. Le fui sacando toda la información que pude, terminamos hablando de alguna pavada más y nos despedimos. A él se la habían hecho a los cinco años con anestesia general.

Yo tenía que hacer un artículo de interés sobre el tema, y eso me servía, pero además le pude sacar un dato esencial que necesitaba Lucrecia. 

Al día siguiente fui a verla a la casa, se lo comenté, ella no quedó conforme pero ya había tomado la decisión. Tres semanas después empezaron a aparecer los cadáveres. Combinábamos las direcciones donde los iba a dejar el miserable de Gordon y un par de días antes yo alimentaba las ratas de esos lugares para que hicieran la parte final de la tarea. Sencillo.

Los diarios hablan de un asesino serial, la policía y el fiscal está un poco desconcertados, pero siguen trabajando en el caso. El tipo no mata a cualquiera, sus víctimas son varones, la única característica en las que coinciden es que todas están circuncidadas, pero lo más extraño es que no todas son judías. Parece que el tipo es cirujano y al que secuestra, si no está circuncidado, él se ocupa de operarlo, después los mata. Todavía están empezando los peritajes, esta investigación recién empieza y no se sabe cuál es el móvil que lleva al tipo a hacer esto.

El otro día fui al departamento de Lucrecia y discutimos fuerte, en realidad el que gritaba era yo, ella estaba tranquila. Le dije que parara con todo esto, que la iban a encontrar tarde o temprano, que hiciera desaparecer su celular, que lo incinerara, que lo tirara al Riachuelo. Yo necesitaba que se deshiciera de él, estaba contaminado con mi número de teléfono. Me irrita de por sí todo lo que se contamine, pero en este caso estaba mi vida de por medio. Yo estaba alterado, más que de costumbre, porque sabía que si la agarraban a ella también podía caer yo.

Por eso estoy fóbico, hoy fui a comprar una pistola y dos cajas de municiones. La tengo acá en la mesita de luz. Está cargada. Hace dos días que no salgo, me lo paso yendo de la sala al dormitorio. Después que fui a la armería pasé a comprar un pack de botellas de whisky por el supermercado chino que está a la vuelta. No hago más que vaciar botella tras botella.
 
Estoy ansioso, eso me juega en contra, me lo paso encendiendo y apagando la televisión. La tengo en volumen cero para que no me taladre la cabeza. Solo sintonizo los noticieros. También los atados de cigarrillos se vacían más rápido. Cada vez me quemo más los brazos con la punta de los puchos, ahora empecé por el costado del pecho. Tengo miedo. Consumo más dosis de sedantes que de costumbre. Por suerte no aparecen ya más cadáveres.

Lucrecia es una mina cruel, la trataron muy mal de chica. Siempre vivió en esa casa antigua que está en el borde Palermo. La casa la construyó el padre, “el alemán” le decían en el barrio, un tipo oscuro. Era médico y se había especializado en embalsamar gente, algo que no lo hace cualquiera, tenía el “taller” en su casa. Ella fue su única hija y el padre la hacía presenciar todo, el tipo tenía la convicción de que contaba con el poder de vencer a la muerte, estaba loco, sus trabajos eran cada vez más perfectos. Un día lo encontraron colgado del cuello, pendiente de una soga que había atado a una viga del artesonado del techo. 

El padre, además, le inculcó a ella el odio hacia los judíos, le metió el odio en la sangre. Y para colmo, la madre la torturó psicológicamente, le decía que estaba maldita, que ella no había querido engendrarla, le decía esas cosas todo el tiempo. Lucrecia se hizo adulta con esa hiel en su interior, y eso gestó en su cabeza, una especie de revancha hacia su madre, un síntoma que se organizó hace poco en su mente macabra: la necesidad imperiosa de tener una hija. Se puso de novia, tenían relaciones, pero él no podía tener orgasmos. 

A partir del momento, en que se enteró de que yo estaba preparando el artículo, sobre el mito de la circuncisión para el suplemento, se empezó a interesar por el asunto, me empezó a hacer preguntas. Fue cuando me pidió ese dato tan importante. Ella había estado investigando sobre los últimos estudios científicos, había opiniones contradictorias. El gordo me había dicho que nunca había tenido problemas con la sensibilidad, yo le dije que era parte del mito, que no era una verdad confirmada. Pero ella estaba tan desesperada que cualquier información le interesaba. 

El novio tenía fimosis, hacer el amor con Lucrecia era una tortura para él. Al principio la perversidad la ganó, disfrutaba con su padecimiento. Después, empezó su obstinación por quedar embarazada, lo convenció para operarlo. Le dijo que se le acabaría el dolor y podría eyacular sin dificultad. Pero no tuvieron el resultado esperado, el seguía sin tener orgasmos. Llegaron las peleas hasta que la situación se hizo insostenible y pasó lo peor. Después siguieron las otras dos muertes, el odio y su crueldad ya eran incontenibles, se le habían desatado esos viejos nudos, estaba desquiciada. De esto último me estoy enterando ahora, cuando miro la televisión.

Ahora, que son las diez de la noche, he subido el volumen, no puedo creer lo que estoy viendo. Hay móviles de la policía enfrente de la casa de Lucrecia. La encontraron muerta. Se llevaron detenido al homicida. Es el hermano de uno de los chicos asesinados, del único que no era judío, el primero de todos. Con el que ella había estado de novia hasta hace poco tiempo.

El hermano de la víctima la mató de varias puñaladas después de una violenta pelea y luego le serruchó el cráneo, precisamente por donde ella se dibujaba la línea delgada del maquillaje.


Este cuento pertenece al libro Lucrecia.