Sol de otoño



Ayer te vi en un sueño. Yo recién te conocía y te regalaba una corona de estrellas.

Tales sueños me deslumbran con semejantes esplendores y luego, al despertar, me quitan el aire y me dejan desnudo en la mentira. El tiempo te vistió de ausencia y nunca regresaste.

Por eso hoy el sol de otoño está tan lejos. 

A través del vidrio observo su ojo ambarino casi oculto por la grisura de las nubes sobre el fondo celeste del cielo. Es un sol melancólico de mueca tibia que se agota, al borde de las gotas de hielo, en los troncos pelados de los plátanos. 

Y eso agrava mi pesar, María.

Ni qué decir del desamparo de las hojas amarillas suspendidas de los tallos, como murciélagos pajizos, cabeza abajo, que terminan desgajadas por el tironeo de la gravedad.

Caen silenciosamente, cargadas por el peso del agua de la bendita llovizna de toda esta semana. 

Si tuviese lágrimas debajo de los párpados las dejaría deslizar del mismo modo por los surcos secos de mis arrugas. 

Pero a esas lágrimas ya no las tengo, María. 

En cambio, el blando resbalar de la caída de esas hojas caducas lo suplanto con silencio, el silencio de quien apenas soporta la lejanía de tu momento ausente, de quien por eso hunde el alma en el dolor de los desprendimientos otoñales. 

Si donde estás se pueden recoger flores no te olvides de arrojarlas en mis sueños.

Aunque estén marchitas. No te preocupes, es lo de menos. 

Si hay una sola, tampoco importa.

Igual la espero.


Este relato pertenece al libro Fotos viejas.