La semilla mágica



Ella estaba radiante aquella mañana, con la felicidad bañándole la piel, iluminada de plenitud, esplendente de soles, sobresaltada, ansiosa por compartir la dicha que traía consigo. 

No bien estuvo frente a mí se puso en puntas de pie y me habló al oído como develando un secreto. La noticia no pudo esperar y se le cayó de los labios de un tirón. Me dijo que íbamos a tener un bebé. 

Entonces, en aquel instante preciso, debo haber mostrado una reacción inesperada. La sorpresa me impidió el movimiento muscular y me soldó todas las vértebras de la columna. El aire no entraba ni salía de mis pulmones.

Mi silencio duró un tiempo demasiado prolongado. Una eternidad, se diría.

—¿Qué te pasa? —preguntó.

La miré sin decir nada. Yo todavía era muy joven y no conocía aún el peligro de quedar callado ante una mujer tan impetuosa como ella, ante tamaña pregunta. 

Y se fastidió. 

Apretó la mandíbula y me dio vuelta la cara de una cachetada. Y tuvo razón. Aunque para mí fue algo inesperado, me lo merecía. Aun así, no reaccioné, y la demora fue peor, debería haber intentado siquiera un balbuceo, pero no pude articular ninguna frase, no fui cariñoso cuando ella más lo necesitaba. 
Y se sintió profundamente herida. 

Sus dedos habían marcado mi mejilla y no bien lo advirtió se llevó las manos al rostro, tapándose la boca. 

Quizás ella había alcanzado un límite, o la desmesura distante entre la alegría y la ofensa, o el impulso de la necesidad de un desagravio. La semilla mágica cobijada en el interior de su útero era demasiado nuestra y mi actitud controvertida la alteró. 

No me lo dijo, pero quizás en mi rostro serio habrá visto cobardía en lugar del susto tremendo en medio del cual me encontraba.

En ese momento no comprendí el tamaño emocional de la novedad. Aturdido, no atinaba a desatar el nudo de mi estómago, el aliento no me ayudaba y seguramente estaba pálido. 

Por las dudas la abracé. Yo conocía su carácter y ella seguro habrá adivinado el tamaño de mi miedo porque pasó un brazo por mi cintura y recostó su cabeza contra mi hombro. 

Con la mano libre se tocó la panza. 

Aunque en ese momento no pude ver sus ojos, imaginé que en su mirada se formaba un sueño de futuro para quien deberíamos elegir un nombre. 

Y la apreté más fuerte. 

Y ella también.



Este relato, publicado en la revista literaria "Vestigium" (MEDIUM, jul. 2019) pertenece al libro Fotos viejas.

Un tango en la noche de San Telmo



La ternura luminosa de los focos bajaba sobre el escenario. 

Ella era un hueco de soledad muda con una caricia de cabellos oscuros sobre el rostro serio. Y también la temeridad de un dulce presagio mientras entraban los primeros acordes de la orquesta. 

Hasta que su voz, humedecida de tanto tango, comenzó a agitar el aire como imitando al viento. Su magia expresiva de segura soñadora eterna elevó mi corazón a un cielo que no conocía. 

Su canción la abarcó. Era una mujer completa hablando de un amor distinto. 

Y me hizo sentir, en su ademán de despedida, que yo moría en este instante de una vez y para siempre. 

O que bajaba de nuevo a la tierra, que es decir lo mismo, pero de otro modo.



Este relato fue publicado en la revista literaria Vestigium (MEDIUM, jul. 2019).