Lucrecia


I

La noche estaba fría y callada cuando salí a la cortada Medrano, donde vivo. La luna redonda, grandota, un globo de leche pegado a la alfombra azul del fondo del cielo, flotaba por encima de mi cabeza. Levanté la vista hacia el espacio oscuro. Las estrellas cristalinas estaban duras. En motas friolentas se ahogaban en silencio, congeladas, moribundas. Gotas de hielo, esquirlas. 

Me había puesto un jean gastado y una camisa oscura. No había gente en la calle. La más parecido a una persona con lo que me crucé fue una sombra furtiva que llevaba puesto un abrigo de cuello alto. La vi de lejos. Atravesó la esquina a paso rápido y con la cabeza gacha, queriendo esquivar así, encorvada, la brisa de hielo que corría por las cornisas. Media hora después yo estaba tocando timbre en la casa de Lucrecia. Fue la primera vez que tuve sexo con ella.


II

No bien estuvimos dentro me llevó al dormitorio tomándome de la mano, como quien le enseña el camino a un desconocido. Se quitó rápido la ropa, se le notaban las ganas en los trazos de las mejillas. Cuando se arrodilló en el colchón, con la cara contra la almohada, me pareció percibir en su cuerpo de mujer, totalmente desnudo, el singular magnetismo de la lascivia. Apagué las luces de la araña de caireles y encendí el velador de la mesa de noche. Pero como a pesar de la penumbra persistía un resplandor, un haz tenue, colándose desde el pasillo por el hueco de la puerta abierta, la cerré. Prefiero hacerlo en la oscuridad, sin hablar. Me incomoda mirarla a los ojos cuando me acuesto con ella.
 
No fue necesario explicárselo a Lucrecia ya que me conoce y lo entiende. Es un comportamiento raro, lo sé. No es vergüenza. Mi vínculo afectivo con ella es escaso, casi nulo. Me incomoda compartir este momento de intimidad con ella, la luz parece encandilarme y mi tendencia a esconderme se incrementa. Prefiero que cada uno se entregue a saciar su propio deseo por separado. No podría llegar al éxtasis si ella estuviese pendiente de mí. Necesito que Lucrecia no me observe cuando caigo bajo la presión de mis emociones primarias. Por eso ella debe de estar de espaldas para que yo quede liberado para poder dar rienda suelta a mis sentimientos animales, primitivos. Lucas dice que se trata de defensas elementales, barreras que impongo para protegerme.

No soy una persona fácil de dominar, sin embargo, ella fue quien articuló todos mis movimientos con la pericia natural propia de los animales. Desde el principio me condujo como si yo fuese un tronco desorientado en la corriente de un arroyo. 


III

Se aferró a las sábanas como una gata en celo, se contoneaba ante mis embestidas, que lejos de ser brutales, no la terminaban de satisfacer. Era insaciable su necesidad de ser sometida, sus gemidos de placer se enredaban con sus gritos de dolor. Ella subía y bajaba de la cima de su abandono, y seguía naufragando en esas oleadas, era una cáscara de nuez en el mar agitado de su inconciencia. Su voz aniñada pedía más, me rogaba horadar más profundo aumentando su tortura, porque en apariencia —eso lo pensé después— era el martirio lo que le potenciaba el placer.

Yo también logré desatar en esa cama todos mis instintos primitivos, nunca lo había podido experimentar hasta esa noche con otra mujer. Había algo en ella que lograba meterse dentro de mis sentimientos, por decirlo de alguna manera. Me agitaba viendo las ondas de su espalda en un movimiento rítmico. Yo también estaba perdido, las sensaciones no me dejaban pensar, tocaba su carne, me hamacaba con ímpetu, la escuchaba gritar cosas ordinarias y me enceguecía más. En la furia ya desatada me ordenó sodomizarla, pero quería conservarme bajo su dominio, ella misma con sus manos me condujo camino a lo profundo, se desgarraba en gritos, furiosa, pedía más y más, enloquecida, inmersa en esa mezcla de gozo y sufrimiento. Yo estaba a punto de llegar al límite y se dio cuenta de inmediato.

Entonces se apuró a pedirme que por favor volviera a hincarme en el hambre de su vulva, sin cambiar de posición, exigiendo, sufriendo, gritando, gimiendo, y así fueron llegando los últimos estertores. Me fui derramando dentro sin dejar de detener mis embestidas, mientras ella entraba en las últimas convulsiones de su orgasmo.

