El sonido de la tristeza




Mañana me tengo que morir

Esta fue la última frase que Andrés dejó escrita, así, sin punto final. Fue en ese momento que oyó una melodía de amplia tesitura, lejana, flotando en la noche. Le costó distinguirla entre los suaves murmullos que llegaban desde la calle, a esta hora, pasados unos minutos de las doce. 

Llevaba mucho tiempo tecleando mientras la inquietud se le evaporaba en la habitación. Necesitaba volcar en el papel el estado de ánimo en que se encontraba, la tristeza que le embargaba el alma. La noticia de hoy le había partido el corazón en mil pedazos y no se podía recomponer.

Escribía en una Remington sobre papel. Lo ayudaba un poco escuchar el golpeteo de las letras cuando apretaba las teclas; la secuencia de los pequeños impactos le iba marcando el ritmo del texto, se daba cuenta en ese solfeo si iba por buen camino, y ese trajinar le amortiguaba algo de su pena. Le gustaba el traqueteo monótono del carro al avanzar, lo aliviaba de esta pesadumbre aplastante. Esta noche quería estar solo.

La sencilla melodía lo había distraído de su trabajo. Había quedado con las manos sueltas a ambos costados de la silla, abrumado, y se había recostado sobre el respaldo. Con la cabeza volcada hacia atrás, prestaba atención al silencio interno que lo envolvía, con la mirada hacia arriba, hacia la nada, pero con la mente indagando más allá, para tratar de descubrir si verdaderamente había oído esa armonía distante o era solo una fantasía de su imaginación. Esperó un rato en esa posición, pero la suave tonada no se hizo presente. Aprovechó para levantarse, estirar las piernas y servirse un trago.

Volcó el brandy en una copa de cristal panzona. Era de paredes curvas y muy delgadas; la había fabricado su abuelo, cuando era joven, soplando la masa viscosa y candente recién salida del horno de vidrio que tenía en el fondo de su casa. Andrés la puso sobre la mesa ratona y después tomó el primer sorbo, con el cual se calentó la garganta. 

Estaba levemente reclinado hacia delante, con los ojos cerrados, cuando percibió nuevamente la textura característica de la pieza musical. Alzó el rostro; ahora sí tuvo la certeza, era una armonía de notas graves a la distancia. Se levantó, fue hacia la ventana y la abrió con suavidad. Desde allí la escuchaba más nítida; parecía que venía desde lejos, más alto que los árboles del jardín, pero no estaba seguro. 

Llevó la vista más arriba, por instinto, quizás, pero no vio más que el cielo estrellado y, así, con las dos manos tomadas del marco, sintió que la congoja le oprimía más el corazón. Recordó que esa misma tarde le habían dado la noticia. Mónica, su ex esposa, a la que tanto había querido, a la que hacía tanto tiempo que no veía, a la que nunca había olvidado, había muerto. 

Y ya entrada la noche, el manto sombrío de la tristeza le ceñía el alma y los recuerdos que conservaba de ella se repetían como una convulsión interna, un maltrato intermitente de la memoria. La melodía había cesado, pero había sido tan suave, tan tenue, que ahora hasta dudaba de haberla escuchado, le echaba la culpa a la desgracia que rondaba su cabeza, la de esa muerte imposible.

Andrés volvió al brandy, se sentó en el sillón y dejó la ventana abierta. La oscuridad le traía el aroma dulzón de los jazmines en la brisa tersa del verano. Le gustaba, hoy buscaba cualquier excusa para distraerse. Se sentó con los pensamientos, ocupados en traerle las imágenes guardadas de Mónica, e hizo lo que acostumbraba siempre que tomaba en esa copa cuando todavía estaba con ella. Con la punta del índice, tocó apenas la superficie del líquido añejo color marrón oscuro y mojó el aro circular del borde. Sujetó firme la base con la mano izquierda y comenzó a frotar la circunferencia con el dedo mojado por el alcohol de la bebida. Lo deslizó un poco más rápido hasta que el cristal empezó a vibrar produciendo la nota dulce de la frecuencia natural de la copa, un sonido suave que invadía la habitación y se escapaba por la ventana. Así lo hizo dos veces y aguardó, no sabía qué, tal vez solo deseaba mover un poco la quietud del aire. Estaba en un estado de tristeza tal, que cualquier aleteo hubiera sido suficiente, cualquier pequeño movimiento que lo sacara de su encierro, para seguir escribiendo su dolor. 

