Cielo Rojo


José está preso desde que se le incendió el rancho. Su vida está confinada entre tres muros y la reja inviolable de una celda. El techo y el piso de cemento clausuran su encierro como un féretro de piedra. Al fondo hay una abertura cuadrada que filtra un prisma de luz entre seis barrotes cruzados, negros y torcidos.

Trata de pensar por qué está aquí y rememora. La pobreza lo fue empujando de a poco a vivir al borde del arroyo, donde no llega la mano de los ángeles. 

Aquella noche de invierno no tenía plata para la garrafa, y el frío dolía tanto que encendió el brasero. Tal vez lo puso demasiado cerca de la cama. María se lo pidió. El carbón encendido empezó a morder la punta de las cobijas, siguió con el ropero, hasta que el aire se puso rojo por encima de las chapas del techo. 

Qué difícil es conciliar el sueño cuando recuerda la sirena de los bomberos, el cuerpo calcinado de su mujer, la pelea de esos hombres, gladiadores combatiendo las lenguas de fuego, luego el derrumbe de la vivienda y todo ardiendo a su alrededor como un infierno de trapos, latas y explosiones. 

Esa fue la última escena que vio antes de perder el sentido. Lo que sigue en su memoria es el traslado esposado hacia la comisaría. 

En el medio hay un hueco que tiembla y a veces aparecen imágenes borrosas, en medio de la confusión, con toda la gente del barrio en la calle, observando el drama. A veces brotan los gritos, como los del gallego parado frente al baldío de al lado, donde se juntan algunas vagabundas a dormir sobre colchones mugrientos y él les dice «mujerzuelas» y les echa la culpa de la tragedia.

En la villa, acorralada entre la vía muerta y el arroyo contaminado, las cosas son así, hasta la luna es triste. Por eso José no quiso que María tuviera hijos. «Es mejor», le decía. El cielo que nombra el cura párroco no es el que está aquí arriba, está en otro lugar que no conocemos.



Este cuento pertenece al libro Cielo rojo.