Yo ya había tenido el mío y estaba extenuado al costado de la cama, agitado todavía, mirando extasiado los movimientos ondulantes de su pelvis. Su cabeza desmelenada se movía de un lado a otro, los dedos todavía arañaban la almohada, de a poco, los gritos se iban convirtiendo en gemidos. Eran las estribaciones de la tormenta que precedían la calma. 


IV

Me toqué la piel. Casi no había transpirado a pesar de la energía gastada y la excesiva temperatura del ambiente de la casa, porque Lucrecia es friolenta, y en invierno pone la calefacción al máximo. Mi baja percepción del dolor viene acompañada de una sudoración pobre, es otra de las singularidades que tiene mi trastorno. 

Lucrecia seguía soltando expresiones sucias, groseras, todavía boca abajo sobre el colchón. Yo me levanté despacio y me fui a dar una ducha; después de haber tenido sexo me hubiese sentido muy molesto si no me lavaba. No puedo reprimir el asco de mantener sobre la piel las manchas de los fluidos corporales secos. No lo puedo evitar.

Sobre el bidet del baño encontré tres bombachas usadas, seguro que Lucrecia las había dejado a propósito, no sería extraño que las hubiese puesto ahí para tentarme, para que yo me llevase alguna. Acerqué una de ellas a mi nariz y aspiré. Fue algo automático. Sentí el mismo olor que en el dormitorio, el único olor que no solo tolero con facilidad, sino que hasta me causa cierto deleite. Aunque me cuesta percibir por medio del olfato, ese olor agrio, aunque leve, me llevó a revivir el placer. Lucrecia conoce esta debilidad singular que tengo, a la cual ella recurre cuando le conviene, para atraerme sexualmente. Sé que quiere un hijo. Jamás me lo mencionó, pero yo estoy seguro, conozco sus motivos.

Cuando regresé a la sala, después de vestirme, me senté en el sillón grande, en el mismo lugar de siempre. Había un vaso lleno de whisky sobre la mesa ratona. Ella se había puesto la bata rosa y estaba cruzada de piernas cepillándose el pelo.
 
—Te serví uno doble —dijo clavándome la mirada.

Miré el vaso como si estuviese observando mi propia alma. Ya había tomado tres, este sería el cuarto trago del día. Tuve un chispazo de duda, muy fugaz, algo me había tocado un nervio sensible. Sin embargo, cedí: «Uno más —me dije—, no va a ser un gran exceso».

Lucrecia tiene la piel blanca, es bonita, de cara alargada, ojos celestes y pestañas muy largas. Siempre tiene pintados los labios de un color marrón oscuro. Es rubia, de pelo casi blanco, y se lo corta en forma de melena como si quisiese aparentar ser un muchacho. Últimamente se lo ha teñido con mechones de color verde. Esa combinación le da un aire perverso. 

Pero aquí me quiero detener en un detalle que para mí no es menor. Lo de la perversidad, digo. Lo he notado en varias ocasiones: con el lápiz oscuro, con el delineador, se dibuja una raya horizontal continuando el extremo de la ceja hasta que se funde entre sus cabellos, pero de un solo lado de la cara; parece una tontería, pero, a mí, esas cosas me perturban un poco. Asocio la asimetría con la necesidad de desarmar un orden. Además, estoy seguro, ella quiere simular un tajo, una línea delgada como hecha con un bisturí, demostrando que es capaz de hacer daño y al mismo tiempo provocando, como si quisiera que, exactamente por ahí, le rebanen la cabeza.

Dejé de lado esos pensamientos y terminé el trago. Ella se enroscó el pelo y le hizo un nudo utilizando ambas manos. Lo ajustó con una hebilla y me dijo:

—Hoy te portaste muy bien… Todavía siento tu tibieza adentro. ¿Sabés?

—Tendrías que ir a darte una ducha.

—Después voy.

—Oíme, Lucrecia. 

—Qué.

—¿Seguís tomando las pastillas?

—Ese es problema mío.

—Contestáme, por favor.

—La que da las órdenes soy yo —dijo ella con voz suave, con calma.

—Te hice una pregunta. 

—No parece.

—No quiero quilombos, Lucrecia.

—¿Tenés miedito?

—Ni un chico, ni un aborto, Lucrecia, por favor.