En ese pensamiento estaba, cuando percibió la misma melodía que llegaba desde afuera; ahora estaba seguro. Pasó el índice nuevamente sobre el borde de su copa con el fin de lograr una nota más extensa que la anterior, esperó y recibió la respuesta del otro instrumento, que llegó haciendo vibrar el aire nocturno. «Un ángel», pensó. Repitió otra vez el rito para estar seguro y volvió a recibir la contestación. Entonces, apresurado, salió a la calle, sin tener en claro el sentido de su urgencia.

Ya en la vereda, bajo la lumbre que arrojaban las luminarias y que se filtraba a través del follaje de los árboles, miró hacia ambas esquinas con impaciencia. No vio nada, se decepcionó, y advirtió que se había comportado como un tonto. «¿Qué estoy buscando? —se preguntó—, ¿qué quiero ver?». Y, a pesar de esa desilusión, comenzó, sin embargo, a caminar, primero lento y luego más de prisa, hacia Charcas, buscando algo sin saber qué. Cuando llegó, miró hacia Thames. No había nadie a esas horas caminando por ahí. Luego miró hacia el otro lado, hacia Malabia, y permaneció quieto, parado con las manos en la cintura. Le parecía que la cadencia sonora se afilaba, ahora parecía salida de la pequeña caja de un violín. «La noticia de la muerte de Mónica me está quitando la cordura», pensó.

Así estuvo un tiempo, nunca supo cuánto. Bajó la cabeza, pensó que lo mejor sería volver, seguir con el trago que había dejado sobre la mesa ratona y seguir escribiendo, intentar despejar la melancolía para hacer a un lado los recuerdos de ella. Sabía que con la tristeza nunca había podido; siempre lo desmoronaba, y hoy lo había hecho salir a perseguir un fantasma de ese modo tan ridículo. «Tratar de espantar la tristeza es un acto imposible —pensó—, solo por un rato se logra, y a veces ni siquiera eso, es un estado del alma que solo el tiempo lo disipa». 

Giró su cuerpo y enfiló de regreso, y fue entonces que sintió el impacto: se había tropezado con alguien. Primero lo sorprendió el golpe, luego vio que el sujeto vestido de negro se caía al piso, y después escuchó un crujido, un ruido a cristal roto. En la semioscuridad no le vio la cara, era una silueta que se había presentado de improviso y, así como apareció, se levantó. Andrés se quedó quieto, lo vio correr, el pelo largo le caía en cascada sobre los hombros, pero no podía asegurar que fuese hombre o mujer. Cuando llegó a Charcas, la figura se detuvo, se dio vuelta y se quedó mirándolo debajo de la sombra de los plátanos tenuemente iluminados por los focos. Tenía un arco de violonchelo; lo apoyó sobre su brazo como si fuese un violín, comenzó a frotarlo como a un instrumento de cuerda y fue entonces cuando Andrés reconoció la sutil textura sonora que se había filtrado por su ventana. Era un brazo de cristal en un cuerpo de cristal. Así estuvo haciendo música con su propio cuerpo mientras él lo miraba absorto, alucinado. 

La combinación de las alturas y el ritmo era tan triste que enlutaba todo el espacio, no había lágrimas suficientes para tolerarla, hacía temblar los pétalos de las flores en la oscuridad. Y, oyendo esa sinfonía celestial, Andrés se fue vaciando, sintió que la humedad que tenía en el alma se iba esfumando como la niebla, el corazón se le aquietaba, su espíritu entraba en la calma luego de la tempestad, las tinieblas de su interior se aclaraban, la hoguera de su cerebro daba paso a la pena leve y la hacía menos dolorosa; todo cedía. 
Así estaba cuando la figura de cristal dejó de emitir el delicado concierto y fugazmente se perdió en la calle lateral. Desapareció sin hacer ruido; Andrés no escuchó los pasos de su carrera, fue como si se hubiese ido volando. No había testigos. Estaba turbado, no sabía cómo describir lo que había sucedido, no podría contarlo siquiera, le dirían loco. Había quedado estupefacto. 

