El traje de luces




En la noche de la Feria del Libro mi expectativa era sencilla, solo aspiraba a sentarme en el stand asignado y deleitar el momento. 

Quería mantenerme abstraído durante ese lapso de apenas una hora, cruzado de piernas, observando el ajetreo en el centro de gravedad de la cultura y el mercado literario. Se trataba de acudir al evento en calidad de autor en vez de lector y me invadía la inquietud, como si se tratase de la espera previa a la cita con una chica bonita, demasiado bonita para mí.
 
Con el ánimo preparado a disfrutar del acontecimiento, casi sin darme cuenta, a poco de permanecer allí, me convertí en actor del mismo, un actor de reparto en todo caso. Yo, un auto publicado, me encontraba rodeado de libros y escritores famosos. Porque, a pesar de estar fuera del alcance de mi vista, también estaban las grandes autoras y autores, esparcidos por todos los vericuetos de la muestra, en conferencias, asistiendo a los refulgentes reportajes de las radios y las televisoras, compartiendo debates en los distintos pabellones. Y eso, no sé si me ponía contento o, quizás me sumía en la melancolía de quien concurre a la fiesta de otro. 

De cualquier modo, me sentía raro transitando esta oportunidad fugaz, pero en medio de toda esa confusión de emociones, sin duda me dejaría atrapar por la intensidad del instante al probarme el traje de luces y, aunque fuese necesario engañarme, me mentiría, urdiría el ardid de copiar la pose de escritor por un rato, a fin de lograr mediante este fraude inocente, el acceso a la sensación percibida por los consagrados. 

En semejantes zonas del pensamiento me hallaba cuando llegó la primer persona y se detuvo delante de mí. Y, de repente, ya estaba firmando ejemplares y debí esforzarme y prestar atención a las preguntas de quienes se acercaban, mientras pensaba, con rapidez, en lucirme en las dedicatorias sin cometer errores de sintaxis, tratando de disimular que la mano me temblaba y las letras me salían un tanto torcidas.