—Hablemos de otra cosa.

Me contó en líneas generales el plan que tenía en mente. Estaba entusiasmada, al fin había logrado cerrar el único cabo suelto. Había conseguido a un pordiosero, un tal Gordon, a quien pagaba unos pesos a cambio de matar a los gatos del Jardín Botánico y llevarlos al terreno lindero del edificio donde vivo. La gente del barrio, todavía sigue alarmada: prácticamente quedaron exterminados todos esos pequeños mamíferos del parque.

Yo formaba parte de su proyecto. Luego de escucharla, me enganché con la idea porque odio a los gatos, me repugnan, jamás tendría uno en mi departamento, dejan pelos por todos lados. Ayer salí a la vereda rumbo a la redacción. La vecina traía un gatito en sus brazos, pasé a su lado y lo miré distraído. Tenía plumas en la boca, la mujer me miró sonriendo y me dijo que se había comido un pájaro. No le contesté. Me apuré, necesitaba caminar más ligero.


V

A Lucrecia la conocí en la Facultad de Medicina, siempre tuvimos conversaciones esporádicas, nos llevábamos bien, no era de esas estudiantes presuntuosas, jamás hacía preguntas estúpidas. Ahora es cirujana, hace cuatro meses nos encontramos después de años de no vernos, y fue surgiendo el asunto de los gatos. 

Cuando esa noche salí de su casa, regresé al departamento caminando por las calles silenciosas de Palermo, cavilando, despacio. Los faroles derramaban una niebla color crema, un halito pastoso iluminaba las hojas caídas de los plátanos confundiendo los colores. En lo alto, por encima de los focos, las copas de los árboles permanecían quietas en la sombra pero la brisa helada les hacía mover los brazos con desesperación, como almas perdidas en el infierno pidiendo ser rescatadas de los horrores de la oscuridad. 

Era el estado ideal para concentrarme en lo que había pasado esa noche ¿Por qué me había «perdido» en la lujuria de Lucrecia? Cuando llegase, me serviría otra copa, la última por hoy, y me tiraría en la cama a pensar en esto. Al abrigo de mi dormitorio estaría más seguro, podría clarificar mejor las cosas. Doblé por la cortada y subí por las escaleras del edificio, no quise hacer mucho ruido, sino después tendría que bancarme las quejas de los vecinos. Odio discutir con la gente. 


VI

Me puse cómodo y me tiré a fumar de espaldas con el vaso de whisky sobre la mesita de noche. Apagué la luz. Había tomado mucho, mi cuerpo parecía suspendido en el aire, las sienes me latían y la cabeza se hundía irremediablemente, como si no tuviese apoyo. Tuve miedo y encendí el velador, el cenicero no estaba en su lugar, miré hacia adelante y lo vi en la biblioteca. 

Me incorporé, y cuando salí de la cama me caí de la borrachera que tenía. No me dolió el golpe, la brasa del cigarrillo quedó bajo mi mano lastimando la piel y se apagó, en ese momento no sentí nada, después me di cuenta de la quemadura. Para hacerme del cenicero me arrastré por el piso y luego me acosté nuevamente. Apagué y encendí la luz varias veces no sé por qué. La obsesión y la compulsión afloraban, el trastorno jamás me abandona. Al final apreté el pulsador y el foquito se apagó.

Disipadas las volutas de humo, pensé en lo ocurrido en estas semanas antes de dormirme. Me subió una congoja a la garganta y me dieron ganas de llorar, ganas irrefrenables, me temblaba la mano derecha, hipaba, estuve así un rato hasta que me calmé, había bebido de más y los nervios me estaban pasando factura.

En todo caso, pensé, la aversión por los felinos es algo sin mucha importancia, a mí me seducen las ratas. Me gusta verlas comer, siento atracción al contemplarlas, me regodeo con beneplácito en verlas completar la tarea de la muerte, la desaparición de la carne, la sangre seca, los huesos pelados.

Me atrae la muerte, ese misterio, veo un cadáver y se me disparan un montón de pensamientos, me quedo mirando el cuerpo sin vida, meditando. Tal vez mi grado de morbosidad sea un poco mayor que la del resto de la gente, no sé, algún día, tal vez, lo hable con Lucas. Para Lucrecia, lo del Jardín Botánico fue una prueba, ahora viene la parte más ambiciosa del plan.


Este cuento pertenece al libro Lucrecia.