Volvió sobre sus pasos. Había dejado la puerta abierta, sin darse cuenta, por la ansiedad de descubrir de dónde venía el sonido. La cerró y se tiró en el sillón mirando al techo. Seguía triste por la noticia tremenda de la muerte de Mónica, ese amor inolvidable. No podría dejar fácilmente de pensar en ella, pero ya no estaba abrumado, ya no pensaba en la muerte. «¡Qué raro!», se dijo en un susurro. Él, siempre dispuesto a la tristeza, a la seducción de la melancolía, ahora estaba menos agobiado. «¿Por qué?». La música del ángel le había traído el sosiego.

Cuando se acercó a la copa para tomar el sorbo que quedaba de brandy, vio que al lado había un dedo de cristal, un anular completo, delgado, de mujer. Se preguntó cómo había llegado ese objeto hasta aquí, lo observó intrigado. La única explicación que le pasó, fugaz, por su cabeza, fue que el sujeto vestido de negro había aprovechado el momento y entró a su casa cuando él salió a la calle seducido por la melodía, justo cuando estaba en la esquina de Charcas, antes de que se atropellaran. 

«¿Qué vino a hacer esa figura trasparente?», pensó. Y tomó, mientras meditaba, la pequeña pieza de cristal entre sus manos, la giró, y pudo ver la alianza, también transparente, con la letra M, igual a la que usaba Mónica. Se sintió torpe. Se le hizo un nudo en la garganta y tuvo miedo; no sabía qué hacer. Dejó la pieza sobre la mesa y retiró la mano. Estuvo así varios minutos, confundido, mirando con atención la inicial del anillo, obsesionado, en una espiral de reflexiones que no explicaban el enigma. Solo cuando se alcanzaron los extremos del razonamiento, su mente se iluminó y entendió la calidez del amor que nunca se había extinguido entre ellos. Era ella quien le había mandado al ángel. 

Pero quiso confirmar la fascinación de su hallazgo, todavía con la duda, con el temor de que tamaña felicidad fuese demasiado en su vida, esa insensatez de poder recuperar su presencia, aunque sea a través de ese llamado íntimo, en el silencio de alguna soledad.

Lentamente introdujo su dedo índice y palpó con la yema el fondo mojado de brandy que quedaba en la copa. Luego lo sacó y comenzó a deslizarlo sobre el borde, obteniendo una nota más aguda que antes, que invadió toda la habitación. Se detuvo, aguzó el oído y, con una delicia inexplicable, sintió, a través de la ventana, la presencia del conjunto armónico, del tono inconfundible de la respuesta. Lo hizo otra vez para asegurarse, con la ansiedad sobre la piel, y nuevamente llegó la música del ángel. Bajó la frente y por fin se desbarrancó, pudo llorar de tristeza, con lágrimas, como los chicos, sacando toda la pena afuera, liberando la congoja. Había recuperado el recuerdo vívido de Mónica.

Se levantó, fue hacia la silla y se sentó frente a la máquina, todavía conmovido. Miró con estupor, sin dejar de lagrimear, lo último que había escrito en la hoja puesta en la Remington. Cuando leyó, se tuvo que tomar la mandíbula con la mano para que el llanto no se convirtiera en temblor:

Mañana me tengo que morir…pero antes, cuando estés perdido en la tristeza, volvé a llamarme con el sonido de tu copa, que yo voy a estar esperando para contestarte, porque nunca te olvidé. Tu ángel: Mónica

Así, sin punto, terminaba la frase.



Este cuento publicado en la revista literaria "El Narratorio" (ARGENTINA, Buenos Aires, mensual, Nro 25, pag 7) pertenece al libro El sonido de la tristeza.